Aislado, me encuentro, encerrado,
Solo la muerte
por Ernesto Langer
trás las paredes que me aprisionan.
Sólo la muerte tiene la llave
y no llega.
Afuera lo otro limita conmigo.
Es una inmensa otredad en que respiro y me muevo.
¿Hasta cuándo?
Esa es mi duda y mi prueba
mi desasosiego y mi pena.
Porque estoy solo. Esa certeza me corroe.
En este espacio están mi carne,
y dentro de ella mi espíritu.
No hay fuga posible.
Sólo la muerte tiene la llave
y no llega.
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Muerde las flores
por Antonio Rodríguez
Muerde las flores si no encuentras
mi sombra entre tus bragas si no duermes
las monedas que no quise guardarme
muerde las flores
cuando la celebración del aria te intimide
y los cantos te arranquen de tu alma y te lleven
de los pelos amarrada a la cola de un caballo
encabritado entonces muerde
las flores y muerde los mares y muerde
las paredes y muerde los ojos de los ciegos
que te juzgan al pasar y muere en ese tormento
de escuchar la tormenta que se viene a morir
contigo muerde las flores mueren las flores
calla muérdete la lengua bebe su polen.
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Es todo
por Ivanovich Torres
Todo se debe a tu mirada, no encuentro respuesta más clara y sencilla. Sin lujos ni fama, todo se basa a esos labios de niña
Alta y espigada con un cuerpo ideado, ser contemplado por mucho tiempo. Como las azucenas dormidas en tus hombros a la espera de un suspiro, uno que venga sin permiso
A tus manos no les digo nada, también las miro. Me imagino que levantas tus manos y tus dedos cortan el aire, como tijeras a la seda. Así lo imagino
Subes sin dejar de tocar el piso, te elevas con tus sueños hasta dejar muy quieto a tu cuerpo; se pone tibio
De tantos sueños que procreas vas poblando tu destino, y mientras pasan los días más me callo y te miro
Poco a poco me quedo sin palabras, como lluvia cansada sin otro remedio que dejar que la luz cercene su vientre nuboso. La diferencia es que tu lo haces con tus instintos carnosos.
Y eso me parece que es todo, no agrego más para no desperdiciar tu asombro; mientras contemplas las letras me quedo en silencio, mi mente se calla, contemplo el aura que te acoge y el aroma de tus ojos.
Eso es todo, para mi, es todo.
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Tardes de silencios rotos
por Javier Sánchez
Estaba sentado tras la mesa
de un café cercano a mi apartamento
donde algunas,
quizás las mas solitarias
de las tardes,
venía a tomar café.
Era un lugar
de los pocos lugares
en esta acerada ciudad
de gris pizarra,
donde podía sentir
ese apaciguamiento
de mi mente desquiciada,
desbocada de dudas.
Me sentaba
y dejaba pasar el tiempo
enlazando diálogos incompletos,
trazos de frases
y conversaciones
que lentamente,
muy lentamente esbozaban
el cuadro inconcluso y eterno
de las antiguas obras de bodevil
que años atrás
había visto en varias ocasiones.
Como si de un personaje más
se tratara,
componía el colorido de este lienzo
acompañado
de mi taza de café,
y entre sorbo y sorbo,
los personajes
pasaban junto a mí
con sus historias colgadas,
a sus espaldas cansadas.
Era curioso observar,
como acabábamos hablando
siempre de lo mismo,
de poesía,
o de mujeres.
Y seguía pasando el tiempo,
impertérrito y decadente,
con la lentitud acostumbrada
pero era agradable
la sensación de sentirme
no como un escritor,
fotógrafo o pintor,
sino como partícipe
de una obra pictórica,
era como si el color
rojo, azul, verde o añil,
supiera su función
dentro de un cuadro.
La oportunidad de ser,
de participar,
de sentirme parte activa
unas veces,
en un cuadro de Cezanne,
y al poco
encontrarme en un lienzo Goyesco.
Era el paraíso de mi ego,
rodeado de cuadros y frases,
aderezadas de música y cerveza,
y como no,
de mi aromático y sabroso café
que como tantas tardes
han hecho pasar mis silencios y mis paranoias
al oscuro túnel del olvido.
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Hallé tu cuerpo, Mallory,
Conrad Anker
por Román Piña Valls
A David Torres
como una estalacmita,
devorado por buitres, fundido en la montaña.
Prometeo de hielo, los goraks penetraron
con sus picos tu vientre,
tu corazón, tu hígado,
y en el hueco crecieron tus entrañas de nieve.
Con la pierna partida y la espalda desnuda
los años de ventisca deshicieron tu ropa
algodonando el cielo con lluvia de Inglaterra
en las cumbres del Tíbet.
Pero jamás creí que pudieras ser tú
sino el pequeño Irvine quien había de erguirse,
como un dardo perdido en la ladera blanca,
a saludar al hombre en vuestra búsqueda.
Al descubrir tu brillo de alabastro,
Única luz antigua entre las ruinas
de cuerpos abatidos en la cumbre,
pensé que eras el joven Andrew Irvine.
Ahora me pregunto por qué nos resistimos
a aceptar que eras tú, que era tuyo el cadáver
del hombre sepultado, que era tuyo el pie blanco
sin bota que asomaba, que eran tuyos los músculos
de hielo como mármol insensible a los siglos.
Porque eras como un dios, George Leigh, nadie creía
que pudieras ser tú quien nos diera su cuerpo
de luz para acabar con el misterio.
Nadie quiso creer en estas siete décadas
que tus ojos de fuego
se abrirían así desde el abismo,
mojados en la sangre, bajo el peso del mundo,
para hablar del horror de aquella noche.
Ya no sé si hice bien desenterrando
tus despojos, hurgando en tus bolsillos,
desdoblando la pierna de muñeco,
o al cubrir tu sepulcro
con las rocas oscuras que antes te golpearon.
Yo me senté en la nieve y miré abajo
por algunos minutos, en la cima
para escuchar tu grito en los glaciares,
acaricié tu torso de alpinista
hermoso y duro, frío como de oro
blanco que las tormentas respetaron.
Seguí las venas anchas de tus brazos,
arranqué tus dos manos de la nieve
arañada en la lucha por volver a la senda.
Y no miré tu rostro,
no pude con el cáliz
de contemplar tu faz de dios vencido.
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Lágrimas
a Raúl Guzmán Estalla ¡Oh, capitán!, ¡mi capitán!
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