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nueve otoño tres |
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Aunque les creamos inocentes (la tumba siempre comprenderá a los poetas) El cabrón del niño aquel saltaba a la comba sin presentir que la vida no son tres cuartos de hora en el recreo y yo, tras la reja que cercaba el colegio, envidiaba su felicidad. Allí dentro se divertían los pequeños y allá fuera caminaban los apresurados peatones que, al escuchar el alboroto, giraban las cabezas un instante pensando que no enrejan los patios para evitar que los niños se escapen, sino para que los adultos no metamos nuestra endémica tristeza. Las vallas de los colegios dividen la realidad en dos: a un lado, los padres que mienten a los hijos -¿cómo decirle a un crío que papá nunca bebe agua porque es alcohólico, que el abuelo está en un asilo porque nos asqueaba verle babear o que mamá ya no está gorda porque se le ha muerto el hermanito dentro de la barriga?- y, al otro, la de los hijos que confían en sus padres -a los niños les decimos que el mundo es como nosotros quisiéramos que fuera y, así, cometemos la mayor de las crueldades: no advertirles-. Mis dedos se agarrotaban alrededor del hilo metálico de la alambrada mientras sentía el irrefrenable deseo de desgarrarla, penetrar en el recreo de la despreocupación, arrodillarme y gritar -tal vez sollozar- que la existencia es papel higiénico de segunda mano. Y ya me imaginaba dentro cuando un balonazo me devolvió a la realidad incrustando mis dedos contra el metal y arrancándome dos uñas de cuajo. Un grupo de niños se desternilló ante mi sufrimiento y se liaron a chutar de nuevo la pelota contra el enrejado que ahora me protegía a mí -así de curiosas son las fronteras-, hasta que, allí, fuera del patio de la ignorancia, en la acera de las verdades, lograron hacerme llorar. Ninguno me compadeció, salvo aquel cabrón de niño que me miraba extrañado, quizá tratando de comprender por qué un simple balonazo me dolía tanto. Y al ratito, cuando mi patética presencia consiguió aburrirles, las crueles criaturas volvieron a brincar, reír, pegarse y chutar -¿por qué no hay hora del recreo en el mundo real?-. Regresé al día siguiente, a la misma hora, y espié de nuevo al niño ése. Lo venía haciendo desde que, un mes atrás, mi hijo de dieciséis años se quiso beber la adolescencia en un vaso de madurez, entró en un coma etílico y se (me) murió. Aquella noche habíamos discutido y, antes de salir a emborracharse, él me había gritado que ya no era un crío, que no necesitaba mi permiso para nada, que me
jodieran, que si su madre estuviera viva yo no le controlaría tanto y que -esto fue lo peor- él sabía de sobras de qué iba eso de vivir, así que me podía meter mis consejos donde me cupieran. Jamás entendió que mis consejos sólo me cabían en su cabeza y, de un portazo, se marchó para morirse en la fría cama de un hospital... sin saber de qué iba la vida porque era demasiado joven y porque nunca le demostré que yo decía la verdad cuando le repetía, una y otra vez, eso de que uno no es indestructible, y lo de que los amigos nos traicionan y nosotros a ellos -sin perder por ello la amistad-, y lo de que, al final, la familia es lo único que queda. Pero los jóvenes no comprenden eso de la soledad porque siempre están rodeados de gente que les presta atención. Así que te callas esos pensamientos y tu hijo sigue convencido de que la vida es como él la imagina. El cabrón del niño aquel se parecía a mi chico unos siete u ocho años atrás, cuando su madre y él jugaban a hacerse los muertos para que yo les reviviera a base de cosquillas, besos y risas. Lo vi el mismo día del entierro, cuando la comitiva pasó junto al colegio y un balón voló por encima de la verja para rebotar en el techo del coche funerario. El conductor, enojado y desaprensivo para con nosotros, detuvo el vehículo en medio de la calzada y se lió a gritos con los niños, lo que provocó una repentina carabana que devino en bocinazos y yo no pude evitar pensar que el cadáver de mi hijo estorbaba al buen quehacer de la ciudad. Pero un niño salió del recinto del colegio y, curioso, enganchó la nariz a la ventanilla del coche de muertos sin percatarse