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Diletantes en Armilla     asesino · conspirador · diletante · escultor· iconoclasta · mendigo · perro · pintora · roca · vagabundo

 

el relato de la pintora

 

LOS MURMULLOS DEL AGUA

 

Llegué a Armilla tras el estímulo que había perdido, en busca de esa fuerza que me hiciera de nuevo creer en mí. Y lo hice bajo la sensación de no lograrlo, convencida de que mi ánimo estaba tan hundido que nada ni nadie podría recuperarlo del abismo donde había caído. Me recibió una lluvia fina, silenciosa, cosa que no me molestó pues estaba muy de acorde con mi estado de ánimo.

El hotel al final de una empinada cuesta apareció ante mí. Es un noble edificio del siglo XVIII. Entré en recepción portando mi maleta, que no pesaba demasiado. En el coche había dejado el caballete, el maletín con las pinturas, los pinceles y algunos lienzos en blanco. Todo viajó conmigo por imposición, en contra de mi voluntad. La habitación después de recorrer un largo pasillo alfombrado, me causó muy agradable impresión, tenía un amplio ventanal que daba paso a una terraza desde donde, no dudé, se podía contemplar gran parte de la quebrada orografía que me rodeaba, ahora emborronada por la lluvia y las nubes bajas.

Desperté sobre las siete y no pude seguir en la cama, me envolví con la sábana, pues sentía algo de frío, descorrí la cortina y me senté en una cómoda butaca. Allí estuve casi dos horas, sólo mirando. Primero la bruma espesa y dos o tres luces de las casas afincadas en las ladera, casi imperceptibles. Luego, el sol audaz y trepador logró encaramarse hasta lo alto de la montaña y pegarse a los cristales de mi ventana hasta envolverme de una suave calidez. Al meterme bajo la ducha el agua tibia deslizándose por mi piel, golpeando todo mi cuerpo me rehabilitó, y el sumidero se llevó gran parte de mi pereza... Fui una de las primeras en bajar a tomar el desayuno y a pesar de que la mañana estaba muy fría me senté en una de las tres mesas de ese balcón terraza, desde donde, como en la habitación, se divisa todo el valle, parte del pueblo con su campanario de la iglesia y un horizonte escalonado de monte alto y bajo y verdes laderas, donde algunas vacas pastan con asombroso equilibrio. En Recepción sobre un folleto, me explicaron cual era "La ruta del agua". El madrugar lleva siempre consigo la ventaja de llegar primero. Y eso me sucedió al entrar en aquel conjunto etnográfico y museo de molinos. El portero me saludó algo asombrado y después de cortarme la papeleta de entrada se apresuró a conectar algunas llaves. Con detenimiento pude contemplar cómo, desde los tiempos más remotos, los celtas, romanos africanos o chinos..., molían el grano, hasta la maravilla de encender una bombilla... Cuando salí al exterior un fuerte olor a agua me inundó. El río me saludó con su murmullo, el viejo puente de piedra, el pasillo de madera húmedo, crujiente, el agua moviendo las aspas de un gastado molino, los árboles, el verde intenso... La armonía reinaba en cada rincón, como los acordes de una gran orquesta. Me estremecí y no de frío. Sentí el derrumbamiento de un muro dentro de mí, la grieta cada vez más grande, sentí entrar por ella, sin que nada pudiera impedirlo, todo cuanto mis ojos eran capaces de mirar, de contemplar y de percibir. Mientras a mi izquierda el agua corría alegre por el cauce del río, a mi derecha un remanso de otra agua serena y clara, puntillada de verdín, daba cobijo a cientos de "zapateros" (Gerris lacustris), que correteaban a gran velocidad de un lado para otro. Me quedé un buen rarto observándolos. Estaba rodeada de castaños, hayas, avellanos, alisos, eucaliptos... Se respiraba una agradable humedad por todas partes y a cada minuto que pasaba yo me sentía mucho mejor. Al llegar hasta el molino brasileño vi como un manojo de agua a gran velocidad iba llenando una especie de cubeta colocada al extremo de algo parecido a una catapulta, pero en vez de lanzar hacia fuera lo que logra, al llenarse de agua, es que se levante un pesado mazo que al caer de nuevo muele el grano con gran eficacia. La fuerza del agua me salpicaba de vez en cuando procurándome un frescor agradable que lograba mantener en alerta todos mis sentidos. El agua me regalaba una mezcla de sonidos diferentes: Corría por el río, caía a borbotones en la cubeta y canturreaba al deslizare por una pequeña cascada limpia, transparente y serena. El horizonte del río se perdía allí mismo a tan sólo unos metros de donde el agua caía, una gran espesura de árboles y arbustos entrelazados lo convertía en atrayente y misterioso. Sólo siendo pájaro podría posarme en una rama, estar ahí sin romper el espejo del agua, pensé. Y lamenté no serlo, tuve que conformarme con fijar mis ojos durante largo rato en aquel mágico lugar, e imaginar... Cuando miré el reloj habían transcurrido más de tres horas y un gran número de visitantes. Volví al día siguiente y al otro y al otro... Acudía con mi libreta de dibujo, con mis pinceles, con el lienzo y el caballete convencida de que, los murmullos del agua me habían devuelto la esperanza.

 

 

Manuela Macía es pintora en Armilla

 

 

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