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Vuelo a la libertad

Aeropuerto de Buenos Aires (Argentina)
21:00:00 (-3 GMT, 31.10.00)


La voz le resultó levemente familiar.

Cuando la percibió por primera vez ya hacía un tiempo indefinido -una hora, dos- que se encontraba entre los pasajeros dispuestos a embarcarse en el vuelo 207. La descartó en seguida debido a la preocupación por la excesiva espera, con la amenaza de quedar atrapado allí, en el Aeropuerto de Buenos Aires, sin poder comenzar el modo de vida proyectado: libre y con dinero suficiente como para vivir tranquilo los próximos diez años. Gozando al fin del plan que, luego de elaborarlo durante largos meses, acababa de concretar. Con un sentimiento en el que alternaban el júbilo y cierto vago temor, imaginó una vez más la conmoción producida esa mañana en la empresa, no tanto porque él había faltado al trabajo -por primera vez en casi quince años-, sino más aún al descubrir vacía la caja del tesoro. Sin duda merecería el abierto repudio del gerente y los otros empleados por haber cometido ese hecho que, de improviso, manchaba su brillante trayectoria. Pero había sido la única alternativa -con carácter de inusitada proeza- que consideró factible para concluir una existencia anodina y sin atractivo: transferir a un Banco de Ginebra la incontable cantidad de billetes que a diario veía, palpaba, controlaba, en virtud de su cargo de tesorero. Y aunque un simple pasaje de avión le permitiría disponer de ese anhelado botín, de pronto le resultaba una meta remota, tal vez inasequible.

-¿Qué está pasando? ¿Por qué tanta demora?

No pudo reprimir la pregunta, exasperado, colmada su paciencia.

-Lo habitual -respondió la mujer que estaba a su lado-. Muy pocos empleados para atender tantos pasajeros.
-Pero hace casi dos horas que deberíamos estar en vuelo -estalló en grito al consultar su reloj-. No puede ser que...
-Cálmese. Tal vez un rato más y...

Fue entonces, mientras aumentaba la consternación y el terror al presentir que se hundía en una trampa siniestra, cuando le llegó por segunda vez la voz desde algún sitio indefinido. Tampoco le prestó atención, pues ya sólo quiso movilizarse. Rápidamente. Necesito salir de aquí. No puedo esperar un minuto más. Impulsado por ese objetivo excluyente, comenzó a correr sin rumbo, tanto en desesperada búsqueda de una salida como para encontrar, a través de los empleados o de las innumerables personas que lo rodeaban, un justificativo o explicación.

-¿Alguien sabe cuándo partirá el vuelo 207. ¡Por favor, debo viajar! ¡Ya!

No obtuvo ninguna respuesta satisfactoria. Sólo gestos de fastidio, sorpresa, indiferencia, en cada rostro que enfrentó, ansioso e imperativo. Hasta que, con la sensación de recibir un golpe traicionero, quedó paralizado por una voz metálica que se expandió poderosa por todo el ámbito del aeropuerto:

-¡Atención! Se informa a los pasajeros que hoy, 1 de noviembre de 2000, debido a una tormenta solar que ha bloqueado todas las comunicaciones, no se producirá ningún vuelo desde el Aeropuerto de Buenos Aires. ¡Atención!

Una súbita flojedad en las piernas lo hizo desplomarse. Vencido por la increíble noticia. Y por tercera vez, a pesar del aturdimiento y la progresiva niebla que cubría todo a su alrededor, escuchó la voz familiar. Clara y rotunda. Gritando su nombre.

Al girar la cabeza comprendió que ya era tarde para cualquier intento de protesta o evasión. Porque, a escasos metros, divisó la figura del gerente de la empresa. Flanqueado por dos policías. Con el brazo derecho levantado en actitud acusadora, corriendo hacia él.