de que detrás aguardábamos los parientes. Su aliento formó un pequeño circulito de vaho en el cristal y, de haberlo traspasado, aquel soplo de vida, sin duda, hubiera resucitado a mi hijo. Pero no ocurrió. El conductor regresó, apartó al chaval de un manotazo, insultó a los impacientes que se apiñaban tras la comitiva y prosiguió el camino mientras el niño aquel, desde la acera de la realidad, meneaba la manita a modo de despedida... y, aunque fue el único desconocido que prestó atención a mi muerto cualquiera, le odié. Su dulzura, su inocencia, su interés, su respeto... me repugnaron hasta tal extremo que vomité dentro del coche. Era el asco. El asco que sentimos hacia lo que no comprendemos. Su inocente adiós, más valioso que el de los parientes -era el adiós del mundo-, perdía su significado al revelarse como acto mecánico -un niño se despide del tren que pasa, del amigo de la familia que no conoce y del muerto que avanza por la carretera-. Por un instante pensé que aquella manita en balanceo cadencioso soportaba el dolor de la humanidad hacia la pérdida de uno de sus miembros, pero, cuando el coche avanzó y el pequeño se llevó un dedo a la nariz para contemplar con deleite el fruto de su maniobra, comprendí que ni a los gusanos que habitan en mi parcela del cementerio y que, tiempo atrás, se comieron a mi esposa les conmovería que ahora les trajera a mi hijo. Entre los chicos que jugaban a fútbol o a golpearse los testículos mútuamente, él corría a la caza de las niñas. Siempre jugaba con el sexo contrario y a mí me jodía que aquella réplica del pasado de mi hijo -tal vez de mi pasado hijo- no se entretuviera con quehaceres más masculinos, así que cuando un balonazo le hundió la nariz, no reprimí un "¡Bingo!" que enseguida me estremeció -no se alegra uno del daño perpetrado sobre el espectro de un ser querido-. Los otros chicos se rieron y vitorearon al responsable del chute, o sea al matón de la clase, ese que de mayor hablará y hablará sobre sus días dorados del colegio, consciente de que el presente ya no le ofrece nada porque su momento pasó y la gloria nunca aparece por segunda vez. Había asestado un balonazo al débil, al que juega con las niñas y que, dentro de unos años, se las follará a todas con cierta amargura, pues su amistad perderá la inocencia para convertirse en una trampa, es decir que aparecerá el sexo como finalidad, y cuando eso o el dinero desplazan al mero objetivo que es la amistad desinteresada... entonces ya nada merece una lágrima. Los niños se reían de él como se rieron del balonazo en mis dedos y, pura catarsis, me solidaricé con su sufrimiento. La profesora permanecía ajena a la estúpida tragedia porque, a juzgar por su mirada perdida, húmeda y ensombrecida, bastante tenía con sus propios dramas como para prestar atención a los detalles de aquel recreo -desde la perspectiva de un adulto, ¿qué es el problema de un chiquillo?-, pero cuando el cabrón del niño aquel tiró de su falda y dijo "señoriiiiiiiiita" -los alumnos, aunque crezcan, acostumbran a llamar así hasta a las maestras octogenarias-, ésta disimuló su tristeza y escuchó las razones del crío para consolarle mimándole la carita amoratada. Y yo pensé en la importancia de aquel gesto, es decir en el adulto que oculta su sufrimiento para que el niño no lo vea. ¿Por qué callamos la crudeza de la realidad a los pequeños? ¿Es lícito engañarlos fingiendo que la vida es tan divertida, gratuita y sencilla como tres cuartos de hora en el patio del colegio? Si no les hacemos comprender que este mundo será cruel, aislacionista, embaucador y contrario -sobre todo contrario-, ¿cómo atrevernos a imbuirles, a base de imperativos que no comprenden, las normas de convivencia? ¿Cómo hacerles entrar en la mollera que no deben reírse de los hombres tristes que miran a través de los enrejados de los colegios porque algún día, seguro, ellos también mirarán desde ese lugar solitario -o desde otro similar- y no les gustará que se burlen de ellos? Los niños se desternillan de los adultos y nadie se les acerca para preguntarles algo tan importante como esto: ¿Cuántos hombres se han suicidado tras la burla de una criatura? ¡Cuántos! -¡Sr. Vilamat, deje de molestar al Sr.
