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    doce verano

PORTADA :: EL HILO :: EL LABERINTO

 

Todas la claves y el símbolo 

VersO

especial poesía cubana

¤ extraños en la ciudad ¤
¤ onírica última función ¤
por
Odette Alonso
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¤ para alejar la vejez de una mujer ¤
¤ la vieja historia de los puentes ¤
¤ vigía de la mujer que duerme ¤
por Raúl Ortega Alfonso

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¤ dead man walking ¤
¤ santa maría dei carmini ¤
por David Lago

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¤ span dormido ¤
¤ fuerza bruta, barriles ¤
por Jesús J. Barquet
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¤ el río ¤
¤ wee-auk-end ¤
por O.T. Socas
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¤ diferencia ¤
¤ nombre ¤
por Antonio Desquirón
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¤ ciudad ¤
¤ elegía sin flor ¤
por William Navarrete
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¤ ánima ¤
¤ sexagenario¤
por José Kozer
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¤ nocturno bajo la lluvia ¤
¤ sin nombre ¤
¤ la habana 1989 ¤
por Omar López Montenegro
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¤ de mis males ¤
por Saskia Sánchez de Agüero
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¤ música de ron ¤
por Raúl Ibarra Parladé
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especial prosa cubana

Los contextos culinarios en Paradiso
por Yamilet García Zamora

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El baño de mi hermano
por Raúl Ortega Alfonso
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Una ampolla de arena turbia
por Rolando H. Morelli

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Ciclones
por Rosa Elvira Peláez
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Todo el afán de Yoel Mesa Falcón
por Félix Luis Viera

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  prosa Septiembre

Arrebato
por Alfredo Lope Echazarreta

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Mi vieja amiga soledad
por Rosa Chover Taberner

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Mañana al mediodía
por Antonio Desquirón Oliva

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El corsario
por Nicasio Urbina

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reseñas y artículos

LOS PUERTOS ABOLIDOS
David Foronda Alvaro
SALEN LAS NAVES
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Wilfredo Mujica
CANTOS AURORALES
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Anne Michaels
EL PESO DE LAS NARANJAS & MINER'S POND
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José Luis Jover
LA CARA QUE A MÍ ME VEN
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POESÍA ANDALUZA EN LIBERTAD 
(UNA APROXIMACIÓN ANTOLÓGICA A LOS POETAS ANDALUCES DEL ÚLTIMO CUARTO DE SIGLO)
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María Luz Escuín
EMPLEO TERRENAL
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Felipe Hernández
EDÉN
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Román Piña Valls
UN TURISTA, UN MUERTO
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Milagros Román
LA ESTÉTICA DEL MISTERI D'ELX
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Antonio Polo
LA MAR DE MÚSICAS
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e s p e c i a l    p r o s a  c u b a n a

 

cuba 01·inicio

 

Y a m i l e t   G a r c í a   Z a m o r a

 

Los contextos culinarios en Paradiso

 

Hoy se habla mucho de la historia de la cultura y se la pone muy por encima de los antiguos relatos de batallas y genealogías monárquicas. No veo por qué la historia de la cultura, si se ocupa del mueble, o del vestido, no haya de tomar en serio la cocina.
ALFONSO REYES

Los aspectos culinarios representan dentro del contexto ideológico-cultural, un eslabón de primerísimo orden en la novela. Este contexto, intrínsecamente relacionado no sólo con la cultura, sino además con los sentidos humanos impregna la obra de un hálito gastronómico saturado de mitología. En ocasiones, un plato, o la elaboración del mismo, posee una gracia muy propia, al conservar su tradición española. Pero Lezama no obvia el proceso transculturativo que posibilitó la formación de lo cubano. Por eso es que junto a estas comidas españolas aparecen los más cubanísimos manjares o la presencia china en estilos culinarios diversos. No se puede olvidar que si en el primer capítulo se le rinde tributo a la españolísima natilla, es en este mismo capítulo donde Lezama inmortaliza al mulato Izquierdo, el cocinero excepcional, cuya partida hace que la casa «se desazone». Con sólo esta frase, Lezama caracteriza el ambiente culinario existente antes y después de la expulsión del mulato, mezcla inaudita del más puro sabor cubano y de los exotismos del cosmopolitismo culinario. Juan Izquierdo, después de una clase estilística culinaria acerca del arte de la cocina, asombra a todos con una afirmación que será sentencia en la novela «A esa tradición añado yo la arrogancia de la cocina española y la voluptuosidad y las sorpresas de la cubana, que parece española pero que se rebela en 1868». (p.16) Serán precisamente estas palabras las que presidan un contrapunto amistoso en los estilos de elaboración de los platos, donde la tradición española y la presencia cubana dejan en el lector la pasión con que Lezama entrega cada manjar.


José Cemí recordaba como días aladinescos cuando al levantarse la abuela decía: «Hoy tengo ganas de hacer una natilla, no como las que se comen hoy, que parecen de fonda, algo de pudín […] Preguntaba qué barco había traído la canela, la suspendía largo tiempo delante de su nariz, recorría con la yema de los dedos su superficie, como quien comprueba la antigüedad de un pergamino, no por la fecha de la obra que ocultaba, sino por su anchura, por los atrevimientos del diente de jabalí que había laminado aquella superficie. Con la vainilla se demoraba aún más, no la abría directamente en el frasco, sino la dejaba gotear en su pañuelo, y después por ciclos irreversibles de tiempo que ella medía, iba oliendo de nuevo, hasta que los envíos de aquella esencia mareante se fueran extinguiendo, y era entonces cuando dictaminaba sobre si era una esencia sabia, que podía participar en la mezcla de un dulce de su elaboración o tiraba el frasquito abierto entre la yerba del jardín […] y le decía al Coronel: Prepara las planchas para quemar el merengue, que ya falta poco para pintarle bigotes al Mont Blanc, […] -No vayan a batir los huevos mezclados con la leche, sino aparte, hay que unirlos los dos batidos por separado para que crezcan uno por su parte, y después se sometía la suma de tantas delicias al fuego, viendo la Señora Augusta cómo comenzaba a hervir, cómo se iba empastando hasta formar las piezas amarillas de cerámica, que se servían en platos de un fondo rojo […] La Abuela pasaba entonces de sus nerviosas órdenes a una indiferencia inalterable. No valían elogios […] palmadas de cariños apetitosas […] ya nada parecía importarle… (pp. 18-19)

Lo primero que llama la atención es la «pureza», para llamarla de alguna forma, de los ingredientes que intervienen en la confección del dulce. Deben ser lo más parecido posible a sus homólogos castellanos -la natilla es plato plenamente español. No se admiten condimentos adulterados. La obra de arte, y estamos ante la confección de una obra de arte culinaria, no puede estar sometida a ninguna adulteración. Toda esta preparación reverente de un dulce, con su nota romántica de orgullo reposteril, hace que un suceso aparentemente sencillo se convierta en un acontecimiento que marca la vida de toda una familia. La casa se revoluciona y todos, incluido el Coronel, acatan las órdenes de la anciana. El episodio pasa a ser de vital importancia que reviste elaborar el dulce, los papeles se invierten y e la natilla la que van marcando la caracterización de ellos. La abuela, por ejemplo, es un personaje aferrado a viejas costumbres, incapaz de perder la concentración, e impermeable a elogios después de concluida su obra de repostería.

Todo un universo sensorial apreciable rodea este fragmento. La abuela toma la canela, la huele y comprueba su textura. Al lector llega no sólo el hecho de utilizar la especia impecable, sino además, y sobre todo, el olor y la posibilidad de tocarla. Con la vainilla hace lo mismo. El aroma de la esencia se escapa de las páginas e invita al lector a transportarse allí al instante. En un tercer momento interviene el sentido de la vista, cuando la abuela observa «cómo [la natilla] se iba empastando hasta formar las piezas amarillas de cerámica».

No actúa solo el contexto culinario, sino que se produce una fusión entre los bloques contextuales. Lo sensorial desarrolla tres momentos intrínsecamente vinculados: uno primero, oloroso y táctil, uno segundo que apela también al olfato y uno tercero, visual. La elaboración de la natilla llega al lector por los sentidos, esos sentidos que Lezama provoca, busca y despierta, finalmente.

La memoria es el elemento recurrente mediante el cual Lezama mitifica a esta familia cubana. Cemí va a relatar la confección de la natilla y lo hace rememorando cada uno de los detalles. Ese sentido fabular de los acontecimientos implica un viaje hacia las tradiciones cubanas asentadas desde siglos anteriores. Efectivamente, la abuela, como en los viejos tiempos sepultados en lo más hondo de la memoria, comienza su ritual indagando cuál barco había traído la canela. La nobleza señorial de la cocina sobresale aquí con particular fuerza. ¿Cuántas mujeres no habrían hecho lo mismo en miles de casas cubanas en los siglos XVIII y XIX? Este ritual sacralizado de nuestras tradiciones se estratifica: la abuela atraviesa diversas facetas que transcurren desde palpar la canela, oler por intervalos la vainilla hasta la suprema exaltación, la «subida al cielo» de la gloria reposteril, incólume ante los elogios terrenales: la abuela ya no pertenece a los mortales, es sólo una leyenda fusionada al dulce, a la tradición.

Hasta para cocinar la natilla la abuela impone un sello particular. El dulce debe ser especial, como los de antes y no como los de hoy que parecen «de fonda». Este apego a costumbres heredadas posibilita mantener y salvar la tradición cubana. La novela se propone, a cada paso, hacer énfasis en estos aspectos.

Una de las claves de Paradiso descansa también en este fragmento. La vainilla es clasificada como «esencia mareante» y seguidamente como «esencia sabia». Dos adjetivos traducibles en lo que el propio Lezama explica más adelante como ritmo sistáltico y hesicástico. Del movimiento a la calma. De la revolución doméstica al resultado final: la natilla.

El contexto culinario excede los marcos de la elaboración de platos. La distribución de los asientos a la hora de comer o el orden en que se ingieren los alimentos son parte integrante de él.

El puesto de honor era la cabecera de la mesa, donde se colocaba a la persona que se quería honrar…

Esta antiquísima práctica española es retomada en la novela. No interesa, a los efectos de la composición, de dónde proviene lo tradicionalmente establecido. Lo importante es el ritual, la forma en que los personajes ingieren los alimentos. Se produce un clímax de profunda reverencia, respecto y culto alrededor de las comidas, un regodeo sibarita a la hora de describir los platos. En una misma mesa se conjugan los platos más exóticos junto a las comidas de raíces profundamente cubanas.

Doña Augusta destapó la sopera, donde humeaba una cuajada sopa de plátanos. […] He puesto a sobrenadar unas rositas de maíz, pues hay tantas cosas que nos gustaron de niños y que sin embargo no volvemos a disfrutar. […] Hizo su entrada el segundo plato en un pulverizado souflé de mariscos ornado en la superficie por una cuadrilla de langostinos, dispuestos en coro, unidos por pareja, distribuyendo sus pinzas el humo brotante de la masa apretada como un coral blanco. […] Formaba parte también del souflé, el pescado llamado emperador, que Doña Augusta sólo empleaba en el cansancio del pargo, cuya masa se había extraído primero por círculos y después por hebras: langostas; que mostraban el sombro cárdeno[…] Doña Augusta quiso que el ritmo de la comida se remansase con una ensalada de remolacha que recibía el espatulazo amarillo de la mayonesa, […] El friecito de noviembre, cortado por rafagazos norteños, que hacía sonar la copa de los álamos del Prado, justificaba la llegada del pavón sobredorado… […] Presentó en las copas del champagne la más deliciosa crema helada. Después que la familia mostró su más rendido acatamiento al postre sorpresivo, Doña Augusta regaló la receta: -Son las cosas sencillas dijo, que podemos hacer en la cocina cubana, la repostería más fácil, y que enseguida el paladar declara incomparables. Un coco rallado en conserva, más otra conserva de piña rallada, reunidas a la mitad de otra lata de leche condensada, y llega entonces el hada, es decir, la viejita Marie Brisard, para rociar con su anisete la crema olorosa. Al refrigerador, se sirve cuando está bien fría[…]… Doña Augusta le indicó a Baldovina que trajese el frutero, donde mezclaban sus colores las manzanas, mandarinas y uvas. (pp. 241-246)


Podría parecer pantagruélica la presentación de esta comida en una casa cubana. Pero si se acudiera a la literatura del siglo pasado se vería que las familias del país utilizaban gran variedad y cantidad de platos en las comidas que hacían. No hay exageración ninguna en este fragmento, sino la sabiduría gastronomía del cubano. En múltiples ocasiones Lezama abogó por mantener esta tradición que se iba perdiendo con la agitada vida moderna.

Indudablemente, el cosmopolitismo reina en esta suculenta comida aunque también es cierto que el autor hace un marcado énfasis en la cultura culinaria cubana. Hay peras, manzanas, uvas y también mandarinas. Existe un pavo que inspira respeto y junto a él un postre con ingredientes netamente cubanos: coco, y piña, y por el cual insiste Doña Augusta, convencida de la importancia que tiene.

Sin lugar a dudas, es este un pasaje salpicado del más vivo colorido, en el que entra a desempeñar un papel preponderante, en el que entra a desempeñar un papel preponderante, la vista. El primer elemento de esta larga enumeración es el «coral blanco» del souflé. Sigue el «asombro cárdeno» (las langostas), el «espatulazo amarillo de la mayonesa», el «pavón sobredorado», y concluye con la mezcla de colores -rojo (manzanas), amarillo (peras), naranja (mandarinas), y morado (uvas)- de las frutas. Establece toda una escala cromática, una amplia gama que oscila entre el blanco y morado, pasando por todo el espectro de los más variados matices. Esto posibilita que el lector disfrute de una comida saturada de colorido, sabores, olores, contextos sensoriales vivos. La adjetivación vuelve a desempeñar un punto fundamental al clasificar toda esta cantidad de platos.

La comida juega también aquí con la posibilidad del ritmo. Augusta espera llegar al instante hesicástico, lo provoca. Tanto en este fragmento como en el anterior al proceso de elaboración de los platos o el propio acto de comer, está marcado entre dos momentos.

Es curioso cómo en algunos pasajes de Paradiso aparece la comida ya no sólo en su relación sensorial o identitaria sino que se presenta para otorgarle reposo a situaciones demasiado agitadas o violentas. De esta forma, cuando Mamita se obsesiona con la idea de que van a fusilar a Vivo, decide atravesar todo el campamento en busca del Coronel y obsequiarle una caja con pasteles, «pues tenía esa delicada costumbre criolla que consiste en abrir camino con intenciones y halagos, ingenios y cariñosos» (p.33). Los pasteles actúan aquí como un nexo para lograr la calma de la abuela; un regalo que se ofrece con el objetivo de disipar el desasosiego y las dudas.

Después de una noche intranquila en que el asma lo ha atormentado, Cemí se remansa con un tazón de chocolate con anís. Este plato se lo obsequia Rialta, conocedora del malestar nocturno. Con la mañana llega la calma, después de toda una madrugada en movimiento, y el acto de sosiego se acuña, como un pacto, con esta taza de chocolate. De esta forma, en ambos fragmentos el elemento culinario es utilizado por Lezama para volver a mover los pasajes en la dicotomía movimiento-calma: movimiento en el campamento movilizado, con todos los soldados cumpliendo órdenes; movimiento en la propia Mamita, intranquila por la suerte de su nieto; movimiento en la agitación del asma nocturna y el desvelo producido por la enfermedad -calma final en la abuela tranquilizada por las palabras del jefe, convencida que su regalo ha surtido efecto; calma en el chocolate como colofón al insomnio.

La novela aparece continuamente surcada por breves alusiones culinarias. En ocasiones, son frutas, o muchos otros de los componentes de la cocina cubana: quimbombó, calamares, melones, etcétera. Cada plato ofrece, según su contexto, una visión multifacética de los elementos de la culinaria en Cuba que responde también al proceso de transculturación. No se debe olvidar, retomando nuevamente a Juan Izquierdo, que su expulsión de la casa del Coronel comienza por una discusión en torno a una receta y que el mulato considera adecuados los camarones chinos para el quimbombó «que así le van dando cierto sabor de ajiaco exótico». (p. 21). Esta fusión brinda la posibilidad de comprender, por medio de un plato, la mezcla de costumbres que coexisten en lo cubano y la defensa que realiza la novela de esta tradición.

