La
voz le resultó levemente familiar.
Cuando
la percibió por primera vez ya hacía un tiempo indefinido -una hora,
dos- que se encontraba entre los pasajeros dispuestos a embarcarse en
el vuelo 207. La descartó en seguida debido a la preocupación por la
excesiva espera, con la amenaza de quedar atrapado allí, en el
Aeropuerto de Buenos Aires, sin poder comenzar el modo de vida
proyectado: libre y con dinero suficiente como para vivir tranquilo
los próximos diez años. Gozando al fin del plan que, luego de
elaborarlo durante largos meses, acababa de concretar. Con un
sentimiento en el que alternaban el júbilo y cierto vago temor,
imaginó una vez más la conmoción producida esa mañana en la
empresa, no tanto porque él había faltado al trabajo -por primera
vez en casi quince años-, sino más aún al descubrir vacía la caja
del tesoro. Sin duda merecería el abierto repudio del gerente y los
otros empleados por haber cometido ese hecho que, de improviso,
manchaba su brillante trayectoria. Pero había sido la única
alternativa -con carácter de inusitada proeza- que consideró
factible para concluir una existencia anodina y sin atractivo:
transferir a un Banco de Ginebra la incontable cantidad de billetes
que a diario veía, palpaba, controlaba, en virtud de su cargo de
tesorero. Y aunque un simple pasaje de avión le permitiría disponer
de ese anhelado botín, de pronto le resultaba una meta remota, tal
vez inasequible.
-¿Qué
está pasando? ¿Por qué tanta demora?
No
pudo reprimir la pregunta, exasperado, colmada su paciencia.
-Lo
habitual -respondió la mujer que estaba a su lado-. Muy pocos
empleados para atender tantos pasajeros.
-Pero hace casi dos horas que deberíamos estar en vuelo -estalló en
grito al consultar su reloj-. No puede ser que...
-Cálmese. Tal vez un rato más y...
Fue
entonces, mientras aumentaba la consternación y el terror al
presentir que se hundía en una trampa siniestra, cuando le llegó por
segunda vez la voz desde algún sitio indefinido. Tampoco le prestó
atención, pues ya sólo quiso movilizarse. Rápidamente. Necesito
salir de aquí. No puedo esperar un minuto más. Impulsado por ese
objetivo excluyente, comenzó a correr sin rumbo, tanto en desesperada
búsqueda de una salida como para encontrar, a través de los
empleados o de las innumerables personas que lo rodeaban, un
justificativo o explicación.
-¿Alguien
sabe cuándo partirá el vuelo 207. ¡Por favor, debo viajar! ¡Ya!
No
obtuvo ninguna respuesta satisfactoria. Sólo gestos de fastidio,
sorpresa, indiferencia, en cada rostro que enfrentó, ansioso e
imperativo. Hasta que, con la sensación de recibir un golpe
traicionero, quedó paralizado por una voz metálica que se expandió
poderosa por todo el ámbito del aeropuerto:
-¡Atención!
Se informa a los pasajeros que hoy, 1 de noviembre de 2000, debido a
una tormenta solar que ha bloqueado todas las comunicaciones, no se
producirá ningún vuelo desde el Aeropuerto de Buenos Aires.
¡Atención!
Una
súbita flojedad en las piernas lo hizo desplomarse. Vencido por la
increíble noticia. Y por tercera vez, a pesar del aturdimiento y la
progresiva niebla que cubría todo a su alrededor, escuchó la voz
familiar. Clara y rotunda. Gritando su nombre.
Al
girar la cabeza comprendió que ya era tarde para cualquier intento de
protesta o evasión. Porque, a escasos metros, divisó la figura del
gerente de la empresa. Flanqueado por dos policías. Con el brazo
derecho levantado en actitud acusadora, corriendo hacia él.
