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    nueve otoño tres

PORTADA :: EL HILO :: EL LABERINTO

 

Todas la claves y el símbolo 

VersO
Solo la muerte
por Ernesto Langer
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Muerde las flores
por Antonio Rodríguez
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Es todo
por Ivanovich Torres
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Tardes de silencios rotos
por Javier Sánchez
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Conrad Anker
por Román Piña Valls
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Lágrimas
por Ricardo Guzmán
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Desvaríos subterráneos (Muerte)
por Nuria Ruiz de Viñaspre
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Abre los ojos
por José Vicente Badía
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Fragmentos
por Daniel Rubén Mourelle
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Yo sé los secretos...
por Rafael P. Castells
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Tras la reja
por Miguel de Asén

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Dos Poemas
por Mª Carmen Moreno Mozo

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Pasajero
por Antonio Álvarez

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Hay calles que matan
por Antonio Polo
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Yo no me fui
por Rafael Pérez Castells
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Aunque les creamos inocentes
por Álvaro Colomer
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El miedo a los truenos
por Antonio Rodríguez
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Una carta con los ojos cerrados
por Rafael Moriel
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Temprano a la mañana
por Ricardo A. Kleine
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El pie
por Cristina Bergoglio
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Alabanza del Tumba
por Horacio Sacco
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La sartén por el mango
por Mariano Gimeno Machetti
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El Brujo
por Roberto A.B elmonte
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Terospitas
por Eliseo
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Silencio
por Antonio Rodríguez
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El Brujo
por Roberto A.B elmonte
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Terospitas
por Eliseo
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Silencio
por Antonio Rodríguez
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ENRIQUE VILA-MATAS
BARTLEBY Y CÍA.
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JULIO GARCIA TRIO
SIN HUELLAS
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EZRA POUND
CANTARES COMPLETOS

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ROGER SHATTUCK
CONOCIMIENTO PROHIBIDO

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CÉSAR ANTONIO MOLINA
VIVIR SIN SER VISTO
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KETIL BJØRNSTADT & DAVID DARLING
EPIGRAPHS
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KARL MARX
POEMAS
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LAURA RUIZ MONTES
LO QUE FUE LA CIUDAD DE MIS SUEÑOS
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ENRIQUE BADOSA
MARCO AURELIO, 14
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MARIA JESUS MINGOT
CENIZAS
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BEBER ESTIMULA LA INTELIGENCIA
por Antonio Rodríguez
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MARUJA TORRES: VIDA DE NOVELA
por Carlos Yusti

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AN OBSERVATION ABOUT KING CRIMSON
EL CUELLO DEL REY EN EL FILO DEL HACHA

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DAVID TORRES
DONDE NO IRÁN LOS NAVEGANTES
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LIGAZÓN
Propuesta de montaje para la pieza de D. Ramón Mª del Valle-Inclán
Incluída en el "Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte"
JUAN JOSÉ FERNÁNDEZ VILLANUEVA y ROSA FERNÁNDEZ CRUZ
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f7ju83·inicio


Aunque les creamos inocentes
por Álvaro Colomer

 

(la tumba siempre comprenderá a los poetas)
Charles Baudelaire

 

El cabrón del niño aquel saltaba a la comba sin presentir que la vida no son tres cuartos de hora en el recreo y yo, tras la reja que cercaba el colegio, envidiaba su felicidad. Allí dentro se divertían los pequeños y allá fuera caminaban los apresurados peatones que, al escuchar el alboroto, giraban las cabezas un instante pensando que no enrejan los patios para evitar que los niños se escapen, sino para que los adultos no metamos nuestra endémica tristeza. Las vallas de los colegios dividen la realidad en dos: a un lado, los padres que mienten a los hijos -¿cómo decirle a un crío que papá nunca bebe agua porque es alcohólico, que el abuelo está en un asilo porque nos asqueaba verle babear o que mamá ya no está gorda porque se le ha muerto el hermanito dentro de la barriga?- y, al otro, la de los hijos que confían en sus padres -a los niños les decimos que el mundo es como nosotros quisiéramos que fuera y, así, cometemos la mayor de las crueldades: no advertirles-.

