el laberintoel laberinto  

    diez invierno

PORTADA :: EL HILO :: EL LABERINTO

 

Todas la claves y el símbolo 

VersO
Adónde (II)
por Santiago Parres

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Me llamó Lowrry anoche
por Antonio Rodríguez

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Canas sin amor
por Aarón David

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Invierno
por Nuria Ruiz de Viñapre

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Es sexo
por Ivanovich Torres

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Navida(ciuda)des blan(fran)cas
por Miguel de Asén

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La poesía es un arma cargada de mercurio
por Belén Reyes Redondo

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Los boleros
por Guadalupe del Hierro Higeras

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Hebras
por Gonzalo G. Djembe

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Devenir
por Alejandra Correa Vázquez

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Pienso en Roger Penrose
por Raúl Hernando

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Todos mis simios en una baba de luz
por Víctor Clementi

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En tí dormida
por Juan Carlos Elija

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Del rigor en el juego
por José Ignacio Serra

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Demasiado jugosa
por Manuela Maciá

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Mare Tenebrosum
por Manuel Lasso

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La mano
por Antonio Polo

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Sin título
por Fernanda Varo

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Parpadeo de luna
por Álvaro Colomer

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La autopista
por Eladio Bulnes Jiménez

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La fuente de los deseos
por Ricardo Alfredo Kleine Samsom

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Dentro
por Rafael Moriel Escudero
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...Mu Tosico 

Última fotografía de familia
por Manuel Moya Escobar

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Caminando con mamá
por José Luis Vasconcelos

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Muestrario de la vida
por Amado Gómez Ugarte

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La sonrisa del mimo
por José Marzo

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JOSÉ MANUEL LUCÍA MEGÍAS
LIBRO DE HORAS

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ALMUDENA URBINA
ESPACIO INTERIOR

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JOSÉ VILA DEL CASTILLO
MANOBRA

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ÁLVARO TATO
HEXATEUCO

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JOSÉ LUIS DE JUAN
LA VIDA PRIVADA DE LOS VERBOS

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DAVID LAGO
XX ANIVERSARIO DEL ÉXODO MASIVO

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ROMAN PIÑA
LA BOLSA DE PIPAS
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MILAGROS ROMÁN
PARA PONER LOS PELOS DE PUNTA
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Del rigor en el juego
por José Ignacio Serra

 


Cuatro rojas paredes encubiertas por furiosas enramadas de jazmín y sinuosos senderos breves de oscura tierra húmeda entre unos pocos arbustos y rosales, en cuyo aroma intenso los dos desfallecíamos, eran los justo para inventar la selva prodigiosa; y una chumbera enana y una pita junto al patio de piedra bastaban para hacer un desierto a nuestros ojos. ¿Soñamos acaso una mujer desnuda sobre esas mismas piedras?

En ese diminuto jardín, en ese mínimo laberinto andas perdido ahora, me dicen, y entre otras cuatro paredes encerrado.

¿O fue en aquella escalera en la que el niño que no soy te hizo caer, sentado, golpeadas una y otra vez tus nalgas contra cada escalón de duro mármol, bajando de la risa hasta el dolor? Dime, ¿nunca acabaste de descender esa escalera que te llevaba a lo hondo y hacia adentro?

Quien no te conoce nada sabe del terror a los espejos. Yo te he visto golpear tu cabeza, como un insecto ciego a los cristales, en el laberinto de un parque de atracciones, y esos sordos golpes de tu frente resuenan en la mía. No entendías, no creías, ese tú para ti mismo inaccesible siempre. Y te cerraste, te cerraste hasta que sólo con violencia, por la violencia podías quebrantar esas paredes que siempre te rodeaban.

Y te encerraron. Y no saliste más.

Mas tampoco yo salí. Ninguno sale. Todos queremos volver al verde centro del rojo corazón donde unos niños juegan a perderse. Atados por un hilo incorruptible, yoyós que vuelven a la mano siempre. Derviches giratorios, volátiles, febriles, risueños...rigurosos.

 

José Ignacio Serra (Extraído de su lectura en "Los viernes de La Cacharrería")

 

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Demasiado jugosa
por Manuela Maciá

 

Eduardo era vegetariano, un vegetariano tan convencido que había decidido no enamorarse de ninguna mujer que comiese carne.

Cuando conocía a una chica y presentía la posibilidad de enamorarse de ella, a la primera oportunidad la invitaba a comer o a cenar. Saber sus preferencias gastronómicas era la prueba indispensable para poner o no barreras a sus sentimientos. Pasó el tiempo y ni: Silvia, Laura, Azucena, Natalia, Lourdes o Rosa superaron la prueba. Todas comían carne y él no quería besar a ninguna mujer que comiese carne.

Aquellos que compartían con él la vida cotidiana, pensaban que no sufría demasiado, pero se equivocaban. Eduardo soñaba constantemente con el amor, adoraba el cine, le apasionaba la música y apenas soportaba la soledad. Como un gato vagabundo, caminaba por los tejados con la esperanza a cuestas y entre maullido y maullido, lamía sus heridas, al amparo de la noche. Sin embargo, nunca se había cansado de esperar y un día cuando más horas pasaba con la resignación apareció Teresa.

Charlaba con un amigo ante una cerveza sin alcohol, indagaban en el pronombre y el adjetivo que califica al nombre. Ella, sentada en una mesa contigua, tenía el pelo claro, los ojos verdes como los mares profundos, la piel blanca y su voz sonaba como las notas de un piano adormecido. Así le pareció a él cuando la escuchó decir que los animales, sobretodo los de pluma, le repugnaban horriblemente. Estoy totalmente de acuerdo - le dijo interrumpiendo la conversación sin poder contenerse -. No me gustan los animales que llevan plumas, soy vegetariano. Y se sintió héroe. ¡Yo también!, le respondió ella.

La magia de una conversación salpimentada por las verduras, la exquisitez de la aceitunas o la variedad de arroces posibles, los mantuvo atrapados hasta muy entrada la noche. Luego la acompañó hasta el portal de su casa y al despedirse, entre los latidos de su corazón, se llevó la promesa de una cita para el día siguiente.

Pasadas alguna lunas Eduardo compartía algo más que unas verduras con Teresa. No era el hombre más feo del mundo ni el más guapo, ni el más gordo ni el más flaco, pero pensaba que sí era el hombre más feliz del mundo. Quizá por ello quiso creer que soñaba cuando un día, por casualidad, la vio en un restaurante. Ocupaba una mesa apartada, sonreía a un hombre con sensual complicidad y este, sin excusas, le acariciaba la mano.

Probablemente el que le tomara la mano lo hubiese perdonado, sin duda lo hubiese hecho después de escuchar sus ruegos, pero no lo demás. Porque ante Teresa humeaba un descomunal plato donde se desbordaba un enorme trozo de carne roja, poco pasada y... jugosa.

Desde entonces, en sus ratos libres, no hace otra cosa que meterse bajo la ducha, frotar cada trozo de su piel y lavarse la boca una y otra vez con un variado colorido de cepillos de dientes.

Manuela Maciá
manuelamaciaelx@terra.es

 

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Mare Tenebrosum
por Manuel Lasso

 

Eran un poco más de treinta los expedicionarios que surcaban las oscuras aguas del Mare Tenebrosum en busca de tesoros inextinguibles y de la fama ansiada que con tanta porfía les esquivaba a todo momento; sin embargo lo único que encontraban eran los dolorosos flechazos y los dardos envenenados que los naturales les lanzaban cada vez que abandonaban la carabela y se internaban en la jungla verdosa de Tumaco donde a veces eran engullidos por veloces plantas carnívoras que se arrojaban súbitamente sobre ellos sin darles tiempo ni siquiera de saltar a un lado y por traicioneros pantanos donde se hundían pesadamente aún con las corazas y los morriones puestos, dando alaridos terribles y sufriendo espantosamente.

Balanceándose incesantemente de un lado al otro, la carabela avanzaba sobre el mar verde esmeralda como juguete de la historia o instrumento de las ambiciones de un loco, quien recostado sobre el barandal de madera se acariciaba la barba negra y no cesaba de hablar consigo mismo acerca de glorias inalcanzables y de riquezas inverosímiles. Era él quien los había convencido para que lo siguieran en un viaje imposible que sólo los estaba llevando a la muerte segura y a la destrucción total. Sin embargo, a veces, la insanidad de la expedición parecía transformarse en grandiosa cordura cuando en la desesperada búsqueda por las chozas de las aldeas, además de vasijas con tapioca, encontraban collares de bolillas de oro y turquesas que el capitán mordía hasta que le dolían las muelas.

Conocida por los rencorosos soldados como La Carabela de la Hambre, la embarcación había navegado desde el principio inclinada ligeramente a babor, dejando una estela de espuma blanca sobre las aguas verduscas. Infladas por el fuerte viento las velas blancas desplegaban las enormes cruces rojas iluminadas intensamente por el sol. De lejos, la nave parecía una armazón de madera bermeja con gruesos barandales a los costados, oscuros ojos de buey y ventanas de baterías por donde asomaban los impresionantes cañones con los que dispararían al terrible monstruo marino que los atacaría después.

