El Jardín de las Delicias. Crónica de un cuadro delirante.
por Antonio Polo

 

 

Otoño

—¡Atención!. Estudios Centrales ¿me recibís? Me encuentro en el taller de Hieronymus Bosch, aquí en Hertogenbosch. Ahora son las nueve de la noche del 1 de noviembre de 1505. La lluvia golpea con violencia las vidrieras del único ventanuco que hay en la estancia y las puertas se baten cuando el viento silba en el filo de la veleta. Mientras tanto Amberes se intuye a lo lejos como una luz de acuarela diluida y, sin embargo, al momento desaparece dejándonos como rastro un río de nata blanca.

El Bosco, que es como ya empieza a ser conocido el pintor holandés, se ha subido a un andamio de mediana altura para retomar, en la tabla derecha del monumental tríptico, el trabajo de encender la noche que anuncia el infierno en este encargo que todavía no tiene nombre. No está solo. El Bosco ha decidido no hacerlo en lo que concierne a este trabajo, al contrario a su costumbre de encerrarse solo y no permitir a propios o extraños la contemplación de sus cuadros hasta que ya están prácticamente acabado. Pero hay algo en este proyecto que le incomoda, acaso que le perturba y necesita de observación de otros, de la conspiración podría decirse.

¿Pero quienes son aquella decena de personas que se desplazan de un lado a otro del estudio? Diríase que todos y cada uno de ellos saben exactamente qué tienen que hacer. Unos mezclan las bases del color, otros revisan con minuciosidad grimorios sacados de los sótanos más profundos de las abadías, libros de horas que se cerraron de golpe en las manos de jóvenes vírgenes, camafeos que guardan inconfesables secretos, otros en cambio reproducen con yesillo blanco en el suelo gris de granito del estudio las más variadas escenas del mundo y de la carne. A un salto, el Bosco, se planta ante semejante retablo y con un largo pincel en la mano, como empuñando una lanza descarta, repasa, borra y modifica las figuras del escenario. Y a otro salto, se encarama al andamio y prosigue dando color a los fatuos fuegos del infierno que conforman  esta tercera fase del mundo.

Para los neófitos, quisiera decir que la obra de este pintor nos proporciona una entrada al mundo como si la realidad misma fuera precisamente el cuadro. Y por eso Hieronymus Bosch, a veces pide a sus colaboradores que cierren el tríptico para poder contemplarlo a cierta distancia, como está acostumbrado a verlo quien haya creado el mundo, y mirar directamente la esfera en cuya planicie ecuatorial se desarrollan todas las miserias del hombre. Un mundo en blanco y negro, justo en el tercer día de la creación. Nadie ha podido explicarle todavía que el mundo es una esfera redonda como un manzana. Solo tiene vagas noticias de que un marino genovés, buscador de oro en el Cipango, ha  regresado de un Nuevo Mundo que está detrás de la manzana y que atravesándolo se puede retornar a puerto cargado de canelas y nuez moscada. Pero en este primer día de noviembre las puertas del Paraíso representan el mismo episodio que las del lado oscuro de la Luna. Y Hieronymus quiere sentir esa contradicción, porque cuando las vuelva abrir, el mundo ya estará acabado para después entregarse con todas sus fuerzas a culminar este vertedero de almas al que llegan a trompicones.

 

 Paraíso

 

Hace tan solo un año, se vivía la ejecución del retablo con otro ánimo. Podría afirmar sin temor a errar que los colaboradores del Bosco eran entonces muchos más numerosos. Las escenas, surrealistas a todas luces no cabían en el cuadro, ni en este ni en cien que se pintaran. Se dice que algunas noches estaba tan concurrido el interior del estudio que Bosch manda abrir las puertas y sin saber muy bien cómo alguien colocaba una mesa, acaso algunas viandas, vino fresco nunca ha faltado, incluso ahora que todos se baten el cobre en la tabla tercera, pero entonces todo era más festivo. Llegado algún momento incluso hay olvidaba que lo que lo que celebraban era la ejecución de esta gran obra del mundo. Y allí se mezclaban todos, y Hieronymus aprovechaba para terminar el mundo de la segunda tabla en cuanto se produjese la expulsión del Paraíso.

 

La carne

 

Y como imaginaba fue un día de verano, hace ahora un par de meses cuando la carne representó al mundo. La concupiscencia que es de origen frutal, representándose en manzanas ofrecidas, pero también lo son las fresas, como una enorme que un día aparecieron en el taller custodiada por un campesino holandés. Tan grande y roja que todos hicieron corro alrededor del campesino y su mujer, y Bosch dejó continuar la escena como si fuera parte del cuadro. En otras ocasiones eran marineros de piel de ébano que acompañaban muchachas, en otras hombres y mujeres que al desnudo entraba o salían de grandes huevos prehistóricos que ya no albergaban monstruos. Había engaño en lo que hacían o en donde se escondían porque no siempre se trataban de cosas reconocidas, pro casi siempre uno podía ubicarlas en alguna región inhóspita del cerebro. Un pescado sobre un gran pescado volador y al que sujetaba con un arándano ante sus ojos esperando a que picase, y si fuera así, si hubiera picado la gran tramoya del mundo se vendría abajo porque pez y pescador hubieran sucumbido. Y todas estas cosas a la vez sucedían en aquel taller todas las noches de este verano de 1505.

Bien distinta es hoy esta noche, al final de la cuál Hieronymus culminará la tercera tabla del mundo mientras suenan los acordes de la partitura que una ninfa sostiene sobre sus nalgas y, poco a poco, ante la llegada del amanecer de este noviembre inclemente, sus acólitos fieles desde que comenzó a dibujar los primeros trazos del Paraíso, van abandonando por grupos el taller, cansador unos, risueños otros mientras el maestro contempla la culminación de su gran obra.

—Ahora que ha amanecido, desde Hertogenbosch, devuelvo la conexión.


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