Mis dedos se agarrotaban alrededor del hilo metálico de la alambrada mientras sentía el irrefrenable deseo de desgarrarla, penetrar en el recreo de la despreocupación, arrodillarme y gritar -tal vez sollozar- que la existencia es papel higiénico de segunda mano. Y ya me imaginaba dentro cuando un balonazo me devolvió a la realidad incrustando mis dedos contra el metal y arrancándome dos uñas de cuajo. Un grupo de niños se desternilló ante mi sufrimiento y se liaron a chutar de nuevo la pelota contra el enrejado que ahora me protegía a mí -así de curiosas son las fronteras-, hasta que, allí, fuera del patio de la ignorancia, en la acera de las verdades, lograron hacerme llorar. Ninguno me compadeció, salvo aquel cabrón de niño que me miraba extrañado, quizá tratando de comprender por qué un simple balonazo me dolía tanto. Y al ratito, cuando mi patética presencia consiguió aburrirles, las crueles criaturas volvieron a brincar, reír, pegarse y chutar -¿por qué no hay hora del recreo en el mundo real?-.

Regresé al día siguiente, a la misma hora, y espié de nuevo al niño ése. Lo venía haciendo desde que, un mes atrás, mi hijo de dieciséis años se quiso beber la adolescencia en un vaso de madurez, entró en un coma etílico y se (me) murió. Aquella noche habíamos discutido y, antes de salir a emborracharse, él me había gritado que ya no era un crío, que no necesitaba mi permiso para nada, que me jodieran, que si su madre estuviera viva yo no le controlaría tanto y que -esto fue lo peor- él sabía de sobras de qué iba eso de vivir, así que me podía meter mis consejos donde me cupieran. Jamás entendió que mis consejos sólo me cabían en su cabeza y, de un portazo, se marchó para morirse en la fría cama de un hospital... sin saber de qué iba la vida porque era demasiado joven y porque nunca le demostré que yo decía la verdad cuando le repetía, una y otra vez, eso de que uno no es indestructible, y lo de que los amigos nos traicionan y nosotros a ellos -sin perder por ello la amistad-, y lo de que, al final, la familia es lo único que queda. Pero los jóvenes no comprenden eso de la soledad porque siempre están rodeados de gente que les presta atención. Así que te callas esos pensamientos y tu hijo sigue convencido de que la vida es como él la imagina.

El cabrón del niño aquel se parecía a mi chico unos siete u ocho años atrás, cuando su madre y él jugaban a hacerse los muertos para que yo les reviviera a base de cosquillas, besos y risas. Lo vi el mismo día del entierro, cuando la comitiva pasó junto al colegio y un balón voló por encima de la verja para rebotar en el techo del coche funerario. El conductor, enojado y desaprensivo para con nosotros, detuvo el vehículo en medio de la calzada y se lió a gritos con los niños, lo que provocó una repentina carabana que devino en bocinazos y yo no pude evitar pensar que el cadáver de mi hijo estorbaba al buen quehacer de la ciudad. Pero un niño salió del recinto del colegio y, curioso, enganchó la nariz a la ventanilla del coche de muertos sin percatarse de que detrás aguardábamos los parientes. Su aliento formó un pequeño circulito de vaho en el cristal y, de haberlo traspasado, aquel soplo de vida, sin duda, hubiera resucitado a mi hijo. Pero no ocurrió. El conductor regresó, apartó al chaval de un manotazo, insultó a los impacientes que se apiñaban tras la comitiva y prosiguió el camino mientras el niño aquel, desde la acera de la realidad, meneaba la manita a modo de despedida... y, aunque fue el único desconocido que prestó atención a mi muerto cualquiera, le odié. Su dulzura, su inocencia, su interés, su respeto... me repugnaron hasta tal extremo que vomité dentro del coche. Era el asco. El asco que sentimos hacia lo que no comprendemos. Su inocente adiós, más valioso que el de los parientes -era el adiós del mundo-, perdía su significado al revelarse como acto mecánico -un niño se despide del tren que pasa, del amigo de la familia que no conoce y del muerto que avanza por la carretera-. Por un instante pensé que aquella manita en balanceo cadencioso soportaba el dolor de la humanidad hacia la pérdida de uno de sus miembros, pero, cuando el coche avanzó y el pequeño se llevó un dedo a la nariz para contemplar con deleite el fruto de su maniobra, comprendí que ni a los gusanos que habitan en mi parcela del cementerio y que, tiempo atrás, se comieron a mi esposa les conmovería que ahora les trajera a mi hijo.