Alrededor del barco revoloteaban las gaviotas grises pardas emitiendo lastimeros gemidos, atravesando el aire con facilidad y lanzándose al agua para recoger los desperdicios que los expedicionarios dejaban caer o para atrapar movedizos peces de ojos dorados y lomos negruscos. Los acompañaba un bufón llamado Santiago a quien Pizarro había enrolado en la corte de Carlos V para que entretuviera a la tripulación. Era hijo de un conquistador español quien después de diez años de luchas en las campañas del Darién había recibido como recompensa una encomienda de tierras vírgenes y numerosos naturales que la cultivaban. El caballero sentía verguenza al convivir con una india que se adornaba con un arete atravesado en la nariz y que veneraba a un dios de madera, al que traía ofrendas de frutas frescas y aves recién sacrificadas; pero al encontrar en ella el aplacamiento de los agobios de su corazón solitario y la satisfacción de las urgencias incontenibles de su virilidad, decidió quedarse hasta que acumulara riquezas que le permitieran vivir en paz en su añorada ciudad de Córdoba.

Después de un año nació Santiago, un renacuajo escuálido que se demoró en dar el primer vagido y se atoró con sus lágrimas al salir del vientre materno; pero que sobrevivió inexplicablemente a las pestes que arrasaron con la mayor parte de la población. Transcurrió su infancia entre las polleras negras de su madre y de su abuela, quienes le hicieron jugar con frágiles mariposas que envolvían en sus molas coloradas y le enseñaron a nombrar las cosas en su lengua nativa. Todo pareció ir bien hasta que una noche los naturales se sublevaron e incendiaron de sorpresa la casona donde vivían. Ingresando por un inmenso ventanal asaetearon a sus padres en la enorme cama donde dormían cubiertos únicamente por una gran sábana blanca y no le dieron tiempo al conquistador ni siquiera de empuñar la refulgente espada que tenía muy cerca de él recostada sobre el velador.

Al quedar huérfano, el gobernador de Tierra Firme envió a Santiago a la corte de Carlos V para que aprendiese el oficio de paje. Tan pronto llegó los nobles se dieron cuenta que el muchacho había dejado de crecer, que tenía el pecho saliente como la quilla de un barco y que llevaba en la espalda una pequeña prominencia que era difícil de ocultar. Tenía además, una nalga abultada, por lo que los demás pajes le hacían bromas crueles y lo llamaban Tres Pelotas. Santiago a su vez se defendía con mordaces sátiras y el despliegue de una extraordinaria inteligencia.Todo esto convenció a los compungidos nobles de que debían de enrolarlo en el oficio de bufón y lo entregaron al albardán mayor de la corte, quien sin perder tiempo lo encerró en cajones apretados para deformarlo más y le frotó la joroba con un menjunje de grasas de gallina, machacado de hormigas y excremento de murciélago. Le enseñó además todos los conocimientos de su profesión, incluyendo la hechicería y la astrología así como el arte de tocar el rabel con una sola cuerda y el laúd con la mano izquierda. Se vestía Santiago con una casaca multicolor compuesta de numerosos rombos colorados, negros y verdes; tenía los pantalones apretados y las perneras de diferente color. Se cubría la cabeza con una capucha adornada en el centro con una gran cresta de gallo y a los lados con dos enormes orejas de asno peludas y pardas. Llevaba en la mano un cetro o palo corto que en un extremo tenía esculpida la imagen de un pequeño bufón de mejillas sonrosadas que guiñaba un ojo con sonrisa maliciosa, pedía silencio con un dedo apoyado en los labios y llevaba los pantalones caídos hasta los tobillos enseñando las posaderas desnudas. En el otro extremo el cetro llevaba amarrada una inflada vejiga de cerdo con la que satirizaba a todos aquellos que constantemente lo ofendían.En la carabela entretenía a los soldados con versos del Libro de Buen Amor y de Las Coplas de la Panadera, que a unos hacía reír y a otros, espantaba.Asimismo los asombraba con trucos de magia, prestidigitación y pantomima. También practicaba la ventriloquía, con la que hacía hablar a las paredes o a la efigie de su cetro. A pesar de esto los robustos tripulantes, quienes de ordinario tenían el temperamento querellante, pasaban los días interminables como fieras enjauladas, blasfemando con voces ásperas, maldiciendo el día en que se habían embarcado y mitigaban el carcomedor efecto de la soledad jugando a las cartas y entregándose a borracheras bulliciosas en las que salían a relucir dagas y espadas y a veces hasta lanzas, mosquetones y falconetes, todo lo cual el capitán Pizarro se encargaba de reprimir con severos castigos.

Una tarde cuando Santiago tañía con su laúd una canción de amor, uno de los enardecidos hombres lo arrolló con insolencia por la escalera que conducía a babor y le preguntó:

-¿Quién soís, maldito enano, para estorbar mi paso?
-¿Yo, soldado? -respondió el juglar levantándose-. ¡Yo soy el bufón Arrafás!

El que come gusanos, caracoles y ratas cuando la peste flagela nuestras calles. Sí, señor; el que anda enamorado de las mujeres más hermosas del mundo; pero no es amado por ninguna. ¿Os dáis cuenta? El que nació con una sola joroba simplemente porque Dios estuvo de buen genio. ¿Yo? El que hace penitencia por el perdón de los infieles y por la salvación del capellán. El que con un laúd puede arrancar las penas de vuestro corazón y el que puede esgrimir una espada sin poder matar a nadie. Y vos, ¿quién soís? ¡En guardia, soldado, que os ataco yo! Blandiendo un florete imaginario el bufón se cuadró delante del infante y dando ágiles pasos de esgrima, avanzó y retrocedió lanzando fendientes, reveses y tajos.

- ¡En guardia, os dije, malandrín de pelo en nalgas! -exclamó el albardán recogiendo el cetro y frotando la inflada vejiga en el rostro de su rival-.
- Disponéos a morir, agraviador de doncellas. Santiago del Darién, listo está a luchar por ellas.

El fornido soldado trataba de agarrarlo; pero el hombrecillo se escabullía y aparecía a sus espaldas sorprendiéndole con débiles puntapiés en las sentaderas. Desenvainando su enorme sable el atacante vociferó:

-¡Detenéos, enano monstruo y no os mováis tanto! ¡Yo sabré partiros en dos de un solo tajo y ya veremos que haréis con vuestras dos mitades!

Los chillidos del bufón atrajeron la atención de José de Málaga, quien leía detrás de las escaleras y levantándose rápidamente intervino con la espada en alto.

-¡Parad, hombre de Dios! No podéis atacar a un cristiano desarmado. Si buscáis camorra pelead conmigo. Vamos. ¡En guardia! Ahora veremos quien es el mejor.
-¡Vive Dios que lo veremos! -exclamó el pendenciero y la lucha empezó.

Entonces Francisco Pizarro apareció en el puente del barco, más pálido que de costumbre y mirándolos con disgusto ordenó:

-¡Detened la farsa, caballeros!

Los camorristas se quedaron inmóviles y miraron con temor al capitán que en el Mar de la Ilógica los conduciría a través de la desesperación y el desasosiego.

-Id a mi camarote -prosiguió Pizarro-. Allí os hablaré en confidencia.

Los acongojados soldados guardaron las armas y se alejaron lentamente. En ese instante el viento trajo un penetrante olor a pescado y el capitán olfateó en varias direcciones.

-¿De dónde viene ese olor? -preguntó.
-Huele a pescado fresco, señor -respondió Santiago-, como si estuviésemos en las pescaderías de San Lúcar.

Escucharon un aleteo sordo y distante. Sin poder salir de la confusión los hombres divisaron una inmensa nube gris que se aproximaba a la embarcación con gran rapidez. Las gaviotas habían desaparecido.

-¡Tormenta a estribor! -anunció el vigía.
-No es tormenta, soldado -replicó Pizarro-. Es algo más. Mirad bien.

El cielo oscureció y todos sintieron la fuerte ráfaga que les agitaba las ropas y les impedía mantener los ojos abiertos.

-¡Es tormenta, señor! -insistió el vigía-. Los ojos no me engañan.
-¡No es tormenta, Juan de Castro! -acotó Pizarro-. Os lo digo yo.
-¡Es tormenta de arena! -gritó un soldado.
-¡Es el castigo de Dios! -añadió otro.

Un pez cayó sobre la popa y quedó saltando, contorsionándose y batiendo las aletas, dándose feroces golpes contra el entablado. El bufón lo agarró, hizo esfuerzos por mantenerlo aprisionado; pero la resbaladiza criatura se le escapó de las manos y volvió a caer al suelo.

-No lo toques, bufón -ordenó el capitán-. Esa maldita gárgola del infierno te
podría enllagar las manos.

Otro pez volador pasó aleteando ruidosamente y se prendió de la nuca de un guardia, haciéndole brotar un hilillo de sangre. El soldado dobló las piernas y se llevó una mano al cuello; pero la debilidad se apoderó de su cuerpo y cayó pesadamente soltando la alabarda. Al llegar la plaga al barco los anonadados expedicionarios vieron pasar a los peces entre mástiles y cuerdas. Algunos chocaron contra las paredes y cayeron al piso donde continuaron contorsionándose. Al desplomarse otro guardia, un alarido aterrador se escuchó por toda la nave. Con creciente alarma el capitán ordenó:

-¡A buscar refugio, soldados! ¡Esta es la invasión de los demonios del Abismo!

Todos corrieron en desorden hacia la bodega. Pizarro trotó también, mientras que el bufón se le metía entre las piernas y los peces se estrellaban contra su casco.

Al cerrar bruscamente la puerta del camarote, Pizarro cargó al bufón en brazos y a través de la ventanilla contemplaron el final de la invasión.