Y una de las armas esenciales para defender la cubanía […] es la tradición. […] «El habanero ha ido perdiendo gusto y gracia por la comida. Que el domingo no se come, que los planes, que el contrato con cocineros que sólo hacen el almuerzo, que las latas de conserva, todo ello ha contribuido a un olvido forzoso del buen yantar» : pero su apología de los placeres de la mesa […] y de algo como la delicadeza del regalo, entrañan también una defensa de nuestra cultura.


Un viaje por Paradiso es siempre eso: acercarse al mundo de lo cubano, de nuestros ancestros, costumbres e historia, introducirnos en un universo en el que mito, poesía y realidad van de metáfora en metáfora para brindarnos, al final, la posibilidad de reconocer los valores de nuestra identidad en una novela en la que siempre quedará la invitación eterna: ritmo hesicástico, podemos empezar.

Yamilet García Zamora

 

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R a ú l   O r t e g a    A l f o n s o

 

El baño de mi hermano

 

Mi hermano estaba tirado en el camastro, tapándose la cara con los enormes dedos para evitar que el mundo en su caída indetenible (según él) le propinara un porrazo en los ojos hinchados; mi bróder, el héroe, mi héroe, el pacifista, el que se amoldaba el pelo con vaginol y se comía un seno por segundo; acababa de llegar de la guerra.

No sé en qué región del África, la tribu de los buruburo le robó un diamante a la princesa de la tribu de los varavara y, eso, nosotros, por un problema de principios no podíamos permitirlo. Así que mi hermano fue enviado, junto al hijo flaquito de los González, a pelear por una causa justa.

El bróder regresó muy enfermo y extrañamente gordo. Debajo de la piel tenía como bultos que se movían de lugar continuamente. Un día lo podías hallar --a mi hermano, digo-- con el vientre a punto de reventar y, a la mañana siguiente, la cabeza y el cuello duplicaban su tamaño normal. Se negó a comer y a bañarse. Tampoco quería levantarse de la cama. La peste salía por la ventana que daba a la calle y la gente empezó a protestar gritándole groserías a mi madre. Yo era el único que tenía permiso para entrar a su cuarto. Cuando comenzó a delirar y a perder el conocimiento, creímos necesario solicitar la presencia del médico. A pesar de la experiencia del Doctor (obtenida en sus constantes viajes a la Antártica para curarle las verrugas a los esquimales), no pudo determinar la dolencia del bravo guerrero.

No lograba entender por qué mi hermano me escogió de confidente. ¿Sería porque una vez me sorprendió con la cabeza metida debajo del vestidito de mi hermanastra y sentí su mirada de aprobación?

"Te lo voy a contar todo, mi hermanito. Antes de morir te lo voy a contar todo", me dijo en un ataque de lucidez. "Yo nunca luché contra nadie. El hombre nunca debe combatir contra el hombre. Tú sabes cuál es mi obsesión; pues bien, parece que la misma me envió su recompensa. Mi amigo y yo nos escapamos después de los primeros combates. Temiendo que nos pudieran capturar, corrimos sin descanso, durante toda la noche, a través de una pantanosa selva que, a cada paso, parecía que trataba de engullirnos. Cuando amaneció, llegamos a un paradisiaco valle y, como si nos estuvieran esperando, fuimos acogidos por una tribu de costumbres muy extrañas para algunos, pero muy naturales para mí. Siempre imaginé que podía existir un lugar así…" El bróder hizo silencio, y yo, a petición de la madre de su compañero, aproveché para preguntarle: "¿Y dónde dejaste al hijo flaquito de los González? La familia está muy preocupada por él" "No sé, mi hermanito, no sé. Tampoco recuerdo cómo llegué hasta aquí..."

El bróder no pudo continuar. La fiebre era altísima y, por segunda vez en el día, se sumió en ese estado de inconsciencia que tanto me horrorizaba.

Claro que yo conocía las aberraciones de mi hermano. Y me encantaban. Algún día llegaría a ser como él. Primero estaba su enorme colección de vellos púbicos. Cada muestra estaba impecablemente clasificada: una foto desnuda de la donante, su edad y señas particulares. "El corte debe ser limpio y con los dientes", me explicaba mi hermano, con los ojos que se le querían salir. "Nada hay como agacharse como si fuéramos el animal que somos y pastar…, no, pastar no, me resulta una palabra fea…, libar, eso es, libar cada uno de esos retoños…" Sí, les decía que cada muestra estaba colocada en una pequeña cajita de cristal herméticamente cerrada y adosada a la pared y al techo de la recámara del bróder. Yo no decía nada con tal de no ofender al coleccionista; pero con el reflejo de las cajitas de cristal y la cantidad de vellos púbicos, uno tenía la impresión, cuando se paraba en la puerta del cuarto, de que entraría por el ojo del culo de un oso polar que se había teñido el pelo de varios colores. "Estoy orgulloso", me decía. "Hay asesinos que coleccionan mariposas. Yo no tengo que matar a nadie". El bróder también almacenaba algodones ensangrentados. Con el tiempo supe que eran almohadillas sanitarias que le regalaban o le compraba a las muchachas del vecindario. Ya les dije que mi hermano era tan flaco que parecía un alambre. Pues nada, tenía una fuerza… Muchas veces presencié cómo él solo derrotaba a pandillas enteras que asaltaban el barrio con intenciones de violar a las mujeres. El bróder, como buen pacifista, odiaba la violencia y gracias a él, nuestra barriada gozaba de una tranquilidad envidiable. Nada, que mi hermano se hacía un té con esos algodones manchados, y según sus teorías, su fuerza y su vitalidad estaban concentradas en esas infusiones que se bebía todas las mañanas.

Gracias a Dios volvió a la vida el bróder. Hablé con una de sus antiguas donadoras y me regaló el algodón de su segundo día. Le preparé un té que pareció arrancarlo de la muerte. Sólo quería que me siguiera contando. "Me hablabas de la tribu…" "Claro que sí, hermanito. Para nuestra suerte, un griego que vivía hacía mucho tiempo entre ellos, nos explicó que estábamos en la tribu de las mujeres cantoras. Era cierto, desde que llegamos, las mujeres cantaban y cantaban sin parar. Era un canto espontáneo, demasiado alegre para nuestras costumbres, con demasiada vida para los oídos del animal que estaba diseñado para matar; era un canto -según nos contó el Griego- compuesto a su vez por el canto de todos los pájaros que habían desaparecido por culpa de los hombres; era un canto homenaje a los cantos perdidos. Y ellas decidieron cantar hasta en los sueños, sin descanso, sin preocuparse por tomar alimentos… Como al principio algunas morían cantando, todos se reunieron alrededor del fuego y, aconsejados por la sabiduría de las ancianas de la tribu, buscaron soluciones que permitieran alimentarlas y a la misma vez evitar que se interrumpieran sus cantos. Esto fue lo que vimos al llegar, hermanito: los hombres, después de cultivar, recoger y cocinar el fruto de su trabajo, se tendían sobre un manto de hojas frescas, y con grandes tubos de bambú que se ponían en la boca, eran alimentados por las mujeres que no paraban de cantar. Tragaban y tragaban y se iban hinchando y se iban hinchando con la comida hasta cuadruplicar su tamaño. Una vez que la capacidad de sus cuerpos llegaba al límite, le tocaba el turno de comer a las mujeres; ellas se tendían con las piernas abiertas; entonces los hombres las iban penetrando con la misma delicadeza que las notas de las canciones se mezclaban con los gritos de placer. Lo que ocurría era que el sexo de las mujeres también hacía las funciones de boca y, poco a poco, como si fueran recién nacidas alimentándose, iban succionando, a través del pene, los alimentos que los hombres almacenaban en su feliz gordura. ¡Y todo esto sucedía entre cantos!, mi hermanito, ¿te imaginas? ¡Cantando! No, y esto sí te va a sorprender: durante el baño, que se hacía en grupos bajo el chorro mágico de una cascada, el cuerpo de las mujeres se trasparentaba como si fuera la pantalla de un cine y uno podía disfrutar cómo pasaban imágenes en las cuales los hombres estaban muy lejos de conocer el rencor y el odio… La tribu sobrevivía al desastre que estaba ocurriendo fuera de sus dominios, gracias a que ningún ser humano que tuviera la conciencia sucia, podía escuchar las voces de las mujeres cantoras sin que se le reventaran los tímpanos. Por eso nosotros fuimos aceptados con tanta confianza."

Finalmente el bróder me contó que fueron sorprendidos lejos del radio de acción de la cerca cantora y capturados por su propia tropa. Pero cuando le volví a preguntar qué había sido del hijo flaquito de los González, tampoco me supo responder.

Hoy no amanecía el bróder. La fiebre subía y bajaba al compás de una respiración asmática. Sólo le escuchaba delirar de baños medicinales en un río de aguas rojizas que arrastraba los coágulos menstruales de una diosa africana; después empezó a repetir la misma frase: "Diles que yo quiero bañarme, anda, diles que yo quiero bañarme." Al principio yo no entendía nada, pero con paciencia y la oreja pegado al mal aliento, logré traducir su último deseo: "Quiero que me instalen una ducha en la plaza pública. Quiero que vengan todos a mirar cómo me baño. Anda, diles que yo quiero bañarme delante de toda la ciudad."

Mi hermano no estaba loco. La idea, descabellada para mí, fue acogida con un frenético entusiasmo por las autoridades y habitantes, para demostrar cómo eran homenajeados y complacidos los veteranos de guerra de nuestro país. Se invitaron turistas, ladrones, proxenetas, altos oficiales del ejército, la Iglesia, la reina de Inglaterra, el presidente del país contra el cual fueron a combatir mi hermano y el hijo flaquito de los González, la prensa acreditada y todo el que pudiera pagar los doscientos dólares que costaba la entrada para ver a mi hermanito bañándose. Fruto del primer premio del concurso que se convocó al efecto para arquitectos, diseñadores y pintores, se construyó un modelo de baño modernísimo que se instaló en el centro de la plaza. Para concluir los preparativos se pintaron los viejos edificios y se adornaron las calles con globos a colores, hechos con los preservativos que ya se habían usado.

Llegó el esperado día. En la tribuna, el ministro de guerra le dio un beso al ministro de cultura. Se maquilló al actor, supervisado por un especialista en quitar la muerte de la cara cuando no es conveniente que se vea y lo vistieron con la guerrera dorada de las ceremonias. En el mismísimo auto del jefe del Estado, acolchado por su escolta personal, fue conducido hasta el proscenio, al compás del zumbido de una orquesta de viejos mutilados. Después de la acostumbrada reverencia, mi hermano sonrió y comenzó a desnudarse. Se escucharon palmadas y ovaciones seguidas de un silencio que no quería perderse ni un detalle. A una señal mil veces ensayada, y coincidiendo con el círculo de luz que aprisionaba al comediante, se abrió la llave de la ducha. El primer chorro de agua le atravesó el rostro. Se enjabonó con elegancia, haciendo adornitos con la espuma, y su cuerpo se empezó a trasparentar para dejar ver algunas imágenes de la tribu (que ya conocía por los relatos), donde practicaban una especie de fútbol-sexi en un campo verdísimo y repleto de flores… Pero enseguida la decepción del público comenzó a insultar al artista y a lanzarle pedradas. El cuerpo de mi hermano se fue oscureciendo y, creo yo que, el artista, también desilusionado, y como si supiera lo que la gente quería ver, se restregó con furia, utilizando un cepillo de alambres que el ayudante le alcanzó. Un líquido viscoso, pestilente, que manaba de los poros del bañista, empezó a correr por las calles, ante la complacida cara de los espectadores. Empujado por el estrépito de los aplausos, se volvió a enjabonar. Los pelos de alambre del cepillo abrían inmensos surcos en la carne. De las heridas comenzaron a brotar pedazos de vergüenza, de odios, de traiciones, de lástima, de pesadillas cortadas a balazos, de banderas pisoteadas, de doctrinas mohosas… Trozos de una añoranza oxidada le salían del pecho; la mitad de la cara del tipo que dormía en la misma litera y a quien tuvo que matar de un bayonetazo porque le robó y se acostó con la foto amarilla de su madre; la mano de una anciana todavía aferrada al cuello de su hijo para que no se fuera; el vientre abierto de una madre y el feto que pataleaba tratando de nadar dentro del agua que se precipitaba como una catarata por la espalda de mi hermano que cantaba el himno nacional debajo la ducha y la turba coreaba y gritaba y saltaba en las gradas y la turba que no se daba cuenta que el actor (ya sin fuerzas) se iba gastando poco a poco y se empequeñecía y se consumía y flaquísimo y delgadísimo y en algunos lugares le brillaban los huesos blandos que también se derretían y se mezclaban con la porquería que le salía del cuerpo a mi hemanito y los tragantes tupidos y las alcantarillas tupidas y el artista y el fantasma y el excremento flotando en la cloaca y la gente que gritaba enfurecida y descarado y cómo se puede ir sin terminar la función y devuelvan el dinero y me estafaron…

De pronto una voz que comenzó a regarse como el polvo que levantan los cascos de un caballo y paren y cállense y silencio y ya estamos salvados y yo no entendía nada y el rebaño se detuvo y cada uno buscó nuevamente sus asientos y la calma y ni un murmullo y todas las manos en forma de viseras sobre el montón de ojos que miraba hacia un punto negro que se engrandecía por segundos y seguía creciendo y avanzaba por la calle principal del pueblo y era un bulto rollizo y corpulento y más gordo que cuando regresó mi pobre hermano derretido y todos empezaron a gritar entusiasmados cuando el montón de ojos reconoció que el hijo flaquito de los González acababa de llegar de la guerra.


 

R a ú l   O r t e g a   A l f o n s o
(Santiago de Cuba, 1960) ¤ Publicación del libro de poemas "Acta común de nacimiento", Editorial Praxis, México, 1998 ¤ Publicación del libro de poemas "Con mi voz de mujer", Editorial ARLEQUíN, (FONCA), Guadalajara, 1998 ¤ Escritor del suplemento cultural "SABADO" del Periódico "UNO MAS UNO" ¤ Escritor de la sección "NOTEROTICA", de la Edición Mexicana "Playboy" ¤ Invitado por la Casa de las Culturas del Mundo y el Taller de Literatura de Berlín, a participar como expositor en la Jornada de la Cultura Cubana ¤ Antologado y traducido al idioma alemán, "Der Morgen ist die letzte Flucht" (Kubanische Literatur zwischen den Zeiten), Edition "diá"-1995 ¤ Publicación del libro de poemas "Las mujeres fabrican a los locos", Editorial "Abril", Ciudad Habana, Cuba 1992 ¤

 

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R o l a n d o    H.   M o r e l l i

 