Entre los chicos que jugaban a fútbol o a golpearse los testículos mútuamente, él corría a la caza de las niñas. Siempre jugaba con el sexo contrario y a mí me jodía que aquella réplica del pasado de mi hijo -tal vez de mi pasado hijo- no se entretuviera con quehaceres más masculinos, así que cuando un balonazo le hundió la nariz, no reprimí un "¡Bingo!" que enseguida me estremeció -no se alegra uno del daño perpetrado sobre el espectro de un ser querido-. Los otros chicos se rieron y vitorearon al responsable del chute, o sea al matón de la clase, ese que de mayor hablará y hablará sobre sus días dorados del colegio, consciente de que el presente ya no le ofrece nada porque su momento pasó y la gloria nunca aparece por segunda vez. Había asestado un balonazo al débil, al que juega con las niñas y que, dentro de unos años, se las follará a todas con cierta amargura, pues su amistad perderá la inocencia para convertirse en una trampa, es decir que aparecerá el sexo como finalidad, y cuando eso o el dinero desplazan al mero objetivo que es la amistad desinteresada... entonces ya nada merece una lágrima. Los niños se reían de él como se rieron del balonazo en mis dedos y, pura catarsis, me solidaricé con su sufrimiento.

La profesora permanecía ajena a la estúpida tragedia porque, a juzgar por su mirada perdida, húmeda y ensombrecida, bastante tenía con sus propios dramas como para prestar atención a los detalles de aquel recreo -desde la perspectiva de un adulto, ¿qué es el problema de un chiquillo?-, pero cuando el cabrón del niño aquel tiró de su falda y dijo "señoriiiiiiiiita" -los alumnos, aunque crezcan, acostumbran a llamar así hasta a las maestras octogenarias-, ésta disimuló su tristeza y escuchó las razones del crío para consolarle mimándole la carita amoratada. Y yo pensé en la importancia de aquel gesto, es decir en el adulto que oculta su sufrimiento para que el niño no lo vea. ¿Por qué callamos la crudeza de la realidad a los pequeños? ¿Es lícito engañarlos fingiendo que la vida es tan divertida, gratuita y sencilla como tres cuartos de hora en el patio del colegio? Si no les hacemos comprender que este mundo será cruel, aislacionista, embaucador y contrario -sobre todo contrario-, ¿cómo atrevernos a imbuirles, a base de imperativos que no comprenden, las normas de convivencia? ¿Cómo hacerles entrar en la mollera que no deben reírse de los hombres tristes que miran a través de los enrejados de los colegios porque algún día, seguro, ellos también mirarán desde ese lugar solitario -o desde otro similar- y no les gustará que se burlen de ellos? Los niños se desternillan de los adultos y nadie se les acerca para preguntarles algo tan importante como esto: ¿Cuántos hombres se han suicidado tras la burla de una criatura? ¡Cuántos!
No debemos ocultarles la realidad... por nuestro propio bien. Hay que abrirles los ojos, por ejemplo, así: "Mira, guapo, bien pronto tu padre se morirá de tanto comer, beber, fumar e incluso trabajar porquerías, y tu madre se casará con un señor al que tendrás que llamar papá, y ese hombre te odiará tanto como tú a él, pero te dará dinero y, por eso, acabarás llamándole como a él le dé la realísima gana, y las fotos de tu auténtico padre irán desapareciendo de las estanterías de casa y tú sabrás que tu madre las mete en el fondo de un cajón oscuro, pero no dirás nada porque tú mismo las tirarás a la papelera algún día, cuanto prefieras usar el marco para la foto de tu perro o cuando mires el retrato y pienses que, joder, el hombre no dejó nada de herencia". También se les puede comentar que "Un día saldrás al recreo del trabajo y no habrá nadie que quiera jugar contigo, ni siquiera alguien que se preocupe en chutarte balonazos a la cara para reírse de ti, porque, fíjate, hasta tu desgracia importará muy poco al resto de los hombres, así que te irás a tu casa, donde tampoco habrá nadie y te aburrirás porque ya no sabrás imaginar mundos ficticios, sino niñas besándote el pito... ¡no hagas 'puaj' porque te encantará!... y, para no derrumbarte, te inventarás amistades en el bar de la esquina, donde el camarero te hablará un par de meses hasta que incluso él, que está acostumbrado a todo, se avergüence de tener un cliente como tú". O "Llegará un día en que creerás en algo más que en tus juguetes y desearás luchar por esa idea, pero alguien te dará una palmadita en la espalda y te pondrá un fajo de billetes delante, con lo que tú pasarás a autoconvencerte de que lo importante es mantener la ideología en tu interior y que el dinero te ayudará, más adelante, a regresar a tus creencias, pero el tiempo pasará y odiarás lo que eres justificándote en la estupidez de que ya es tarde para volver atrás, hasta que el día de la muerte te pille sin haber dejado en este mundo ni un simple golpe de vientre que sirva de abono a un árbol".
Pero la profesora ocultó su drama ante la mano que tira de la falda y que se protege metiendo la cabeza entre las piernas de los mayores. El cabrón del niño aquel sollozaba donde todos los adultos quieren hacerlo -un niño llorando sobre un coño y la mano de una mujer mesando su cabello- y la señorita, algo acalorada, se secó la frente y disimuló su rubor ante la mirada lasciva de sus compañeros de trabajo (los pequeños, sin prestar atención a dónde meten la cabeza, sobre qué lugares se sientan o qué cosas tocan, creen que los mayores piensan como ellos, pero hay adultos que se incomodan y callan la otra realidad). Y cuando el niño se hubo calmado gracias a ese instinto animal que, aunque falte el conocimiento teórico, nos hace comprender que la entrepierna de la mujer es el consuelo absoluto, la profesora lo separó de su lado, dio un paso al frente y berreó:

