"...Y
el destino cerró sus esquivos ojos con un beso"
Omar Ab Sadir
"Español
superviviente de Mauthausen muere anoche en el aeropuerto de Berlín en un
duro tiroteo" (o sinopsis similares) susurraban desde diversos ángulos
de las primeras páginas pequeños titulares en los periódicos españoles,
tirada del día primero de Noviembre de 2000.
"Jesús
Zunzunegi, de 81 años, moría de un tiro en el pecho efectuado por un
integrante de un grupo terrorista que se encontraba acorralado(...)"
rezaba solemnemente uno; "(...) el suceso tuvo lugar hoy a las 00:00
horas en el aeropuerto de Berlín(...)" proclamaba otro; "(...)
caminaba absorto hacia los terroristas haciendo caso omiso a los
requerimientos de la policía y a las amenazas de aquellos(...)" anotaba
una desprestigiada gaceta; "(...) se dirigía a visitar de nuevo el campo
de concentración para participar en un documental homenaje(...)"
anunciaba distraídamente otro periódico cualquiera.
Heinrich
Beyer comandó el campo de reeducación de Mauthausen entre los años de 1941
y 1943. Las crónicas lo presentan como un hombre excesivamente severo y
sangriento. Entre los horrores que se le atribuyen, recoge Roger Taylor en su
"Historia de un Imperio" una siniestra afición: Beyer
gustaba de celebrar sus cumpleaños (un 1 de Noviembre) formando a los presos
en el patio y obsequiarles con la pieza "La mia morte" de
Tosca a un volumen grandilocuente mientras desde un tímido palco suspendido
en lo alto del muro frontal disparaba indistintamente a múltiples de las
famélicas siluetas que se perfilaban aún más contra la nieve quemando sus
pies desnudos.
Jesús
Zunzunegi, republicano español, era una de las frágiles sombras que
cuadriculaban el patio central de Mauthausen una onomástica mañana de 1942.
Después de ver caer fusilados a varios camaradas suyos reparó, entre latidos
inhumanamente acelerados, en que el fusil ejecutor amenazaba una bala cuya
trayectoria le atravesaba inequívocamente el pecho desde una distancia no
superior a los veinticinco metros. El tiempo se volvió elástico y durante
unos eternos instantes suplicó a Dios que no lo mataran allí mismo como a un
perro, que lo dejara morir como un hombre. Al caer el percutor un estrepitoso
balazo devolvió al tiempo su rigidez habitual mientras una sombra se
derramaba al suelo dos filas por delante de él.
Cincuenta
y ocho años más tarde, después de haberle sido comunicada la anulación de
su vuelo y mientras esperaba ya hastiado en la terminal del aeropuerto, una
melodía le abofeteó desde un altavoz cercano y le postró en un estado
ausente haciéndole levantar de su asiento arrastrándose hacia ella. Desde
hacía histéricos instantes todo el mundo se había retirado abultadamente al
formarse a ambos lados dos frentes armados uno de los cuales les instaba a
gritos alemanes que se apartasen, avalados por vestimentas oficiales. Jesús
Zunzunegi no se encontraba allí, quizá su cuerpo avanzaba aparentemente
desafiante hacia un altavoz sito sobre la cabeza del frente oficioso, pero él
se encontraba navegando como un marinero homérico hacia una hipnótica
melodía ignorada sin llorar durante casi sesenta años y que hoy la retorcida
casualidad le estaba cantando.
Un
fusil criminal cuyo sostenedor llevaba varios segundos inundándole de
gritadas amenazas le auguraba una destinada bala alemana, como un día el
fusil de Beyer, y le escupió una muerte debida que quizás algunos engalanen
de valiente.
Jorge Fdez.
Alday