Marrero! Y el niño que disparó el balonazo, al oír su nombre resonando entre los muros del colegio, e igual que el resto de seres del lugar, quedó paralizado de terror. La voz dulce de la maestra que oculta sus penas, acaricia mofletes y se ruboriza cuando un niño le toca sus vergüenzas, es también la voz del ogro. La chiquillería temía a aquella hembra débil y solitaria que, a parte de callar su dolor, hacía lo propio con su auténtica personalidad en aras de un objetivo que ella consideraba de mayor calibre: enderezar la vida de débiles y fuertes según la medicina que cada uno requiriera, lo que demuestra sobremanera la maleabilidad de los buenos -pero tristes- maestros. Tras su berrido, el recreo entero enmudeció convirtiendo aquella olla de grillos en un remanso de paz que parecía invitarme a entrar en el patio de los niños felices. Era el silencio. Los pequeños se comunican gritando y llegan a armar tanto jaleo que los adultos les tememos. Es el ruido. Docenas de voces chillonas provocan un estruendo capaz de bloquear el escaso valor que nos queda. El enrejado del colegio no era más que una barrera ficticia, pues, a fin de cuentas, la ensordecedora y constante forma de comunicación que los niños tienen entre sí, es la auténtica frontera que los adultos no osamos saltar -los ejércitos gritan antes de entrar en combate para atemorizar al contrincante y los niños, sabiendo que, en un mundo de adultos, sólo tienen fuerza cuando están juntos, gritan para recordarnos su poder-. El silencio me ayudó a reunir ánimo, pero, de pronto, la maestra se giró y los niños, con sus sonoros juegos, volvieron a bloquear el acceso. Un silbato indicó el final del recreo y yo me senté en un banco a la espera de que algo alterara la decisión que, tras presenciar aquella parodia, acababa de tomar, pero como tres horas después aún no había ocurrido absolutamente nada y las mujeres tan besuconas como besugonas ya se apiñaban en la puerta del colegio, decidí poner en marcha mi plan. La madre de aquel chico cabrón siempre llegaba tarde y él la esperaba junto a un poste. Así que, aquel día, abordé al pequeño con estas palabras. -Hola, guapo. El niño me revisó de pies a cabeza buscando el saco donde guardaba eso que decía traer, y no lo encontró. -¿Conoces alguna verdad? -pregunté. El niño miró hacia la derecha, por donde solía aparecer su madre, en lo que yo interpreté como un gesto de nerviosismo, pero entonces se echó las manos a los bolsillos, se apoyó en la farola, encogió los hombros y repitió: -No sé. Le agarré con agresividad por la solapa de la chaqueta y lo arrastré hasta un callejón donde, arrinconado contra la esquina, tuvo que escucharme: -Te crees muy listo porque hoy has ganado en el patio, ¿eh? Lo he visto todo y tu triunfo sólo me hace pensar que tu inocencia no es más que una careta que enmascara tu auténtica vileza. Te gusta manipular a la gente, ¿verdad? Hacerles creer que eres bueno para conseguir sus favores. Apretar tu carita contra una entrepierna solitaria, ir de marginado para jugar con las niñas o despedirte de los muertos para burlarte de los familiares, ¿no? Pues eso está muy mal hecho, mocoso. La vida es demasiado asquerosa como para que tú manipules a los demás con tu carita de ángel. El niño me miraba asombrado. -¿Sabes lo que es la soledad, niñato? La soledad es no tener a nadie a quien manipular porque todo el mundo se ha cansado de tu manipulación. Hoy por hoy, para ti la novedad es estar solo. Cuando tus padres se van a cenar o cuando no responden a tu grito en la noche, aprendes levemente lo que es la soledad. Pero cuando seas mayor, la novedad será la compañía. En el trabajo, en el bar, en el gimnasio, incluso en tu propia casa estarás rodeado de gente, pero no te harán compañía. Tan sólo estarán allí, y tú sentirás que no te comprenden, que no les apetece escuchar tus penas, porque ya tienen las suyas propias, y que se burlan de ti a tus espaldas. Cuando hay personas a tu alrededor a quienes les importas un pepino, entonces, niño, estás sólo de verdad. Y ante sus ojos del niño que sólo ha conocido la muerte a través de los juegos de ordenador, me corté las venas y levanté los puños para mostrarle las muñecas de donde manaban verdades rojas. Quería que mi sufrimiento, el mal que me hizo la gente, el abandono, la culpa, la muerte, la incomprensión, pasaran a aquel mocoso y así aprendiera que la vida no son tres cuartos de hora en el patio del colegio. Si todo iba bien, el chico viviría sesenta o setenta años más con el trauma de mi muerte en su mente y esa sería mi venganza hacia la humanidad. Pero el claxon sonó y el niño giró la cabeza instintivamente. -Es mi mamá. ¿Me puedo ir? El niño me miró extrañado y, antes de echar a correr, dijo: -No sé. Y se fue. Conseguí vendarme las muñecas con la camisa y llegar a un hospital donde me salvaron la vida por los pelos -o por las venas-. Afortunadamente, el niño no presentó denuncia alguna, incluso puede que ni le comentara a su madre el incidente -le explicaría que el