-¡Sr. Vilamat, deje de molestar al Sr. Marrero!

Y el niño que disparó el balonazo, al oír su nombre resonando entre los muros del colegio, e igual que el resto de seres del lugar, quedó paralizado de terror. La voz dulce de la maestra que oculta sus penas, acaricia mofletes y se ruboriza cuando un niño le toca sus vergüenzas, es también la voz del ogro. La chiquillería temía a aquella hembra débil y solitaria que, a parte de callar su dolor, hacía lo propio con su auténtica personalidad en aras de un objetivo que ella consideraba de mayor calibre: enderezar la vida de débiles y fuertes según la medicina que cada uno requiriera, lo que demuestra sobremanera la maleabilidad de los buenos -pero tristes- maestros.

Tras su berrido, el recreo entero enmudeció convirtiendo aquella olla de grillos en un remanso de paz que parecía invitarme a entrar en el patio de los niños felices. Era el silencio. Los pequeños se comunican gritando y llegan a armar tanto jaleo que los adultos les tememos. Es el ruido. Docenas de voces chillonas provocan un estruendo capaz de bloquear el escaso valor que nos queda. El enrejado del colegio no era más que una barrera ficticia, pues, a fin de cuentas, la ensordecedora y constante forma de comunicación que los niños tienen entre sí, es la auténtica frontera que los adultos no osamos saltar -los ejércitos gritan antes de entrar en combate para atemorizar al contrincante y los niños, sabiendo que, en un mundo de adultos, sólo tienen fuerza cuando están juntos, gritan para recordarnos su poder-. El silencio me ayudó a reunir ánimo, pero, de pronto, la maestra se giró y los niños, con sus sonoros juegos, volvieron a bloquear el acceso.

Un silbato indicó el final del recreo y yo me senté en un banco a la espera de que algo alterara la decisión que, tras presenciar aquella parodia, acababa de tomar, pero como tres horas después aún no había ocurrido absolutamente nada y las mujeres tan besuconas como besugonas ya se apiñaban en la puerta del colegio, decidí poner en marcha mi plan. La madre de aquel chico cabrón siempre llegaba tarde y él la esperaba junto a un poste. Así que, aquel día, abordé al pequeño con estas palabras.

-Hola, guapo.
-Hola -(los niños siempre responden, como si estuvieran obligados a hacerlo).
-¿Sabes quién soy?
-No.
-Soy el hombre que trae las verdades.

El niño me revisó de pies a cabeza buscando el saco donde guardaba eso que decía traer, y no lo encontró.

-¿Conoces alguna verdad? -pregunté.
-No sé.
-Cierto, tú no sabes nada. Sólo lo que papá y mamá dicen, pero haces bien en no creerles. La verdad es un presente silencioso que muy pocos te regalarán.

