He
sido mendigo en muchas ciudades. Un hombre solo, sin ecos ni huellas.
Nómada sin patria ni arraigo. Siempre errante por las geografías
amables o agrestes que recorrí. Nunca busqué cobijo
en palacios, torres o iglesias. Aprendí todos los idiomas
y olvidé todos los nombres. Tuve por bandera el tránsito,
que es la inexorable verdad de los hombres. Por eso mi vida, mi
vida fue la repetición del ciclo con que se conjuga el
tiempo. Mudable en el origen, en la materia que me constituye,
en el incierto destino de mi carne y de mis huesos.
Armilla
sólo debía ser un punto más en la circunferencia
por la que discurría mi vida. La descubrí en una
tarde de otoño ,cuando la densa niebla que la envolvía
se convirtió en velo leve y transparente. La ciudad apareció
ante mí con su filigrana de tuberías ingrávidas,
sus acueductos imposibles y los espejos de agua donde la última
luz se doraba silente, tal y como se dora en el oro barroco de
los altares. Armilla, la más bella, no por lo que mis ojos
vieron sino por lo que soñaron. Porque el embrujo de la
ciudad de agua era su paisaje inacabado. Y yo, el más menesteroso
de los hombres, sentí la dicha de completar a mi antojo
la arquitectura húmeda que contemplaba.
Armilla
no rechazaba mis harapos, ni mi cabello sucio, ni mi barba mal
recortada; incluso mi voz aguardentosa se diluía en los
racimos que emanaban de fuentes y lagos. Yo estaba destinado a
husmear en las cloacas, en los canales alcohólicos donde
se embriaga el olvido y donde los olvidados recolectan los deshechos
que otras vidas depositan. Y nunca sabré, qué azar
o qué centella, o qué repentino capricho atravesó
mi mundo establecido
¡La
noche se hizo orilla, andén de un último momento
¡. Ella, ninfa preciosísima, aniquilaba gozosa la cordura
de mis ojos. La amé en su cabello rojo y en sus peines
de plata, en la aurora de su piel y en su vestido de antigua seda.
Fui naúfrago en la tempestad de los sentidos . Mis tesoros
,lógicos y meditados pensamientos, se desmoronaron como
castillos de arena en el abrazo del viento. ¡Cuántas horas
de invierno se abrasaron en la fertilidad del vientre femenino¡.
Fue amor en la tiniebla y en el prodigio de quedarme palpitando
en otro cuerpo. Y marcharme después, despacio, por los
infinitos claustros del agua.
María
es mendigo en Armilla