Sofía sintió alivio cuando las
puertas corredizas del aeropuerto se cerraron tras ella. Miró a su
alrededor buscando el mostrador de Mexicana. Al localizarlo jaló su
maleta con ansiosa. Entregó los documentos a la encargada. Revisó su
boleto, la hora de embarque sería a las 18:40 puerta B. Comparó la
hora en su reloj con la del vestíbulo: 17:50. Nerviosa recorrió con
la mirada a las personas que llegaban. Sentía que cada minuto que
tardaba el avión en partir, la ataban a su pasado. Decidió moverse
hacia un snack alejado de las entradas. Pidió un café, y se sentó a
esperar. Sacó un cigarrillo. Una mano sosteniendo un encendedor
abierto se acercó a su boca, ella levantó la cabeza lentamente, el
miedo era más quemante que la llama ofrecida. Sus ojos se resistían
a pasar más allá del brazo, una voz con acento extranjero la
tranquilizó. Su rostro terminó el viaje enfrentándose al recién
llegado. Era un hombre delgado, como de cincuenta años, piel blanca.
También tenía la mirada cansada. Sofía inhaló profundamente el
sabor y, mirándolo fijo, agradeció el gesto. Él, sin pedir permiso
se sentó a su lado. Permanecieron sin hablar mirando cada uno sus
pensamientos. La gente se movía alterada, empujándose, queriendo ser
los primeros en la fila de cada sala de embarque. Sucedía algo a lo
que ellos dos, permanecían ajenos. "De qué huyes", creyó
Sofía escuchar que le decía. "De un mal amor", pensó
responder. Él la miró con ternura y tomándola de la mano, la besó.
Ella no reaccionó, era tal la suavidad de aquellos labios, que
sintió por cada poro recorrer una emoción olvidada. La miró a los
ojos y de forma inaudible iniciaron una conversación en la que todo a
su alrededor, quedó fuera. Él regresaba a un país donde nadie lo
esperaba, donde el sol se ocultaba al mediodía, y las personas
habían olvidado como amarse. Vino a Cancún buscando calor, pero no
lo había encontrado porque traía demasiado frío dentro. Ella le
habló de sus sueños románticos atropellados en una cama de hotel.
Ahora intentaba huir hacia una vida nueva, pero tenía miedo que algo
sucediera y le impidiera subir al avión. Siguieron conversando. El
café en las tazas parecía aferrarse a los bordes a pesar de las
repetidas veces que era bebido. El reloj perezoso no se movía. Sofía
y su compañero seguían deshilando las madejas de sus vidas. Un grito
de: ¡al fin hay línea! Los regresó a la realidad. El ruido de los
altavoces en confusión babilónica comenzó a urgir a los pasajeros
que abordaran. Sofía miró al reloj de la pared y al de pulso: 21:50.
¡tres horas habían pasado sin darse cuenta! Una azafata pasó
corriendo dando la noticia de que los sistemas del aeropuerto ya
funcionaban. Habían estado paralizados sin razón aparente. Él la
miró, le tendió la mano. Ella se la estrechó. Dejó su maleta.
Abordó por la sala C, rumbo un país donde el calor de su cuerpo
abrigaría a otro, que le había ofrecido amor.
Laura Hernández