El niño miró hacia la derecha, por donde solía aparecer su madre, en lo que yo interpreté como un gesto de nerviosismo, pero entonces se echó las manos a los bolsillos, se apoyó en la farola, encogió los hombros y repitió:

-No sé.

Le agarré con agresividad por la solapa de la chaqueta y lo arrastré hasta un callejón donde, arrinconado contra la esquina, tuvo que escucharme:

-Te crees muy listo porque hoy has ganado en el patio, ¿eh? Lo he visto todo y tu triunfo sólo me hace pensar que tu inocencia no es más que una careta que enmascara tu auténtica vileza. Te gusta manipular a la gente, ¿verdad? Hacerles creer que eres bueno para conseguir sus favores. Apretar tu carita contra una entrepierna solitaria, ir de marginado para jugar con las niñas o despedirte de los muertos para burlarte de los familiares, ¿no? Pues eso está muy mal hecho, mocoso. La vida es demasiado asquerosa como para que tú manipules a los demás con tu carita de ángel.

El niño me miraba asombrado.

-¿Sabes lo que es la soledad, niñato? La soledad es no tener a nadie a quien manipular porque todo el mundo se ha cansado de tu manipulación. Hoy por hoy, para ti la novedad es estar solo. Cuando tus padres se van a cenar o cuando no responden a tu grito en la noche, aprendes levemente lo que es la soledad. Pero cuando seas mayor, la novedad será la compañía. En el trabajo, en el bar, en el gimnasio, incluso en tu propia casa estarás rodeado de gente, pero no te harán compañía. Tan sólo estarán allí, y tú sentirás que no te comprenden, que no les apetece escuchar tus penas, porque ya tienen las suyas propias, y que se burlan de ti a tus espaldas. Cuando hay personas a tu alrededor a quienes les importas un pepino, entonces, niño, estás sólo de verdad.
-Me hace daño -protestó agitando el brazo que yo agarraba.
-¿Te duele? Tú no sabes lo que es el dolor... pero yo te lo enseñaré. ¡Ves esto!
"Esto" era una navaja bastante ridícula a juzgar su tamaño.
-Podría sacarte un ojo y comérmelo, o rajarte el pecho y introducir la mano hasta arrancarte el corazón. ¿Te gustaría que lo hiciera? Dime, ¿te gustaría?
-No.
-Pues estás de suerte, porque no lo haré. Sólo quiero que te fijes bien porque hoy te voy a enseñar lo que es la vida.

Y ante sus ojos del niño que sólo ha conocido la muerte a través de los juegos de ordenador, me corté las venas y levanté los puños para mostrarle las muñecas de donde manaban verdades rojas. Quería que mi sufrimiento, el mal que me hizo la gente, el abandono, la culpa, la muerte, la incomprensión, pasaran a aquel mocoso y así aprendiera que la vida no son tres cuartos de hora en el patio del colegio. Si todo iba bien, el chico viviría sesenta o setenta años más con el trauma de mi muerte en su mente y esa sería mi venganza hacia la humanidad. Pero el claxon sonó y el niño giró la cabeza instintivamente.

-Es mi mamá. ¿Me puedo ir?
-Pero, pero... ¿has comprendido algo? ¿No ves que me he quitado la vida delante tuyo? ¿No entiendes eso?

El niño me miró extrañado y, antes de echar a correr, dijo:

-No sé.

Y se fue.

Conseguí vendarme las muñecas con la camisa y llegar a un hospital donde me salvaron la vida por los pelos -o por las venas-. Afortunadamente, el niño no presentó denuncia alguna, incluso puede que ni le comentara a su madre el incidente -le explicaría que el profesor de mates le había puesto un nueve, que el tal Vilamat le había pegado un balonazo adrede o que, para comer, habían servido unas lentejas asquerosas, pero no que un hombre que traía verdades había descubierto una que no guardaba en su saco-, porque cualquier juez condenaría a un hombre que tratase de castrar psicológicamente a un niño. Traumatizar con premeditación y alevosía debería estar penado.

