PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS

PRESENTACION · CONTACTO · SEXTA EDICION



LIZ

por Joaquín Lanza Sclavo

Accésit categoría Construcción

6ª Edición Premio Internacional de Relato Patricia Sánchez Cuevas

 


Ilustración de Felipe Guadalix

 

1

La foto tiene cinco años. En primer plano estamos el Flaco y yo; el Puente de las Américas detrás. Recuerdo la fecha porque fue tomada el día de la inauguración, un 28 de febrero. Roberto, el Flaco, lleva camisa blanca y una corbata roja con la punta raída de tanto masticarla. Yo estoy de pantalón azul y camisa celeste. No miramos a la cámara; tenemos la vista clavada en el puente y una sonrisa soberbia en la cara. Autosuficientes; cagándonos en las autoridades presentes, en el Presidente Batlle, que metros atrás corta la cinta.

Recuerdo también, con exactitud, lo que hicimos ese día.

Cuando el ruido del protocolo y las autoridades habían desaparecido, nos juntamos para una celebración íntima en el campamento. Se trataba de un grupo reducido, gente de obra, todos los que en mayor o menor grado habíamos participado de la construcción. Algo sencillo: asado, refrescos y whisky. Esas reuniones son siempre iguales; se cuentan anécdotas de obras pasadas, historias de gente simple, de trabajo; y se toma mucho.

—Esta noche es para festejar —dijo Roberto después del primer brindis y empinó el vaso.

Las luces anaranjadas comenzaban a encenderse y unos pocos salimos a la calle, el pecho hinchado de orgullo; escocés en vasos descartables; el alcohol anestesiando los sentidos. Cruzamos la avenida y nos detuvimos en el cantero central. En silencio admirábamos el puente desde abajo; como se deben mirar los puentes. El pilón monumental como un mástil de velero, los tirantes, el tablero curvo, elegante; todo eso estaba allí gracias a nosotros. Y sigue estando hoy.

—Es un lindo puente —dijo alguien.

—Linda —acotó Roberto.

—¿Cómo?

—Digo que es “ella”. Es un puente femenino. Hembra.

Todos rieron . Sin embargo, el Flaco permanecía impertérrito.

—Hermosa, elegante, compleja. —agregó.

Hacía calor. El tiempo transcurría lento. Fluía, como el whisky.

Roberto levantó el vaso. La otra mano, la que sujetaba la botella de Chivas casi vacía, quedó abajo. Apuntó con el índice hacia los cables. Movía los labios, sin emitir sonido, como si buscara la palabra exacta.

—Liz— dijo por fin y estrelló la botella contra la base del pilón, en una especie de bautismo privado. Luego se puso a reír escandalosamente, hasta que la risa se transformó en ataque de tos y luego en respiración agitada, y terminó de rodillas con las manos apoyadas sobre el césped.

 

 

2

Eso fue hace cinco años. Hoy llueve. Manejo alrededor del hospital. Roberto está internado y ya no volverá a salir. Es lo que dice su mujer. Por teléfono me pinta un panorama negro. Repite de memoria, con lujo de detalles, el diagnóstico de los especialistas. Datos inútiles que no aportan a la cuestión de fondo: “no hay nada para hacer”.

—No hay derecho, justo ahora que estaba contento, disfrutando del nieto como nunca.

Conocí a Roberto en su oficina del segundo piso, hace quince años, el mismo día en que empecé a trabajar en la empresa. Él es arquitecto, quizás por eso tenga esa sensibilidad diferente, algo difícil de encontrar entre mis colegas. Mi primera obra fue la rehabilitación de un viejo puente en arco sobre Ruta 3. Los planos originales estaban fechados en 1922, cuando mis abuelos eran adolescentes. Roberto me pasó ese día toda la información que había reunido; me explicó cómo había imaginado el trabajo, cada detalle, dibujando a mano alzada sobre una hoja manchada de café. Comenzó entonces el ritual de mi visita los lunes por la mañana, temprano, cuando aún la oficina estaba vacía. Él me esperaba con una jarra de café recién hecho y los papeles sobre su escritorio. Hablábamos sobre asuntos concretos de las obras de turno, pero también de arquitectura, de libros, de cine; en fin, de las cosas que llenaban su vida. Ahí supe de las bóvedas ultra finas de Félix Candela, de la poesía de Nicolás Guillén y de los ojos color violeta de Liz Taylor.

