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ariadna-rc.com    el año sin primavera

 

Salmo 45

 

“Abría todos sus libros en señal de duelo”
Carlos Tejero

 

Abro todos mis libros en señal de duelo. Un día, con esa convicción proscrita y extravagante me dije “no volveré a leer más”. Y sentí una gran pena. Una pena enorme y dolorosa que me llevó a apoyar una mano en la mesa, aproximarme lentamente al butacón y acabar medio hundido en él. Me dije “no volveré a leer más” tomando ya conciencia de ser como los libros que me rodeaban, un objeto decorativo, una sombra. ¿Y a dónde irán a parar? ¿Qué mano tocará sus lomos, qué gesto los enviará a la máquina de pulpa, al fuego, a las tiendas de segunda mano? Nadie mirará, por mero vicio, las dedicatorias, los años perdidos de feria en feria buscando una firma de autor. Vendrá un día el carro de la muerte y se los llevará sin remedio.

Abro todos mis libros como una señal de despedida. Después del desayuno, una pieza de fruta, unas aceitunas, una taza de café solo, una loncha de fiambre sin pan, a veces una salchicha recalentada en el microondas. Y salgo a la terraza llueva o no.

Hace diez años, recién cumplidos los cuarenta y cinco, dejé de fumar. De golpe. Lo había intentado algunas veces para contentar a Marisol. Saqué el paquete de la camisola larga, que a menudo me hacía función de batín, lo dejé en una repisa de la estantería grande, junto a los diccionarios, los catálogos de museos y la gran enciclopedia de cuando nos vinimos a vivir juntos. Y allí estuvo el paquete, sus muchos años, haciéndole compañía a un oso blanco de fieltro, la foto de la Granja, y un minúsculo portal de Belén, a cuyo alrededor hacen aún guardia una insignia auténtica del Partido Comunista, un frailecillo, un búho azul, y una figurita de plomo de David Croquet con el mosquetón en posición de descanso y la mirada hacia arriba. Todos desde los desfiladeros negros y blancos del Julio Casares hasta los acantilados negros y dorados del María Moliner.

Cada mañana, desde hace ya mucho, me despierto mal. sin ganas. Me levanto y descalzo recorro el pasillo hasta la puerta buscándola sin decir su nombre. Después  mear, tomarme el café y las pastillas, un zumo de naranja. Recuerdo algunas cenas y sus pies pequeños en mis rodillas, medio adormilada de puro gusto. Una lechuga, pepino, algunos tomates, la sal. Quizá una sinfonía romántica, la cuarta de Bruckner. Me sentaría en el ancho sillón de Ikea y al segundo movimiento ya estaría dormido.

Ahora me despierto confuso. No sé qué hago aquí. Tardo en encontrarme. Como antes de ella. Y entre mis dedos un cigarrillo que puede convertirse en la última costumbre.

 

© Jesús Urceloy, abril de 2020

 

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