Teresa
sacó lentamente sus manos de la pileta en donde habían
estado sumergidas durante veinte minutos. Había terminado
por fin de lavar todos los cacharros. A pesar de que sus tareas
eran rutinarias, todas tenían vínculos con el único
elemento capaz de energizar y regocijar a las personas.
Y
a Teresa, como a muchos, el sonido del agua la excitaba.
Lavar
y purificar las verduras, hacerla bullir para cocinar los alimentos,
dejarla correr para lavar los utensilios. Convertirla en espuma
para limpiar las prendas de vestir o en río perfumado para
abrillantar su hábitat.
Para
Teresa el agua era su medio de vida, desde beberla fresca y agradable
hasta hacerla jugar con su cuerpo en la ducha rápida o
en el lento baño de inmersión. No se imaginaba su
vida entre papeles de oficinas secas o edificios áridos.
No concebía vivir manejando un medio de transporte por
horas, ni permanecer en los multi-estudios de noticias y programas
de entretenimiento que se transmitían por los paneles líquidos.
En
su casa en Armilla, no había paredes convencionales. Debido
a la gran cantidad de caños y sus posibilidades de obtener
ese precioso líquido en abundancia, Teresa había
logrado crear hermosos tabiques divisorios los cuales variaba
con gran frecuencia. A veces eran bosques húmedos, otras
lagos virtuales, otras cascadas sonoras o como ahora, uno de lluvia
perpetua.
También
abundaban los recipientes rebosantes de aguas con peces y plantas,
piedras y colores.
Los
relojes de agua goteaban acompasadamente. Las luces se encendían
al atardecer dentro de sus receptáculos acuosos variando
día a día su tonalidad, según la época
del año en que se encontraban y paseando por todo el espectro
del arco iris.
El
humidificador central siempre en funcionamiento permitía
a musgos, hongos y líquenes tapizar los caños superiores
que se empecinaban en formar un techo desparejo.
Con
paciencia y semillas obtenidas de contrabando había logrado
excelentes cultivos de hidroponía. A su alrededor estallaban
los rojos tomates, racimos morados y cristalinos de uvas y duraznos
apenas ruborizados.
No
faltaban tampoco las enredaderas de jazmines y madreselvas.
El
agua era la vida y el color de todo. Por eso Teresa, no podía
imaginar otra vida fuera de Armilla, u otro oficio distinto del
suyo.