-¡Cuerpo de Dios! -exclamó el capitán-. Esta es la primera vez en mi vida que presencio el asalto de estos monstruos. Los ponzoñosos animales todavía aletean en el suelo. ¡El diablo los habrá enviado!
-¡Pardiez que sí! -contestó el bufón-. Yo los he tocado y juro que tienen el cuero del demonio. Si vuestra merced lo permite yo los cocinaré con vinagre y cebollas y ya veréis como saben mejor que abadejos en Semana Santa.
-Cállate, enano. No sabes lo que hablas. De esas bestias no probarás ni las agallas, porque te podrías volver finado. Aquí no consentiré que nadie juegue ni con el diablo ni con la muerte.

Por ser alto, bien proporcionado y serio, el capitán don Francisco Pizarro parecía la antítesis de Santiago. Su rostro era alargado y pálido, sus cejas eran espesas y sus densas barbas parecían brotar de los labios mismos. En sus frecuentes noches de insomnio se paseaba en su camarote recordando con melancolía la época en que había sido un modesto pastor de cerdos en Extremadura y rememoraba con extraordinaria claridad la tarde en que había visto llegar a unos vecinos, vestidos con ropas elegantes, derrochando dinero y contándole a todo el pueblo las maravillas del Nuevo Mundo, donde el oro se encontraba tirado en las calles y donde cualquiera se podía volver famoso hasta el aburrimiento. Entonces Pizarro le dio un puntapié a uno de sus cerdos y le dijo:"¡Quita de ahí! Ve y conquista. El mundo es tuyo." En efecto, se enroló en las milicias que zarpaban hacia Panamá. Desde esa vez empezó a arrugar la frente con la seriedad del que presiente que está llamado a cometer las más grandes acciones y sus ojos negros empezaron a mirar con la misma mezcla de bondad y rudeza con la que miraría al Inca Atahualpa después de aherrojarlo y aprisionarlo en la Plaza de Cajamarca. Tenía la nariz larga y el labio inferior grueso; pero con ese labio se había despedido de sus intrigados hermanos al salir de su pueblo y con ese mismo labio besaría a Huaylas, la mujer que lo acompañaría en sus luchas de conquista hasta sucumbir bajo el odio de sus envidiosos enemigos. Pizarro irradiaba un gran don de mando y hablaba con tanta seguridad en sí mismo durante las circunstancias más adversas, que sus hombres lo tomaban por un iluminado o por un enajenado; pero ese loco era tan valentísimo como un Fernán González y poseía una braveza a prueba de balazos y cañonazos. Se cubría la cabeza con un casco abollado por las flechas, se protegía el cuerpo con una brillante coraza que mostraba innumerables cortaduras y blandía una espada que tenía incontables muescas en los bordes. A los poquísimos amigos que tenía , los quería entrañablemente.

Manuel Lasso

 

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La mano
por Antonio Polo

 

Hace muchos años, cuando vi cómo Hal gobernaba inmóvil, y aparentemente sin esfuerzo la nave en 2001 una odisea en el espacio, llegué al convencimiento de que en el próximo milenio ya no nos harían falta brazos, y que todo, absolutamente todo, podría ser posible desde el mórbido abandono de un sofá. Sin manos, todo con la mente. Pero me equivoqué, afortunadamente porque de haber sido ciertas mis juveniles previsiones hoy seríamos todos mancos, miserables seres disminuidos lateralmente. ¡Que horror! ¿Alguien puede imaginar entonces a Álvarez Cascos pescando el Campano? A gritos, supongo. En fin, una mano es media vida, ahora y dentro de mil años.

La Mano.


Sorprendentemente, después de haber vivido más de un año pegado a la mano de un cadáver, el norteamericano Mathew Scott ha decidido despojarse del apéndice con el que hubo soñado tanto tiempo. Scott, que perdió la mano mientras manipulaba unos fuegos artificiales, ha requerido perentoriamente al médico que lo operó para que le ampute su desnaturalizada extremidad. Quizá Scott no haya tenido en cuenta que de lo que ahora desea desprenderse, en su día llegó a suponer un hito en la historia de la medicina. Quizá Scott no haya valorado suficientemente las horas que semejante evento supuso en las vidas de tantas personas: los preparativos interminables, el larguísimo preoperatorio, la estrategia hospitalaria, la cuidada y laboriosa intervención, en fin, los revoltosos tendones, los capilares indómitos, el temible rechazo. Sin embargo, el equipo médico ha considerado ahora inoportuno cercenar la susodicha mano, por el momento, en poder de Mathew Scott.

No hace mucho que ese mismo equipo presentaba en sociedad la mano vendada de Scott. Entonces los dedos mórbidos, orondos y vocacionalmente ágiles parecían morcillas, y tal vez por eso mismo centraron la atención informativa del momento, aunque a decir verdad, el morbo era saber si Scott llegaría alguna vez a quitar con la boca los padrastros a su nueva compañera. Esta no es cuestión baladí porque una mano no es un órgano transplantable al que nos podamos acostumbrar fácilmente. Sin embargo, un hígado o un riñón, además de procurar al implantado un manifiesto beneficio, sin duda se comportarían como órganos pertenecientes al estricto ámbito de la suposición: los suponemos ahí dentro (en las mismísimas entrañas), gobernando las leyes de la filtración o la catálisis, decididamente ocultos entre nuestras mantecas. Pero una mano, con su simplicidad de mano ajena a la química, está presente en todos nuestros actos, sobre todo, en nuestros actos más morbosos. Por eso suponemos que al principio Scott sobrellevaría la presencia de su nueva compañera, con denuedo, imaginación y qué coño con morbosa placidez. Y es que si cualquiera de nosotros hubiera tenido que pasar por el mismo trance que Scott, para adentrarnos en ese oscuro planeta de la morbosidad, hubiéramos tenido que desempolvar la Biblia Onanista del Quinceañero cuyo primer mandamiento viene a recordarnos que hacerse una gañola con la mano izquierda es como si te la hiciera otro, por tanto, qué fuente inagotable de felicidad no habría de proporcionar entonces a Scott esa insólita morcilla.

¡Pero la felicidad es un bien muy escaso! Y es que la mano que Scott paseaba por el mundo estaba tan lejos de la tierna inocencia que más que una gañola aquel solitario ejercicio de Scott -como rememoranza de la pubertad- más que una gañola -insisto- era como soportar la Gracia que Su Majestad la Reina Isabel II de Inglaterra suele conceder a los faisanes durante una cacería.

Así, ante semejante perspectiva Scott se plantó una mañana al cuadro médico habitual suplicándoles encarecidamente que le devolvieran su romo pero honrado muñón; que ya no podía soportarla más; y que si hubiera sabido que el incógnito donante -dueño y señor a su pesar todavía de esa funesta mano- había estrangulado a una dulce ancianita, él hubiera seguido manco, y lo que es más, masturbándose con la derecha, porque al fin y al cabo él todavía seguía siendo republicano.

 

Antonio Polo (Leído el 21 de diciembre de 2000 en La Sultana)

 

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Sin título
por Fernanda Varo



Qué me vas a contar, Regina, que no haya sido ya voz y arrastre de otro pesado cuerpo, pesadísimo: me invitas a abrir el libro y sobre éste disertamos largamente (desertamos) y dolor sobre dolor la cima, la melancólica, la eterna melancólica. Regina, alma. De hacer nacer a besar la suerte de estarse vivas: tan profundamente las horas, ya sabes. Pero no nos deseemos horas, no nos deseemos tiempo. Démonos más bien a éste: definitivamente hurtémonos. Y del barro sea, y nuestra. Mírale bien, Regina, adéntrate en sus ojos: ¿puedes ver con ellos? ¿Acaso puedes verte ahora con tu divina (con su divina) a cuestas, con esa divina que tanto te horroriza? Nunca le concedió mayor importancia que la que pudieran darle otros ojos y salvo los tuyos (los suyos) tampoco hubo otros; hubo, sí, vértigo (caerse) y una brizna de paja (tan molesta), hasta ser ya la muerte, Regina, cómo acudió a ti, qué forma de entreverte (estúpido) de entre-perderte entre líneas, ya al final, antes de ti, quién iba a decirlo, ¡qué hermoso brindis! Pero aguarda, aguarda (son tantas las muertes pendientes, las notas, los diarios), hablemos más tarde: días sobre días..

 

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Parpadeo de luna
por Álvaro Colomer

 

"¿Quién nos volvió al revés, para que siempre,
por más que hagamos, tengamos el gesto
del que se marcha? (...)"
Rainer Rilke, "Octava elegía"
(de Elegías del Duino, 1922)

Sin motivo alguno, esa ventana, la del séptimo piso, la cuarta empezando por la derecha -no, no, la otra, la de los porticones abiertos y la maceta con una flor de tendencias suicidas, sí, ésa- obsesiona a un hombre que tampoco tiene motivo alguno. Hace días, regresando de tomar una copa, paseó la mirada por los edificios de la ciudad y la vio. Desde entonces, siempre que se despide de los contertulios de barra, clava la mirada en la oscuridad de aquel apartamento y se interroga a sí mismo por el motivo de tal ofuscación. No encuentra ninguna respuesta. No la hay. Pero esta noche, borracho y hastiado de su filia hacia el piso, alarga la mano con el mando a distancia que acciona la apertura automática de las puertas del coche, apunta a la ventana, aprieta y se enciende la luz del apartamento. El hombre -lleva un güisqui de más- mira el cachivache, la ventana, el cachivache de nuevo, y sonríe para, repitiendo la operación, dar un brinco cuando deja el apartamento otra vez a oscuras. Como tanta coincidencia hace que el alcohol chisporrotee en su cerebro, vuelve a apretar el botón y ya no da crédito a sus ojos cuando certifica que la bombilla acata sus órdenes.