Roberto había entrado a la empresa en la década del setenta. Su primer destino fueron obras en el litoral, y me consta que su régimen de trabajo era el mismo que hoy tengo yo. Me refiero a la movilidad permanente. Lunes en Montevideo, resto de la semana en el interior. Un año en Salto, otro en Rivera. Pero en determinado momento pasó a trabajar en la oficina central. Dejó de embarrarse los zapatos. Cambió la movilidad por la rutina. Algo pasó. Algo de lo que nunca quiso hablar, o mencionar siquiera, hasta aquella noche de febrero después del asado en el Puente de las Américas.

Yo lo llevé a su casa, obvia decir que no estaba en condiciones de manejar. Me hizo detener el coche unos metros antes, en la esquina, y se quedó inmóvil en el asiento del acompañante, sin parpadear, con la vista perforando el parabrisas.

—¿Estás bien, Flaco? —le pregunté.

Fue como si algún mecanismo interno se hubiera destrabado y comenzó a hablar en un tono monocorde, como en una especie de letargo, sin sacar la vista de adelante.

Esa noche, sentado al volante de mi auto, escuché una historia hermosa y triste, como una tarde soleada de domingo, sobre un Roberto joven, la construcción de una obra en un pueblo del interior; sobre una mujer de ojos violetas como los de Liz Taylor. No hizo falta que él me lo pidiera, ni que yo le prometiera nada, simplemente quedó claro que esa historia nunca sería contada. A medida que avanzaba el relato, la voz del Flaco parecía desteñirse, diluirse en el aire. Al final, giró su cabeza y me miró, como si recién en ese momento notara mi presencia.

“Hace treinta y siete años que hago el amor con la misma mujer.” —dijo y se bajó del coche.

 

 

3

La puerta de la habitación 214 está entornada y espío por la rendija. Trato de no ser visto. Necesito unos segundos más para animarme a entrar. Roberto está sentado en la cama, con un par de almohadas en la espalda. A su lado, un joven de bata blanca, que no es su hijo ni su pariente, lo ayuda a comer. Le acerca a la boca una jeringa llena de un líquido amarillo de aspecto desagradable. El traga. Me ve. Mueve una mano debajo de la sábana, hace señas para que me acerque.

La cama contigua está vacía, con el colchón plegado sobre la parrilla. El joven, que probablemente trabaje para una empresa de acompañantes de esas que se hacen llamar “su segunda familia”, se mueve a un lado para dejarme lugar. Yo me acerco y aprieto la mano de Roberto. Siento sus huesos debajo de la piel, duros y finos, como varillas de acero.

—Amigo… —dice casi en un susurro. Me muestra una sonrisa fatigada.

—Flaco…

Me quedo parado a su lado unos segundos sin encontrar qué decir.

—Háblele usted —me dice el joven—, él se cansa.

Lo intento pero las palabras no salen. Aquella noche de febrero había sido nuestra última charla cara a cara. Luego é l se tomó un par de semanas de licencia; yo comencé otro puente en el norte y dejé de pasar por la oficina como siempre, los lunes temprano. Le avisé por intermedio de la telefonista que estaba complicado, que la obra era lejos y que demandaba mi presencia permanente. Excusas. Él me respondió por el mismo medio que lo comprendía y que me cuidara. Creo que eso también fue parte del acuerdo tácito, no hablado. Por meses limité mis visitas a la oficina central a lo estrictamente necesario, a las ocasiones ineludibles. En ninguna de ellas subí al segundo piso. Luego, una tarde, mientras miraba el lento discurrir de un arroyo en el norte del país, los obreros moviéndose como hormigas alrededor de los pilares del puente, así nomás, como sin quererlo, comprendí que extrañaba la compañía del Flaco. Decidí visitarlo un lunes cualquiera. “En un mes” pensé, de modo de tener tiempo para prepararme, para tomar valor, pero antes me llegó la noticia de su jubilación. Un mail de la oficina de Recursos Humanos, un comunicado impersonal y anodino, un balde de agua helada. Sin embargo, no fue hasta que vi su escritorio vacío, los papeles viejos, manchados de café y nicotina, amontonados dentro de cajas de cartón; no fue hasta ese preciso instante que comprendí que una etapa se había cerrado. Que las cosas se terminan en algún momento, nos guste o no.