 

El viaje anhelado
Vuelo a la libertad

 

Cuando el taxi se detuvo en el Aeropuerto de Buenos Aires, pudo respirar aliviado. Entregó un billete al chofer y, sin esperar el vuelto, descendió del coche. Tras una rápida mirada a su alrededor y, sin descubrir ningún indicio de quienes debían estar buscándolo, ingresó presuroso en el enorme hall donde el movimiento de la gente y el confuso sonido de voces y música no llegó a resultarle abrumador, sino más bien le dio la sensación de encontrarse de pronto en un sitio desconocido pero cálido y protector. Mientras se abría paso entre los hombres y mujeres, observó el reloj digital: 13,55. Dentro de treinta y cinco minutos ya nadie sabrá de mí. El comienzo de una vida nueva. Lejos de aquí. Libre y con dinero suficiente como para vivir tranquilo los próximos diez años. Lo invadió una desusada vitalidad ante la perspectiva, ya muy cercana, de gozar al fin los beneficios del plan elaborado durante varios meses, y cuando se ubicó junto a los pasajeros que iban a tomar el vuelo 207 debió esforzarse por reprimir el deseo de gritar, reír, saltar, realizar cualquier acto que reflejara el júbilo y, sobre todo, sirviera para desalojar el estado de apatía y desencanto en que había sobrevivido siempre. Comprendió que ahora todo sería diferente. Apenas estuviera sentado en el avión, el anodino desarrollo de sus treinta y cuatro años empezaría a formar parte de un pasado oprobioso, completamente olvidable, y ya no le iba a interesar otra cosa que disfrutar a pleno el fruto obtenido por su plan. A esta hora todos saber lo que hice. De improviso imaginó la conmoción que esa mañana debía imperar en la empresa, no sólo porque él no se había presentado a trabajar -la primera ausencia en casi quince años-, sino más aún al descubrir prácticamente vacía la caja del tesoro. Sin duda al gerente y los otros empleados les resultaría difícil admitir que él hubiera cometido ese hecho, dado el carácter suave y casi aprensivo, su eficiencia y la confianza que gozaba dentro de la empresa. De pronto quedaba derrumbada la destacada trayectoria por obra de ese acto que merecía el repudio de todos, pero que, para él, había constituido la proeza -riesgosa, gratificante- que iba a concluir con una existencia opaca y sin atractivo. Entonces creyó que tenía un solo modo de hacerlo: apropiarse de la incontable cantidad de billetes que a diario veía, controlaba, despositaba, en virtud de su cargo de tesorero. Hasta tomar la decisión, sencilla y fundamental: efectuar la transferencia a un Banco de Ginebra y reservar un pasaje de avión.

-¿Qué está pasando?

No pudo reprimir la pregunta, al tomar súbita noción de dónde se encontraba, desconcertado por la quietud y el silencio.

-Lo habitual -respondió la mujer que lo precedía en la fila-. Muchos pasajeros y un solo empleado.
-Hace cuarenta minutos que deberíamos estar en vuelo -estalló en grito al consultar su reloj-. No puede ser que...
-Cálmese. Unos minutos más y...

Una ráfaga de consternación y miedo le hizo presentir que de pronto podía frustrarse el plan tan minuciosamente elaborado. Apartándose de la mujer, echó una ansiosa mirada sobre las personas que se desplazaban por el aeropuerto, los empleados que hablaban entre sí, los amplios ventanales por los que se divisaba la pista casi cubierta de aviones. Sin encontrar justificativo o explicación que despejara su duda, se movilizó con rapidez. Sin rumbo. Debo salir de aquí. No puedo esperar un minuto más. Ese objetivo se le impuso, obsesivo y excluyente, con una creciente sensación de asfixia a medida que formulaba la pregunta que resumía el estado de total impotencia y desamparo:

-Por favor, necesito saber cuándo partirá el vuelo 207.

Nadie pudo o quiso darle una respuesta concreta. Sólo advirtió gestos de fastidio, sorpresa, indiferencia, en los innumerables rostros que enfrentó, imperativo, en un nervioso y agotador recorrido por el aeropuerto, hasta quedar paralizado por una voz metálica, que se expandió poderosa por todo el ámbito:

-¡Atención! Se informa a todos los pasajeros que hoy, 1 de noviembre de 2000, debido a una tormenta solar que ha bloqueado todas las comunicaciones, no se producirá ningún vuelo desde el Aeropuerto de Buenos Aires. ¡Atención!

Angel Balzarino

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