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Aeropuerto de Buenos Aires (Argentina)
21:00:00 (-3 GMT, 31.10.00)


El bochorno era intolerable. Hacía varios dias que un sol inclemente abrasaba seres y cosas transformando a Buenos Aires en una sucursal del infierno.

Cuando el viejo de rostro enfermizo y bigote gris concluyó las formalidades del embarque caminó con lentitud, encorvado por agobios indecibles, soportando apenas el peso de la mochila que cargaba. La partida estaba prevista a las 21 horas de ese ansiado 31 de Octubre.

Cuando se sentó frente a la puerta 2 a esperar el permiso para abordar el avión no se sentía del todo bien. Apenas si escuchó la voz femenina, anónima e indiferente, que comunicaba el imprevisto retraso en la salida de los vuelos. Respirando mal, se sumió en hondas cavilaciones ajenas a la noticia. Había esperado tanto para poder visitar a su hija, exiliada en Madrid desde hacía años, que poco le importaba aguardar un rato más o menos.

En verdad no había sido cosa sencilla juntar la plata del pasaje. Vendió el viejo Renault 4 y juntó peso sobre peso, podándolos de la magra jubilación, para afrontar el gasto. "¿A qué renegar tanto?" se preguntaba cuando la desesperanza le resultaba intolerable.

Porque a decir verdad las cosas nunca le anduvieron bien. Es más: empeoraron cuando murió su mujer y se tuvo que marchar su única hija. Ahí se le enredó la madeja y se las vió negras. Penuria tras penuria habían hecho concluir al pobre hombre que había errado el camino, o más bien, que nunca lo había encontrado. Pobre como una araña, trabajando duro para dejar atrás la injuriosa miseria, entendió que se había pasado la vida buscando un bienestar incierto, furtivo como el horizonte.

El aeropuerto parecía una colmena. La multitud protestaba, algún exaltado vociferaba y unos pocos parecían resignarse cuando el personal de las aerolíneas les reclamaba paciencia. La información --y los rumores que siempre se les adosan-- indicaba que la demora en los vuelos superaría las 12 horas. Trastornos atmosféricos, tormentas solares o algo por el estilo cegaban los instrumentos de vuelo y se confabulaban, como el diablo, cerrando el paso hacia los cielos.

El anciano de bigote gris se restrepó en su asiento, doblegado por un destino empecinado en mancillar el último anhelo que le quedaba. Presentía que su ansiado viaje comenzaba a evaporarse, a tornarse improbable. Mientras se ahondaba en sus cuitas el tiempo laborioso arrastraba la densa noche hacia el alba.

En medio de quienes dormitaban en el piso o comían frugales bocadillos, cercado por malhumorados de toda laya, embarullado por niños que lloraban o de jóvenes que aún acertaban a reirse por alguna ocurrencia trivial, sintióse invadido por un sueño pesado, estuporoso, que le ensombreció la conciencia.

El día vino y se fué, dejando tras de sí un ocaso amarillo. El calor y la espera inquietaba a la gente hasta que alguien, con tono impersonal y tedioso, por cien altoparlantes anunció la llegada de la caprichosa normalidad. Como por arte de magia el cosmos reemplazó al caos y el gentío empezó a serenarse. El mal rato había pasado. Centenares de hombres y mujeres se pusieron en movimiento y obedientes se enfilaron aquí y allá para abordar las aeronaves que una tras otra, se elevaban rugiendo como bestias aladas.

Hacia la medianoche el aeropuerto quedó silencioso y casi desierto. Un peón de limpieza fatigaba su escobillón sobre el piso. Al pasar junto a unos sillones, rozó sin querer al pasajero que creyó dormido. El viejo de bigote gris, desequilibrado por el golpe intempestivo se torció hacia un lado y quedó escorado, como un barco.

Hacía varias horas que el alma del anciano --en medio del barullo del aeropuerto-- se había encontrado con la muerte y haciendo caso omiso de las tormentas solares se fue volando con ella, aunque no a Madrid precisamente. En tanto, el cuerpo del anciano quedó allí, inanimado, como un equipaje olvidado que nadie reclamaría.

 

Eduardo Protto

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