TINDUFF/ARMILLA
(EL
LENTO ÉXODO HACIA EL AGUA)
Cuando
llegué a la ciudad me recibió una tenue cortina
de agua. La lluvia mojaba mi cabello y mi rostro con agrado, como
una suave caricia húmeda y fresca.
Era
extraño estar allí, haber dejado el seco calor del
desierto hace apenas unos días, y redescubrir que aquella
era una ciudad de agua, un oasis difícil de encontrar en
ninguna otra parte.
Grifos,
duchas, lavabos, bidés, fuentes, charcos y un río
extenso y profundo, con ese rumor del agua salvaje descendiendo,
golpeando las piedras y los oídos con su rugir cristalino,
espumoso.
Habitar
las calles por donde casi siempre podías encontrar un hilo
de agua con su viaje lento. Pararte a mirar su recorrido escaso
y transparente, imaginar que todo aquello pudiera estar pasando
allí, entre las dunas, sobre la cálida arena, y
saber que no es posible, que nunca será posible.
Y
todo era un continuo viaje a los aseos. Levantarse, abrir el grifo
y mojar con saña las manos, los brazos, la cara, el cabello.
Enfrascarse en una humedad constante y generosa, el bullicio del
agua en el lavabo, oír su rumor extenso, sentir su fresca
presencia posada sobre mi piel, mi piel tanto tiempo huérfana
de agua y de mar.
Padre
siempre decía que nos habían robado el mar, y el
agua, y la vida. Nunca entendí todo aquello hasta que habité
esta ciudad, este inmenso balneario de vapores eternos, esta villa
sumergida en líquidos angostos, henchida del sabor incierto
del agua, del perfume constante del agua.
Vine
un verano, siendo niño, vine a girar como una peonza imparable,
a llenar de ruidos y movimiento la calmada vida de otros, la sosegada
pausa de una casa anclada en agua, rebosante del frescor constante
del agua. Y saltaba, cantaba y alababa a dios por aquel regalo.
Y mi risa era una risa de arenas pardas, de un sol eterno sobre
la cabeza, de un sueño preñado de mar que siempre
muere, que siempre se rehace en la mañana, y no había
nada ni nadie que no gritara que habríamos de volver, que
era necesario regresar donde nos esperaba un mar lejano, un batir
de aguas contra olvidadas playas y ciudades arrebatadas.
Pero
ahora es el momento de la huida, de retornar al erial de las fuentes
y las cisternas, siempre inquietas, siempre ocupadas en su afán
de inundarlo todo, de poblarlo todo de ciertas aguas, de eternas
aguas.
Aquí,
en esta urbe insostenible, capital de licores transparentes, he
llegado de nuevo, simple y taciturno, dispuesto a sembrar mi nostalgia
y mi rabia, empeñado en mirar de frente a un futuro de
lejanos sueños, aquí por que me atrae su dependencia
submarina, su engendrada memoria acuática. Por que no es
mi tierra, por que no habita ya la arena en ella, por que no tengo
ya esperanzas, quiero ser habitante del agua, como era preso de
los desiertos, como fui niño destronado de su mar y de
su casa, refugiado en la opaca densidad de la injusticia, envuelto
en polvo y silencio, niño derrotado en Tinduf.
Hasta
donde mi memoria regresa, recuerdo, y por que recuerdo no puedo
olvidar, por que el olvido es un largo fantasma de tristeza, una
serpiente de oscuros colores, de mortal veneno. Y son mis recuerdos
un dolor adherido, una penosa espina sobre mi corazón,
una letanía de rostros y manos conocidas, un espejo en
donde habitan las palabras que nunca dije, los ecos de las voces
que nunca se escucharon.
Pero
tiene el agua sus misterios abiertos. Sofoca mi sed y mi desesperanza,
abraza mi cuerpo y mis ojos, tiene una caricia lenta y caprichosa.
Penetra por mi piel, inunda sus poros con presteza, me engendra
de oasis y cielos enormemente azules, de olas y de barcos con
velas, con redes, con hombres.
Me
quedo aquí, retorno al húmedo aposento de la tristeza,
en esta ciudad tan abundante, regada siempre por su río,
siempre a su orilla, siempre como un reflejo, nunca deshabitada.
Tengo
el oficio pétreo del agua, y como la roca recibo su bendición,
me amoldo a ella con el tiempo, la acomodo en mi seno, dulcemente,
y forma ya parte de mí, y soy sólo piedra y agua,
sílice y agua, granito y agua, mármol y agua, arena
y agua, desierto y agua, polvo y silencio, fuego y noche, madre
y llanto, espera y nostalgia, Armilla y Tinduf. Una, la ciudad
de agua, la otra la del olvido. Una mi refugio, la otra mi destierro.
Pero
se que he de volver, que algún día se ha de conquistar
la orilla espumosa del mar, la barca y su red, la verdadera ciudad
de Aaium, los caminos que nos esperan, las fuentes y los oasis
que añoramos, y ha de ser entonces mi oficio un oficio
de sueños, una labor de aguas nuevas, del perfume salino
de un nuevo océano, de una nueva patria recobrada y libre.
José
Manuel Vivas es roca en Armilla