Un
gran ventanal atraviesa la sala de espera, tras el, la pista de
aterrizaje muestra su desnudez y su soledad. El día se presenta
extrañamente inquieto. Ahora llueve, luego no, más tarde el viento
sacude los charcos.
Con
la nariz pegada al cristal, Daniel mira con curiosidad el vacío que
tiene frente a sí. Poco a poco el resto de viajeros va inundando la
estancia de voces y ruidos.
El
aeropuerto es un pequeño reducto de enormes sillones, altos techos,
escasos mostradores y un crudo silencio de horas.
Daniel
tiene 9 años, alto para su edad, algo huraño y taciturno, pero sigue
pegando su nariz y su lengua al cristal, lamiéndolo con sutileza.
-¡Dani,
no seas cochino!, con lo grande que eres y haciendo esas marranadas.
Se
gira y observa a su madre, inquieta y con el rostro algo descompuesto.
La espera de los aeropuertos la desquician. Habla sin parar con su
hermana, gesticula ostensiblemente mientras se atusa, con una especie
de tic nervioso, ese mechón de cabello rebelde que se posa una y otra
vez en su frente.
El
sudor frío de sus manos deja huellas diminutas y húmedas. Con el
dedo índice dibuja curvas y círculos, y cuando su madre no le ve,
sigue lamiendo la lisa y dulce superficie del ventanal.
Un
pequeño avión bimotor, con treinta ventanas a cada lado, dos
hélices, blanco y rojo espera en la pista. Cuando llueve, aunque
escasamente, el agua golpea su morro de ratón de dibujos animados, y
parece que moquea. Daniel esboza una sutil sonrisa, mientras traza un
imaginario perfil de aeroplano sobre el cristal empañado.
Ya
habrán pasado más de dos horas, y no hay manera de que se
restablezcan las comunicaciones. La gente se revuelve inquieta de un
lado para otro, y por los altavoces, de continuo, una voz femenina
advierte que el retraso se debe a causas ajenas al aeropuerto, a la
compañía aérea y a la agencia de viajes.
Daniel
se ha sentado en un sillón doble que comparte con otro niño algo
mayor que él. Le habla de no se que historia sobre el fin del mundo,
que todos se morirán y que no quedará nadie, que es el momento de
hacer alguna gamberrada, de saltar sobre el sillón, de romper ese
cristal tan grande por el que la gente se asoma nerviosa.
Pero
Daniel le mira en silencio, en su interior siente un gran desprecio
por ese chico charlatan, por su rostro al que ha empezado a aflorar un
sutil bigotillo de repugnante pelusa y algunos granos de punta blanca
que casi le hacen vomitar. Aparta su mirada y su atención. Observa
como en el televisor de la sala hace mucho que no sale ninguna imagen,
un ejercito de diminutas hormigas negras recorren enloquecidas la
pantalla de un lado para otro. Fija su atención en esa imagen y
piensa que así podría ser la muerte, el final de este mundo que ese
idiota de al lado no para de pregonar. Un final sin color, silencioso,
un eterno viaje de hormigas a ninguna parte.
-¿Quieres
comer algo, hijo?, no sabemos cuando se acabará esta locura.
Daniel
mira a su madre y niega con la cabeza. Está más tranquila y le
sonríe. Se sienta a su lado mientras le acaricia el cabello. El otro
niño se levanta a mirar por el ventanal.
Tal
vez tenga razón y esto sea el fin, ¿serán ellos los últimos
supervivientes?, ¿habrá mas gente en otros lugares, esperando
desconcertados?, ¿estará su padre inquieto esperándoles en el otro
aeropuerto, mirando por otro ventanal, viendo caer otra lluvia,
temiendo ser, también, el último habitante de un planeta en
destrucción?, ¿llorará por ellos? ...si, llorará, como lo hace su
madre, disimuladamente, como si de un resfriado se tratara, sin dejar
de sonreírle mientras sigue atusando sus cabellos.
Aquel
chico se ha pegado al cristal, con las manos arqueadas, intentando
mirar afuera, intentando sortear el vaho y la oscuridad. Daniel lo
mira ahora con menos desprecio que antes. El ventanal se ha convertido
en un enorme espejo que devuelve el rostro con granitos del muchacho,
...y su lengua que lame la fría superficie.
-¡Será
guarro!.
Jose
Manuel Vivas Hernandez