Una mujer pasea en bata ante la ventana y, extrañada por el comportamiento del sistema eléctrico de su casa, acciona el interruptor. La luz no responde. En la calle, saltan los pestillos de un coche. Nerviosa, golpea el botón amparándose en la creencia de que la tecnología también obedece a mamporros, bofetones y trastazos. Pero la bombilla se enciende y apagaba a su antojo. Son las doce y media de la medianoche y como la mujer no está para escudriñar el cableado, se encarama a una silla y desenrosca la bombilla sin saber que un hombre, desde la fría acera, queda prendado de su cuerpo estirado, como tratando de alcanzar la luz. La luz.

Luego guarda la bombilla en un cajón y, antes de regresar a su cama triste, grande y gélida, se asoma a la ventana para consolar su soledad observando a los peatones. Un tipo la mira, la mujer le corresponde y la alarma de un coche estalla. Un ladrón dice mierda, y el hombre con un güisqui de más reconoce el alarido de su vehículo. Se encara al delincuente, quien desenfunda una navaja -el óxido que envilece la hoja resulta más amenazante que el propio filo, como si la posibilidad de una infección prevaleciera sobre la conciencia de muerte-. Dos tipos enfrentados, brazos estirados, mujer en la ventana, bombilla en el cajón, piernas arqueadas, cuchillo y mando a distancia. El ladrón da un paso al frente con la intención de acobardar a su contrincante y así, con notable ventaja, emprender una huida en dirección contraria, pero cuando el otro se siente amenazado aprieta el botón del mando -ante un peligro, un ser humano recurre a cualquier objeto construido por él mismo, como si el instinto de supervivencia se aliara con el artesano- y, puf, el delincuente se desvanece en el aire. La navaja ha quedado suspendida en el aire durante un instante. Luego resuena contra el adoquín. El hombre no entiende nada, pero busca la mirada de esa mujer del séptimo piso que se ha echado las manos a la boca.

Ahora deja caer el mando y corre, hacia donde sea, lejos de ahí, con el estigma del criminal pisándole la sombra tripartita generada por el alumbrado artificial de la ciudad. La chica de la bata emprende una carrera escaleras abajo. Salta peldaños de tres en tres mientras piensa que no importa entender las cosas para emplearlas: ambiciona hacerse con el mando. Tanta gente a quien desintegrar... Cuando alcanza el portal de su edificio, descubre que el hombre ha frenado su huida. Se miran. El cachivache mortífero en medio. Ella viste bata blanca y él un güisqui doble, así que decide sentarse en el quicio de una portería y dejar que el cuerpo elimine ese alcohol que muda realidad por espejismo. Pero la mujer arranca a correr hacia el mando a distancia y él también. Saltan. Las manos agarran el arma que se escurre entre los dedos. Cae. La recogen. El hombre golpea el terso rostro de su enemigo y ella le devuelve la agresión con una patada en los testículos. Ahora está de rodillas, las manos en la entrepierna y la mirada suplicante. Ella apunta, y dispara.

Tiene el aparato y sonríe. Un ciclista circula por la calzada y, de pronto, una bicicleta sin conductor se estrella contra un buzón. Nadie tira de la correa de un perro. Un policía echa mano a la pistola, no sabe dónde apuntar y desparece. Un borracho ríe antes de convertirse en neblina. Una jaula sin canario, también. Un chico descubre a la mujer extrañamente armada y corre. Ella le apunta. Falla. Repite. La presa puede escapar. Otra vez. El chaval alcanzará la esquina. Dos tiros más. Diana, y una carcajada histérica inunda la calle. Alguien se asoma y grita deja de reír, coño, que estoy durmiendo. Nunca más chillará. Una esposa ha sido testigo de la desintegración del marido que acaba de salir a berrear al balcón. Lo ha visto, pero no reacciona. No cree en sus propios ojos. Se habrá caído, piensa. Se rasca una nalga y se vuelve a estirar. Se me está cayendo el culo, concluye. En la calle han desaparecido algunos más. El juego empieza a ser aburrido, así que la mujer se dirige a su casa.

Cuando entra en el apartamento, el cuarto empezando por la derecha, su bebé llora desde la cuna. Ella le mira lánguidamente. El niño berrea porque su madre no le agarra en brazos. No sabe que esa mujer ha decidido que una criatura tan delicada, tontorrona y angelical no merece vivir en una sociedad putrefacta, ajena y mentirosa. Coge al niño y lo lleva a la terraza. Lo sienta en una silla. Hace frío. La Luna está en lo alto y, de pronto, ya no lo está. Alguien apagó la gran bombilla de las prostitutas y ya nadie intentará alcanzar la luz. La luz. Se oyen gritos en la ciudad. Empieza el caos, la diversión. Ahora la calle está abarrotada de desamparo. La gente se arrodilla, corre, llora, pelea o se abraza. Hay violaciones, coches arrollando cuerpos que se interponen en su huida hacia ninguna parte, insensatos rompiendo escaparates, videoaficionados que quieren grabar el fin del mundo... Sólo una mujer permanece impertérrita. Su hijo tirita y llora. Le molesta el escándalo de la calle. No te preocupes, mi niño, pronto se callarán. Y empieza a disparar con el mando a distancia que, en teoría, sólo acciona la apertura automática de un coche. Van desapareciendo cuerpos. Alguien abraza el vacío. Un coche pierde el control. Hay zapatos desparramados por todas partes. Por qué no desaparecen los zapatos, se pregunta la francotiradora. Un ladrillo queda suspendido en el aire porque nadie lo lanzará, y cae. Un perro aúlla a una Luna ausente. Un hombre se orina encima y, tras el disparo, quedan mocasines mojados. Entre desintegración y evasión, la calle se despeja. El niño sonríe. Te ha gustado, eh, dice mamá. Ga, ga, ga. Y luego ya no existe.

Un hombre agita los brazos en el balcón de enfrente, al otro lado de la acera, a la misma altura que la ventana del séptimo piso, la cuarta por la derecha. Grita a mí, a mí, eh, a mí. La mujer no entiende. Qué quieres, pregunta. Dispárame, dispárame. No voy armada. Sí, sí, dispárame con eso, con eso. El tipo se ha arrodillado, agarra los barrotes de la barandilla y asoma la cabeza entre dos de ellos. Hazlo, hazlo. Le apunta, pero descubre que no puede apretar el botón. Es incapaz de aniquilar a alguien que sufre porque sólo siente ternura hacia la oscuridad de las vidas ajenas. Así que le tiende la mano -también entre los barrotes- para que él, desconcertado, imite el gesto. Abajo, en la caótica calzada que separa los dos edificios, hay otro hombre. Contempla los dos brazos extendidos. Parece contento, aunque su rostro refleja cierta amargura, cierto cariño, cierta duda. Esperanza, quizá.

La mujer y su vecino necesitan acariciarse. Abandonan los balcones respectivos brincando escaleras abajo. Se abrazan en medio de la calle, sobre un paso de cebra con zapatos vacíos. Se besan. Se rozan las mejillas. Se sonríen. Se sonríen mucho. Tanto tiempo de vecinos, jadea uno. Al fin se mueve el tercer tipo. Va desnudo. Se ha afeitado la cabeza. O jamás tuvo pelo. Acaricia las cabelleras de la pareja que llora, arrodillada, en un abrazo que, de seguir así, hará que el cuerpo de uno atraviese el del otro. Ellos no perciben su tacto. Tal vez ese hombre no exista. Quizá sea el último suspiro de la Luna y por eso, cuando el Sol echa su primer vistazo, el espectro se esfuma.

El amanecer se extiende sobre un barrio devastado por el miedo del ser humano, la borrachera de un hombre que no tenía motivo alguno -o eso creía él- y la soledad de una mujer con hijo. Una pareja se quiere y, aún así, sigue cansada. Cansada de sospechar que el ciclo volverá a empezar, que se desencontrarán, que volverá la muchedumbre, que el engranaje de la vida rugirá de nuevo tras el instante de silencio, que otro niño ocupará la cuna del anterior, que existe la ex felicidad, que siempre hay un escéptico dispuesto a apagar la luz y que, a fin de cuentas, el mundo es un loco irreversible. No hay marcha atrás. La pareja sostiene el mando. Primero apuntan al astro anaranjado -parece asustado y suplicante, como rogando una oportunidad más-. Luego dirigen hacia sus propias sienes el chachivache que controla a distancia las cosas que no debería controlar, y aprietan el botón. Ya no están.

La Luna renace la siguiente noche y nadie ha recogido los zapatos.


Álvaro Colomer.

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La autopista
por Eladio Bulnes Jiménez

 

Cuando llegué aquella tarde había pasado los ciento cincuenta últimos kilómetros solo ante el volante, y ya no me quedaban ganas de sonreírle ni siquiera a Mancha, mi perra, que desde el vano me saltaba pidiendo algo a lo que se consideraba merecedora indiscutible. Cerré la puerta con el tacón de la bota y me dejé caer en el sillón bajo el lento giro del ventilador en el techo. Llegaba sudoroso, cansado y hambriento; pero no hice el menor gesto por conseguir algo de lo que se veía comestible encima de la mesa. Tampoco alcancé el tabaco, que, para mi desgracia, había quedado unos centímetros más allá del largo de mi brazo extendido. Creo que pasaron unos cuantos minutos antes de que aparecieras por la puerta. También creo que no había nadie por la calle, que los pájaros apenas salían de la recalentada sombra de los árboles al fondo y que el agua que traía estaba poco menos que hirviendo, y eso que acababa de adquirirla en la última gasolinera, helada.