Una ampolla de arena turbia


Ahora me acuerdo. No me preguntes exactamente porqué te lo cuento ni si viene a cuento ahora mismo, yo creo que sí de alguna manera. Estando en Cuba visité a una antigua profesora de historia, entonces gusanísima y a la cual yo quería y respetaba muchísimo porque enseñaba historia y solía enfocar hechos y conflictos (claro que dentro de lo aceptado y diseñado por los programas vigentes) con una óptica muy peculiar. La sutileza (al menos a mí siempre me lo pareció así) era su fuerte desde el que resistía y nos enseñaba a resistir los infundios y las falsificaciones de la historia. Esto ocurría en un pueblito llamado Vertientes, mientras yo cursaba la enseñanza secundaria. Las clases de historia con ella eran un oásis de verdadera sabiduría. Su padre era según todas las reglas que conozco, una especie de erudito (en parte el sabihondo o "sabihudo" de casi cualquier pueblo, así como hay sus bobos, maricones de carroza, pajeros y otros, pero además un hombre casi sabio). Yo era visita bastante frecuente en aquella casa, aunque no puede decirse que fuera a ella más de lo que era "correcto" entonces. Vivían en una casita de madera preciosa, de tabloncillo, y piso de baldosas, ambos el piso y la madera de color verde botella. En el portal que corría alrededor de la casa mi profesora de Historia cultivaba como mi madre y mi abuela enormes malangas, geranios y otras plantas en tiestos de barro rojizo. En uno de los ángulos del portal había un columpio en el que el viejito cuyo nombre era Horacio leía regularmente viejos libros y daba la impresión de que, aunque el mundo cayera hacia el precipicio que diseñaba una mano caprichosa, —todos sabemos qué mano y qué despeñadero— al otro lado del precipicio alguien cuya seguridad se me antojaba pasmosa no prestaba mucha atención al asunto. Yo acudía cada día a "hacer [esta] visita" más que nada por contemplar esta visión posible del mundo. Cuando el viejo murió —simplemente un día que llegué ya no estaba y lo supe de inmediato— me dejó expresamente un sinnúmero de libros, muchos de los cuales, sin embargo, los herederos se negaron a poner en mis manos pese a una carta (la primera carta seria que recibí en mi vida) que mi amigo Horacio había escrito y dejado (un testamento en regla, supongo, pero algo más). Pues bien, al volver a Cuba esta vez y visitar a mi antigua profesora de Historia tan admirada por mí, y no sólo como reflejo de su padre, me encuentro que estaban vendiendo en el portal una colección que no podrías imaginarte David (sobre todo en Vertientes) de libros entre los cuales yo mismo no hubiera sabido escoger, excepto alguno al azar que contenía una dedicatoria personal. Los libros eran sacados —según me impusieron algunos familiares— cada día para venderlos, conscientes de que "al parecer eran libros buenos", "elegantes" y "raros". Lo último, increiblemente no se refería a su rareza o valía bibliográfica —aunque un libro de medicina en francés de 1798 con ilustraciones debería ser considerado tal— sino a que eran "extraños". "viejos" y claro, muchos estaban apolillados "llenos de bichos" más eruditos y sabios que los azarosos poseedores de estos libros. Me enteraron de que había que guardarlos bien guardados mientras se vendían los coquitos y otras chucherías en el mismo portal aquel, porque alguna que otra vez alguien los compraba "para el baño", pero que igualmente había hoy tanto ratero que se los llevaba para lo mismo, pero también, y esto era peor aún, para re-venderlos y sacarles algo. El libro con la dedicatoria se negaron a cobrármelo, pues resultó un obsequio. Se trataba simplemente de La Rama Dorada, pero con cuánto cariño me llevé mi libro y mi recuerdo del viejo Horacio, sin lugar a dudas un erudito especialmente por su sencillez más que por sus infinitas lecturas, y acaso por haber sabido morirse a tiempo. Mi profesora y yo conversamos. Se le veía algo apenada por aquel tráfico (por otra parte necesario), pero a la vez acogida con uñas y garras a una cierta lógica muy de esta época en el país. Incluso, su historia había perdido las sutilezas de antaño. Todo naufragaba ante la aplastante lógica del absurdo. Su hijo, militante del Partido, cuya esposa vendía los libros en el portal —supongo que todos lo hicieran por turnos— estaba bien, y "aunque no todo estaba bien (esto había que reconocerlo) se pasaba mejor que en otros lugares". Yo "sabía" o "debía saber" que "habíamos pasado momentos difíciles" "después de que el bloque socialista desapareciera de repente" (¿Fue "de repente"?) "pero ya el momento difícil había sido superado". "Claro, todos nos habíamos tenido que apretar el cinturón, pero..." Y así por el estilo. Volver a Cuba significa comprobar cada vez, que desaparecen o han desaparecido no sólo edificios, monumentos, (incluso los funerarios) y por supuesto seres queridos, sino incluso memorias que atesorábamos, desmentidas o tergiversadas por la realidad y el incansable gotear del mismo tiempo detenido en una ampolla de arena turbia. Tú sabrás porqué exactamente te he contado todo esto. Nada, me senté a escribirte y me salió de algún lugar indefinible. Contesta que por algo habrá sido que te lo conté.

R o l a n d o    H.   M o r e l l i

 

 

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Rosa Elvira Peláez

 

Ciclones*

 

Realmente, el primer ciclón de la temporada sobrevino cuatro días después de que Daniel invitara a la jabá a la primera encamada. Aquel martes fue un día raro, hubo un muerto, venta libre de pescado, perendengues, un incendio y hasta una desagradable confusión. Un día que había comenzado espléndido, con un sol de lengua larga pero no afilada, y se había ido enturbiando, cifrando en el cielo la tormenta sobre la tierra.

Octubre dominaba el calendario y en las calles se erguían aburridos los típicos cartelones enfilados a mantener alerta la conciencia ciudadana. La Jornada Camilo-Che menudeaba en consignas adosadas a las efigies de los dos revolucionarios tan respetados por el cubano, pero había un extra: el trigésimo aniversario de la Crisis de Octubre, y los misiles volvían a estar a punto, de otra forma, pero jeringando igual.

María Eva Mercedes de la Caridad Lopategui Valdés respetaba mucho a los ciclones. Se acordaba con pavor de aquel Flora que entró, salió y volvió a entrar, en un abrazo mortal sobre varias provincias. Pero por lo pronto, ahora, en ese instante, ella estaba en otra trova: se sentía un chorro de agua fresca brotando del centro del cosmos.

Todas las mujeres de su familia eran María y algo más. Lo de Mercedes fue por la abuela paterna, prodigio de negritud, sabiduría y buen talante; en los años veinte había enamorado a un vasco viudo, anclado en La Habana y con ciertos ahorros, que le puso encajes blancos a la maciza negra de curvas arriesgadas y firmó con orgullo su Lopategui en los papeles, después que se adelantaran a iniciar con frenesí los dos primeros afluentes Lopategui en la mayor de las Antillas. El Mercedes también venía por el orisha protector de María Eva: Obatalá, el dueño de las cabezas. Había nacido un 24 de septiembre, en el camino de Obanlá Ochanlá, el más típico para el sincretismo afrocubano de Obatalá con la Virgen de las Mercedes. Lo de Caridad cayó por ser el nombre de su madrina, el Eva era la dosis de desafío. Le encantaba abreviarse en ese María Eva transgresor que enroscaba a la madre del Hijo con la primera mujer y pecadora, a la que habían penalizado por su curiosidad y sus placeres. Y disfrutaba, como ahora, cuando un hombre se lo salivaba en el oído, mientras todo su interior estallaba de gozo. Daniel arremetía y ella gritaba sus propias consignas pidiendo más, más misiles y más luces, odiando los apagones, el bloqueo y ajena al aniversario de la crisis del '62.

Cuando acabaron con esa calentura temprana de la mañana, María Eva se asomó, con las tetas al aire, a la ventana de la habitación. Sentía mucho calor, pero no había agua, tendría que seguir a trabajar con el sudor de los trajines del sexo endulzando el café con leche de su piel. La posada para amores de a rato estaba frente al cementerio de Colón. Se fijó en los enormes carteles que ostentaba el paseo de entrada de la necrópolis, uno recordaba el aniversario de la Crisis de Octubre y otro acoplaba: «¡Aquí no se rinde nadie!» Como si hiciera falta la precisión en ese lugar -se dijo María Eva-, nosotros los cubanos, tan exagerados, sí, hemos hecho una Revolución más grande que nosotros mismos. Ahora hay que resistir. Yo resisto, tú resistes, él resiste, qué paso más chévere, el de mi conga es, ¡eh! Canturreando la conga, terminó de peinarse, se puso el ajustador para disciplinar la rebeldía de su populoso pecho y se abrochó la blusa de algodón rojo. Le encantaba el color rojo, eso sólo hubiera bastado para que se enrolara en la izquierda en cualquier parte. Daniel salía del baño, maldiciendo que no hubiera ni un cubo de agua para echar al inodoro. Miró el reloj, repitió coño varias veces, le besó una mejilla y con un «vamos, mi china» la apuró a salir.

En la acera, cada uno cogió por su lado. Al trabajo no llegarían puntual, pero tratarían que lo menos tarde posible. Total, el transporte funcionaba tan mal que era una excusa ideal para casi todo. Él iba a ver si enganchaba una guagua para Guanabacoa, algo así como irse de expedición a la selva amazónica sin llevar guía, y la dejó sacando los tres candados a su bicicleta, amarrada en el estacionamiento de la posada. Para María Eva la bici era la garantía de llegar, si no ocurría un reventón de goma. Hay que pensar positivo -se autoconvenció-, y dale pa'lante, chica, este es el primer día del resto de tu vida, aquí lo que no hay que hacer es morirse. Arriba, María Eva, no hay que rajarse, sólo los cristales se rajan.

A sí misma se llamaba por su nombre, en sus soliloquios, muy intensivos en el último año. Mientras pedaleaba con todo el peso de su nombre completo en las pantorrillas, pensó que no había estado mal esa salida íntima con Daniel, pero tampoco pasaría a la historia y dudaba de una eventual segunda vez. Tenía ganas de tomar jugo de toronja, y la asociación de ideas enlazó al Daniel que no haría historia con aquel Cordón Alimentario de La Habana, donde invirtió cientos y cientos de horas y sólo sacó en limpio un amante tierno pero de corta duración, dos buenas amistades, Felicia y Juanita, y un montoncito de papeles certificando su aporte de trabajo voluntario. Estaba decepcionada. Sus cuarenta y cuatro años de edad la desarticulaban en un montón de dudas después de una aventura sentimental. Se sentía como la patria, siempre en guardia y esperando sacrificios, pero nunca satisfecha ni en paz, como si el jaque mate pintara ser eterno.

Su naufragio más reciente había sido Luciano, un matemático militando fervorosamente en la planificación socialista que sacaba cuentas para proponer una variable salvadora al plan económico del país. Ése ni siquiera había podido definir la relación de pareja, pegoteado como estaba a su madre, tanto como a las directivas de la superestructura del Poder, pensó María Eva. Siete meses duró la desgastante relación con Luciano; a Daniel lo había encontrado dos semanas atrás, en una jornada dominical de trabajo voluntario recogiendo toronjas. A su marido también lo había conocido en la agricultura. María Eva tenía demasiado enredados sus amores con la tierra. ¿Y si probaba en el aire, o en el mar?, se preguntaba. Con el fuego, no; le daba miedo. Para fuego, sus entrañas, su pensamiento. Y el fuego del sol caribeño, y aquella candela que se encendía en su trabajo, en las reuniones delirantes para racionar equitativamente lo que no había. No, fuego no. Había excedente.

A la jabá le inquietaba el derrotero de la isla desde que tres años atrás comenzara a apestar aquella cochambre disfrazada de socialismo que había marcado al lejano Este como se burlaba. Aquel allá con su sálvese quién pueda repercutía demasiado. María Eva traducía en algo masticable y lavable la alta política y ese billibilló entre imperialismo y socialismo; en lo cotidiano y concreto, cada día era más difícil poner algo en el plato y cosas simples como jabón, shampú, desodorante y polvo de lavar alcanzaban estatura de dioses del Olimpo, inaccesibles, o más acá, cerca de la tierra, resonancias de mala palabra: carajo, pinga, mierda. «¡Coño, no hay! ¡No hay esto ni aquello, coño, na de na, nananina!» Esta era la consigna no oficial que corría a lo largo de la isla.

María Eva Mercedes de la Caridad Lopategui Valdés se preguntaba «por qué tantos golpes sobre Cubita la bella, la que se agacha y no se mea». No era justo, no, la Revolución era un tren de sanas intenciones y buenos proyectos, pero los rieles no ayudaban. O no habían sido planificados. En algún lugar había un dios indiferente a tantos sacrificios. Tanto bloqueo, amenazas, conspiraciones de la CIA, tantos discursos, retos, cumplimientos y sobrecumplimientos, tanto esfuerzo decisivo, siempre decisivo y con insuficiente rédito práctico, y nada, nananina, no había forma de parar la cabeza, estaban tocando fondo. Al paso que iban, la conga iba a sonar a marcha fúnebre. La desesperaba tener ideas pesimistas, a veces no podía evitarlas.

Cuando entró a la oficina del Ministerio del Comercio Interior, donde trabajaba hacía diez años, en contabilidad, se enteró enseguida de que iba a ser ascendida a jefa de sección. «¿Cómo?, si Cucusa es una jefa ejemplar», se sorprendió María Eva. «Nada, chica, Cucusa fue, hoy estamos de velorio», explicó Juanita. «¡¿Qué?!, pero si ayer la vimos... », seguía sorprendiéndose María Eva. «Ayer la vimos agitada pinchando entre los papeles, por el cierre del balance mensual, y hoy la veremos en el cajón, relajada, olvidada ya de la migraña y la úlcera, conociendo a los angelitos, es lo que se merece esa mujer. Es la vida, mi niña, la vida que nos sopla para encendernos y apagarnos como simples velitas del cake de cumpleaños».

La filosofía de Felicia dio paso al recuento de Juanita: la víspera, Cucusa salió muy tarde de la oficina, con treinta grados que la noche se empecinaba en no refrescar; había pedaleado trece kilómetros en bici hasta su casa, la cabeza se le partía de los dolores; llegó a su edificio en La Lisa y no había corriente, apagón total en la zona, fuera de programación: tú sabes, el imperialismo tenía la culpa, con su bloqueo. Y allá va Cucusa con la bici a cuestas subiendo nueve pisos; tranquilizó a la madre, enferma de los nervios y sin pastillas, y a los tres hijos; el marido andaba reunido en el puerto ajustando lo de la salida de la flota atunera, no había combustible para todos los barcos y nadie quería quedarse en tierra.

La jabá cree estar viendo la película: apagón, cero televisor, los niños intranquilos, la vieja con su cantaleta, hay calor, quieren bañarse y comer, no hay agua; como no hay corriente, el motor no hala agua del tanque, y la combativa Cucusa agarra dos cubos y baja los nueve pisos, a llenar, de rodillas, inclinando cabeza y torso, los cubos desde la cisterna. Después devora las alturas con ánimo de adolescente, echa el agua en el depósito de emergencia que hay en la cocina, y vuelta a bajar, con los cubos vacíos, pero sintiendo que dejó de ser adolescente. «Eso es una madre ejemplar, una heroína», dice Felicia, y María Eva piensa que no, que eso es ser comemierda. En la tercera subida, que iba a ser la última, Cucusa siente que el aire comenzaba a estar racionado, como si hiciera falta para completar el período especial que engurruñaba a la isla; un vecino que bajaba la notó rara, y ahí, a la entrada de su apartamento, justamente cuando la luz llegaba, qué coincidencia -detalla con primor Juanita-, la muerte súbita se apiadó de ella. «¡Qué fatalidad, chica! ¡Con lo que esa mujer valía!», comentó Griselda, la chismosona del piso, que se había acercado al grupo. «¡Muerte estúpida!», sentenció María Eva, y se fue a ver al jefe de Departamento para comenzar a ventilar el karma que le tocaba.

Griselda, en una de sus idas y venidas entre las oficinas para alimentar la mala noticia, dejó caer una colilla en el cesto de papeles de la difunta. Todos corrieron a sofocar la candela, hasta el jefe de Departamento; el fuego devoró el escritorio de Cucusa y atacó los estantes aledaños, los extintores no estaban cargados y los tres cubos disponibles en el piso, uno por cada baño, no daban abasto para controlar la situación. Los bomberos radicaban a tres cuadras y afortunadamente el incidente no pasó a primera división. Pero se achicharró el cuidadoso informe de cuentas que Cucusa había preparado. Presa de un ataque de nervios, Griselda fue llevada al hospital, gritando que ella no había querido sabotear a su querido ministerio, que, por favor, nadie se confundiera con ella, que no la fueran a perjudicar. El jefe, exhausto por un día sobregirado en tensiones, pidió a todos los del piso que fueran al velorio de la compañera. Y se quedó a escribir el informe sobre el "caso Griselda".

María Eva se había quedado impresionada con el fuego en la oficina que compartía con Cucusa; lo vio como un signo y se prometió a sí misma ir a ver a su madrina Caridad y consagrarle un trabajito a Obatalá, reconocía que últimamente lo tenía abandonado y los orishas son muy susceptibles Sí, podía haber malas influencias en el trabajo. Habría que resguardarse. Una nunca sabe.

Al mediodía fueron al velorio, a las cuatro era el entierro. Todo rápido, el marido lo quiso así, tenía que salir un día después en el barco, con un exigente plan de captura de atún; los niños irían con la suegra nerviosa a casa de una tía. Cucusa ya era parte del anecdotario del mes, y punto. María Eva se sentía muy mal con toda esta historia y dejó la bici en el trabajo, no quería tener un accidente, no tenía la cabeza para circular. Desde que a las seis y media de la mañana salió de su casa pedaleando y se ponchó en la primera cuadra, y tuvo que cambiar solita la cámara, con lo que le fastidiaba hacerlo, presintió que el día sería pesado. Y ahora, en frío pero sudada, y aunque no le desagradó, echaba pestes por la cita extemporánea que tanto le había reclamado Daniel, y su torpeza llevándola a una posada sin agua; ya Cucusa le había partido el día por el medio muriéndose, le dejaba en herencia el maldito cargo, justo en tiempos de tanto salpafuera, cuando lo recomendable era no coger lucha, para no reventar.

