Álvaro Muñoz abre el tríptico que guarda El Jardín de las Delicias y contempla la plaza en que vivió años antes. Incluso cree reconocer la antigua taberna de Tomás.
por Álvaro Muñoz Robledano


 

Para Laura Ruano

En el verano, a última hora de la tarde, me asomaba al balcón
                     cuando ya el sol caía vencido y los tejados ocres y
                     agrietados anunciaban la oscuridad recargada de
                     calor y eco.

Todo lo dominaba el griterío de los niños que rebuscaban su
                     pelota perdida entre los coches mientras sus abuelas,
                     blusa negra completamente abrochada, alpargatas de
                     lona decorosamente rotas, esperaban sentadas en los
                     bancos a que sus nietos, jadeantes y con la boca casi
                     cerrada por la saliva seca, les pidieran agua.

“No, cariño, agua no, que cuanto más se bebe más se suda.”

Mientras las niñas, en la escalera de la iglesia, acariciaban los
                     zapatos de tacón alto que sólo a una de ellas dejaban
                     llevar; se los probaban, los besaban creyendo que eran
                     una ventana en cualquiera de los edificios imposibles
                     que cerraban el horizonte, la espiga aún quieta de un
                     metrónomo.

No querían saber que no hay lejanía como la de los amantes.

No querían saber de los narradores agazapados en el mostrador,
                     que bebían mientras el zinc recogía su aliento, no su
                     imagen.

El zinc permanecía quieto mientras ellos deambulaban entre las
                     páginas de otros, entre las barcazas de fondo podrido,
                     entre los recuerdos de playas como arañazos en la piel.

Mientras los niños jugaban a ser el hombre árbol, los culos gimientes,
                     las mujeres fruta.

Mientras los niños, mientras los vasos mediados, mientras el balcón
                     y el verano.


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