El televisor, encendido en la esquina del cuarto, dejaba entrever apenas el lento derrumbe de un edificio, que se caía a cámara lenta como en uno de mis sueños se desploman todos los pilares del sistema, del libre intercambio de mercancías, de personas e ideas, propias o ajenas, lejanas o próximas. Era el último desastre en Turquía, en donde todos los edificios del mundo se han venido abajo con sus ocupantes dentro; y todos los habitantes del mundo nos hemos quedado de piedra, sólo durante esos segundos, tristísimos, en los que lo hemos visto todo por esa gran ventana entre cucharadas de sopa fría y pan de trigo, y postres, y jarras de cerveza. Recuerdo el pegajoso rayo de sol que caía sobre mi panza, la destartalada tela del sillón en donde estaba sentado, el sonido de tus pasos mientras te acercabas, la sensación terrible, pero certera, de que estaba soñando cuando te apoyaste en mi hombro y noté como se hundía el sofá bajo el peso de tu cuerpo. También, y puede que eso sea lo más doloroso, creo recordar, o recuerdo, tu aliento sobre mi cara cuando me diste aquel beso; tus dientes; tu lengua húmeda y resbaladiza, como una serpiente enroscada sobre mí, sobre la conciencia de sentirte aún viva y en mi boca. Sentí el humo de tu cigarrillo, el aroma de tu pelo, la suave gota de licor licuado de tu frente, el desencanto del roce somero, la proyección de tu persona sobre mi cuerpo y tus senos duros sobre mi espalda, puesto que resbalaste a mi lado desde el respaldo. Cerré los ojos, de eso sí que puedo estar seguro, y dejé que tú siguieras mi camino, a la sombra de mi pecho, que comenzaba a subir y a bajar asustado, a un ritmo creciente, con la cadencia de tu lengua resbalando, llegando poco a poco hasta el lugar apropiado. Sentí la succión del deseo, el vaivén de la caricia estudiada, la crepitante sensación de que me estaba corriendo, solitaria figura, sobre la almohada.
Me di la vuelta; no sé como había llegado hasta el cuarto: la ropa revuelta sobre el suelo, el slip enganchado en la cabecera de la cama, tu imaginaria sonrisa sobrevolándome... Recordé el accidente. Recordé tu muerte instantánea; las sirenas; el hospital; los médicos dándome el alta.

Eladio Bulnes:
Mi nombre es Eladio Bulnes Jiménez, nací en un pueblecito del norte extremeño hace ya más de treinta y cinco años. Y eso fue todo. Crecí, mis padres se trasladaron (como casi todos los padres de esa época) a una ciudad más populosa y más al sur de donde yo había nacido. Y allí cursé mis estudios en un colegio franquista. Cuando me tocó, también hice la mili. Por entonces ya teníamos todos muy claro que aquello no servía para nada, pero nos jodíamos. Hasta entonces mi tiempo había ido pasando blandamente enredado en amoríos fútiles, borracheras inservibles y un montón de alegrías que llegaban de manera invariable todos los sabados por la noche del año. Drogas, viajes, trapicheos, amores, todo pasó tan rápido que ahora no me parece haberlo vivido. Pero,no obstante, sé que sí lo he hecho. A los dieciocho recien cumplidos me marché a Holanda: viajes, drogas, trapicheos, amoríos... Regresé con las ideas más o menos claras y un puesto de artesanía. Viajes, drogas, trapicheos, amoríos... Cuando me establecí en Francia ya había dado por perdida mi educación académica y duré tan sólo un año en aquellas tierras. En Irlanda, lo mismo.Creo que la decisión más acetada de cuantas he tomado ha sido la de establecerme de nuevo en esta tierra que me vió nacer, y en la que decido quedarme hace tres o cuatro años.


 

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Dentro
por Rafael Moriel Escudero

 

Cerré mis ojos.

Puede que la reunión se alargara hasta el día siguiente y era evidente que se prolongaría como mínimo hasta esa misma noche y eso era lo que yo había dicho en casa la noche anterior.

Eran las nueve de la mañana y hacía hora y media que estábamos en el coche, camino de Madrid. Éramos cuatro. Cuatro representantes de la ingeniería más moderna del mundo y allá en Madrid nos aguardaban el cliente y sus ambiciosas exigencias: saludos de apretada mano, protocolos de comportamiento, hipócritas sonrisas, un restaurante de impecables camareras con largas piernas y minifalda, una desagradable comida en la que uno no deja de escuchar someras tonterías y frases hechas, caducadas conversaciones de corbata y hasta el mismo acto de comer termina convirtiéndose en trabajo, puro y duro. ¡Quién pudiera perderse con cualquiera de aquellas jovencitas camareras; ir al cine, besarse y meterse mano entre las butacas, comer palomitas y chocolatinas y gominolas de colores, acostarse entre las sábanas de cualquier pensión barata, soñar!

Yo había estado mirando desde nuestra temprana salida y a través de la ventanilla del coche el paisaje, tal como acostumbro hacer en estos casos. Y debe haber algo en los campos y las casas, quizá el tono de su calma, no lo sé, y a menudo siento que me llama invitándome y me entrego en su regazo expectante, de brazos abiertos, sin precio, sin condición. El verde de los campos, los árboles, los postes de teléfono, las piedras, los caracoles, las lechugas, las casas. Nunca pude dejar de mirarlos, quizá con cierta envidia.

Mi madre me había preparado uno de sus característicos aperitivos a base de pan de molde y chorizo en lonchas, como cada mañana, y yo siempre los dejo allí sobre la mesa porque estoy harto de decirle que en mi trabajo está mal visto comer a mediodía. Pero aquella mañana me alegré de tener una madre tan cabezota y decidí llevarlo conmigo. Sabía que pasaría hambre. Y allí estaba el bocadillo, aplastado por el cinturón de seguridad, en el bolsillo derecho de mi abrigo. Chorizo de pueblo. Pan Bimbo. Papel de aluminio.

El ingeniero de mi izquierda no mostraba demasiado interés por el entorno paisajístico de su lado y había apoyado hacía rato su cuello sobre el reposacabezas trasero correspondiente; a mí me pareció una buena idea y apoyé también mi cabeza aunque continuaba observando el exterior de mi lado, absorbiéndolo poco a poco y sin remedio, y el caso es que sentí por un momento la necesidad de desconectar no sólo de mis compañeros, de los que hacía rato que lo había hecho, sino también de aquel agradecido panorama que me era generoso y tan fiel como una buena madre, sin límite, absorbiéndome, tomándome quizá él a mí en vez de yo a él.

Quise cerrar mis ojos. Así fue.

Yo era un cuerpo entre cuatro cuerpos, sentados en el interior de un automóvil que volaba por una carretera cualquiera en una dirección concreta. A nadie le importaba y así es la vida pero incluso aquello me traía sin cuidado. Sí. Lo único que yo tenía claro era que a pesar de la insoportable realidad de ser cuatro personas y un lujoso auto perfectamente prescindibles en aquel instante y en cualquier otro posterior y hasta incluso en cualquier punto concreto o no del planeta o del universo entero, no tenía ninguna intención de abrir mi boca para hablar sobre máquinas o sistemas y sus posibles programaciones, plazos de entrega y condiciones generales y de conjunto o detalle, y ni siquiera me interesaba lo más mínimo ver las caras de mis compañeros o lo que pasaba por sus mentes en esos instantes; me importaba un "pimiento" el bonito modelo de coche alquilado que conducía el ingeniero al volante, brillando los cuatro y el coche al nuevo día, coloso apocalíptico de cuatro ruedas sobre asfalto de carretera que amanece, cinco mortales pecadores, un bocadillo de chorizo aguardándome. Supe entonces que tampoco hablaría de bocadillos, de chorizo, de papel de aluminio.

Había cerrado mis ojos.

Y sentía cosas bien diferentes a todo aquello que había sentido hasta entonces: haberme levantado, asearme, vestirme, un maletín, mi bozo de la calma en sus hechuras; yo, como un diminuto pajarillo ajeno a compromisos que posado sobre la tierra sorbe las aguas del arroyo, yo era racimos de uva negra y árboles del bosque, piedras de montaña y nieve con flores rojas, y me detuve en los ojos de Isabel y eran muy bellos y me enamoré de sus pestañas y la coleta aparecía lentamente mansa, algunos cabellos rubios. Y la recorrí de principio a fin, su coleta. Repetí. Podía hacerlo cuantas veces quisiera. Yo era libre.

Todavía debían ser las nueve y el viaje duraría varias horas y eso era mucho tiempo para continuar así, recordando a Isabel y a todos aquellos que yo deseara, antojoso e ilimitado como un niño consentido en mi particular universo interior, dentro, un fresco de acuarelas o un corto de super ocho en una pantalla infinita, aire en movimiento, blanco de nubes, pinceles, libros, tomates de la huerta.