Acompañada de Felicia y Juanita, María Eva salió antes de que terminara el velorio, necesitaba aire fresco. Se fueron caminando hacia la necrópolis y llegaron antes que el coche fúnebre y la familia. En la esquina había una pescadería y estaban vendiendo pescado por la libre; faltaba la corriente desde la mañana y no querían perder la mercancía, así que olvidaron el racionamiento. La cola no era muy larga. Felicia consultó con María Eva y Juanita, y acordaron marcar; la jabá cubriría la primera media hora, era la más amiga de la difunta y quería estar presente en el momento en que la bajaran al hueco. Las otras fueron a reunirse en la entrada del cementerio, con los compañeros de trabajo y vecinos que esperaban la llegada del féretro.

Y quedó allí, pensativa, entre los olores del pescado, preguntándose por qué se sentía tan cansada y angustiada en los últimos meses y ni los hombres la avivaban. ¡Ah, los hombres! Siempre había amado a tipos fracasados o erráticos, desguabinados por los sueños. José Manuel, el padre de su única hija, María José, estudiante universitaria, de Leyes, la había dejado en un pozo seco, yéndose a escarbar pírricas victorias en tierras angolanas. La había dejado para que se encamara con tres medallas, con tres medallas se sentara a la mesa y frente al televisor, y a tres medallas les contara sus problemas y sus miedos. Ellas eran muy frías, sordas y mudas; si veían, de nada le servía a María Eva, y para huir de esas terribles parcas, había aceptado otro tipo de infierno, un año movilizada en labores de la agricultura. Con su disposición la oficina ganaba puntos en la emulación interdepartamental, podrían quedarse con la banderita colorá de Departamento Vanguardia, exhibida con orgullo en el mural junto a los ascensores. Además, en el campo se comía bien y algunos brazos aparecerían para encomendar sus insomnios. No era tan malo el campo, cuando pasaran los primeros dolores musculares, ya le cogería el compás y disfrutaría de la sana vida en el verde. Pero lo más importante: imaginaba ganar una tranquilidad de colores distintos a los de una ciudad que amaba y que la entristecía. La Habana, ah, la bella Habana. La veía llenándose de mugres y estantes vacíos, invadida por apagones en la noche y en buena parte del día, y por falta de agua durante el día y casi toda la noche, una ciudad que parecía enfrentarse desnuda al depredador con un son distinto cada mañana, sensual, retozando en miradas y sonrisas, intentando zafar en pasos apurados para todo, todo a las apuradas, siempre, una ciudad ennoblecida por el mar y que se acurrucaba a esas madrugadas que rumiaban boleros, soñando despertar para lo diferente.

Ay, Habana, hermosa Habana, piensa María Eva, sabiendo que la ciudad es su delirio. ¡¿Qué es eso?!, se dijo, y rápidamente se volteó para encarar la situación. Ya no era un quizá, tal vez sí, seguramente no. No: era un sí; le habían tocado el trasero por segunda vez. Sin la menor duda y con el mayor desparpajo se lo volvieron a tocar pero lentamente, con premeditación y fino tacto.

Sus ojos oscuros, llenos de ira, sablearon a otros oscuros, muy por encima del nivel de su mirada. Y la sonrisa del desconocido le derramó un jarro de agua con azúcar, listo para poner al fuego y hacer un almíbar espeso, para endulzar lo que sea, como sea. La voz la desarmó al pedirle disculpa por el gesto equivocado:

- La he confundido con una vieja amiga -aclaró el hombre.
- Y por las nalgas la conoce, ¿no?, la conoce y la saluda. Una buena amistad, supongo -ironizó María Eva.

El tipo soltó la carcajada y explicó que realmente la otra había sido su esposa, hacía años no se encontraban.

- Las ex esposas, cuando son razonables en la separación, pueden ser muy buenas amigas ¿Usted no tiene experiencia? - argumentaba él.
- No, soy viuda -respondió ella.
- Ah, perdone, no quise ofender -se apresuró a aclarar el hombre.
- No ofende -suavizó María Eva, sumiéndose en la duda: ¿por qué quería suavizar?

El hombre la miraba de una forma que le removía viejos tiempos, de allá de su primera juventud. Era un hombre alto, posiblemente un poco más joven que ella. Le dijo que estaba en la cola del pescado para hacerle el favor a un amigo, de vacaciones en Camagüey, con la mujer, y como él había tenido que viajar a La Habana, su amigo le había dejado el apartamento. Era a una cuadra, frente al cementerio. Un lindo apartamento, con todo. Los ojos le brillaron al decirlo. Con todo. Hasta tenía cerveza. Y como había freezer, seguramente la cerveza estaría fría, no importaba que desde el mediodía no hubiera corriente en el barrio. María Eva escuchaba, y pensaba que no había tutía, el tipo le estaba proponiendo algo. Qué día tan loco, pensó para sí, mirando con pena los ojos fríos de los pescados sobre el mostrador; contestó que no tenía tiempo, iba a un entierro. «Los muertos son para siempre, los entierros no», susurró el hombre junto a su oreja. Qué descarado, pensó la jabá, pero estaba contenta.

Cuando llegó Felicia para defender el turno en la cola, le dijo que se apurara, que la pobre Cucusa había llegado y había jaleo, la madre de la muerta gritaba, toda descompuesta, y los niños lloraban. María Eva salió corriendo, y el desconocido detrás, pegadito al trasero.

- ¿Y su pescado? -preguntó la jabá.

Él la tranquilizó:

-No importa, yo no como pescado, hacía la cola pensando en mi amigo, y porque no tenía otra cosa que hacer.
-Ah, ¿y qué piensa hacer ahora? -preguntó María Eva,
-Acompañarla en su sentimiento -respondió el tipo, mirándola demasiado fijo, y no con ojos de pescado.

En ese instante, María Eva supo que del entierro saldría para otro: el de su luto erótico; hacía una tonga de años que no se sentía tan excitada con la sola cercanía de un hombre mirándola. Supo que en algún lugar tomaría cerveza fría, burlándose del corte de corriente, y brindaría por Cucusa en un rincón de la alegría, aunque fuese una alegría pasajera.

Estuvieron juntos muy cerca de la fosa, las flores estaban feas, mustias, lloró, el desconocido la abrazó, ella le mojó la camisa. Después hubo una confusión y más llanto, llegó otro coche mortuorio con un tal Felipe. Los sepultureros comenzaron a discutir a quién le correspondía el hueco. Todos los presentes estaban tensos. A la madre de Cucusa hubo que llevársela, Felicia ayudó a una hija a alejarla e la tumba, le dio tremendo perendengue, se puso a gritar, a patalear, se tiró al suelo, el viudo también se metió en la discusión con los sepultureros y hasta recordó que había combatido en Playa Girón. Pobrecita Cucusa, hasta en la muerte estaba en medio de un jaleo; María Eva se acordaba de los desafiantes planteamientos de su amiga en algunas reuniones. Finalmente, cuando la confusión fue aclarada por un empleado de la Dirección General de la necrópolis, el ataúd de Cucusa fue trasladado unos metros más allá.

María Eva aprovechó el remandingo y se llevó algunas flores del infortunado Felipe porque estaban más frescas y se las dio a la otra cuando la estaban metiendo en la fosa. Luego se despidió del viudo y besó a los tres huérfanos, que habían dejado de llorar después del show de la abuela. Le hizo una seña cómplice de despedida a Felicia, de vuelta, y ya estaba saliendo del cementerio, con el desconocido, cuando Juanita llegó con una enorme bolsa de nailon repleta de pescado, y le preguntó si repartían ahora o mañana. María Eva dijo que mañana, la abrazó y se fue. No miró hacia atrás, pero sabía que Felicia le estaría chismeando a Juanita que había estado llorando abrazada por un extraño, y le exageraría lo de Felipe, la vieja y el viudo. Al siguiente día, la historia estaría estirada hasta lo increíble, rodando por las oficinas.

Al salir de entre las tumbas, el agua amenazaba con desplomar el cielo, María Eva se fijó en la ventana donde se había asomado esa mañana temprano. La cortina estaba corrida. Y Cucusa, enterrada con cuarenta y dos años, tranquila, por primera vez en la vida.

Caminaron una cuadra por la acera del mismo cementerio, cruzaron la Avenida Zapata, en la primera curva a mano izquierda, y entraron en un edificio bien pintado, de cuatro pisos. Se amaron tan pronto cruzaron la puerta del apartamento del 4º-C, se amaron con desesperación, ella clavada contra la pared, sintiendo que el corazón se le trituraba por unos miedos que de tan viejos debían serle ajenos. Pensó que en un segundo ella podría estar junto a Cucusa. Y se angustió, sintiendo a la vez que el corazón le renacía con una oleada caliente e insospechadamente tierna que le inyectaba ese desconocido, ese hombre con una mirada de hormigas locas que se le colaban bajo la piel, entrándole por los ojos. María Eva quería rascarse sus miedos, su angustia, su pasado; y sus gemidos arrebataron al hombre.

Desde que había visto aquella película, tenía una imagen fetiche apuntalada en su cabeza. Con José Manuel, su difunto marido, lo más que alcanzó fue a reunir tres velas para encender en una noche de excesos. Ahora, el desconocido, al saber de su ilusión, le encendía quince velas, que no quemaban con tanto swing y olores como las del cine, pero eran ¡quince velas! María Eva se sentía reina de todo.

El diluvio había empezado después del segundo enfrentamiento, esa vez entre las sábanas. La lluvia repicando en las ventanas le sonaba a estreno, y ella se descubrió hablando de cosas que creía extraviadas en su memoria, él sonreía, y la acariciaba con lentitud, le daba besos breves, todo sin apuro, le preguntaba, seguía sonriendo, él contaba poco, por no decir nada. Anochecía, y él le cogió todas las velas al dueño de casa, previsor de futuros apagones, y encendió la ilusión de ella, disfrutando de sus carcajadas. El freezer había mantenido fría la cerveza, tanto como ellos habían mantenido calientes las ganas de darse.

«¿Mi nombre?, el que prefieras», le dijo él. Y en el tercer combate renovaron los créditos de fogueos, posiciones, lamidas, abrazos, confesiones susurradas, volvieron a conjugar los códigos de las sensaciones y lo que hallaron les gustó. Se quitaron todas las trampas y jugaron a engañarse. Él la nombró Salomé como la reina de Saba, y Tina Modotti, la fogosa fotógrafa amante de Mella, el comunista cubano que parecía portada de revista del corazón y al que mataron en los años 20 en una calle de México. La llamó Anäis por aquella sensible amiga de Henry Miller, y Ava por la seductora Gadner, y Simone, por la autora de La mujer rota. Durante unos minutos la identificó con Betty Boop y pretendió hacerle el rulito sobre la frente. Rieron con estruendo. Ella lo llamó Burt, por Lancaster, y lo sedujo cuando lo trató como si fuera Batman, y le puso el blumer como antifaz, y él resoplaba el desgastado calzón de encaje, encandilado por los olores que reservaba; lo confundió nombrándolo Benny, por aquel Moré inmortal, y le pidió que le cantara un bolero, él se divirtió mucho con la ocurrencia, luego se autobautizó y modificando caricias para estar a la altura de sucesivos nombres, fue Neruda, y la amasó con poemas, y fue audaz como D'Artagnan, el insigne mosquetero, y Ulises, el que desafió los cantos de sirena. Llegó a ser en un momento mágico el mambí Elpidio Valdés, sacándolo del dibujo animado del cine, y le hizo cariños como si fuera un niño. Hacia el final de esa tercera ronda del deseo, la tocó de un modo muy especial, le dijo que se llamaba Homero, que era un poeta ciego, y sólo tocándola, así, podía encontrar palabras para sus versos. María Eva se enloqueció: todas las claves para abrir las incógnitas del universo parecían estar en los dedos de Homero.

A las dos de la madrugada ya no llovía y él la acompañó a la parada de la guagua. Estuvieron una hora hablando de cualquier cosa, pero ya nunca como antes de que María Eva lo conociera. Había mucho silencio. A quinientos metros Cucusa dormía sola. María Eva sabía que demasiada soledad espera por cada uno y todos para no tratar de conjurarla mientras se puede. Él notó su ramalazo de tristeza, la abrazó fuerte, le dijo que ese día debía resolver varias cosas, había viajado a La Habana, desde Camagüey, para ciertas cosas. No dijo cuáles, pero sí que le había encantado conocerla, que había sentido algo difícil de explicar.

-Quiero verte otra vez -pidió él.
-¿Y me sabrás explicar? -preguntó María Eva.
-Quizá -dijo él.
-¿Y nos citamos dónde?
-En la puerta del cementerio -respondió el hombre, sonriente.
-¿Al día siguiente? -preguntó ella, tratando de que la ansiedad no se le asomara mucho en el tono.
-A las tres de la tarde, ¿sí? -propuso, besándola en la oreja.
-Okey, a las tres -aceptó María Eva, y después recordó-: Alabao, mijito, la hora en que mataron a la Lola de la canción.

Él se quedó sonriendo, en la acera llena de humedades, como ellos ese día, viendo como la guagua escapada de las sombras se llevaba a la jabá, rechinando como un lamento, con aquella carrocería azotada por las carencias.

En el trabajo, Juanita y Felicia la persiguieron para que hablara sobre el desconocido. Contó poco, se hizo desear el cuento, quería poder contar mejor. Cuando llegó a su casa, le pidió a su hija que le prestara lo que había escrito Homero, desde el secundario no lo había vuelto a leer, y se pasó toda la noche leyendo La Ilíada. Siguió durante el apagón, pegada a un mechero de querosén que maldecía la luz más que alumbraba. María José pensó que su madre había enloquecido.

El día de la cita, pretextando un fuerte cólico, salió antes de horario, no sin sufrir las risitas y bromas de Juanita y Felicia en el baño, donde se aseó un poco aprovechando que, por casualidad, había agua. Llegó a la puerta del cementerio diez minutos antes, llevó la bicicleta a un estacionamiento cercano, la aseguró con tres candados, y dejó que su mirada vagara por las tumbas, pensando en Cucusa, y en los muertos de su familia, y en los muertos que no conocía pero que habían dejado heridas en otros; pensó en José Manuel, que explotó en los aires, en Angola, y era una herida que le dolía cada vez menos. Y se preguntó si sería una pena honda para algunos cuando llegara el día que esperaba por ella. Miró el reloj, eran casi las cuatro de la tarde. A Lola la habían matado a las tres y a ella la habían embarcado en la cita. Esperó hasta las cinco, de un momento a otro iba a comenzar a llover, había un ciclón acercándose a la isla. Se fue a buscar la bicicleta, pasó por el edificio, tocó, no contestó nadie. ¿Habría corriente? No podía vocear el nombre, no lo sabía. Ni el nombre del dueño del apartamento. Y se marchó triste, a su casa, a seguir leyendo La Ilíada, para extrañeza de su hija. Esa noche, por suerte, no hubo apagón, pero las horas eran de piedra y María Eva se durmió muy tarde, con una duda: ¿le tocó o la eligió? Ella había querido saber, le había preguntado, y él no le dio importancia, ¿acaso no era igual?, no, pensó ella, aunque no se lo dijo, entre una cosa y la otra cabía una eternidad de sueños.

En la oficina tuvo que decir algo, necesitaba abrirse la angustia. «Coño, recoño, y ni sé cómo se llama, esto sólo me pasa a mí por guanaja, y a mi edad, es una maldición gitana, ese tipo me echó un bilongo, ni el médico chino me cura. ¡Qué salación tengo! No sé lo qué hago, no sé lo que quiero, no sé ni lo que encuentro. Estoy cansada de no ser pero no sé lo que quiero ser». Estaba alterada, Felicia la abrazó, le regaló unos caramelos, un tesoro para la época, y como ella seguía mortificándose con que no sabía ni el nombre, Juanita la consoló: «Le dices Homero y sanseacabó, ¿ no fue así como te gusto más? Homero y listo». Homero de La Habana, por unos días, y en la cola del pescado. Homero habitante de Camagüey. ¿Sería cierto? Homero que debía explicarle lo que había sentido difícil de explicarle aquella madrugada. Homero, Homero, sí, y Romeo, Romeo, ¿Romeo? María Eva no sirve para Julieta tropical, lo sabe, no, no tiene edad, no tiene tiempo. No quiere morirse por error, está harta de los errores. Y hay período especial, la hermosa Habana se desmaya entre carencias y problemas. El cansancio no se raciona, viene a granel. Y ella siente que quisiera armarse para otra guerra, su propia guerra.

