Desde
hace años utilizo el puente aéreo Madrid-Barcelona, a pesar de la eficiencia
del tren de alta velocidad, siempre me ha apasionado volar. Al menos dos veces
al mes por motivos de trabajo viajo a Barcelona, así que embarco en el
aeropuerto de Barajas y aparezco en la ciudad Condal en poco más de una hora.
No es el ahorro de tiempo lo que me induce a volar, es la sensación de plena
libertad que me produce ver el mundo —desde los ojos de Dios— como dicen
en una película cuyo título he olvidado entre las brumas de mi memoria.
Este
mes se presenta difícil en cuanto a reuniones, así que he decidido
prescindir de disfrutar el día 1 de noviembre festivo y desplazarme a
Barcelona un día antes. Tengo varios asuntos pendientes, el que más me
preocupa es retomar una conversación que dejé a medias con Ángela; no
tenemos muy claro qué es lo que nos une pero, de lo que no cabe duda, es que
algo más que una amistad tradicional si hay. La llamé por teléfono y le
propuse una comida a orillas del mar el día uno de noviembre, no suelo tener
demasiado tiempo libre cuando viajo a Barcelona, el trabajo me absorbe por
completo. Ella se mostró encantada con la idea.
Pero
aquí estoy, atrapado desde hace más de ocho horas en el aeropuerto de
Barajas. Son las doce de la noche y a estas horas debería estar en mi hotel
preparando la reunión del día 2, para poder disfrutar de mi comida y
posterior sobremesa con Ángela, pero... contrariamente a mis planes
permanezco aquí sin saber el por qué ni cuál será el desenlace de este
viaje. El aeropuerto a estas horas está atestado de gente que, al igual que
yo, ve sus planes truncados y que poco a poco comienzan a ponerse nerviosos.
Me
acerco por enésima vez al mostrador de información, aunque más bien yo
diría desinformación, las señoritas que atienden al público no saben muy
bien qué es lo que pasa, se limitan a esbozar una falsa sonrisa y decir: —no
se preocupen, todo se solucionará prontamente y podrán tomar sus vuelos—.
El ambiente se crispa por momentos, sobre todo cuando un matrimonio de mediana
edad se acerca a voz en grito —¡Mi hija se casa
mañana!—
Un periodista me coloca un micrófono en la boca y me pregunta: —¿Sabe
usted que es lo que pasa? ¿Trastoca esto sus proyectos inmediatos?— Me
limito a no responder, me encojo de hombros y respondo: —Algún problema
habrá—. Si el problema se solucionase con una protesta estaría el primero
en el mostrador de reclamaciones, pero la experiencia me demuestra que en
estos casos lo mejor es tener paciencia. Tengo un amigo que dice que la
impaciencia es el peor pecado. Me da la sensación de que las encargadas de
información saben algo y no quieren decirlo para no alterar más a los
pasajeros.—Señoras y señores —la voz nasal a través de los altavoces
del aeropuerto hizo que todo el bullicio acallase repentinamente —la
dirección de este aeropuerto, después de ponerse en contacto con varios
aeropuertos internacionales les comunica que hasta nuevo aviso queda
paralizada cualquier actividad aérea en todo el mundo, se ha producido una
tormenta solar que ha colapsado las comunicaciones internacionales. Les
rogamos mantengan
la calma, estamos a su disposición para todo aquello que necesiten. En estos
momentos se están estudiando soluciones alternativas. Muchas gracias—.
Creo
que me tocará esperar bastantes horas, así que, arrastrando mi pequeña
maleta, me acerco a la cafetería, tras la barra está Olga, la conozco desde
hace años, me mira sonriendo: —parece que es usted el único que no está
nervioso, D. Santiago—.
—¿Ganaría
algo con ello? —sonrío — ponme un cafetito de los que me tomo yo. Voy a
sentarme en la mesa más apartada y encender mi ordenador portátil, a ver si
consigo preparar algunos trabajillos mientras buscan solución al problema—.
Suena
el móvil, en la pantalla identifico el número de Ángela, ha escuchado la
noticia por radio y está nerviosa. ¡Ella también! Intento tranquilizarla,
no hay motivos para estar nervioso, me quedaré varios días en Barcelona, si
no podemos comer juntos mañana lo haremos otro día. Parece que ante esta
expectativa se relaja un poco.
La
voz nasal de los altavoces del aeropuerto me despierta, me duelen todos los
huesos, me he quedado dormido a manos de mi pequeño portátil al que se le ha
descargado por completo la batería.
—Señoras
y señores, nos es grato comunicarles que han sido restablecidas las
comunicaciones, afortunadamente la tormenta solar ha finalizado y en breve se
reanudará el tráfico aéreo. Lamentamos todas las molestias ocasionadas— .
Es
día uno de noviembre, son las nueve de la mañana, hace un día espléndido y
mi avión se eleva suavemente sobre Madrid rumbo a Barcelona, a orillas del
Mediterráneo.
Podré
terminar mi charla con Ángela.
Susana Conde