Creí que aquel niño sería un buen receptor de mi muerte, pero esos pequeños estúpidos no comprenden nada que no les afecte directamente. Ahora ando buscando otra víctima... porque yo soy el tipo que camina con cara de suicida, que mira con desprecio a la gente y que respira hondamente, como si estuviera cogiendo aliento para realizar un gran esfuerzo. Algunas veces parezco ansioso por acercarme a alguien y explicarle mi problema, pero no lo hago porque sé -o creo- que mis verdades a nadie importan. Y por eso, pronto, una mañana de éstas, me quitaré la vida ante un espectador... por venganza, por rencor, por manifestarse... o tal vez por miedo a morir solo.

Álvaro Colomer

 

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f7ju83·inicio

 

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El miedo a los truenos
por Antonio Rodríguez

 

Sé que no debería escribir desde este portal, pero afuera está lloviendo y caen los truenos como calumnias, y para qué engañarnos, me asustan. Sé que a nadie le importa mi vida, y sin embargo pienso meter este pliego en el buzón que está sobre mi cabeza, aquí, junto a esta escalera, y ese sofá que nadie usa, pero que es rojo y seguramente cómodo. Ayer, sabía quien era yo, pero ahora entiendo muchas cosas, he aprendido, y no sé si preferiría seguir siendo un ignorante.

Ayer hacía mejor día, mucho mejor cuando por la mañana me levanté para coger el teléfono y dije ronco y deshabitado -¿quién es?- y una señorita con una hermosa sonrisa me dijo desde el otro lado del teléfono que me invitaban a una degustación de vinos y cervezas, pero yo le dije que soy abstemio y que no me interesaba, pero hacía muy buen día, y esa fue la primera mentira.

Por entonces, yo era moreno y medía un metro ochenta, tenía el pelo algo largo, barba de tres o cuatro días, según el día, era más o menos simpático, y no tenía excesivo éxito con las mujeres. Bueno, mi madre sí que me quiere, pero eso es patético y esa fue la segunda mentira.

Como estoy de vacaciones, me bajé a comprar el periódico y a desayunar al Vip's, porque se está muy bien, y hay muchos libros, y además hacía un día cojonudo para salir a tomarse un café y a leer el periódico en una cafetería. Me atendió una chica muy amable, con una sonrisa enorme, que además me preguntó que si quería azúcar. Era muy guapa, y yo, aunque no ligue mucho, sí que soy muy lanzado para ciertas cosas y me gusta vacilar, por eso le dije que bastaba con que metiera su dedo en el café para que estuviera dulce. A su sonrisa le pasó algo raro, que no suele pasar, se abrió ligeramente y se llenó de sinceridad. Fue el verdadero amanecer de ayer, ya digo, empezó a hacer un día fantástico.

Lo bueno del Vip's es que las mesas están asignadas a los camareros, y por eso, me tuvo que atender ella todo el tiempo. Creo que hice unas pocas bromas más, y ella me miraba de soslayo mientras llenaba mi taza con humeante y deliciosa agua sucia. Supuse yo, que a veces soy muy perceptivo, que le había caído en gracia, pero no pasé de ahí. Me bebí el contenido de la taza y ojeé un rato el periódico lleno de noticias muertas, de gente muerta, me morí un poco, me acordé de los versos de aquel poeta que dijo que en el mundo hay mucha más gente bajo tierra que encima.

Por la tarde, volví allí, estuve curioseando entre los discos y los peluches, robé un llavero de South Park, que lo aprietas y es como tocar el pelo esponjoso y tupido de los niños cuando salen del agua. Me iba a ir cuando vi a la camarera de por la mañana salir de una puerta con un cartelito dorado que ponía PRIVADO, ya no llevaba esa falda roja por la rodilla a juego con su chaleco y su camisa de rayas verticales, ahora sus piernas estaban cubiertas por unos vaqueros, azules, y una camiseta ajustada. Ahora estaba seria, bueno, normal, como cuando no piensas en nada en particular, no sé, al subir al autobús o al salir de la ducha. Salió y se me quedó mirando un momento. Salió y se quedó, tratando de encontrar en su cerebro el referente a mi cara. Salió y se acercó a mí. -Hola, ¿qué tal?- pero, por qué me habla, por qué a mí, si sólo le pedí un café y le hice un chiste, -bien ¿y tú?-, si no la conozco de nada, si sólo sé que se llama Susana Jiménez, porque lo he leído en la chapa que lleva siempre en el pecho, que tiene los turnos de tarde los martes y los jueves, y los de mañana los lunes, miércoles y viernes, que suele venir en Metro, pero que, de vez en cuando, la viene a buscar un chico de unos ventiún años en un Ibiza azul, con perilla y vestido de marca, por qué, entonces, si no me conoce, me ha saludado antes de marcharse ahora por la puerta, se va y se despide del guarda de seguridad.