Al tercer día, cuando salió del trabajo, llovía, pero pedaleó hasta el edificio frente al cementerio, pulsó el timbre, qué suerte, había corriente, y abrieron, un tipo amable le dijo que sí, que conocía a Ulises Pérez, que habían nacido y crecido juntos en Camagüey, que eran como hermanos, sí, Ulises, un buen tipo. ¿Homero es Ulises? Ah, se fue. Sí, se fue. ¿Ella no sabía? Pa'Miami. Se fue en una lancha. Pensaban que la salida iba a demorar una semana pero todo se solucionó rápido, por suerte, y esto se lo contaba con reserva absoluta. Sí, claro. No decir nada, sin lío, eh. Él le había hablado de ella, ¿María Eva, no? Sí. Y ellos habían llegado bien, telefoneó enseguida. Se fue con otros cuatro amigos, la familia en Miami pagó para sacarlo, y una suerte que fuera una lancha, una buena lancha, no corrieron riesgos como esos locos balseros cruzando el Estrecho de la Florida, de madrugada, en octubre, con el ciclón por ahí. Fue peligroso de todos modos, pero Ulises quería irse cuanto antes, le tenía miedo a una sirena, eso le dijo. Hablaba cosas extrañas en las últimas horas que compartieron en aquella playa abandonada a la salida de La Habana. Estuvieron tomando mucho ron, Ulises por un momento dudó en irse y hasta lloró, pero al fin se fue, estaba nervioso, y dejó saludos para Penélope, lo repitió varias veces. Muy raro, comentó Julio, fue la última frase que dijo: «dale saludos a Penélope, dile que la quiero». ¿Ella sabía quién era ésa? Hacía años los dos habían conocido a una Penélope, en Camagüey, pero debía estar muerta, era muy vieja cuando la conocieron, trabajaba en una panadería.

El día estaba raro, una atmósfera pesada, con el mal tiempo afilándose los dientes. María Eva sentía que era un día agujereado, sí, con agujeros producidos por el temor de la proximidad del huracán. Y ella era como un hilo asustado por no encontrarse el cabo. Muchos ciclones le hacían trampa, el extraño ciclón que enredaba a la isla cuando todo iba a mejorar, o parecía que mejoraba; y el ciclón de los cubanos, tantos, tantísimos cubanos con ganas de echar pa'lante y vencer, y el ciclón que se formaba en cada acto de la cotidianeidad para delirio de las cosas mínimas y esenciales. Y el ciclón que venía, que ya estaba a punto de llegar, y el ciclón que estuvo, y se fue. Sobre todo el que se fue llorando.

Esa noche hubo apagón. El ciclón Brian entraría en horas de la madrugada. María Eva y su hija aseguraron bien las puertas y ventanas y recogieron agua en cuanto recipiente sirvió a esos fines. Las provisiones eran escasas, no podían conseguir más. Había medio litro de querosén para el mechero y cinco únicas velas en la casa. María Eva, ante el asombro de su hija, decidió encenderlas todas. Todas a la vez. Recordó que debía buscar sus viejas agujas de tejer, aunque no hubiera lana ni le interesara conseguirla, ni hiciera falta lana con el calor de Cuba todo el año, un verano eterno, un fuego, o casi. Sólo quería tocar las agujas, lentamente; por un segundo pensó en el enorme cartel del cementerio: «¡Aquí no se rinde nadie!». No, nadie. Sonrió y luego comenzó, tranquila, a leer La Odisea.

(Para Óscar Arredondo, donde quiera que la vida lo encuentre.)


(*) Ciclones ; ganó el 42º Premio Ciudad de San Sebastián (categoría: relato en español).
FUNDACIÓN KUTXA editó en formato libro este texto en el año 2000, como parte de la Colección Premios Literarios Kutxa Ciudad de San Sebastián.

R o s a    E l v i r a     P e l á e z
La Habana, Cuba. Periodista de profesión, licenciada de la Universidad de La Habana, reside en Buenos Aires, desde donde colabora con la radio de su país. Varios de sus cuentos han sido publicados en libros, revistas y suplementos literarios en España, Luxemburgo, Argentina, Venezuela y México. Su webpage personal se llama Wemilere: http://usuarios.tripod.es/wemilere. En el año 2001 comenzó a circular en la red de librerías de España su libro Entre fuegos y otros cuentos (Editorial Pre-Textos), integrado por cuatro cuentos pertenecientes a la serie "cubanadas" (historias, personajes, contexto y habla popular relacionados con Cuba); Ciclones pertenece a esa serie. Entre fuegos... fue premio en el IV Concurso Internacional Manuel Llano 2000, de Cantabria. Una muestra de la narrativa de Rosa Elvira Peláez se difunde en internet: Proyecto Sherezade, Nitecuento, Metamorfosis, Musas, Ariadna y Alotropía.

E-mail: russeum@terra.com

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F é l i x   L u i s     V i e r a

 

 

Todo el afán de Yoel Mesa Falcón

 

Siguen errando los hacedores de antologías de poesía cubana, tanto los que las alimentan desde dentro de la isla como desde del exterior. Ya sabemos desde hace tiempo --si bien unos por oportunismo y otros por manquedad mental, en Cuba, lo quieran obviar-- que, desafortunadamente, buena parte de los poetas cubanos se hallan en el extranjero, quizá la mayoría sólo por un período que ojalá no sea muy largo.

Otros, estudiosos, reseñadores que habitan fuera de Cuba, a cada rato se echan su antología de uno u otro rasgo formal o generacional, y esquivan tanto a los que se hallan en su patria, como a los que ni siquiera conocen y se encuentran fuera de ella. De éstos, algunos son rencorosos, otros güevones, otros ni saben lo que hacen.

Armar hoy día una selección de poetas cubanos, de aquellos cuya obra se diera a conocer en la segunda mitad del pasado siglo, y no incluir a Yoel Mesa Falcón es, por lo menos, un acto de torpeza. Y digo "hoy día" porque este poeta ha ido subiendo con pasión cualitativa extrema en los últimos años.

Obrero infatigable del verso, Mesa, sin embargo, padeció hasta no hace mucho de excesos en sus entregas poéticas. Sirva de ejemplo la desproporción evidente que hay entre la primera y segunda parte de su libro El día pródigo, que mereciera el Premio Nacional de Poesía de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en 1987. Digo desproporción porque en la segunda parte de la obra dicha sobran poemas, pero sobre todo sobran versos en diversos poemas, aunque el vuelo tanto de ésta como de la primera parte sea el de un poeta de calibre.

Ahora la siempre fiel Universidad de Toluca (México) ha publicado un nuevo título de Mesa Falcón: Todo el afán. Y es verdad que es todo porque éste es un poemario al que no hay por dónde agarrar a la hora de entrarle en busca de caídas. Aquí se las van a ver negras los que, como no quería Martí, se dedican sólo a buscar las manchas en el Sol. O aquellos profesores devenidos en críticos que con pasión --no se sabe si sana o lo contrario-- aplican con todo rigor esos estupendos aparatos electrocríticos que poseen y que son capaces no sólo de escudriñar en lo más hondo hasta encontrar el huevo de la ladilla, sino aun de hallar la posibilidad de un huevo posible.

Son 55 páginas y 15 poemas en tres secciones que convidan al entusiasmo por la poesía. La madurez de Mesa se pone de manifiesto no sólo en su ideario vital y estético, sino en eso que saben los poetas es tan difícil de alcanzar: componer el libro, dar con el universo cerrado para la obra (o acaso sólo con el universo). Porque todavía hay por ahí quienes piensan que un poemario está compuesto por el despache de todo verso que se tenga a mano.

Las tres secciones se titulan Pinturas del mundo transitorio, Ánfora de la existencia y Óleos, partituras, falsos cantos de esperanza. Aquí ya se tiene una idea del contenido de las mismas, pero el acierto mayor, en mi opinión, se halla en que los tres contenidos logran un haz cerrado (valga la redundancia).

Entre otras, hay maneras de poesía que se acercan a lo más terrenalmente hermoso, otras que se enciman a la maravilla. La línea de Mesa corre por esta última vertiente porque, además de llevarnos a reflexionar, nos ataca dulcemente los sentidos. Nos hace soñar como si estuviéramos jugando, jugamos a que soñamos, soñamos a que aquello es realidad.

En su vida personal, Yoel Mesa Falcón viene siendo un extraño cruce de espartano, místico y estoico (cualidades parecidas, pero suficientemente distantes), lo cual queda de manifiesto en varias de los piezas de Todo el afán, donde el poeta pone su apuesta hacia un optimismo que en verdad uno no sabe de dónde pueda salir, si nos atenemos a que la vida que escribe estos versos no ha recibido pan suficiente para alimentar optimismo alguno. Asimismo, fiel a su estirpe, a eso que llaman el registro en un creador, el poeta no opta por una revisión y mucho menos por una valoración expresa del porqué del sacrificio que las circunstancias --¿o algo? ¿o alguien?-- le impusieron: la partida de su tierra natal, la saudade. Lo que quiero decir es que este autor nunca se ocupó de lo manifiestamente social y político. Y ahora tampoco. Ahora sigue siendo el mismo lírico, el mismo ser candorosamente espantado, el que sentencia: No es la sombrilla a quien ama el firmamento, sino al que bajo ella/ va cobijándose; el que indaga: Cae el agua, y tus ojos/ son el lienzo, el que se repite: cuántas veces/ he pasado a través de mí creyendo que voy atravesando un parque.

Si bien eso que llaman polisemia se patentiza con encono casi a lo largo de Todo el afán, es cierto también que el verso de Mesa Falcón es sonoramente accesible, decarnadamente directo, metafóricamente tocable. De manera que sus textos no resultan bocados para alimentar expresamente a esos seres superiores capaces de comprender los más sublimes laberintos, o que afirman comprenderlos.

Luego de 9 años en la ciudad de México, donde tantas veces ha visto caer el gris de las tardes como se ven caer las lágrimas, donde ha sufrido la carencia de estrellas, y otras carencias, Yoel Mesa Falcón continúa su camino como el poeta genuino que es: escribiendo poesía, no obstante el mundo; escribiendo versos a toda hora, aun en horas subrepticias. Como el poeta cubano, de Cuba, de adentro de Cuba, que es: Alguien dejó en el espejo su rostro mejor y se fue por los caminos.

 

F é l i x    L u i s   V i e r a
Poeta, cuentista y novelista, nació en Santa Clara, Cuba, el 19 de agosto de 1945. Ha publicado los poemarios: Una melodía sin ton ni son bajo la lluvia (Premio David de Poesía de la UNEAC*, 1976), Prefiero los que cantan (1988), Cada día muero 24 horas (1990), Y me han dolido los cuchillos (1991) y Poemas de amor y de olvido (1994); los libros de cuento: Las llamas en el cielo (1983), En el nombre del hijo (Premio de la Crítica 1983) y Precio del amor (1990); las novelas Con tu vestido blanco (Premio Nacional de Novela de la UNEAC 1987 y Premio de la Crítica 1988), Serás comunista, pero te quiero (1995) y la noveleta Inglaterra Hernández (Universidad Veracruzana, 1997). Algunos de sus textos han sido traducidos a diferentes idiomas y forman parte de diversas antologías publicadas en Cuba y en el extranjero. En su país natal ha recibido varios reconocimientos por su labor en favor de la cultura. Es miembro de la UNEAC, organización a la que ha representado tanto en Cuba como en el exterior y de cuyo Consejo Nacional ha sido miembro. Fue director de la revista cultural cubana Signos.
Desde 1995 radica en México, donde ha colaborado con diferentes publicaciones con artículos de crítica literaria y de contenido cultural en general, y asimismo ha impartido talleres literarios, conferencias y ha realizado asesorías.
Recientemente ha terminado su novela Un ciervo herido y trabaja en otra: El corazón del rey, que refleja los primeros pasos de la instauración del socialismo en Cuba, en la década del 60, y en el poemario La patria es una naranja, inspirado en sus experiencias en México y en la añoranza de su tierra natal
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Unión de Escritores y Artistas de Cuba
F é l i x   L u i s    V i e r a
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Arrebato
por Alfredo Lope Echazarreta

 

