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Aeropuerto José Martí, La Habana (Cuba) (I)
Aeropuerto Ignacio Agramonte, Camagüey (Cuba) (I)

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Aeropuerto Ignacio Agramonte, Camagüey (Cuba) (II)

 
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El duro oficio del samurai

Aeropuerto Ignacio Agramonte, Camagüey (Cuba)
19:00:00 (-5 GMT, 31.10.00)

Maldigo mis últimas cuarenta y ocho horas. Antier vi esa película y ahora estoy aquí. ¿Ayer? Vi a Fernando y cambié la fecha del pasaje. Tengo el rostro de Forest Whitaker en su Ghost Dog clavado en la memoria, mientras el cansancio me clava por todos los rincones de mi cuerpo. Me siento hecha un colador, acabáramos, y Ghost Dog diciendo que ya ha visto todo, que ha vivido cada momento como si fuera el final, sabiendo que su camino se encuentra en la muerte. Quedé alicaída con la cinta y decidí darme, darnos, otro tiempo, y hoy me siento agonizar de espera, pasé una pésima madrugada en un hotel maloliente y no estaba preparada para esta jornada. Vine para hacer las paces con Fernando. Desde La Habana le telefoneé, pero luego no pude avisar que había conseguido adelantar el vuelo. Tenía tantas ganas de verlo, tantas; lo encontré en su casa, espléndido, de buen humor. Pero con otra. Trato de aguantar, ahora, estoicamente, aferrándome al libro. Realmente fue un hallazgo encontrar tan raro volumen un día después de haber visto la película y a la vuelta de mi desengaño. ¿Efecto adelantado de la tormenta solar que me tiene varada aquí? Camagüey no tiene más nada que darme.

¿Qué lee?, pregunta él. Hace un rato ocupó el trozo de piso junto a mí. Estamos recostados en la pared. Es un hombre con bigote; el movimiento de su pie derecho, cruzado sobre el izquierdo, me ha estado molestando; irremediablemente, entra dentro de mi campo visual. El camino del samurai, de Hagakure, respondo con voz de no querer seguir hablando, pero quiere saber si es interesante. Dejo que mi silencio hable, estoy llegando al punto crítico, ese de sacar la espada y cortar cabezas. Su voz golpea mi atención de nuevo. Temo que vamos a estar hasta mañana, ¿usted qué cree? Sigo sin responder. Cuando un problema se vuelve dos, peor. Hay que evitarlo. Lo acabo de leer en el libro.

Son las siete de la noche, hace once horas están detenidos todos los vuelos "por fuerza mayor, ajena a nuestra voluntad", escupieron los altavoces. Hay gente tirada por cualquier lugar, el salón parece un campo de batalla, ya ni el sol está para dar explicaciones. No sé nada de tormentas solares, tampoco sabía de la bienvenida que me preparaba Fernando, y ahora estoy aquí, en un salón atestado de gente, con calor, en el suelo mugriento, quiero atrincherarme en el libro, en sus palabras cortantes, mínimas. Con la naturaleza uno nunca sabe, sigue diciendo el hombre junto a mí, que ya no mueve el pie, pero no ha parado de hablar; y me cuenta que viaja para resolver un problema. Siento que roza mi brazo. Lo miro directamente a los ojos, necesito meterle en la cabeza mi deseo de no hablar, baja la vista y yo me devuelvo al libro. Pero la telepatía no funciona, ni avanzo media página cuando escucho su voz, alegre. Ah, ya pude ver la portada. ¡Hagakure! Las películas de samurais no me gustan, prefiero otros combates, así como me ve le confieso que me encantan las películas de amor, ¿y a usted? Quisiera practicar el homicidio en su garganta, bañarme con el chorro de su sangre, lo miro directamente a los ojos, son azules. Lo miro mejor, parecen el pedazo de mar donde mojé mis mejores años, muchas veces, tantas veces que el recuerdo me lagrimea más que lo deseado. Comienzo a pensar que la espera mata mi sentido común, sigue hablando y continúo mirándolo. Creo descubrir en sus ojos un oleaje callado, de otra espera, anónima, y no precisamente de aviones. ¿Por qué me tiene que importar lo que ese hombre espera? El único problema, ahora, es que no puedo volar. Enseguida rectifico, tanteando en mi bolsillo el pasaje: yo voy a volar. Como una línea de aquellas de castigo que la maestra nos obligaba a copiar en el cuaderno para corregir malas conductas, me repito la frase mentalmente. Yo voy a volar, yo voy a volar...

Mi abuela decía que cuando las situaciones son difíciles es bueno leer en voz alta, uno se va calmando, no tengo nada para leer, a mí no me importaría si usted lee en voz alta, no me molesta. Es obstinado el tipo, pero su voz me resulta más aceptable y su mirada me salpica, refrescándome. El mar de esa mirada me está humedeciendo. O será que estoy muy cansada. Necesitaría dormir y levantarme con otro destino. Me aferro a El camino del samurai, quiero ponerme la cara del negro Ghost Dog cuando lee en su azotea, solitario, con sus palomas; no hay palomas y estoy en el suelo pero soy él, no sufrir, ser fuerte y elemental, ser fuerte y no sufrir, y leo. O trato. Puede hablar más alto, no la escucho, dice, y me toca el brazo, por encima del bolso. Me ha gustado su contacto. Respiro. Respiro y no puedo dejar de mirarlo. De súbito, siento que nado en ese mar. Como si mi destino fuese nadar, no volar, y me sorprendo al descubrir que lo estoy besando. Él besa sin prisa. Me aparto, dispuesta a una disculpa amplia, pero sonríe dulcemente y me pide que siga leyendo. Me acaricia la mano que tengo sobre mi bolso. Es una mano grande, me gusta, y parpadeo, ¿realmente hubo beso? Dejo la duda, me siento muy cansada pero mejor, y leo en voz alta: "Según los ancianos, uno debe tomar decisiones dentro del tiempo que lleva siete respiraciones. Es una cuestión de... " En ese instante, la lectura la imponen los altavoces, el servicio se restablece y el primer avión partirá en minutos. No es el mío. Lo miro, incapaz de preguntarle. Él sonríe y su tuteo me seduce totalmente. Tampoco el mío, afirma. Dale, mi cielo, lee, tal vez pueda entender El camino del samurai, me ha gustado mucho eso de las decisiones que se respiran. Se queda callado y me mira suavemente. Pienso que Fernando nunca me miró así, y ayer casi me hago el harakiri por su culpa. Y sigo leyendo: "...Es una cuestión de estar decidido y de tener el coraje de abrirse paso hacia el otro lado". Nos miramos. El otro lado. ¿Podré? ¿Querrá él? Me lanzo definitivamente en su mirada. ¿Un horizonte?. Una salida, me digo. Y nado. Me besa. Una vez, dos veces, tres veces...

Me han tironeado los pies, ¿me hundo?, alzo la cabeza, un tipo con cara de Forest Whitaker está barriendo y me da los buenos días, sonriente. El amanecer, bellísimo, asombra en los ventanales. Miro a mi lado, estoy sola y con mi sorpresa en el salón del aeropuerto "Ignacio Agramonte". En la zona de embarque hay una corta cola, y, en el bar, un chico limpia el mostrador. Estoy sola, en el suelo; y no soy Ghost Dog sabiendo lo que hay que saber. No tengo bolso ni reloj. En el bolsillo toco el pasaje. Pero estoy sola, y sin El camino del samurai.

 

Rosa Elvira Peláez

 

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