Maldigo mis últimas
cuarenta y ocho horas. Antier vi esa película y ahora estoy aquí.
¿Ayer? Vi a Fernando y cambié la fecha del pasaje. Tengo el rostro de
Forest Whitaker en su Ghost Dog clavado en la memoria, mientras el
cansancio me clava por todos los rincones de mi cuerpo. Me siento hecha
un colador, acabáramos, y Ghost Dog diciendo que ya ha visto todo, que
ha vivido cada momento como si fuera el final, sabiendo que su camino se
encuentra en la muerte. Quedé alicaída con la cinta y decidí darme,
darnos, otro tiempo, y hoy me siento agonizar de espera, pasé una
pésima madrugada en un hotel maloliente y no estaba preparada para esta
jornada. Vine para hacer las paces con Fernando. Desde La Habana le
telefoneé, pero luego no pude avisar que había conseguido adelantar el
vuelo. Tenía tantas ganas de verlo, tantas; lo encontré en su casa,
espléndido, de buen humor. Pero con otra. Trato de aguantar, ahora,
estoicamente, aferrándome al libro. Realmente fue un hallazgo encontrar
tan raro volumen un día después de haber visto la película y a la
vuelta de mi desengaño. ¿Efecto adelantado de la tormenta solar que me
tiene varada aquí? Camagüey no tiene más nada que darme.
¿Qué lee?, pregunta él.
Hace un rato ocupó el trozo de piso junto a mí. Estamos recostados en
la pared. Es un hombre con bigote; el movimiento de su pie derecho,
cruzado sobre el izquierdo, me ha estado molestando; irremediablemente,
entra dentro de mi campo visual. El camino del samurai, de Hagakure,
respondo con voz de no querer seguir hablando, pero quiere saber si es
interesante. Dejo que mi silencio hable, estoy llegando al punto
crítico, ese de sacar la espada y cortar cabezas. Su voz golpea mi
atención de nuevo. Temo que vamos a estar hasta mañana, ¿usted qué
cree? Sigo sin responder. Cuando un problema se vuelve dos, peor. Hay
que evitarlo. Lo acabo de leer en el libro.
Son las siete de la noche,
hace once horas están detenidos todos los vuelos "por fuerza
mayor, ajena a nuestra voluntad", escupieron los altavoces. Hay
gente tirada por cualquier lugar, el salón parece un campo de batalla,
ya ni el sol está para dar explicaciones. No sé nada de tormentas
solares, tampoco sabía de la bienvenida que me preparaba Fernando, y
ahora estoy aquí, en un salón atestado de gente, con calor, en el
suelo mugriento, quiero atrincherarme en el libro, en sus palabras
cortantes, mínimas. Con la naturaleza uno nunca sabe, sigue diciendo el
hombre junto a mí, que ya no mueve el pie, pero no ha parado de hablar;
y me cuenta que viaja para resolver un problema. Siento que roza mi
brazo. Lo miro directamente a los ojos, necesito meterle en la cabeza mi
deseo de no hablar, baja la vista y yo me devuelvo al libro. Pero la
telepatía no funciona, ni avanzo media página cuando escucho su voz,
alegre. Ah, ya pude ver la portada. ¡Hagakure! Las películas de
samurais no me gustan, prefiero otros combates, así como me ve le
confieso que me encantan las películas de amor, ¿y a usted? Quisiera
practicar el homicidio en su garganta, bañarme con el chorro de su
sangre, lo miro directamente a los ojos, son azules. Lo miro mejor,
parecen el pedazo de mar donde mojé mis mejores años, muchas veces,
tantas veces que el recuerdo me lagrimea más que lo deseado. Comienzo a
pensar que la espera mata mi sentido común, sigue hablando y continúo
mirándolo. Creo descubrir en sus ojos un oleaje callado, de otra
espera, anónima, y no precisamente de aviones. ¿Por qué me tiene que
importar lo que ese hombre espera? El único problema, ahora, es que no
puedo volar. Enseguida rectifico, tanteando en mi bolsillo el pasaje: yo
voy a volar. Como una línea de aquellas de castigo que la maestra nos
obligaba a copiar en el cuaderno para corregir malas conductas, me
repito la frase mentalmente. Yo voy a volar, yo voy a volar...
Mi abuela decía que
cuando las situaciones son difíciles es bueno leer en voz alta, uno se
va calmando, no tengo nada para leer, a mí no me importaría si usted
lee en voz alta, no me molesta. Es obstinado el tipo, pero su voz me
resulta más aceptable y su mirada me salpica, refrescándome. El mar de
esa mirada me está humedeciendo. O será que estoy muy cansada.
Necesitaría dormir y levantarme con otro destino. Me aferro a El camino
del samurai, quiero ponerme la cara del negro Ghost Dog cuando lee en su
azotea, solitario, con sus palomas; no hay palomas y estoy en el suelo
pero soy él, no sufrir, ser fuerte y elemental, ser fuerte y no sufrir,
y leo. O trato. Puede hablar más alto, no la escucho, dice, y me toca
el brazo, por encima del bolso. Me ha gustado su contacto. Respiro.
Respiro y no puedo dejar de mirarlo. De súbito, siento que nado en ese
mar. Como si mi destino fuese nadar, no volar, y me sorprendo al
descubrir que lo estoy besando. Él besa sin prisa. Me aparto, dispuesta
a una disculpa amplia, pero sonríe dulcemente y me pide que siga
leyendo. Me acaricia la mano que tengo sobre mi bolso. Es una mano
grande, me gusta, y parpadeo, ¿realmente hubo beso? Dejo la duda, me
siento muy cansada pero mejor, y leo en voz alta: "Según los
ancianos, uno debe tomar decisiones dentro del tiempo que lleva siete
respiraciones. Es una cuestión de... " En ese instante, la lectura
la imponen los altavoces, el servicio se restablece y el primer avión
partirá en minutos. No es el mío. Lo miro, incapaz de preguntarle. Él
sonríe y su tuteo me seduce totalmente. Tampoco el mío, afirma. Dale,
mi cielo, lee, tal vez pueda entender El camino del samurai, me ha
gustado mucho eso de las decisiones que se respiran. Se queda callado y
me mira suavemente. Pienso que Fernando nunca me miró así, y ayer casi
me hago el harakiri por su culpa. Y sigo leyendo: "...Es una
cuestión de estar decidido y de tener el coraje de abrirse paso hacia
el otro lado". Nos miramos. El otro lado. ¿Podré? ¿Querrá él?
Me lanzo definitivamente en su mirada. ¿Un horizonte?. Una salida, me
digo. Y nado. Me besa. Una vez, dos veces, tres veces...
Me han tironeado los pies,
¿me hundo?, alzo la cabeza, un tipo con cara de Forest Whitaker está
barriendo y me da los buenos días, sonriente. El amanecer, bellísimo,
asombra en los ventanales. Miro a mi lado, estoy sola y con mi sorpresa
en el salón del aeropuerto "Ignacio Agramonte". En la zona de
embarque hay una corta cola, y, en el bar, un chico limpia el mostrador.
Estoy sola, en el suelo; y no soy Ghost Dog sabiendo lo que hay que
saber. No tengo bolso ni reloj. En el bolsillo toco el pasaje. Pero
estoy sola, y sin El camino del samurai.
Rosa Elvira Peláez