Estoy solo en el museo, o al menos no poseo ninguna razón para sospechar lo contrario. Por las noches sólo se destina aquí un guarda jurado, porque el edificio se escuda en un armazón lo bastante resistente y hermético como para no necesitarse más vigilancia que la meramente simbólica o precavida. Hoy me toca a mí el turno de noche. En estos momentos siempre percibo el museo de modo diferente: con las pálidas luces de situación, que relevan a la generosa luminosidad existente durante el día, todo se ve teñido de un halo espectral similar al que muestran los corredores de hospital en la madrugada. Podría ser éste un magnífico escenario para una novela de terror. Lo digo porque es con esta clase de narraciones, a golpes de suspense y tensión, como me gusta matar estos tiempos nocturnos pese a que no se me permite distraerme. Ahora termino de leer un capítulo de la novela que tengo entre manos y más tarde, por supuesto, seguiré con otros. Tras cerrar el libro, atento contra la principal norma de nuestro reglamento: abandono el edificio, salgo a la plaza contigua, sólo unos instantes para respirar como en otras ocasiones la cálida brisa que trae la ría. Aunque estamos aún en abril, este miércoles nos ha regalado un trocito de verano. Y otra paradoja es que esto es un museo, pero por fuera tiene forma de buque y además, tal que una embarcación, está como varado en la ría. Por la carretera paralela al cauce, un semáforo distante suelta una caravana de coches que llevan consigo un júbilo de gritos, bocinas y estandartes agitados por las ventanillas. Le hago el signo de la victoria a la mole canina que se sienta en la plaza, moldeada con plantas de la estación primaveral. Esta estatua vegetal es un centinela de adorno como yo, aunque mucho más afortunado que yo en noches de esta categoría por poder guardar el museo a la placentera intemperie. Con envidia de él y con resignación o rabia reprimida, regreso adentro, a mi puesto. Son las doce y, como de costumbre a esta hora, inicio la primera ronda de inspección ritual desde la planta baja hasta la tercera y última. Mientras tanto, obviando de nuevo la prohibición de los entretenimientos, me acompaño de una radio de bolsillo, en la que selecciono un programa deportivo. Por los auriculares, vuelvo a escuchar el jolgorio callejero de la afición vencedora a la que yo pertenezco. Me lamento de no tener la noche libre para disfrutar ese ambiente festivo con mis amigos. Y casi sin enterarme, embebido en la información que recibo, me hallo ya en la máxima altura, al final por tanto de mi recorrido. A pesar de que trabajo en este museo desde hace varios meses, todavía no me he habituado a las exposiciones de arte vanguardista que suelen hospedar estas paredes asimismo vanguardistas. No consigo familiarizarme con esta clase de obras, por el contrario en cada periodo de guardia me parecen más y más extrañas. Quizá los artistas contemporáneos son extraños. O acaso sean en la actualidad los únicos del mundo que son como es debido, y advierten extrañados cuán extrañas somos las demás personas y las cosas que hacemos, aunque nosotros no lo reconozcamos o entendamos de esta manera. En este punto de mis modestas opiniones, me detengo una vez más junto a la obra que más ha llamado mi atención de todas las exhibidas. Un proyector de diapositivas pinta en la pared una sombra humana, sin que contenga una sola diapositiva y sin que en la veintena de metros de luz, desplegada entre el foco y la improvisada pantalla, se interponga un solo cuerpo. Qué extraño, me digo, como siempre, o le digo a la oscura silueta. Y es entonces cuando, de repente, soy testigo de cómo a esta imagen de Dios se superpone otra sombra, ambigua y más grande. Me giro hacia atrás y compruebo que en medio del haz luminoso sí hay ahora un cuerpo... Es un ejemplar adulto de oso pardo. Supongo, en principio, que se trata del oso que está -o estaba- formando parte de una composición escultórica en otra sala de esta planta. Allí, en efecto, hay una espaciosa vitrina con un dormitorio dentro que semeja una pocilga, que es lo que se llama una leonera, aunque detrás de la cama se alza -o se alzaba- un oso, no un cerdo ni un león. Su agresiva estampa, mediante un complejo juego de lentes, se sucede indefinidamente por encima de su cabeza y por debajo de sus pies. Pero ese oso parecía estar momificado; así que salvo que haya revivido en su ataúd de cristal, no puede ser el mismo que se me ha plantado a unos pocos metros. Por consiguiente, ¿de dónde habrá salido? Esta ciudad no tiene zoológico, ni circo en estos momentos; y tampoco el animal tiene pinta de ser doméstico, de compañía o una mascota. Qué extraño, reitero. Y en todo caso, ¿cómo habría llegado hasta aquí? Esto no obstante quizá ha sido factible, porque estoy dudando de si he cerrado la puerta del museo al entrar tras mi pequeño recreo en la plaza. Lo único cierto, lo crucial, es que con su voraz castañeteo de dientes, sus brazos en alto, sus pasos erguidos avanzando hacia mí, amenaza con devorarme, aunque ignoro si por hambre o por sed de venganza contra la humanidad. Desabrocho la funda de la pistola pero, por culpa de unos previos segundos de indecisión, el oso no me da tiempo a todo lo demás, a desenfundar, a quitar el seguro, a asestar el arma con los brazos firmes y extendidos. Cuando se dispone ya a apabullarme con su fiero abrazo, yo sólo puedo esquivarlo con un hábil esguince de cintura. Y a continuación esprinto a la desesperada, pero él me persigue también veloz, ahora a cuatro patas. Le creo un obstáculo cuando, al paso, tiro de un manotazo el fantástico proyector con su trípode. Sin embargo esta maniobra no me sirve de mucho, porque veo de reojo que se mantienen sus zarpas a mis zancajos. Y al salir de la galería, soy yo el que se encuentra de frente con un obstáculo peliagudo, con el antepecho de una balconada que protege a la gente del profundo hueco del cuerpo central del edificio. Es decir, me encuentro ante una angustiosa encrucijada de dilemas. Si me paro, estoy cogido; si viro a la derecha o a la izquierda, habré de frenar mi velocidad lo suficiente como para arriesgarme a ser capturado; y si sigo adelante, me precipitaré al abismo. Al parecer, inconscientemente, tomo la decisión de evitar caer como sea en el poder devastador de la bestia, de manera que entonces caigo al vacío. Aunque, en realidad, contaba con la conmiserativa posibilidad de sujetarme en la inmensa telaraña que cuelga hacia la mitad del atrio, tejida por manos creadoras con fibra sintética. Y así ocurre por fortuna; me quedo suspendido boca abajo, los pies enganchados en las puntadas inferiores, las que representaban mi última oportunidad de salvación. Pero siento que el endiablado oso agita los hilos anudados a la barandilla. Con los vaivenes, se me descuelgan dos objetos de defensa vitales que, tras estrellarse en el piso inferior, pierdo irremediablemente: el teléfono móvil se hace trizas y la pistola se desarma. Las sacudidas por él infligidas son cada vez más fuertes y difíciles de aguantar, hasta que a la postre yo también salgo despedido, prosiguiendo mi viaje por el espacio libre. Y voy a chocarme, o mejor, a aferrarme, contra el vientre de una de las tres mujeres gigantes de cartón piedra y poliuretano que reciben desnudas a los visitantes del museo en el vestíbulo. Esta es la que cubre sus pechos con los brazos, quien a causa de mi impacto se desploma hacia la que vela su rostro con las manos. Los derribos de ambas, que a su vez por el efecto dominó han provocado el de la dama que antepone a sus nalgas un fular, amortiguan mi caída. Al cabo, me hallo tumbado de espaldas sobre un regazo femenino que está abollado por mi peso. Tras unos segundos de aturdimiento, me reconozco vivo y agradezco a la vida el milagro de la mía en este crítico instante. Poco después, contemplo la porción de estrellado firmamento que recorta el lucernario de la cúpula, ensimismado en el sarcástico pensamiento de que ojalá esas pocas estrellas fuesen las que esbozan a la Osa Mayor o la Osa Menor, para que así el que anda detrás mío se enamore de cualquiera de ellas y a mí me deje en paz. Pero mi ilusión no se cumple. Ese agobiante animal no me concede demasiada tregua, porque me percato de que acaba de bajar las escaleras. Yo estoy tan dolorido que no sé si podré correr y enseguida, en cuanto lo intento, constato que mis huesos y músculos funcionan a la perfección. Al principio mi carrera no tiene una dirección ni un sentido. Luego considero la alternativa de coger la puerta de huida, pero la distancia que calibro hasta ella es demasiado grande: la misma existente entre quedar ante los demás como una especie de cobarde o como una suerte de héroe. Una vez que opto por resistir en el museo, se me ocurre que en esta primera planta hay una sala que puede valerme para despistar a mi fiel perseguidor. Allí, el pavimento, las paredes y el techo están pintados con cuatro franjas iguales en tamaño y forma, de amarillo, azul, rojo y verde, que además son bañadas por unas luces de idénticos colores. Yo procuro mimetizarme en el azul, el color de mi uniforme, acurrucándome en el terrazo como un feto y tapándome la cabeza con las mangas de la chaqueta. Pero de pronto oigo un bufido. Me descubro los ojos y observo que sí, que en la entrada se ha añadido al parco colorido el temido color, el pardo, el pardo del oso pardo. El me ha distinguido, me mira con fijeza, con sus dientes y garras. La certidumbre de no tener esta vez escapatoria me descompone las entrañas, lloro como un chiquillo asustado y noto en la entrepierna el tacto calentorro de un líquido que me va dejando en medio de un lagunajo. El oso no se demora en arremeter contra mí. Debo reaccionar de inmediato, de modo que me incorporo y emprendo la fuga por uno de sus flancos. Pero la tersura de la superficie y mis orines me hacen resbalar a la tercera zancada, darme de bruces sobre la zona encarnada. Por suerte, en cambio, esta trastabillada resulta oportuna porque me permite sortear con éxito su ataque. Torno a levantarme ipso facto, como si el suelo fuese una cama elástica, y torno a correr. Casi al instante, advierto que mi respiración se atora. Me llevo una mano donde percibo el problema, luego ésta me muestra que estoy sangrando de la nariz. Decido probar fortuna en otra planta, aunque he de trasladarme por medio del ascensor que tengo a mi alcance, puesto que si voy volando por la torre de escaleras correré el riesgo de asfixiarme con mi propia sangre. Lo mando bajar; igual que la policía, no está donde ahora me urge. Lo veo venir a través del tubo de cristal por el que circula, sin embargo también veo venir al oso. La fiera está lejos, mucho más que el aparato, pero se acerca muchísimo más rápida que éste. A cada segundo calculo distancias: veinte metros el oso por cuatro el ascensor, quince por tres, confío en la máquina, diez por dos, ¡vamos, vamos! apremio, cinco por uno, mi vida pende de un engranaje. Uno por cero: igual a poder contarlo. Logro colarme en la cabina por los pelos de no ser pillado antes por las pezuñas del cuadrúpedo, mientras pienso que me he librado por un error mío de medición levemente pesimista. Respirar hondo ahí dentro, éste es mi natural deseo, pero los borbotones que inundan mis fosas nasales me lo niegan. En el ámbito cristalino por el que asciendo, me topo con un pergeño esperpéntico de mi figura. Ahora me gustaría ser realmente un gorila, como así nos llaman algunos a los vigilantes de seguridad, porque entonces es bastante probable que el oso no se atreviese conmigo, o al menos no con este ímpetu avasallador. Me detengo en el segundo piso, por donde deambulo hasta que, en una de las galerías, mis piernas me exigen sentarme. Lo hago contra la pared, debajo de un enorme mural que no puede expresar mejor cómo me encuentro yo en este instante: hecho fosfatina. Por la tela naufraga un batiburrillo de elementos incrustados o pegados, objetos rotos o pedazos de objetos, ramas esqueléticas y flores secas, miembros humanos y de animales, aunque no de osos, según creo recordar. No en especial, por desgracia, de este maldito oso que vuelve a hacer su aparición en otro de los escenarios artísticos a los que yo recurro para sobrevivir. Me pongo de pie penosamente, con el apoyo del tabique. Arranco del collage un brazo de torneados músculos, que no es de carne y hueso sino de roble, y lo arrojo contra mi irracional enemigo con la fuerza brutal del odio. Pero él lo desvía con destreza, yendo a hincarse por el lado de la puntiaguda muñeca en un cuadro próximo, en el concreto cuello de una mujer cuyo rostro es transparente, está transpuesto de melancolía y ensoñación. Por la brecha abierta mana sangre como si hubiese sido seccionada una yugular auténtica. Poco después comprendo que la sangre es la mía, la de mi nariz, que empaña mi mirada o me está dejando tan exangüe que comienzo ya a delirar. La visión, harto truculenta, me desata una mezcla de náuseas y convulsiones que me doblan contra la pared, lo mismo que la muerte arrima al toro a la barrera. En una de las arcadas, mi boca aporta un elemento más de desecho al escatológico collage. Todavía de cara al lienzo, presiento la enésima acometida de la machacona bestia, que es cuando agarro media máquina de escribir y, en cuanto la extraigo de semejante trastero, la lanzo sobre su hocico de un impulso histérico. Su carrera se trunca de golpetazo. Yo, aprovechando la ofuscación que le produce el dolor de tan férrea contra, salgo tranquilamente de la habitación, mientras presencio con regodeo cómo se ensaña con el artefacto, haciéndolo botar en el suelo y estampándolo al fin contra otro cuadro, que revienta. Y al mismo tiempo, ante tanto estropicio, de repente se me viene la pregunta de por qué no habrán timbrado las alarmas del museo; pero sólo sé responderme con estupor. Una vez en el pasillo, tengo en el punto visual el nuevo destino que mejor me puede ayudar. Y durante el camino, que ando mecánicamente, me pongo a meditar sobre la última escena que ambos hemos protagonizado, abstrayendo algunas conclusiones. Si ese oso de verdad forma parte de la composición escultórica que hay en la tercera planta, entonces el arte acaba de volverse contra el arte, al destruir él dos composiciones pictóricas con sendas piezas de collage. Y no sólo esto sino que además estamos enfrentándonos dos seres que, según el infalible refranero, tenemos algo en común: el hombre y el oso... Qué extraño todo, insisto. Y así, distraído en estas reflexiones de celador metido circunstancialmente a filósofo, me parece arribar muy pronto a mi objetivo pese a lo lejano que estaba cuando lo determiné. Consiste en un refugio artístico, una cueva de hierro, hormigón y tierra cocida, que ocupa la casi totalidad de una extensa nave. Me interno por un dédalo de grutas y galerías, mustiamente iluminadas con neón. Mi propósito es perderme ahí dentro, en la esperanza de que de esta manera logre yo también perderme de una vez de tan pesado animal. Elijo un rincón sombrío, donde me tiendo boca arriba para que se me restañe el torrente nasal. Y poco a poco voy consiguiendo respirar mejor, serenarme incluso, ilusionarme con el convencimiento de que por fin he dado con un lugar seguro. Pero la alegría, sentencia otro inequívoco refrán, dura un suspiro en la casa del pobre; y qué casa puede haber más mísera que una triste cueva. Acaso en rigor, sin embargo, ésta sea la guarida del oso, del mismo oso que de nuevo me ha localizado y se dispone a apaciguar su avidez. Yo no me muevo, estoy rendido; él avanza despacio con todas sus pezuñas hasta colocarse encima mío, y a mí me entra la sensación de que me hallo bajo un puente que sólo conduce al más allá. Se me clavan en los oídos los bramidos de su ansiedad y, a pesar del herido olfato, percibo su aliento apestoso a ansiedad. Con sus dedos uñosos ara mi cara, mis brazos, mi pecho, mientras me veo convertido en un terreno abonado a él. Aunque en el cursillo de preparación a mi oficio, me acuerdo de súbito, un monitor nos aseguró que el hombre puede hacer siete veces más de lo hecho en el momento que se dice a sí mismo no puedo más. Así que cuando el depredador se inclina a probar bocado de mí, acierto a embutirle por las fauces la porra que le he preparado tras el oportuno recuerdo, quebrándole en su incursión varios dientes y colmillos con unos chasquidos de insoportable dentera. Respinga atrozmente, en tanto que yo me arrastro entre sus brazos y patas y me apresuro a poner tierra por medio. Durante mi búsqueda de la salida, me impongo empezar a utilizar mi cerebro. Con la sangre asperjada cada vez que expulso aire, con el tufo de mi sudor y mi pánico, al oso le pongo en bandeja seguirme por dondequiera que vaya, incluso aunque yo resolviera traspasar los límites de este museo. Por esto, cuando vislumbro la macilenta luz del otro lado del umbral cavernoso, pienso que lo que debo hacer es cortarle el paso con un impedimento eficaz. Me dirijo hacia una puerta lateral y luego, una vez abierta con llave, hasta la barandilla de la amplia terraza que está al ras de la ría. Después de tantos sobresaltos, tensiones y padecimientos, se agradece como una delicia la suavidad de la brisa y del silencio. No muy lejos, en el puente que queda a mi derecha, distingo dos figuras humanas, probablemente sean una pareja de enamorados. Atisbo que esta noche no tiene cabeza lunar, y esto quizá es como decir que le falta lo que puede impedir que continúe desmadrándose locamente. Luego acudo a la fuentecilla ornamental: colmo de agua el cuenco de mis manos y la derramo sobre las desgarraduras para limpiarlas y procurarme alivio; también empapo mi pañuelo de lienzo y lo aplico en la frente, según recomienda la medicina popular para detener las hemorragias de nariz. Sin embargo, no he venido aquí a sentir deleite, o a curiosear, o a meditar sobre la noche, ni siquiera a curarme. La idea, que ya pongo en práctica, es parapetarme detrás de la imponente columna que preside esta explanada y aguardar. Pero aguardar de modo opuesto a anteriores situaciones similares: no con la probabilidad de que el oso no me encuentre, sino con el anhelo de que llegue lo más pronto posible. Bien, ahí está, no ha tardado demasiado, vacila unos segundos en franquear o no la puerta, al fin la traspasa, estupendo. Camina en mi dirección, experto rastreador; lo tengo a cuatro, a tres metros, a dos. Cuando está a punto de tocar la columna, salgo en estampida hacia el interior del museo. Me persigue bufando, pero me fío de mi ventaja para ganarle, para cruzar la meta de mi salvación antes que él la de mi muerte. Mientras esprinto, incurro en la osadía de expulsar por la boca broncos insultos contra él, en vez del aire debido. Y justo en su hocico, le cierro con llave. Se pega furioso al cristal de la puerta, y yo también, pero más sosegado que nunca: nos hallamos frente a frente en un amago de abrazo o de postura de baile, únicamente separados por unos milímetros de grosor. Mancha la transparencia con el vaho de su hálito, y yo lo lamo sin alcanzar físicamente a lamerlo; y beso su boca sangrante y medio desdentada, pero sólo como en las películas antiguas. Adiós, oso, adiós, hasta jamás; y condimento mi despedida con una sonrisa picante de ironía, de burla, de desafío. De esta guisa doy por concluida mi mezquina revancha. Me retiro, aunque sólo unos pasos más adelante me vuelvo sobre mis pies, obsesionado: el oso se encamina hacia la ría, quizá vaya a cebarse con los pobres mubles. Y cuando ya lo pierdo de vista, me noto empujado por una impetuosa curiosidad. ¿Cuál era el origen del oso? Dentro o fuera del museo, así es como ahora contemplo dividido el mundo. Retorno en ascensor a la tercera planta, el lugar donde surgió y el único donde obtendré la respuesta. Saberla, no obstante, me impresiona tremendamente, porque estaba convencido de toparme con la otra alternativa. La escena escultórica del oso y de la puerca alcoba aparece, ante mis pasmados ojos, incompleta: falta precisamente el oso. Averiguo además que el cristal trasero de su vitrina o de su jaula ha sido roto desde fuera con un instrumento, con el pesado extintor que yace en las inmediaciones junto a copiosos trozos de vidrio. Y entonces sospecho que acaso el que lo ha destrozado he sido yo mismo, ¿quién si no? Tal vez antes haya dispuesto aún de una mínima lucidez para desactivar el sistema de alarmas, motivo por el que no han respondido a esta agresión ni a todas las demás que ha soportado el museo. Sin embargo, yo no recuerdo estas acciones ni tampoco sé explicarme con exactitud por qué me habría de entrar tal arrebato (siempre inexplicable conscientemente, aunque lo sostenga una profunda razón de ser). En cualquier caso, me alegra no ver ahora a ningún oso ahí dentro. Pero, ¿ninguno he dicho? Al inspeccionar de cerca el cubículo, soy testigo de un prodigio que me produce estupefacción, espanto, un escalofrío en el espinazo. Porque a pesar de que el oso está ausente, su imagen se mantiene multiplicada hasta el infinito en los misteriosos espejos de la base y del techo de la vitrina. Así que con el extintor entre las manos, sin pensarlo un instante, me introduzco en la escena y machaco sus reflejos a golpes, a muchos golpes hasta aniquilarlos. A continuación me quedo satisfecho y exhausto, con ganas de descansar, de tumbarme como me tumbo, derrumbándome, en la cama que me ofrece la composición escultórica. Agotado y orgulloso de haber eliminado las pesadillas que acechan los sueños: el oso y sus múltiples imágenes. Lo primero que pienso es que a partir de ahora me daría temor acostarme siquiera con un osito de peluche y también, incluso, permitir que lo hicieran mis futuros hijos. Después me concentro en el raro olor que percibí ya al colarme aquí. Lo lógico es atribuirlo al basurero de dormitorio que ha sido reproducido entre estos paneles de cristal: sábanas ennegrecidas, botellas vacías de cerveza, colillas de pitillos, sobras enmohecidas de comida fría, revistas pornográficas presumiblemente maculadas de lefa. Aunque acaso lo que esté inspirando sea el hedor de un gas que el propio artista inyectó en esta cámara para que el cuerpo del oso permaneciese tal como se presentaba: estático. Inmóvil, en efecto, pero vivo por tanto, no embalsamado conforme cabría suponer; inmóvil, sujeto a una modalidad artificial de hibernación, hasta que mi presunta locura abrió la válvula del gas. Todavía, sin embargo, es posible que quede bastante cantidad de este incierto producto como para afectar a un hombre; de hecho, yo estoy sintiendo en mi cuerpo y mi mente una transmutación como la que genera una droga. Y además escucho ruidos remotamente, imagino que son los zarpazos y las dentelladas del oso luchando por abrir en los titánicos muros un boquete por donde penetrar, o quizá descuartizando el ancla para dejar el museo-barco a la deriva. Pero, sea lo que sea, no me preocupo; como tampoco me importan, ya ni siquiera me molestan, las heridas y la humedad de los pantalones. Las aguas de la ría ahora fluyen mansas: naufragar sería como sumirse en un sueño mórbido, navegar sería como discurrir a través de un apacible sueño. Quiero dormir, por cierto, necesito dormir un rato, tengo sueño, sí: ssssssssilencio, silencio se duerme, silence por favor, silenzio, todo el mundo, isilik, tú oso también, y yo, duermo ya...