Las palabras siguen sin salir, así que saco la foto que tenía guardada en el portafolio y la pongo frente a sus ojos. Siento una ligera presión en mi mano.

 

 

4

Roberto se ha quedado dormido con la foto sobre el pecho, debajo de la palma abierta. Al menos eso es lo que parece. En su cara, una mueca indescifrable que me obligo a interpretar como una sonrisa.

Sobre un soporte metálico empotrado en la pared, hay un televisor encendido, sin audio. Veo en la pantalla, por enésima vez, una publicidad con imágenes de Sudáfrica 2010. Esta vez corresponde a una compañía de teléfonos celulares. Abreu toma carrera y acaricia la pelota con sutileza. Es el último penal contra Ghana y todos corren a abrazarlo. A priori no encuentro relación lógica entre el cuarto puesto de Uruguay en el Mundial y el hecho que la gente deba comprar el último modelo de celular.

El muchacho de la bata blanca me habla.

—Qué fenómeno el Loco, ¿eh?

No respondo; pero él insiste.

—Ahora; si se lo ataja, no puede volver al país —dice riendo.

No tengo voluntad para mantener una conversación de esa índole con un desconocido que trabaja en una firma que se hace llamar “su segunda familia”.

Permanezco sentado en el sillón del acompañante, al costado de la cama, en silencio, como lo haría una persona cualquiera en el velorio de un pariente. El joven está parado contra la pared, alternando su atención entre el televisor y mi persona, cosa que me molesta particularmente. Sentirme observado; hay pocas cosas que me molesten más. Pero no me puedo ir. No puede terminar así la visita. Vine para hablar con el Flaco, al menos a que me escuche un momento.

—Mirá, yo me voy a quedar un rato más, así que porqué no aprovechas y te despejás un poco. – le propongo al muchacho.

Por su cara me imagino que la idea le resulta tentadora.

—La señora de Roberto viene a las siete. —me aclara.

—Entonces volvé a las siete menos cuarto. Yo no me muevo de aquí.

Noto que duda.

—Quedate tranquilo que no voy a secuestrarlo— digo.

El joven sonríe y recoge su abrigo. Mientras lo veo cruzar la puerta, siento un cosquilleo en el estómago. Nervios. Esa electricidad que me venía de niño, cuando estaba por hacer alguna travesura.

El Flaco continúa en silencio, aunque ahora me doy cuenta de que no está dormido, de que está consciente pero sedado por la medicación que gotea directo a su vena. Ojos que se mueven bajo párpados caídos. No me cabe la menor duda de que registra todo lo que sucede.

Me preparo para hablar. Necesito decirle lo importante que es su presencia, todo lo que lo extraño. Inexorable, me viene a la mente el recuerdo del accidente, del obrero muerto en Rosario, y de cómo Roberto me sacó del pozo en el que estuve, con la mierda por el cuello. En ese preciso instante me doy cuenta de la coincidencia, de la conexión que existe en nuestras historias. El punto en común es el puente que está en la foto que tiene Roberto apretada contra su pecho.

Años atrás construí un puente sobre Ruta 1, en un paraje cercano a la ciudad de Rosario. La jornada recién comenzaba y un trabajador cayó desde una plataforma a doce metros de altura, sobre las aguas turbulentas del río crecido. La obra era un caos. La gente se agolpaba sobre las márgenes; agitaban las manos, gritaban. En pocos segundos, el río se tragó al obrero. Algunos tiraron un bote al agua para intentar el rescate, pero la corriente era muy fuerte y lo dio vuelta. Los ocupantes lograron aferrarse de milagro a las ramas de los árboles que había en la ribera.

Esos son los hechos; las imágenes que he evocado en mi cabeza infinidad de veces. Más o menos así es el relato que he repetido en la comisaría, frente al juez, ante interlocutores cuyas caras no recuerdo. Lo que no he contado nunca es lo que sigue.

La búsqueda: tres días rastrillando el río, el monte nativo inundado, hasta que la madrugada del sábado el nivel del agua había descendido lo necesario y el cuerpo apareció en un recodo, frente a un islote, unos doscientos metros aguas abajo.