El
viaje anhelado
Vuelo a la libertad
Cuando
el taxi se detuvo en el Aeropuerto de Buenos Aires, pudo respirar
aliviado. Entregó un billete al chofer y, sin esperar el vuelto,
descendió del coche. Tras una rápida mirada a su alrededor y, sin
descubrir ningún indicio de quienes debían estar buscándolo,
ingresó presuroso en el enorme hall donde el movimiento de la gente y
el confuso sonido de voces y música no llegó a resultarle abrumador,
sino más bien le dio la sensación de encontrarse de pronto en un
sitio desconocido pero cálido y protector. Mientras se abría paso
entre los hombres y mujeres, observó el reloj digital: 13,55. Dentro
de treinta y cinco minutos ya nadie sabrá de mí. El comienzo de una
vida nueva. Lejos de aquí. Libre y con dinero suficiente como para
vivir tranquilo los próximos diez años. Lo invadió una desusada
vitalidad ante la perspectiva, ya muy cercana, de gozar al fin los
beneficios del plan elaborado durante varios meses, y cuando se ubicó
junto a los pasajeros que iban a tomar el vuelo 207 debió esforzarse
por reprimir el deseo de gritar, reír, saltar, realizar cualquier
acto que reflejara el júbilo y, sobre todo, sirviera para desalojar
el estado de apatía y desencanto en que había sobrevivido siempre.
Comprendió que ahora todo sería diferente. Apenas estuviera sentado
en el avión, el anodino desarrollo de sus treinta y cuatro años
empezaría a formar parte de un pasado oprobioso, completamente
olvidable, y ya no le iba a interesar otra cosa que disfrutar a pleno
el fruto obtenido por su plan. A esta hora todos saber lo que hice. De
improviso imaginó la conmoción que esa mañana debía imperar en la
empresa, no sólo porque él no se había presentado a trabajar -la
primera ausencia en casi quince años-, sino más aún al descubrir
prácticamente vacía la caja del tesoro. Sin duda al gerente y los
otros empleados les resultaría difícil admitir que él hubiera
cometido ese hecho, dado el carácter suave y casi aprensivo, su
eficiencia y la confianza que gozaba dentro de la empresa. De pronto
quedaba derrumbada la destacada trayectoria por obra de ese acto que
merecía el repudio de todos, pero que, para él, había constituido
la proeza -riesgosa, gratificante- que iba a concluir con una
existencia opaca y sin atractivo. Entonces creyó que tenía un solo
modo de hacerlo: apropiarse de la incontable cantidad de billetes que
a diario veía, controlaba, despositaba, en virtud de su cargo de
tesorero. Hasta tomar la decisión, sencilla y fundamental: efectuar
la transferencia a un Banco de Ginebra y reservar un pasaje de avión.
-¿Qué
está pasando?
No
pudo reprimir la pregunta, al tomar súbita noción de dónde se
encontraba, desconcertado por la quietud y el silencio.
-Lo
habitual -respondió la mujer que lo precedía en la fila-. Muchos
pasajeros y un solo empleado.
-Hace cuarenta minutos que deberíamos estar en vuelo -estalló en
grito al consultar su reloj-. No puede ser que...
-Cálmese. Unos minutos más y...
Una
ráfaga de consternación y miedo le hizo presentir que de pronto
podía frustrarse el plan tan minuciosamente elaborado. Apartándose
de la mujer, echó una ansiosa mirada sobre las personas que se
desplazaban por el aeropuerto, los empleados que hablaban entre sí,
los amplios ventanales por los que se divisaba la pista casi cubierta
de aviones. Sin encontrar justificativo o explicación que despejara
su duda, se movilizó con rapidez. Sin rumbo. Debo salir de aquí. No
puedo esperar un minuto más. Ese objetivo se le impuso, obsesivo y
excluyente, con una creciente sensación de asfixia a medida que
formulaba la pregunta que resumía el estado de total impotencia y
desamparo:
-Por
favor, necesito saber cuándo partirá el vuelo 207.
Nadie
pudo o quiso darle una respuesta concreta. Sólo advirtió gestos de
fastidio, sorpresa, indiferencia, en los innumerables rostros que
enfrentó, imperativo, en un nervioso y agotador recorrido por el
aeropuerto, hasta quedar paralizado por una voz metálica, que se
expandió poderosa por todo el ámbito:
-¡Atención!
Se informa a todos los pasajeros que hoy, 1 de noviembre de 2000,
debido a una tormenta solar que ha bloqueado todas las comunicaciones,
no se producirá ningún vuelo desde el Aeropuerto de Buenos Aires.
¡Atención!
Angel
Balzarino