* * *

Me despierta una súbita brusquedad. Al abrir los ojos, descubro que estoy en la cama de mi dormitorio y que en su orilla derecha, volcando su corpulencia sobre mí, me zarandea y bufa doña Remedios. Está histérica conmigo porque he quebrantado muchas de sus condiciones que yo acepté para desposarme con su hija pasadomañana. Debía dejar las juergas y las partidas de cartas con mi cuadrilla, y aparecer siempre decentemente aseado, afeitado y vestido... Aunque lo peor fue que me prohibiera ganarme la vida como a mí me hubiera gustado: escribir narraciones de terror lo considera un oficio poco rentable y seguro, a pesar de que yo tenía ya encandilada a una editorial. La elección de vigilante de seguridad me pareció en consecuencia una de las posibilidades menos mala, porque no me exigía esfuerzos, ni el previo de un estudio ni el posterior en el desempeño de la tarea.

Doña Remedios, cuando se cerciora de que estoy lo suficientemente espabilado como para escucharla y entenderla, empieza a hablarme, pero a chillidos y entre rachas de insultos, maldiciones y groserías. Me repite lo que yo hice la pasada noche... Antes de la una de la madrugada, me largué del museo. Directamente, me metí en la discoteca donde suponía que habrían acudido mis amigos para festejar el gran éxito deportivo de la ciudad. En un momento avanzado, caí en la pista sobre mi vaso de güisqui, que se desintegró en un montón de cristalitos que se clavaron en mi cuerpo como uñas. Al pensar que el fulano que bailaba a mi lado me había zancadilleado para exhibirse gracioso ante su chica, lo encaré con un empujón al incorporarme, pero sólo conseguí un puñetazo que me quebró el tabique nasal. Sin embargo, en realidad nadie había tenido culpa de nada, sino que yo había sido derribado por mí mismo, por el alcohol que me anegaba. Luego, mis amigos me llevaron en uno de sus coches a mi apartamento de soltero y me acostaron. Y mi narradora, quizá al reparar en la jeta de alelado que se me queda cuando compruebo que sabe incluso más que yo, añade que se ha enterado de todo a través de un amigo mío que hace poco, preocupado porque yo no contestaba a sus llamadas desde el trabajo, ha telefoneado a mi novia para que fuera a mi casa a interesarse por mi estado. Pero como mi prometida vive con sus padres, es mi hipotética suegra quien decide encargarse en exclusiva del asunto. Así que ahí está, junto a mí, tras haber entrado con las llaves que le ha pedido o cogido a su hija.

Y de pronto, asustándonos a los dos, se conecta el radio despertador porque se cumple la tardía hora a la que hoy había programado levantarme. La locutora, que está dando un noticiario, informa de unos hechos que ignoramos tanto yo como también doña Remedios, a juzgar por cómo frase a frase se le va distorsionando e hinchando el semblante. Se trata de lo que ha reconstruido la policía a partir de que se personó en el museo a requerimiento telefónico de unos hombres que, mientras conversaban en lo alto de un puente, advirtieron voces y movimientos extraños en la explanada del museo que margina la ría. A primera hora de la madrugada, unos individuos allanaron el hogar del arte, aunque huyeron a tiempo alertados por el escándalo de las sirenas policiales. Tras desconectar las alarmas, estropearon varias obras con destrozos de desigual envergadura, orines, vómitos y manchas de sangre de gallina, que también se extendían por numerosas salas y pasarelas. En la relación de daños figuraban las esculturas Ciudad de noche, Red para saltos mortales y Las tres desgracias; el montaje visual Una imagen de cine; el collage Apocalipsis; las pinturas Parchís iridiscente, Mujer tras la lectura de «Madame Bovary» y La piedad. Aunque la obra que más maltrataron fue una escenificación escultórica de Damien Hirst, titulada Anoche soñé que no tenía cabeza, que se ubica en la última planta y se componía de un dormitorio inmundo y un oso disecado. Con un extintor de incendios hicieron añicos los cristales de su escaparate. Y al oso lo arrojaron a la ría, porque apareció flotando en un tramo muy próximo al abra; le partieron el hocico y casi todas sus piezas dentales, que fueron encontradas en una sala baja. Toda esta barbarie fue presuntamente uno más de los actos vandálicos de los hinchas foráneos que ayer invadieron la ciudad para asistir al evento futbolístico, causados por la ebriedad de frustración y despecho después de que su equipo fuera privado por el nuestro de pasar a la fase final de la Copa de Europa. Y por otro lado, el responsable indirecto de tan gravísimos sucesos fui yo, el guarda jurado de anoche, ya que incomprensiblemente no sólo abandonó su puesto por razones aún no averiguadas sino que dejó abierta la puerta de acceso al público.

La noticia concluye. Y es en este instante cuando mi proyecto de suegra más se me asemeja a un oso:

-¡Qué calamidad! ¡Qué vergüenza! -ruge con los ojos desorbitados de furia, la boca abierta, sostenida en la última sílaba pronunciada, mostrando su perfecta dentadura de plástico y la espuma de la mala leche, y alzando los brazos con el aparato de radio agarrado en una de sus zarpas, tal si fuese una presa aún viva, aún voceante, hasta que la estrella contra el parqué con toda la fuerza de su odio, salpicándome el repentino silencio como un bálsamo en el alma.

EPILOGO

Estoy solo en casa, de nuevo. He perdido a mi novia y el trabajo. Aunque, en compensación, también me he librado del hueso de doña Remedios. También he podido recuperar esto que tanto me encanta hacer.

Leo todo lo que escribí después de que se marchara quien se iba a proclamar mi suegra. Y me maravilla ser testigo de cómo dos historias tan diferentes y de opuesta naturaleza, que separo con tres asteriscos, pueden construirse con idénticos materiales, dificultar al máximo la distinción de cuál es más creíble o increíble, cuál más terrorífica. Cómo, sobre todo, pueden significar en esencia lo mismo, ser la primera una simple versión metafórica de la segunda.

Este crítico día, al que está poniendo fin el borrón y cuenta nueva de la oscuridad nocturna, ha sido muy duro para mí. Me las he tenido que ver con doña Remedios y con su hija, y con los miembros más intolerantes de mi familia y de la vecindad, y con la policía, y con el jefe (el oso y sus múltiples imágenes). Me he cansado de repetir a todos el motivo por el que abandoné el museo: yo en rigor no me fui, como ellos me acusan, sino que me sacó de allí un arrebato, una parte agazapada de mí que todavía conservo virgen o salvaje... Así que, ahora, considero que me tengo bien merecida la cama, y una noche tras otra de sueño apacible y reparador.

Alfredo Lope Echazarreta

Alfredo Lope Echazarreta
Nací en Vitoria-Gasteiz más o menos cuando el ser humano se plantó por vez primera en la Luna.
Desde que en un inolvidable amanecer los Reyes Magos me regalaran una máquina de escribir, no he dejado de hacer uso de la escritura. De esta vocación, los frutos que considero más importantes han sido ver aprobada por unanimidad una tesis doctoral sobre la narrativa de un escritor gaditano llamado Carlos Murciano; y tener la fortuna de que me premiaran y publicaran un ensayo sobre la literatura alavesa que se cocía en los inicios de la década de los ochenta, así como de que me premiaran y en ocasiones también publicaran varios relatos en el País Vasco, Loeches (Madrid), Cistierna (León), Lorca (Murcía), Miranda de Ebro (Burgos), Requena (Valencia) y Ginebra (Suiza).

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Mi vieja amiga soledad
por Rosa Chover Taberner

 

Siempre se quedaba muda en los mejores momentos. Cualquiera que fuera la desgracia que te quisiera acompañar ese día, Ella no hablaba, desaparecía, se evaporaba y dejaba de estar. Sentías ese vacío que provoca eco y vértigo a la vez. 

Yo siempre trataba de convencerla en las sobremesas, sobornándola con cafés y puros. Que la amistad era eso, a las duras y a las maduras, hombro con hombro, sujetando el palo amargo o dejándose caer entre la paja. 

Sin embargo, insistía Ella en abandonarme a cada mala racha, en desquererme y malherirme con su ausencia más ingrata. Qué sabor el de las horas en que no se la encontraba ni aún dando voces en el patio, en la escalera, allá dentro, al aire.

Cuando se pasaba el ahogo, y las inquietudes también, el silencio, mi silencio, y un pitillo, volvían a ser bastante. Tantos años decidiendo, asintiendo y negando en unas y otras ocasiones, dando un paso y luego otro, sin más aprobación que tu intuición y buena fortuna. 

Colocamos este mueble y hacemos mudanza. Nos vestimos de noche y dormimos en cama ajena. Nos disfrazamos de época y jugamos a damas y caballeros. Trabajamos sin descanso y no vivimos más que para refunfuñar. Lloramos y disfrutamos, como quiera que se pueda y necesite. Este broche aquí, ese tinte allá, un pespunte azul, una silueta de más. Viajes de escaso plazo y romances de tres al cuarto. Confidentes de luces y sombras, traiciones y quimeras que realizar, que discurrir. Algo que divagar y algo que esconder. Juegos de mujer fatal y presunciones de inocencia de falsa apariencia. 

Siempre zarandeando al destino, buscándole cinco porqués a simples adivinanzas de fin de semana. Buscar y buscar. Querer y querer. Tomar y tomar. Respirar, y luego descansar.

Ella me decía que era La otra, la que se busca cuando tienes tiempo y buenas expectativas. Luego un día la descubres sin querer, viene sin llamar, no quiere irse más y te cautiva seductora.

Celosa de tu tiempo con Ella, no quieres compartirlo con otros amigos. Te escucha, te da la razón si la necesitas, no molesta. Mas no habla, no conversa ni razona, ni argumenta ni discute. Ah, pero no te lleva la contraria. Ella ahí está, por si le quieres contar. Ni come ni bebe, que Ella de eso no necesita. Se alimenta del anhelo que provoca, y muere por la angustia que contagia.

Hubo un día en que ya estaba instalada en mi vida. Reconfortada, entre mis cómodos sillones, pirrada por la música clásica de mi transistor, deseosa de vacaciones de mar y sol. Hacíamos lo que Ella quería, sin apenas imponerse. Le gustaban particularmente las puestas de sol, las islas de poco gentío, los paseos al amanecer. Amiga íntima del ordenador portátil y ferrea destructora del teléfono sin manos.

El cigarrillo tampoco la molestaba. Es más, yo tenía comprobado que la ponía contenta y la tornaba más intensa, más Ella. Por el contrario, el alcohol no era de su agrado, y si acaso un poco de vino mezclado entre comidas ligeras. 

Le espantaban el chocolate, los frutos secos, la televisión alta y los vestidos caros. Le tenían loca las medias de seda, las burbujas de jabón y el agua caliente del invierno.

Cuanto más se me acercaba, más tuve que dejar de ver a otros amigos. No quería compartirme, ni tenerme a ratos, así que sólo la pude convencer para separarnos en las horas laborables. Pero cada vez las iba reduciendo, hasta que se coló también en esas horas. De pronto cerraba la puerta, me sorprendía, acabando con mi concentración y provocando un respiro. 

Ya sólo salía a comprar los periódicos, que Ella devoraba. Nos sentábamos las dos en un café, siempre frente a una hermosa plaza, y no saludábamos siquiera a los paseantes que nos miraban.
Nos estábamos acostumbrando la una a la otra, cuando se cruzó alguien. Era oscuro y elegante. Llegó cargado de misterio y más ternura. Alto y bien fornido, casi un gigante. Pero mi Amiga no le agradaba, y era mutuo, porque Ella no paraba de mirarle con desprecio y antipatía. 

Yo empecé a dividirme. Mi Amiga me organizaba viajes a la casa de la playa, para alejarme de ese elemento extraño tan inconveniente. 

Él, por su lado, me llamaba en mitad de la noche, a media tarde, cuando me quedaba adormecida y Ella no escuchaba tampoco, para proponerme citas.

Y empezamos a querernos. Un poquito, sí. Yo notaba que no era igual. Contestaba, no siempre lo que quería oír. Discutía quitándome la razón, a veces injustificadamente. Preguntaba, no siempre lo más fácil. Era que sentía, intuía, que participaba.

Comenzó a pedirme mis noches. Comenzó a quedarse en mis días. Ella yacía a un lado, despreciada, sangrante, malherida, incisiva. Molesta por el idilio, me atraía al convencimiento de lo efímero del ser humano y sus comportamientos. Me aconsejaba que huyera a mis espacios. 

Yo dejé un tiempo de escucharla. Tuvimos una pelea y me amenazó con dejarme sin Ella, sola con aquel Elemento, como le llamaba. Y así lo hizo.

No la eché de menos al principio. Él estaba para despertar, para lavar, para jugar y para devorar. No cejaba en su empeño de dejarse sentir.

Un día me desperté con una opresión en el pecho. Le toqué el brazo asustada, esperando un remedio. Reaccionó estrechándome en sus brazos y entre besos. Sin embargo, la opresión no cesaba sino que aumentaba.

Fuimos juntos al médico, porque lo hacíamos todo así, juntos, y nos dijo que no era nada, que no encontraba ni rastro de virus o epidemia. 

Seguí unos días sin saber qué me impedía respirar con naturalidad, como siempre lo había hecho. No podía ser stress laboral. Tampoco era que me sintiera precisamente Sola. Tenía ese apoyo, ese bastón que había perseguido y peleado. Tenía nombre, abrazaba, escuchaba y hasta exigía. 
Comencé a probarme. A cada una de sus preguntas sobre mis idas y venidas. A cada gesto de posesión continuada, mi estómago se volvía a comprimir. 

Entonces decidí hacer un viaje. Un viaje a esa playa que ya tenía olvidada. Él dijo 'vamos, hagamos las maletas este fin de semana'. Yo dije 'amor, no vienes, este viaje no sé si tiene retorno, y visito a una Amiga que no me espera'. 

No miré sus ojos ni escuché sus lamentos y quejidos. Tenía la maleta en el coche y escapé sin un beso, despiadada. 

Nada más arrancar noté otro pinchazo por dentro, pero tenía que ir a verla. Encendí un pitillo, el primero en meses, sin tenerlo que justificar, sin abrir las ventanas, intoxicándome con el, los dos encerrados. Busqué música clásica, y hacía de ella tanto como del cigarrillo. Los encontré a los dos en la misma guantera, al fondo.

Me sentía mejor, más unida a mis viejas y sanas costumbres. Apagué la colilla y encendí otro. La opresión había cedido. Me desabroché los botones de la camisa y del pantalón, y fumé más.
Pasé dos semanas en aquel estado de embriaguez permanente. Otra vez con Ella, otra vez sin Él. Lloré, pero no había nadie para recoger mis lágrimas ni para mojarlas en pan. Grité, y nadie me cortó el sonido, así que seguí hasta quedar ronca. Traté de amar, pero Ella no se dejaba, así que abracé al viento y después a mí. 
Podía hacerlo, podía hacer y decir lo que mi criterio me dictase, sin tener que compartirlo con vecinos incómodos o desavenencias. Podía encarar mi propio mundo sin tener que razonar una locura. 