Yo era el director de la orquesta y se me estaba permitido refrescar la memoria de todo y de todos aquellos a mi antojo, e incluso podía charlar con muchedumbres o personas de una en una y sin boca siquiera, pues ya no necesitaba ojos, tampoco boca. Nadie necesita una boca cuando cierra sus ojos. Trazar en mi mente las cosas bellas de la vida, transformar lo menos bueno en inmejorable, comerme cuatrocientos idénticos aperitivos de chorizo apilados en cinco o seis estanterías blancas e inmaculadas de material desconocido, bocadillos de los de mi madre, doscientos kilos de fresas con nata de pastelería en tazones azules; la blusa de Lidia, el trasero de Mertxe también estaban allí, besar de nuevo a Arantza, un concierto de cuatro o cinco horas frente al piano, yo sabía tocar el piano y la batería y la zambomba y el sol estaba allí dentro, iluminándome, el sol y las casas y los campos y sus verdes. El blanco y el negro, los cuadros y los rombos, jerseys de lana, cigarrillos de chocolate. Deseé no abrir ya nunca jamás mis ojos porque todo estaba allí, siempre estuvo allí.
Sí, y vi algo además de a alguien. Vi a Dios, allí dentro. Sí, yo era Dios.
Afuera sonaba la radio y fue un comentario del locutor que me interrumpió momentáneamente... Un grupo de quinceañeras formaban un grupo hacía tiempo y habían compuesto un tema que recordaba "toda la estética cutre de los años sesenta"... así es más o menos como lo expresó el locutor y entonces sonreí aunque permanecían mis ojos cerrados, y aquello tenía gracia. Yo amaba los sesenta pero había cierta lógica en aquel punto de vista; existe algo de cutre en los sesenta una vez que los mira uno desde el interior de un brillante coche camino de Madrid, cuatro maletines en el capot trasero y unas corbatas y un presupuesto de seiscientos millones de pesetas, una emisora de radio con micrófonos y lo que uno dice transportado por las ondas, vagando por ahí entre el espacio, violando mujeres y niños, ancianos y ancianas, maquiavélicos cerebros y bebés cagando pañales, audiencias que votan en las elecciones en una ciudad como otras tantas, un país de cultura imperial, cuatro altavoces y aire acondicionado de termostato sobre el salpicadero. Tenía gracia, era un buen chiste. Quizá me había confundido yo de siglo y me parieron por equivocación... Y a veces pienso que soy del siglo veintitrés o algo así, y no precisamente por moderno o sofisticado y psicodélico que yo pueda resultar, sino porque aspiro a abolir la hipocresía y el dinero, el poder, las horas-extra y todos y cada uno de los países, vivir mejor. Dicen que cada día esto irá a más, a peor quiero decir. Sí, tenía gracia el chiste del locutor de la radio.

Mis ojos ya estaban como sellados sin esfuerzo, entregados, y no me importaba nada físico a mi alrededor. El resto de ingenieros seguirían allí, a mi lado, el bocadillo en su bolsillo, pero ni siquiera recordaba yo que era uno más de un grupo de cuatro personas, o quizá el hechicero de una tribu de indios que alrededor de los vaqueros caen sin remedio y como moscas, o que afuera hubiese carreteras y casas con puertas y ventanas y escaleras y dormitorios, porque yo estaba hablando con Dios, y conmigo mismo.

Debía atravesar el coche una de esas zonas con mala recepción radiofónica y de repente subió notablemente el volumen de la radio; era Tina Turner. Y el locutor dijo entonces que aquella música era fuerte y vital, y sí, lo cierto es que tenía gancho y sonreí de nuevo mientras Tina gritaba, aunque esta vez lo hice por dentro. Para mí.

El sol era magnífico. Dios era yo mismo.

Y poco más tarde no sabía ni qué hora era, pero había decidido permanecer así el mayor tiempo que me fuera posible, todo el camino... Repasaba los detalles de algo concreto y repetía sin cesar una y otra vez y luego cambiaba de imagen y recordaba nuevos momentos viejos, lugares, amigos, pantalones, culos, el rostro de Isabel, pero nada era rápido y en unas horas uno puede reconstruir y revivir toda su vida un centenar de veces, y fue entonces que el volumen de la radio ya incrementado manual e intencionadamente, al límite de lo absurdo, me forzó a abrir los ojos.

Me habían despertado de mi -llamémosle- sueño, la absoluta calma:

La radio estaba poco más o menos que a tope y al abrir los ojos oí un comentario que prefiero no recordar. Habían interrumpido los ingenieros mi descanso y el encuentro con Dios... El ingeniero que no conducía de la parte delantera debió pensar que me hacía un favor despertándome, porque ¡no estaba bien dormirse a esas horas!

No me hizo ninguna gracia, desde luego, pero al menos habían seleccionado y sin saberlo siquiera mi emisora favorita, la única que yo escuchaba:

La magnífica voz de mi locutora preferida narraba un texto a ritmo de lograda música acompañando la historieta. Era la única señal en todo el dial de la FM que se recibía correctamente en aquellos alrededores, aunque este hecho no me sirvió de consuelo, ni mucho menos.

El resto del trayecto permanecí con los ojos abiertos, conversaciones de ésas, y yo seguía mirando los campos y las casas, sus colores, pero ya no era lo mismo. Luego vimos un turismo accidentado y más adelante un camión volcado en mitad de la carretera, y las retenciones, también vimos las retenciones, pero eso era lo menos importante y fue entonces que miré al cielo y supe que yo no era libre.

Nadie es libre.

Rafael Moriel: 
Rafael Moriel ha escrito 6 libros de relatos y tres poemarios, y actualmente trabaja en su primera novela titulada: "Doctor Yo: Investigador". Ha publicado relatos cortos y poemas en diversas revistas literarias y actualmente colabora en la revista del ayuntamiento de Vitoria "Pa Que Tenteres". Ha ganado premios en el género del relato, destacando en el año 2000 uno con el diario "El Correo" y otro en el certamen "Tene Mujika", con el que ha publicado un libro junto a otros autores. Ha publicado en Internet y actualmente está creando, junto con otros escritores la revista "La Botica, revista literaria", en formato de papel.

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La fuente de los deseos
por Ricardo Alfredo Kleine Samsom

 

…..Mire, si quiere que le cuente, le cuento…..pero hoy fue en día de mierda, de esos en que no me tendría que haber levantado. Todo me salió al revés. Le cuento la ultima, de hace un rato.……Resulta que estaba sentado leyendo lo mas tranquilo y me dieron ganas de ir al baño, así que ¿qué hice?…….Correcto, fui al baño. Bueno, una hora estuve parado frente al inodoro y nada. Absolutamente nada, ni una gota. Ni una gota, ni un pedo. Porque en estos casos un pedo siempre es esperanzador, esa artillería gástrica de alguna manera insinúa,….anticipa una vehiculización intestinal. Pero ni eso, así que cuando se me fueron las ganas volví a leer y al rato me vienen ganas de orinar y entonces ¿que hice?…..¡No!. No fui al baño, me dieron ganas de orinar no de ir al baño, y son dos cosas distintas. Ud. sabe como soy yo, no me gusta mezclar los tantos. Así que aquí estoy. Estoy que me meo Dr., pero no me vienen ganas de ir al baño. Yo no sé que me esta pasando…..Hoy no me tendría que haber levantado….

……Curioso lo suyo, algo tan sencillo de resolver y paradójicamente tan complicado que parece…..Pero bueno ya le vendrán ganas. Mientras tanto le pido que me cuide la alfombra, abra notado que cambie el mobiliario y a esta la traje de España. Recordara, porque así se lo hice saber, que la semana pasada estuve en un congreso en Barcelona. He venido francamente sorprendido……Le cuento….el congreso lo auspicio la prestigiosa revista Española "La tertulia de Mizar". Las palabras inaugurales estuvieron a cargo del celebre pensador occidental Joan. Hijo natural de una prematura y fugaz unión entre el inminente traumatólogo Búlgaro: Joan; y la reconocida contorsionista Mexicana: Joana. Pero esto es anecdótico, hasta irrelevante…curiosidad biológica, si lo quiere ver así. Bueno, luego de su esclarecedor mensaje de bienvenida nos dispusimos a integrar las distintas mesas de trabajo en la que ya habíamos sido asignados. En suerte me toco compartirla con el, también celebre, critico literario: Miguel Mendiola; pero esto también es anecdótico al lado del tema que también me toco en suerte trabajar y que para mí era algo desconocido……¿A qué no sabe cuál fue el tema que nos toco en la mesa de trabajo?………..¡¡Si!!..La teoría del caos…..¿Cómo lo sabe?….¿Quién se lo dijo?….¡Ricardo Kleine!…..Claro, es el autor de este relato. Se da cuenta ese cretino nos maneja como quiere, estamos a su merced. Pero igual vamos a seguir…….

