LA P R O S A


 

La opulencia de los girasoles
por Antonio Polo


I

Enfrente de mí viaja una mujer a la que la muerte parece haber sorprendido. Está quieta, mirándome fijamente. Desde que entré no ha apartado la vista de mí ni un instante, sólo cuando el guardagujas desvió el tren consiguió volver a la vida. Su renacimiento nos ha sorprendido a todos porque llegó con un gesto brusco y esquivo, lo que hizo que su compañero de asiento se volviera hacia ella un tanto incómodo.

De nuevo ha vuelto a mirarme decidida. Tal vez me confunda con otra persona, con otra que hubiera participado en sus pesadillas, acaso en sus sueños más dulces. Tal vez fuera eso, o quizá fuera porque tiene una mirada tan insistente y tan estatutaria que más que una mirada parece una advertencia. A veces, cuando cree que no la miro, o se distrae un momento con algún detalle del paisaje, la observo y me pregunto si esconderá algún secreto bajo su soberbio semblante; si lo desconocido o lo lúgubre habita entre los suyos. Diríase que percibe algo, algo que la asusta y no esperaba, algo que sin duda la atemoriza. Cuanto más la contemplo más me convenzo de que su espanto está relacionado con la anticipación y la premura.

Al cabo de un tiempo vuelvo a retomar el libro que he comenzado a releer más de una docena de veces.

Cuando medio comprendí que podía oír los ruidos antes de que se produjesen, ni siquiera lo consideré una rareza...

La novela que entonces sostenía entre las manos fue a unirse también a mis sospechas. Parecía obvio que aquella mujer tan obstinada -sin duda, cómplice en silencio de quién sabe qué urdimbre- buscó alguna vez entre las ondas del aire los signos de aquello que aún no está; de algo que todavía no ha sido. Supongo que ha tratado de hallar el eco de las cosas futuras, de las miserias que rondan al acecho, de la felicidad que nos aguarda. Tal vez pensó que habría logrado ganar por unos cuerpos de ventaja al destino, y por eso ahora escruta tan fijamente todo, como buscando un rasgo, o alguna insinuación en el oscuro túnel del futuro. Sin embargo, no ha logrado seducir sino a los ruidos menores, a las comunes menudencias: una tabla que se astilla, una puerta que se bate en la noche o una caricia inadvertida...




II


El tren era un cercanías. Una de las nuevas adquisiciones de la Renfe para cubrir trayectos interprovinciales: el Ómnibus. De niño sentía una enorme envidia por los viajeros de este plateado tren. No me ocurría lo mismo con aquellos otros que partían hacia lugares lejanos y que jamás volvían o lo hacían cuando ya nadie los recordaba, pero los viajeros del Ómnibus regresaban siempre al anochecer, quizá tres días más tarde, una vez finalizada la feria de ganado o la corta estancia en el hospital de Sevilla.



La mujer pareció turbarse cuando el tren se detuvo un instante en el apeadero. Los nuevos viajeros buscaban acomodo entre los asientos vacíos mientras crecía un alboroto momentáneo que tenía algo de fiesta y de urgencia a la vez. Todos llevaban ropa de abrigo.

Por el contenido de las conversaciones pudimos saber luego que aquellas gentes se dirigían a la estación de El Cuervo para tomar el expreso de Madrid. Todavía tuvieron que pasar algunos minutos hasta que lograron acomodo, y al cabo de un tiempo, cuando el traqueteo del tren volvió a convertirse en un ruido monótono, cesaron ya los rumores.


Mientras tanto, a lo lejos, como un soberbio oasis en la opulencia de los girasoles, se divisaban hileras de eucaliptos. De la misma manera, cuando el tren salía de un túnel o de una curva de amplio trazado y una vez ya superados los peraltes -flanqueados éstos por eminentes taludes-, se podían apreciar los silos y los elevadores de alguna pequeña explotación industrial. Todo lo que se podía contemplar desde el tren era, en algún momento, paralelo y cercano a nosotros: los cortijos inmaculadamente blancos (salpicados a veces por un amarillo de ocres vocaciones), los eucaliptos que dominaban los campos en una soledad extraordinaria, las acequias (trazadas con económica cautela), los olivos, la oleaginosa fragancia de las almazaras, la presencia poderosa de los pesticidas, los puentes metálicos, los pasos a nivel sin barrera, las conjunciones de vías, las estaciones, los recuerdos, los vívidos temores...



III


Desde que el tren aumentó su velocidad en la última curva, las conversaciones cesaron totalmente. Diríase que aquel silencio inundaba las riberas más sórdidas de la fatalidad mientras el sol, al atardecer, reverberaba en la plateada estructura del Ómnibus.

Liberados ya de la atención de los nuevos viajeros, comencé a percibir el calor que desprendía el cuerpo de aquella mujer, ahora más próximo que nunca. Su cercanía fue proporcionándome toda una gama de fragancias de entre las que sobresalía una esencia dulce y equívoca. Fue entonces cuando el silencio se impregnó de su perfume.

Algunos minutos más tarde entramos en uno de esos puentes de hierro a cuyo paso el paisaje se transforma en finas obleas. Pasaron árboles discontinuos, ríos con millones de afluentes paralelos, pájaros solitarios (sin vocación y desbandados), y dos saltamontes que jugaban a engañar al arco iris. Luego la mujer desapareció. No sé qué me indujo a buscarla. Ni sé que por qué acechaba su rastro por los pasillos, pero lo cierto es que caminaba trastabillando a cada paso, en realidad reptaba apoyándome en los respaldos de los asientos. Corría sorteando maletas, esquivando a soldados con permiso, al aguador que ofrecía calladamente sus servicios, al revisor que cansinamente señalaba algo en su cuaderno. Una vez hube alcanzado el furgón de cola, aquella mujer me señaló un lugar al final, junto al portón, muy cerca de la última ventanilla, en el último vagón, en el último segundo.

Entonces llegó el ruido.

Las luces se apagaron, los débiles susurros cesaron, las ropas salieron despedidas, las maletas estallaron, los asientos -con sus ocupantes medio dormidos- recorrieron el vagón como si nada obstruyera su camino, y luego sobrevino el silencio. Solo el silencio. Nada más que el silencio.


Me desperté en el hospital varios días más tarde, cuando ya se había restablecido el tráfico ferroviario. Me contaron que el Ómnibus y el expreso de Madrid se encontraron frontalmente entre las estaciones de Lebrija y El Cuervo; que los muertos yacían al borde de las vías cubiertos con mantas, que el Ómnibus, más frágil, no soportó el embate del expreso; que los primeros vagones quedaron reducidos a la mínima expresión, y que el chirrido de los frenos se oyó desde muy lejos. Me dijeron también que el espectáculo fue dantesco...

Ya no quedaban evidencias de la catástrofe. Me dijeron que podía recuperar mis pertenencias en un almacén próximo al lugar. Aquella misma mañana me acerqué a retirarlas. A la entrada había una lista detallada de víctimas y heridos del accidente. Pregunté al jefe de estación por la misteriosa mujer que nadie recordaba, que nadie había visto, que nunca había subido a aquel tren.

Mi equipaje estaba al final de la nave, como si fuera una predicción. Fue al retirarlo cuando vi que junto a él quedaban los restos de una carta. Tomé el trozo ensangrentado de papel y leí:


...Subieron gentes con frágiles maletas. A lo lejos, como un soberbio oasis en la opulencia de los girasoles, se divisaban hileras de eucaliptos. Los viajeros buscaban acomodo entre los asientos vacíos. Todos llevaban ropa de abrigo...



Antonio Polo González. Madrid. Junio de 1999

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