Pero recordaba sus roces, su vello casi inexistente, sus largas manos. ¿No podía simplemente callarse, no exigir sino solicitar, no ahogarme sino acercarse, no interrogar sino preguntar? 

¿Qué cosa era aquel equilibrio imposible que les incompatibilizaba para las tormentas y los desayunos? Me arañé la piel tratando de dañarme, de vestirme de sangre. Pero Ella se reía y reía. Me burlaba, mirándome desde detrás del armario viejo, encima de las jarapas azules, resucitada del todo. 

Apagué su música y eché el vino a perder. Todo lo que Ella amaba en mí. Pero no se me despegaba. Volvía la opresión, aún con Ella. Después de quince luminosos días, volvía la opresión. Y esta vez, fumando aumentaba.

Quedé borracha en una esquina del salón, tratando de calmarla, de acariciarla a Ella. Pero no atendía, y seguía burlándose estrepitosa. 

No quería un destino, sino varios. No un romance, sino amigos y amores. Quería vida que estuviera en las calles. Oler, beber, correr, comer y reír hasta hartar. Nunca más un reproche, pero tampoco una almohada vacía.

Otro rumbo, otro país, culturas distintas, otro mar. Durante un tiempo que no alcanzo a concretar Ella me engañó de nuevo. Utilizó una estratagema de acogida que yo desconocía, y caí inexperta. Pensé que distintas casas y vientos inconstantes serían el equilibrio, el mío.

Había quien escuchara, siempre había quien prestara atención. Aunque era como hablarle a alguien sin memoria, teniendo que forzar la palabra en cada nuevo rostro. Oían y marchaban. Otras veces les echaba. Si atisbaba un roce que supiera a Él, un gemido que fuera de Él, entonces levantaba la voz furibunda, mostrando un enfado innecesario, y desaparecían. 

Había días en que se me hacía difícil volver a remontar, y encontraba mi rostro embebido por el alcohol y las memorias. Había otros de los que no podía recordar nada más que un fantasma. 

Ella no se manifestaba. Él estaba lejos, en el otro país, y tampoco lo hacía. Ellos, los otros, eran siempre gente contenta y educada. No hacían preguntas, como Ella; sin embargo, sí me hacían reír. Llorar no, nunca podía ser por uno en concreto.

Eran sustitutos los unos de los otros, lo que quiere decir susceptibles de sustitución y, de hecho, sustituidos. Prescindibles en el siguiente, amados en la próxima proyección.

La noche me cogía despierta, alocada y atolondrada. El día me pillaba ensordecida y pesada. Así que decidí hacer balance. Lo que tenía y lo que había dejado. Lo que era y lo que ya no volvería. Lo que perseguía y lo que había logrado. 

Lo bien cierto es que no tenía nada más que tos por la mañana y perfume caro al anochecer. Y esas medias de seda negra que Ella amaba. 

Ella. Durante todo este tiempo había pensado que mi éxito la había borrado. A Él también. A los dos. Pero proferí un grito asustada. Podía tocarla. Estábamos Ella y yo, como aquella vez, como aquella noche en la esquina de una alfombra remendada. Me miraba, ahora no burlona sino desafiante. 

Me tenía en sus brazos, me mecía en su cuna de deseo y me cantaba los blues que tanto me gustaban. Estaba disfrazada, de hada roja, y la Pasión efímera la acompañaba.

Días y días desde que me di cuenta del engaño, pero no podía levantarme. Ahora ya no podía. Fenecería en aquel bar apartado, callada, con Ella y sus descaros. Me dejaría poseer tantas veces que cayera en el olvido.

Otros días así, de frenético desparpajo para acabar en el hastío. Se me vaciaba la botella y se me escurrían entre los dedos los habanos que recibía por consuelo. Agachada, maquillada y estropeada, reconocí un aroma al fondo de la sala. 

No podía, no tenía fuerzas para retomar la postura del bípedo, así que caminé en un vulgar cuatro patas en busca de una sombra, de una quimera que me hiciera recordar tiempos mejores.

Si era un nuevo marinero embravecido le diría que sí, que un por fin, que un último viaje. Pero que fuera duro, contundente, repetitivo, que me hiciera perder la consciencia por esta noche la última.

Le introduje la mano por el bajo del pantalón al tenerle cerca, raspándome con un vello corto y duro. Con los ojos llenos de lágrimas, me desplomé al primer sonido. Pero esta ronda no era de mi cuenta; me sentí asida y besada donde antes anduve Sola y engañada.

Rosa Chover Taberner, 20 de febrero de 2001.

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Mañana al mediodía
por Antonio Desquirón Oliva

 

Rubén se estiró. La puerta del cuarto recortaba una figura esbelta, con esa curva de la cintura al principio de la nalga que sólo tiene el negro. En realidad Rubén no es lo que se dice negro: mulato oscuro sí, con los dientes perfectos, las pestañas largas y los pies grandes. Le hicieron una mierda y le tocó perder por esta vez: después de haber puesto la inversión, Ramón le echó miedo al tipo y el negocio se cayó. El amigo Ramón: okey. Mireyita le pasó por al lado con un cubo de agua: olía a humo de leña. Sonaba un casete de merengues, pero en medio de la bulla se hizo silencio y la abuela pegó un ¡CARÁ! lamentoso. Total, es preferible que la luz se vaya de día. Ya casi son las doce. Recordó que anoche estuvo con Yoandra, Ramón y el pepe (y que al hombre se le notaba una mezcla de temor y deseo: entonces escribió dentro de su cabeza el pepe y lo subrayó). Rubén conocía a Yoandra desde que eran niños: vivían mudándose de una casa a otra, de un barrio a otro, hoy por esto y mañana por aquello. No se sabe cómo habían podido mantener la amistad: dicen que Dios los cría y el Diablo los junta. Pero había una cosa suya que Rubén no podía soportar. Yoandra se tarda muchísimo siempre, lo mismo para comer que para llegar que para arreglarse que para lo otro. Qué joder. Se aprende las canciones y luego contesta cantando pedazos o monta una especie de show para decir lo que le da la gana a base de canciones. Se tocó en el pecho la cadena de oro con el crucifijo; Yoandra se la dio a vender. Ella lo hace reir o ponerse cabrón con tantas ocurrencias. 


El pepe estaba recostado de una columna y hojeaba un libro. Absorto. Buenas, le dijo Rubén, y el pepe respondió buenas con una sonrisa amplia y despejada, como si no hubiera estado leyendo nunca. Lo miró rápidamente, regresó por un instante al libro y sonrió de nuevo. ¿Y Yoandra? ¿no vino contigo? Yo pensaba que fuéramos a alguna parte; cenar algo y después ustedes mismos dirían: recuerda que yo de Cuba no conozco mucho. Echaron a andar calle arriba en esa cuesta suave llena de luces y autos: aún falta media hora para hacerse de noche y los cuerpos van reflejándose en los vidrios a medida que avanzan: Rubén se mira disimuladamente, no pierde un solo movimiento de su reflejo, el dibujo delicado del cráneo al volver la cabeza, los brazos balanceándose, la espalda erecta y siempre una sonrisa que puede encenderse o apagarse como una llama, según le llegue el aire. Y sobre el pecho el crucifijo dorado. El pepe es otra cosa: un tipo fino de manos largas que mantiene un dedo de marcapáginas en el libro cerrado, de vez en vez se peina con las manos las guedejas lacias, largas y castañas. Mira los edificios, la gente, las luces con una mirada sumamente brillante; a veces sonríe casi tan brillante como la mirada; por momentos, al hacer algún gesto amplio, toma un velo de cansancio o de amargura, pero sigue sonriendo así y todo como si no hubiera otra manera de vivir.


La paladar estaba casi llena. Rubén y el pepe ocuparon la mesita de dos. El pepe hablaba en voz baja relatando algo. Rubén mira a su alrededor y luego a través del balcón que da sensación de amplitud; se estiró: por debajo de la mesa sus piernas dentro del jean color arena tocaban casi la mesa de seis. Conversaron en voz todavía más baja. Allá la vida es extraña, no como la gente se la imagina o como dicen los periódicos: tiene sus miserias y sus riquezas, sólo que diferentes a las de acá. En la de seis hablan muy expansivamente: un hombre en español y a veces francés o franñol siempre con acento del cono sur, una prieta muy joven, un matrimonio de turistas -porque evidentemente eran un matrimonio y evidentemente no eran cubanos-, altos los dos y pasados de 40: entrecano él y ella interesante y muy cuidada, por último un sujeto de gafas, casi calvo y distante. La mujer cuidada pasó su vista por la mesa de dos; casualmente su silla quedaba pegada a Rubencito y fue casi imposible que vagando no topara con la entrepierna del mulato; él siente la inspección: instintivamente se encoge y al momento vuelve a estirarse. Vuelta a su grupo, la mujer cuidada cruza un salero de su mesa a la de dos. El joven aprieta el objeto y ella le sonríe al balcón con un gesto que quiere decir "en otro momento, seguro cualquier día". Después de tres cervezas, el pepe hablaba con mucha mayor fluencia y suavidad. Qué magia es ésta Rubencito, qué noche estoy viviendo en este lugar falso lleno de láminas nevadas y bombillas de colores, quién eres tú ni quiénes somos ambos para no compartir el mismo sitio. Una cadena de oro es eso mismo, sólo que dorada: el pepe roza levemente la nuca del otro. El fuerte de Rubén siempre fue su facultad para dominar las situaciones, pero ésta puede que se le vaya de las manos. No le gustaba conversar por obligación, se sentía violento y fuera de sitio. La vida es mucho más simple y el pepe sufría a saber por qué, un hombre joven que venía de otro mundo, algo así como un alien . Un hombre a punto de llorar sólo con tres cervezas. Rubén se movió en la silla, dejó que el jean del pepe y el color arena se frotaran un rato. En la mesa de seis el sujeto lejano pregunta algo en francés, la mujer cuidada responde en un cubano enredado pero muy audible: mañana al medio día a Varadero, y mira a la mesa de dos. Ojalá yo pudiera estar, piensa Rubén, vamos a ver. Evidentemente hacían falta la suavidad y la risa de Yoandra, pero ahora mismo. Nunca está donde debiera estar. Sin embargo, respira porque algo le dice que ya lo peor pasó. De momento le sube una cosquilla y mira al pepe fijamente: Yoandra, tú y yo vamos a Varadero mañana. Sonreía. El pepe apretó los labios un instante y soltó por la nariz un pequeño bufido. La muchacha que atendía se acercó a anotar el postre. En la mesa de seis repiten Denise, Denise, y la mujer cuidada responde mirando a Rubén más decididamente: sí, mañana al medio día, a Varadero. El mulato siente como si las láminas, los bombillitos y las mesas se metieran dentro de él, como si la paladar entera cupiese dentro de su cuerpo, como si él mismo fuera una paladar. Algo bueno, caro y difícil. Qué quieren de postre los señores. Un tocinillo de cielo y un helado de almendras; después, café para los dos. Rubén vuelve a estirarse porque le gusta el tocinillo.


Antonio Desquirón Oliva 1999

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El corsario
por Nicasio Urbina

 

La primera vez lo sorprendí espiando por la hendija del aire acondicionado. Yo estaba sentado en el sillón, leyendo, cuando levanté la vista y lo vi observando atentamente con sus pequeños ojos negros. Cuando se percató de que lo había descubierto frunció rápidamente el hocico y dio media vuelta, perdiéndose en el conducto del aire. Me extrañó mucho pues nunca habíamos tenido ratones en casa, pero por las dudas le encargué a mamá que comprara un poco de veneno en la tienda. El domingo siguiente estábamos todos reunidos en la sala, conversando, como lo hacíamos casi todos los domingos después de almuerzo, cuando me levanté para ir a la cocina a servirme la segunda taza de café. Al llegar al pasillo lo sentí correr pegado al pie de la pared hasta llegar al final y luego doblar a la derecha, hacia la cocina. Avancé rápidamente y me asomé para ver por dónde se metía, pero en la cocina había una calma imperturbable que demostraba que nada había sucedido. Me serví el café y husmeé en los alredores buscando su rastro, pensando por dónde ponerle la carnada. Recordé que a mamá se le había olvidado comprar el veneno y pensé en ir personalmente al abasto. En ese momento comprendí que había estado ahí todo ese tiempo, había estado observándonos desde su esquina mientras nosotros conversábamos y nos reíamos tranquilamente, viéndonos desde su perspectiva mínima y recordándolo todo con una memoria perfecta.

Al volver se lo dije a mamá e inmediatamente se armó el revuelo. Mi hermana menor hizo un gesto de repugnancia y se estremeció con vigor, los cuñados se levantaron para ver por dónde había corrido el animal y mamá se fue hasta la cocina y abrió las puertas de todos los estantes. Nos fijamos bien por todos lados pero no vimos más que pailas y porras, utensilios de limpieza y cocina y enseres de mesa. Victoria, mi hermana mayor, empezó a sacar los platos diciendo que por algún lado debía de estar, y mi madre removía las cosas debajo del fregadero. Finalmente perdí todo interés y me fui a sentar a la sala, junto a Magali, que no se había movido en absoluto.

El sábado siguiente a eso de las once de la mañana, mientras se estaba bañando, Magali lo vio acurrucado en el ángulo de la ventana. Dió un grito que se oyó en toda la cuadra pero no lo volvió a ver ni supo por dónde se escapó. La pobre sufrió un ataque de nervios, salió del baño llorando, con la cabeza enjabonada y envuelta en una toalla. Una semana después yo estaba limpiando un poco el patio de atrás cuando lo vi descender por el desagüe, atravesar el jardín y adentrarse en el bosquecillo detrás de casa. Lo seguí a cierta distancia sin hacer ruido, y guiándome por el oído lo rastreé entre las grandes ceibas. Llegó nerviosamente hasta un hombre vestido de negro, con una capa muy ancha que le caía hasta el suelo y la piel blanca y granulosa. Tenía una sonrisa infeliz que le daba un aspecto patético. Los vi conferenciar por un rato hasta que el ratón se bajó por el pantalón y se volvió en dirección a la casa. Yo me quedé en silencio, observando al hombre que se sentó en una piedra, pensativo, después se levantó y se encaminó hacia el otro lado, perdiéndose pronto entre los árboles.

Me demoré algún tiempo en los alrededores atento a los sonidos de la tarde. Caminé hasta la cerca de la carretera, regresé dando una vuelta por el viejo molino, mirando atentamente las copas de los árboles, buscando huellas en el barro. Me molestaba saber que alguien nos espiaba. Repentinamente me di cuenta que sabía detalles íntimos de nuestra vida, nuestra rutina simple y nuestras debilidades. Probablemente sabe ya que la puerta de la cocina permanece abierta, que yo me quedo hasta muy tarde con la luz encendida, leyendo mitologías; que algunas noches me levanto y cruzo el pasillo en silencio, donde Magali ha dejado la puerta sin tranca.

El miércoles de la semana siguiente fue el día decisivo. Recién había regresado del trabajo y me estaba cambiando de ropa, cuando vi al mismo hombre detrás de la puerta del ropero. Lucía igual que como lo había visto en el bosquecillo, pero ahora, mirándolo de cerca, pude constatar que sus ojos estaban vacíos, su piel trasparente y exhalaba un olor cáustico. Inmediatamente me di cuenta de que el peligro era inminente y tenía que hacer algo, mi deber era defender a la familia. Con presteza me dirigí a la cocina y tomé el cuchillo de la carne, volví a mi recámara y lo encontré sentado tranquilamente en mi sillón con los pies sobre el escritorio. Cuando vio el cuchillo en mi mano se quiso incorporar, pero yo me le arrojé encima blandiendo la hoja. Nos trabamos en una lucha feroz y caímos al suelo, rodamos hasta el centro del salón forcejeando desesperadamente y finalmente logré acaballarme sobre su pecho. Cogiéndolo por el cabello lo interrogué a viva voz, pero él se rio con una carcajada infame. Con la mano izquierda le levanté el mentón y le abrí el cuello limpiamente. La sangre que manó a borbollones era negra y espesa y de repente me sentí fatigado. Mi madre entró en ese momento y le ordené que llamara a la policía. Me tendí a su lado, estaba exhausto, y en ese momento me di cuenta que no tenía forma de justificar mi crimen.



Nicasio Urbina

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