Escuche que interesante lo que dice la teoría del caos, parece ser que al contrario de lo que hasta hace un rato suponíamos, los seres más estereotipados, fuertes y exitosos, que en apariencia son los mas destacados, son los más torpes y estúpidos de la sociedad. ¿Y porque supone esto la teoría del caos? …Bueno aunque parezca paradójico, la vida en sociedad no se limita a la supervivencia del más apto, parece que es la revés: Todo ser que esta vivo es apto para vivir. Esto es muy importante de comprender porque nos aleja del modelo estúpido de liderazgo y protagonismo que lo único que pretende es la eficiencia. Y aquí vera Ud. algo interesante, contra la opinión generalizada de que este modelo estereotipado es bueno porque es eficiente, se encuentra el modelo real de la vida, que lo integran aquellos miles de millones de personas que, solo en apariencia, parecen vulgares y opacas, porque su modelo de vida se aleja del concepto egoísta de eficiencia, para ser verdaderamente eficaz y lograr cosas concretas. Por supuesto, no son personas destacables como nuestros lideres, pero contribuyen mucho mas "concretamente" a la integración social. Parece ser que estas personas, es decir las que logran armoniosa y silenciosamente ser eficaces para obtener cosas concretas, son muchos mas realistas para la sociedad que aquellas que a través del discurso eficientista se abstraen de la realidad viajando al mundo de la fantasía….Mientras que unos solo pretenden vivir la realidad de la manera en la que son aptos para hacerlo, los otros no reconocen limites y peligrosamente los ignoran poniendo en juego la paz social. Mientras que unos son, -consiente o inconscientemente-, miembros activos de una sociedad que pretende ser sana, los otros pretenden despegarse de ella buscando permanentemente su éxito personal sin medir consecuencias ni asumir compromisos sociales. Mientras que unos, sin esperanzas ni sueños, sin tótem ni creencias, sin ilusiones ni fantasías construyen concretamente la sociedad concreta y real, los otros las destruyen. Perece ser que ambos se alimentan mutuamente, pero mientras unos construyen cosas concretas los otros son parásitos………

Parece que la teoría del caos no pretende "enseñarnos" a pensar, lo que sí quiere es que pensemos como individuos responsables de una sociedad sana. Y para ir a un caso más concreto vamos a un ejemplo: En estos 15 años, Ud. como paciente y yo como profesional, hemos estado jugando a la eficiencia y nos olvidamos de lo efectivo para ser concretos. A sus fundadas sospechas de que las cosas, pese al esfuerzo y al tiempo, iban cada vez peor, las unimos a mis románticas creencias de que la íbamos llevando bien, y a esta madeja de complicados enredos las atamos al carro del destino suponiendo que este nos iba a solucionar las cosas por sí mismo. Conclusión: Ud. y yo hemos sido dos estúpidos. Por supuesto que esto no significa que le vaya a devolver ni un peso, tómelo como una inversión a corto plazo. Y pese a que ya van 15 años de terapia, digo a corto plazo porque al lado del derroche inútil que vienen haciendo nuestros dirigentes, públicos y privados, por convencernos de lo que sabemos imposible, lo suyo es una bicoca, como monedas tiradas a la fuente de los deseos. Y así como la silueta de estos centavos se desdibujan en el fondo del agua, así esa inconsciente e inocente búsqueda del inconsciente desdibujan el aspecto consciente y responsable de todo individuo activo de una sociedad sana. La parábola "Conócete a ti mismo" mas que un camino del individuo consciente a las necesidades concretas de la sociedad, parecen ser un eficaz somnífero, como una trampa, que nos acurruca plácidamente en los brazos del destino, como si este, al destino me refiero, estuviese determinado por algo o alguien. Esta parábola nos permite olvidar una "máxima" de lo concreto: " Dentro de los limites impuestos por la realidad".

Y para terminar, porque se nos acaba el tiempo y su obra social últimamente no esta pagando bien, la teoría del caos nos ayuda a planear nuevas preguntas, por ejemplo: ¿Quién es mas libre: el que derrocha esfuerzos inútiles en caprichos ideológicos y fantasías, sin hacer nada concreto, o por el contrario, quien, como el río, va haciendo su camino con lo que puede y tiene a mano y lo acepta agradablemente como factible?….

Bueno, veo que le ha interesado el tema, noto su cara mas distendida……..¡¿CÓMO?!…¡Se hizo pis!….¡¡La alfombra Benítez!!…¡¡La alfombra!!…..Ud. es un pelotudo!!!.


La luz de las estrellas sigue alumbrando nuevas y concretas esperanzas.

 

Ricardo Alfredo Kleine Samsom

 

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...Mu Tosico
por Manuel Moya Escobar

 

para Sergio

 

Papá, que había estado de joven aquí, en París, trabajando de camarero en un hotel, guardaba como recuerdo el frasco de arsénico en una de las altas estanterías del almacén.

¡ cuidado Arsenico, mu ToSico ¡

Eran aquellas letras rudimentarias e irregulares lo que, sin embargo, conferían un cierto e ineludible prestigio al frasco en el pequeño universo enrarecido y anodino del almacén.

Me gustaba pasar los sábados por la mañana limpiando las polvorientas repisas, imaginando historias inverosímiles en cada uno de los objetos que las poblaban, pero lo que más me gustaba era escuchar la segura prevención de mi padre hacia aquel misterioso frasco que había traído desde París por motivos que no logré arrancarle. Frotaba yo el cristal a conciencia, haciendo resurgir de él las letras escritas con torpeza en el esparadrapo:

¡cuidado, Arsenico, mu Tosico!

La mañana en que mi hermano hizo la primera comunión, papá, al que le había quedado de París un aspecto melancólico y una como desconfianza cerval hacia las palabras, me confesó, instruido por un par de copas de aguardiente, que sólo con aquel bote se podía acabar con todo un rebaño de cabras, o más aún, con un regimiento de caballería..., dios, con todo un pueblo como el nuestro.
No puede ser, me dije, mirando con fijeza un bote cuyo aspecto no podía resultar más inofensivo. Por más que miraba y miraba en su interior no lograba atisbar el menor signo de su de su maleficio.

Pero al otro día, cuando ya todo comenzaba a ser igual, el frasco bien agarrado entre las manos, a sabiendas de que ya nada me detendría hasta París, me encaminé con tranquilidad hacia el depósito de agua, y por uno de los orificios fui dejando derramar muy poquito a poco todo su contenido sobre las aguas frías y tranquilas. Después me puse a silbar carretera arriba como El Llanero Solitario, creyendo que París, esta ciudad cuya sola mención hacía suspirar a mi padre, me esperaba en alguna parte.

Manuel Moya Escobar

 

Última fotografía de familia
por Manuel Moya Escobar

 

(Monólogo)
[La escena se desarrolla en una habitación de hotel venido a menos. El mobiliario consistirá en dos sillas (en una de las cuales habrá ropa doblada de cualquier forma) y una cama a medio deshacer donde aparecen reclinados dos figuras (un hombre y una mujer).
Ella sostiene una fotografía, que observa divertida. Muy a lo lejos suena una campana (es de capital importancia que el tañido sea semejante a la de Saint Germain). Él, a sus espaldas, juega con el broche del sostén, al tiempo que va diciéndole los nombres de los personajes de la foto
.]


ÉL - Amor, el que ves ahí con ese frasco del esparadrapo bien agarrado, sí mujer, ese que pone ¡cuidado, Arsenico, mu tosico!, ése-, qué risa, soy yo.



Manuel Moya Escobar

 

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Caminando con mamá
por José Luis Vasconcelos

 

Caminaba junto a su madre... Puso la mano sobre ese hombro pequeño, percibió con asombro como la piel se había vuelto floja y cómo resbalaba sobre el hueso frágil..., iban despaciosamente por las calles de sombras irregulares y vapores disimulados por la frescura de la cantera.


El intercambio de frases no fluía como ambos deseaban. Sólo comentarios simples... Tal vez querían, en el fondo, después de muchos años sin verse, aprovechar esa caminata con la idea de localizar esos hilos, esas boyas que habían quedado flotando en el mar de la distancia...


Escoger algún punto de referencia que les permitiera volver a sentirse integrados como antes de que partiera de casa, o de caza, hacia esos lugares que la imaginación exacerba mientras no se toca la puerta de la necesidad.
Los pasos de la anciana eran inseguros, lentos, pero aún su espalda no se doblegaba, a pesar de la lluvia de tiempo blanquecino que se derramaba de su cráneo hacia la espalda.


El hijo sentía que era necesario sostener a la mujer que iba a su lado y que distaba mucho de ser la madre que lo había acompañado, hacía años, hasta la terminal de camiones.


Oculto en algún pliegue del pómulo brillante o agazapado entre sus arrugas sabía que se ocultaba el rostro animoso y la mirada certera que lo había impulsado, a pesar del profundo dolor, a mellar los caminos y a estrujarlos como si fueran un amasijo de flores secas que se arrojan desde la ventana del camión.
Cerró los ojos y jugó, como antes, a que él era un ciego y que su madre lo guiaba como certeza de lazarillo. Eso duró un par de segundos y fue esclarecedor -el temor a la oscuridad y a lo desconocido-, lo emocionante del juego no se había evaporado.


Abrió los ojos de inmediato y se autocensuró por practicar cosas impropias del adulto que, a pesar de saber que lleva un pequeño por dentro, lo esconde sin importar que arroje más sal a la herida.


Sonrieron ambos. Confiados, llenos de una felicidad que jamás los abandonaría y que los mantendría conectados a través de un cariño silencioso.
Cruzaron esas miradas de entendimiento y sonrisas apacibles que distaban mucho de ser de complicidad y sí tenían mucho de unión armónica.
La madre le palmeó su mano y le dijo:


—"Cierra los ojos, esta vieja tiene olfato aún, el Lazarillo de Tormes es un topo a mi lado..."


Sonrió porque esos comentarios eran el sello inconfudible de la mujer que ya había traspuesto el umbral de la tercera edad—llamada eufemísticamente así por quién sabe que primer pendejo—, y tenía el buen tino de limar asperezas —no deliberadas, ni por él ni por ella— que la distancia había ido sedimentando en la primera capa de la memoria


¿Primera capa?, Sí, pues sí, pensó para sí, no hay otra forma de llamarle a esa pared blanda entre lo real y lo verdadero que se derrumba, justo al empujar en el siti preciso, y deja ver que al interior de la gruta oscura brillan las cosas que de niños guardamos para volver un día por ellas...


Sintió una deliciosa relajación porque sabía que los comentarios de su madre eran capaces de derretir la capa más gruesa de hielo. Pleno de confianza, un sentimiento extraño lo invadió porque tuvo ganas de gritar que estaba contento de volver a su madre... No resistió el impulso de acercarla junto a él y estrecharla fuerte, con calidez...