profesor de mates le había puesto un nueve, que el tal Vilamat le había pegado un balonazo adrede o que, para comer, habían servido unas lentejas asquerosas, pero no que un hombre que traía verdades había descubierto una que no guardaba en su saco-, porque cualquier juez condenaría a un hombre que tratase de castrar psicológicamente a un niño. Traumatizar con premeditación y alevosía debería estar penado. Creí que aquel niño sería un buen receptor de mi muerte, pero esos pequeños estúpidos no comprenden nada que no les afecte directamente. Ahora ando buscando otra víctima... porque yo soy el tipo que camina con cara de suicida, que mira con desprecio a la gente y que respira hondamente, como si estuviera cogiendo aliento para realizar un gran esfuerzo. Algunas veces parezco ansioso por acercarme a alguien y explicarle mi problema, pero no lo hago porque sé -o creo- que mis verdades a nadie importan. Y por eso, pronto, una mañana de éstas, me quitaré la vida ante un espectador... por venganza, por rencor, por manifestarse... o tal vez por miedo a morir solo. Álvaro Colomer
f7ju83·inicio
f7ju83·inicio
por Álvaro Colomer
Charles Baudelaire
No debemos ocultarles la realidad... por nuestro propio bien. Hay que abrirles los ojos, por ejemplo, así: "Mira, guapo, bien pronto tu padre se morirá de tanto comer, beber, fumar e incluso trabajar porquerías, y tu madre se casará con un señor al que tendrás que llamar papá, y ese hombre te odiará tanto como tú a él, pero te dará dinero y, por eso, acabarás llamándole como a él le dé la realísima gana, y las fotos de tu auténtico padre irán desapareciendo de las estanterías de casa y tú sabrás que tu madre las mete en el fondo de un cajón oscuro, pero no dirás nada porque tú mismo las tirarás a la papelera algún día, cuanto prefieras usar el marco para la foto de tu perro o cuando mires el retrato y pienses que,
joder, el hombre no dejó nada de herencia". También se les puede comentar que "Un día saldrás al recreo del trabajo y no habrá nadie que quiera jugar contigo, ni siquiera alguien que se preocupe en chutarte balonazos a la cara para reírse de ti, porque, fíjate, hasta tu desgracia importará muy poco al resto de los hombres, así que te irás a tu casa, donde tampoco habrá nadie y te aburrirás porque ya no sabrás imaginar mundos ficticios, sino niñas besándote el pito... ¡no hagas
'puaj' porque te encantará!... y, para no derrumbarte, te inventarás amistades en el bar de la esquina, donde el camarero te hablará un par de meses hasta que incluso él, que está acostumbrado a todo, se avergüence de tener un cliente como tú". O "Llegará un día en que creerás en algo más que en tus juguetes y desearás luchar por esa idea, pero alguien te dará una palmadita en la espalda y te pondrá un fajo de billetes delante, con lo que tú pasarás a autoconvencerte de que lo importante es mantener la ideología en tu interior y que el dinero te ayudará, más adelante, a regresar a tus creencias, pero el tiempo pasará y odiarás lo que eres justificándote en la estupidez de que ya es tarde para volver atrás, hasta que el día de la muerte te pille sin haber dejado en este mundo ni un simple golpe de vientre que sirva de abono a un árbol".
Pero la profesora ocultó su drama ante la mano que tira de la falda y que se protege metiendo la cabeza entre las piernas de los mayores. El cabrón del niño aquel sollozaba donde todos los adultos quieren hacerlo -un niño llorando sobre un coño y la mano de una mujer mesando su cabello- y la señorita, algo acalorada, se secó la frente y disimuló su rubor ante la mirada lasciva de sus compañeros de trabajo (los pequeños, sin prestar atención a dónde meten la cabeza, sobre qué lugares se sientan o qué cosas tocan, creen que los mayores piensan como ellos, pero hay adultos que se incomodan y callan la otra realidad). Y cuando el niño se hubo calmado gracias a ese instinto animal que, aunque falte el conocimiento teórico, nos hace comprender que la entrepierna de la mujer es el consuelo absoluto, la profesora lo separó de su lado, dio un paso al frente y berreó:
-Hola -(los niños siempre responden, como si estuvieran obligados a hacerlo).
-¿Sabes quién soy?
-No.
-Soy el hombre que trae las verdades.
-No sé.
-Cierto, tú no sabes nada. Sólo lo que papá y mamá dicen, pero haces bien en no creerles. La verdad es un presente silencioso que muy pocos te regalarán.
-Me hace daño -protestó agitando el brazo que yo agarraba.
-¿Te duele? Tú no sabes lo que es el dolor... pero yo te lo enseñaré. ¡Ves esto!
"Esto" era una navaja bastante ridícula a juzgar su tamaño.
-Podría sacarte un ojo y comérmelo, o rajarte el pecho y introducir la mano hasta arrancarte el corazón. ¿Te gustaría que lo hiciera? Dime, ¿te gustaría?
-No.
-Pues estás de suerte, porque no lo haré. Sólo quiero que te fijes bien porque hoy te voy a enseñar lo que es la vida.
-Pero, pero... ¿has comprendido algo? ¿No ves que me he quitado la vida delante tuyo? ¿No entiendes eso?
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