Decidí seguirla, aunque no lo decidí yo, fue como un impulso, quizá por el calor sofocante o porque no tenía nada que hacer, amigos a los que llamar, perro al que pasear, casa sí, pero hogar, no.

Se subió en la línea 6, y se bajó seis paradas después. Luego entró en un portal, que debe de ser el de su casa. Ahora, las nubes cubrían gran parte del cielo. Cuando esto pasa, me he fijado en que el cielo es como un cenicero, donde se acumulan todos los humos, las colillas de los malos pensamientos de las personas que caminan con los ojos cerrados y la navaja por delante hacia su trabajo, hacia su rutina amaestrada de días que se dividen en espacios de ocho horas, ocho horas para trabajar, ocho horas para dormir y otras ocho horas para esconder tras una sonrisa la enorme tristeza que a todos consume, por eso, porque arden echan humo, el cielo estaba a esa hora de ayer gris, cenicientamente cierto. Por eso, creo que el cielo a veces llora, para devolvernos toda la miseria que le hemos enviado al dar un portazo, al gritarle a alguien porque no arranca lo bastante deprisa, al enterrar un cuerpo cerca de la encina del Retiro que da sombra al quiosco de la calle Menéndez Pelayo.

A eso de las diez, salió Susana de casa. Llevaba la misma ropa, pero iba un poco maquillada. Me levanté del bar desde el que vigilaba la puerta, dejé unas monedas sobre la mesa y la perseguí a hurtadillas hasta un pub llamado Malvavisco. Empezó a chispear. Ella se sentó en la barra y saludó familiarmente al camarero que nada más verla destapó un tercio de cerveza y se lo puso delante.

Allí estaba yo, siguiendo a una desconocida de la que sólo sabía su nombre y que tiene dos faldas, una roja y otra negra, varios vaqueros, usa camisetas ajustadas, una de ellas con un pollito dibujado en el pecho y alguna blusa, que bebe el café cortado y la cerveza a morro. De pie, en medio de un lugar desconocido, con música country muy suave y no más de cinco o seis personas. Me senté a cuatro asientos de ella. Me vio al rato, al cabo de cuatro minutos y treinta y seis segundos. -Oye, ¿tú no eres...?- dijo escudriñando tras la sombra de una columna mi rostro y acercándose al tiempo al taburete de mi izquierda. Yo la miré desconcertado, fruncí el ceño y aguardé unos segundos. -¡Hombre, qué casualidad!- le dije sorprendido por encontrármela allí. Recuerdo perfectamente la conversación, cada palabra, recuerdo su modo de mover el pelo, de modular la voz, de entrecerrar los ojillos para atender a mis explicaciones y me acuerdo, sobre todo, de su enorme sonrisa sincera. Recuerdo cada paso que di hasta convencerla de que me acompañara a otro sitio, y al salir, recuerdo que me dio la mano para caminar a mi lado. Supe que la estaba enamorando, supe que era amor cuando en la calle me besó en la boca delante de todo el mundo, bajo el aguacero, mientras la lluvia corría por la acera hacia la alcantarilla, devolviéndonos la miseria de saber pensar y conocer más cosas que ayer, mientras la lluvia corría por los columpios de un parque cercano, mientras la lluvia corría por mis venas, supe que era amor cuando la apreté entre mis brazos y ella suspiró, cuando la abracé por el cuello y ella desplomó su peso en mis manos, cuando ese suspiro me supo a gloria y me sentí feliz y los truenos gritaron fuertemente y yo ardí, y la dejé caer al suelo, donde la lluvia la poseyó fieramente, como un tesoro justamente ganado, y yo corrí para no ver desaparecer jamás la sonrisa de sus ahora amoratados labios y me escondí en este portal, para esconderme de los relámpagos que brillan mucho y de los rayos que quieren de mí ese amor que me he llevado para siempre.


Antonio Rodríguez

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