Justo cuando inició el movimiento para atraerla hacia él, sintió la resistencia de un músculo firme, fuerte... y al voltear descubrió que estaba aferrado a la pierna de su madre y que ella se agachaba para sonreirle dulcemente mientras hacía un movimiento cariñoso para zafarse... El hijo tenía la boca tan abierta como los ojos porque ahí estaba ella, más joven de lo que la recordaba , y él más niño, indefenso y sin saber qué hacer o decir....


— Por fin regresaste a mí —le dijo ella—, ya no más, pequeño, porque ya ves lo que pasa... Hoy te quedarás sin cenar, para que reflexiones y no vuelvas a crecer. Piensa en mamá y no la hagas sufrir...


José Luis Vasconcelos

 

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Muestrario de la vida
por Amado Gómez Ugarte

 


Aquella sábana había atravesado varios sueños antes de ser colgada. Fue vela al viento en ese océano oscuro e insondable donde navegan los silencios de la noche sobre las olas gigantescas de la imaginación. Envolvió las caricias de un amor inventado que dos manos forjaron moldeando la nada con el barro intangible del deseo hecho mar, alfarero de senos de sirenas varadas y cabellos de espuma adornados de sal. Al llegar la tormenta, se tornó en tierra firme, una sábana blanca que cubría el cadáver del marino dormido, encontrado en la costa como único resto del naufragio infinito que amortaja las almas en el pozo sin fondo de la cruel soledad.


Los calcetines repasados son de un poeta que invirtió sus versos, ahorros de toda la vida, en un mal negocio: la esperanza. Y ahora, perdida, se lamenta de lo torpe que fue poniendo el alma en perseguir la utopía, llegando tan lejos donde ningún lector pudo seguirle, negándose a ofrecer a buen precio la cómoda caricia de lo fácil. Sus versos son calcetines rotos, recosidos, que penden en el tendedero de la vida como los ajusticiados antiguos colgaban en las plazas para escarnio propio y ejemplo de las masas.


El sostén negro con que la viuda recibió el pésame. Está ahí, mostrando al mundo la concavidad que nunca más palpará el difunto, si alguna vez lo había hecho, pero que ahora es reclamo para otras manos, también lo había sido antes, porque el dolor de estómago después del desayuno que lo llevó a la tumba tenía algo que ver con el cianuro. La viuda lo ha dejado pendiendo de una pinza, negro y con encajes, como un reto de maravillosa continuidad, como ese dinosaurio que todavía estaba allí al despertar.


Las medias de seda, que el novio improvisado le había regalado a la muchacha del quinto izquierda a cambio de un beso en la mejilla. Rotas ya del uso en la barra del bar donde trabaja para mantener al hijo que engendró ese maldito casto beso. De eso hace ya un año o cuatro, que fue un veintinueve de febrero. Ahora vende su amor por las esquinas, pero no deja que nadie más la bese.


Los calzoncillos que no llegó a ponerse nunca el abuelo. Lavados para nuevo uso. Alguien se los pondrá mañana. La ropa no puede tirarse. No es cierto que el abuelo se muriese. Estaba muerto hacía veinte años: olía, sabía y se palpaba ya como un cadáver. Desde que la abuela encontró un quirófano en el que dejar sus penas. A la gente se la entierra por evitarse la molestia de seguir teniéndolos delante. El abuelo podría haberse quedado tan tranquilo en su silla de mimbre, en la entrada de la casa, viendo pasar el tiempo como quien mira un río. Lo suyo era mirar. Sus calzoncillos estaban sin usar, pero los han lavado. Todo lo que tocaba el abuelo se lavaba, porque la vejez es una enfermedad contagiosa.


El chándal, Adidas, o algo así, del vecino de arriba. Que se empeñó en cuidar el cuerpo sobre todas las cosas, por culpa de la televisión y del aburrimiento. Iba al gimnasio todas las mañanas, hacía pesas, largas marchas en una cinta corredora, flexiones hasta desencajarse, natación y pádel, más flexiones, en un círculo vicioso de hedonismo. Lo único que consiguió con tanto esfuerzo fue tener pie de atleta. Y eso es una infección por hongos.


Un par de viejos pantalones sin remedio, que llevan colgados media vida. Nadie piensa recogerlos porque nadie vive ya en ese piso. Sus habitantes fueron desahuciados por no pagar las letras de la enciclopedia más grande conocida. También debían un café con leche en el bar de abajo y muchos saludos sin devolver. Vivían nada más que para sus libros. Eran gente que leía demasiado y no supo endeudarse, como los demás, por cosas realmente importantes: el frigorífico, un coche cuatro puertas, las vacaciones de verano, la comunión de los hijos, el perdón de los pecados, la eterna vida...


El monólogo de un sujetador con una braga, dos piezas del mismo rompecabezas, es un monólogo tan interior como la literatura de Virginia Woolf. Por cierto, Virginia Woolf no es una marca de corsetería, pero podría serlo. Ya lo creo que podría serlo.


Los trapos de cocina, el mantel, las servilletas, las toallas, el delantal, los pañuelos, la bayeta de quitar el polvo... Todas las criaturas de este mundo caben en un colgadero.


La ropa tendida no es otra cosa sino un muestrario de la vida.




Amado Gómez Ugarte.
Nacido en Llodio (Alava), en 1956. Columnista de Opinión del periódico Tribuna de Salamanca y de la revista virtual LUKE. Anteriormente ha colaborado en El Mundo del País Vasco y El Periódico de Álava. Es autor de la novela La Secana (Bassarai, 1996) y del libro de relatos Para Siempre (Bassarai, 1999). Participa en la Antología de relatos "Bilbao, almacén de ficciones" (Ayuntamiento de Bilbao. ED. Alberdania, 2000). En literatura infantil, ha publicado El viaje inolvidable (Universidad de Illinois, 1994), Bidaia Ahaztezina (Elkar, 1995, 1997, 1999 3ª Edición), Ni eta nire kontuak (Elkar, 1997), Ni eta nire metroa (Elkarlanean, 1998). Entre los numerosos premios literarios recibidos destacan el Jauja, el Ciudad de San Sebastián, el Ciudad de Coria, el Ciudad de Peñíscola, el Clarín y el Julio Cortázar.

 

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La sonrisa del mimo
por José Marzo

 


Víctor, el mimo del periódico en la mano, permanece de pie en su cajón como una estatua en su pedestal. En el suelo, un maletín abierto donde se van depositando las monedas. Clin, clan. Viste frac negro y porta un sombrero de copa también negro, y el maquillaje de su cara forma una máscara blanca y espesa. Sobre los párpados, una estrella azul; y sobre su boca, unos enormes labios rojos y sonrientes, cuyas comisuras se prolongan hasta las orejas.
Cada varios minutos, Víctor cambia de posición. Y de vez en cuando, si alguna persona se le pone a mano, la golpea con el periódico en la cabeza. Ploc. Luego, según la reacción del afectado, el mimo disimula y frunce los labios como si silbara, las manos cogidas a la espalda. O finge arrepentimiento, con los brazos en cruz como un Cristo y la cabeza inclinada sobre el pecho. O se parte literalmente de risa, llevándose las manos al vientre y flexionando el tronco adelante y atrás, mientras emite un sonido hueco y abdominal que parece una sonora carcajada.
Hace tres años que Víctor ejerce de mimo callejero. Al principio el negocio le iba mal. Le desesperaba pasar seis, ocho, diez horas de pie y recaudar a cambio el dinero justo para comer. Comenzó a sentir rabia contra las personas que acababan de gastar demasiado dinero en los grandes almacenes y no tenían un solo gesto amable, ni un solo rasgo de generosidad con un mimo que intentaba poner una nota de color en sus vidas. Algunos ni siquiera le miraban. O le miraban por encima del hombro. Rabia. Rabia y desprecio. Hasta que un día siguió su instinto de dar un golpecito en la cabeza con un periódico a uno de aquellos egoístas mezquinos. La mujer se volvió consternada, la gente detuvo el paso y se congregó alrededor, hubo risas... las monedas comenzaron a caer. Clin, clan.
Cuando el público se amontona en exceso, Víctor se inmoviliza y espera a que se disuelva. Cuando decrece, golpea a algún despistado en la cabeza. Qué paradoja: cuanto más desprecio siente, más dinero gana.
Cada noche a eso de las nueve, cuando los comercios van echando el cierre y apagan las luces, Víctor baja del cajón, recoje los bártulos y entra en el bar. En el servicio, al limpiarse la máscara de maquillaje ante el espejo, descubre un rostro sudoroso y fatigado y una mirada de piedra. Clin, clan. Cada vez es mayor la distancia que separa la dureza de sus ojos y de su boca seca, de la alegría festiva de las estrellas azules y la gran sonrisa roja.



José Marzo
(Madrid, 1967) es novelista. Es autor de cuatro novelas y tres volúmenes de relatos ultracortos. Su última obra publicada es la novela Un rincón para César, Vitoria, 1999 (http://www.bassarai.com). Durante seis años ha editado y dirigido la revista de cultura La Vieja Factoría y ha colaborado con artículos en medios impresos como Lateral (Barcelona) y Disenso (Canarias). Actualmente publica mensualmente artículos en el diario digital La Insignia (http://www.lainsignia.org) y los aforismos de la serie El Paso en la revista Luke (http://www.espacioluke.com).
Se adjuntan tres relatos ultracortos pertenecientes al segundo volumen, El mono mecánico habla conmigo, parte a su vez de la trilogía Aurora (en total, 120 piezas, compuestas desde 1992).

Contacto:
lavf@arrakis.es
Apdo. 696
28080 Madrid


 

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