El muerto tenía mi edad, esposa y dos hijos. En el velorio tuve que saludar a la viuda. En una obra, el ingeniero es el responsable final de todo lo que pasa, sea bueno o malo, es por eso que tenía miedo de enfrentar a la mujer. Recorrí despacio el salón lleno de gente con la sensación de que todos me estaban mirando. Al fondo, en un pequeño recodo, estaba el féretro y a un lado una fila de asientos. En el primer lugar, inconfundible, la mujer. No sabía qué decirle. En realidad sabía, pero no lo hice. Debería haberme presentado, haberle dicho que yo era el responsable de la obra y que no existían justificativos para lo que había sucedido. Pero no me animé. Simplemente acerqué mi mejilla a la de ella y luego hice un gesto de resignación, como diciendo “que fatalidad, no se puede creer”. Estoy seguro de que la mujer ni se enteró de quién era yo. Lamentable. No podría haber sido peor si lo hubiera ensayado.

Esa noche de sábado, a solas en un cuarto de hotel, algo cedió en mi pecho, como una viga de madera a punto de quebrarse. Creo que hasta pude oír el crujido. Desde ese momento conviví con la sensación de que algo goteaba adentro, supuraba. Algo que olía mal, como cuando se destapa una grasera para limpiarla. Ese olor me acompañó durante el entierro, durante el viaje de regreso a Montevideo y después de la ducha exageradamente larga que tomé al llegar a casa.

Al otro día no pasé por la oficina, ni tampoco lo hice el martes, ni el resto de la semana. El domingo recibí un llamado de Roberto. Me decía que tenía que verme por un asunto importante, que no dejara de visitarlo. Nunca antes había llamado a mi casa. A la mañana siguiente, como cualquier lunes, pasé temprano por su escritorio.

Él ya estaba instalado con los papeles desplegados y una taza de café en la mano. La noticia del accidente se había difundido por toda la empresa y era “el tema” de conversación. Sin embargo el Flaco no me preguntó nada acerca de lo sucedido. No me hizo sentir como si estuviera en el banquillo de los acusados. Habló con naturalidad, como en un día cualquiera. Con su habilidad innata para el dibujo, trazó cinco líneas sobre un papel cuadriculado, al costado de la marca circular de la taza de café.

—¿Qué ves? —me preguntó.

Era un haz de rectas y otra línea, ligeramente curva, que las cortaba.

—Un velero. —respondí.

Fue lo primero que me vino a la cabeza. Puede sonar estúpido, pero la idea de un velero me transmitía tranquilidad. Era donde me hubiera gustado estar en ese momento. Flotando en mar abierto, sin nadie a mi alrededor.

Entonces Roberto desenrolló unos planos que tenía guardados en un armario.

—Error. No es un velero. Es un puente y lo tenés que construir vos. —dijo.

Esa fue la primera imagen que tuve del Puente de las Américas, que un par de años después inauguraría el Presidente Batlle, y sobre el que alguien tomaría la foto en la que aparecemos el Flaco y yo, sonriendo orgullosos. Desde ese momento dejé de sentir el olor a podrido. Estoy seguro de que el Flaco sabía lo que estaba haciendo.

 

 

5

Siento el ruido del picaporte al girar. La enfermera entra con un carrito, saluda y se detiene junto a la cama. Cambia el suero. Yo le pregunto a qué hora pasará de nuevo.

—Es cada dos horas, así que a eso de las seis me tiene de vuelta.

A las seis la enfermera. A las siete la mujer del Flaco que mueve la cabeza a ambos lados y repite “no hay nada para hacer; no hay nada para hacer”.

¿Nada para hacer? “Quedate tranquilo que no voy a secuestrarlo”, me escucho decir minutos antes.

Dos horas, pienso. Tiempo suficiente para sentar al flaco en una silla de ruedas, ponerle una frazada sobre los hombros, descolgar la bolsa de suero del soporte y sujetarla al respaldo de la silla. Es un piso por ascensor y veinte metros hasta el estacionamiento. Suficiente para transitar las calles como un bólido, detener el coche frente al viejo depósito abandonado y cruzar Avenida de las Américas empujando una silla de ruedas, hasta el cantero. Lo estoy viendo.

El sol tiñe de naranja el mástil blanco, se estira un poco más el mikado de sombras de los tirantes sobre el tablero de hormigón.

Roberto levanta su brazo debajo de la frazada, apunta con su índice aún amarillento hacia el extremo más alto del puente y repite un par de veces: “Liz, Liz…”

 

 

© Joaquín Lanza Sclavo

 

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