EL
ESCULTOR
En
la penumbra de un garaje, casi en la clandestinidad, León
trastea con cartones húmedos, tablas viejas, algo de yeso...
Pocos materiales puede encontrar un escultor en una ciudad semiderruida,
más bien en el bastidor de lo que fue una ciudad, ahora
surcada por avenidas de agua, ahogada en el borboteo de los conductos
subterráneos y, según dicen, habitada sólo
por las ninfas. Mientras, él duerme a horas impredecibles
y debe de hacer semanas que sólo come alubias recalentadas
al vapor de la cafetera. Cuando se despierta, gruñe y resuella,
más como el jabalí que rompe la mata que como un
bohemio iluminado.
Es
una noche de verano, parece que junio. Si no recuerdo mal, León
hace poco me contó que había pasado la noche del
solsticio trabajando, dijo algo de los primeros rayos del amanecer
y de las deidades solares, no importa, con él los temas
nunca están claros o como él dice: «el que quiera
entender que entienda». En las repisas del garaje ha colocado
unas figuras de arcilla con incisiones ortogonales, él
las llama los «barros». Si le dicen que son todas parecidas suele
irritarse, pero esta noche León no tiene tiempo para simplezas,
lucha con unas láminas de hierro roídas por la humedad,
trata de doblarlas contra un saliente de la pared.
Algo
le sobresalta, «¿son voces?». Rápido apoya la cabeza en
el suelo, «¡no puede ser!». Una extraña nube de voces y
carcajadas reverbera en su mente, «como las variaciones de Bach»
–que últimamente aparecen en todo lo que oye–. Resopla
y resopla, como tomando energía, finalmente grita:
–¡Los
límites! ¡Busco los límites del agua!
Pero
no hay respuesta; si acaso más risas, y largas y espaciosas
zambullidas. «¡Burlas!, ¡lo que faltaba!, ¡qué miserables!»,
su sensación quizá sea la misma que me dijo tener
muchas veces en los pasillos del metro. Al cruzarse con ciertos
individuos, inmediatamente sabía quién ocultaba
un cuchillo bajo las mangas del abrigo, listo para clavarse con
saña. Se veía abatido y descabellado en un túnel
de cemento, expuesto a la vista de los curiosos: alguno le daría
un tímido puntapié para ver si respondía,
o le arrojaría una colilla, la cara aplastada sobre baldosines
grises y pelotas de chicle.
León
vacía el botijo de agua fresca en su cabeza. No es momento
para ceremonias: desenrolla la manguera de la columna, tira la
ropa al suelo y se da una ducha helada. Ante él, la «sala
de los trofeos»: cuadrículas blancas y negras, siluetas
de ciudades borrosas, espirales metálicas... «¿Las formas
del agua? ¿La forma de lo que copia formas?». (Así empezaban
siempre sus destellos filosóficos, por los clásicos:
el hueco de la vasija, las puertas de la casa...) «Hacerse, deshacerse...,
lo uno, lo múltiple..., ¡sí!, ¡y el resto qué!,
¡el límite!». (Siempre tenía una obsesión
para detenerlo.)
–¡Si
supiera dónde estáis...! –vuelve a gritar, la cara
hundida en el lavabo. Desde luego no dudaría en enfrentarse
al ímpetu de las aguas. Desnudo y empapado, correría
tras esas impertinentes con sus pies de macho cabrío y
las capturaría por los cabellos como el divino Pan bajo
los pámpanos. «El agua... es la vida... está en
todo... en todos los cuerpos. ¿Hay un cuerpo que valga por todos?
Un cuadro... ¿no es una mancha de pintura?». Toma un trozo de
arcilla: camellos, mariposas, serpientes... florecen en sus manos.
Como llegan se van. Y en el aire, cada vez más nítidas,
esas voces:
–Pero...
¿qué está haciendo? ¿Eso son los límites?
¡Es
insoportable! Salta de la banqueta, abre de par en par los portones
del garaje y camina hasta el centro de la calle encharcada. Nada
nuevo: las acacias renegridas de toda la vida... Vuelve a la fachada
y trepa hasta los barrotes de la ventana; allí encaramado
como un simio, observa el interior: «¡Las obras!... Siluetas,
barros, cuadritos, tablitas, ¡y ahora camellos y mariposas!».
Con las plantas de los pies lastimadas, cabizbajo, entra y prueba
a orientar los focos de otra manera: «¿No sería mejor empezar
de cero? A lo mejor desde este ángulo...». Camina de un
extremo a otro chapoteando en los charcos. Las crestas de agua
lamen las paredes desastradas, se entrecruzan, forman luces y
sombras... León cavila.
Juan
Gallo es escultor en Armilla