Llegar. Llegar porque es en el regreso donde los viajeros y los
amantes pueden parecerse. El parpadeo de los rótulos más escondidos.
La resonancia amortiguada de los pasos. La madrugada que trae el
retorno de las salidas. En este aeropuerto el fantasma de los otros
pasos, aquellos que no se dan en la cinta transportadora, recorre
pasillos bajo el parpadeo de los rótulos. La espera.
Llegar a la sala de los bostezos, donde los ojos postergados,
abandonados sin el repliegue de mareas, ni siquiera de la lucidez, te
observan y ofrecen. Café. Es malo y desde lo más íntimo del
estómago la resistencia es parecida al paladeo de más arriba, a la
vacilación cuando se mira el panel donde todavía no aparece el
número esperado.
Llegar al aeropuerto de Berlín a medianoche y pagar el taxi son
actos, son consecuencias. En el esqueleto de los actos, el sudor, el
cuerpo que queda atrás, lo seco del sudor, el murmullo de los
ceniceros repletos. Los actos sin consecuencia, los crímenes. Entrar
y permanecer en la cinta transportadora a lo largo de cincuenta
metros. Deslizarse entre los parpadeos de los luminosos tras el
plástico de anuncios perfectos.
Llegar es detenerse frente al panel que informa sobre los vuelos y
elegir cualquiera que no salga nunca de Berlín. El matiz de las
conversaciones en la lengua de los sistemas, de los cristales. La
espera, la madrugada. El deseo es culpable de los retrasos y las
cancelaciones. En el vestíbulo del pequeño apartamento la mujer se
despereza lo omitido. Lo húmedo del sudor resbala hasta el suelo sin
pasos que puedan resonar y ser murmullo entre los actos ofreidos.
Llegar. Llegar porque es el juicio en el que son invocados los
viajeros, cada uno por su nombre, cada uno detenido sobre el camino
que se mueve. El cambio de estado en la casilla apropiada. El anuncio
de la salida que parpadea un instante. La inmovilidad frente a los
ojos que ofrecen. La mujer en cuclillas, con las rodillas tan altas
que es difícil prever las consecuencias, los actos, la espera.
Juan
Manuel Navas