PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS

PRESENTACION · CONTACTO · SEXTA EDICION



EL XILOFONISTA

por Daniel Aznar Alonso

Segundo Premio categoría Construcción

6ª Edición Premio Internacional de Relato Patricia Sánchez Cuevas

 


Ilustración de Emilio López Serrano

 

DO-DO-MI-MI-FA-RE-SOL. No, decididamente no. No es el pie que busco. A simple vista parece perfecto, pero si uno se fija bien, puede ver que el segundo artejo está prácticamente a la misma altura que el dedo gordo. Una línea recta entre los dos primeros y luego un ligero, casi imperceptible ángulo para desembocar en otra línea recta que forman los tres últimos dedos. No hay, por tanto, una línea recta continua entre los cinco. Es una lástima, porque el dedo pequeño es igual a sus predecesores en forma, y eso es algo difícil de ver. Normalmente el dedo pequeño se arquea de un modo que a veces roza la obscenidad estética, pareciéndose más a las garras de las bestias que a otra cosa.

Ismael se pasaba todo el trayecto en metro mirando los pies de las mujeres, sobre todo en las épocas del año más calurosas, cuando éstas salen a la calle con calzados que dejan al descubierto los dedos de sus pies. No se puede decir que fuera un fetichista, o por lo menos un fetichista al uso. Ciertamente, toda esa observación era fruto de una obsesión, pero Ismael no escondía en este hábito ningún tipo de deseo sexual más o menos subyacente. Su obsesión ya venía definida desde su infancia, a raíz de su naturaleza y su educación.

El padre de Ismael era un acaudalado hombre de negocios. Sin ninguna formación, empezando, como se suele decir, con una mano delante y otra detrás, había logrado levantar una lucrativa empresa familiar de fertilizantes. Enviudó cuando nació Ismael. La madre padeció unas violentas fiebres a partir del séptimo mes de embarazo que complicaron el parto. A raíz de esas fiebres, Ismael desarrolló algunas deformidades en los pies, y también, como se pudo apreciar mientras crecía, se debió ver afectada su rapidez mental. Su madre, tras el parto, siguió adoleciendo de esas fiebres y finalmente falleció pasada una semana desde que naciera Ismael.

Su padre, por los ambientes en los que se movía y la gente con la que trataba, tenía cierto complejo de su básico nivel cultural. Como tampoco disponía de mucho tiempo para cultivarse, pues el negocio le absorbía la mayor parte de él, vio en su hijo, como suele pasar en estos casos, su redención en ese aspecto. Desde muy pequeñito le intentó formar en música. Se valoró el que estudiara arpa, violín, piano y algún otro instrumento, pero los expertos vieron que a esa edad Ismael no parecía tener facilidad para la abstracción conceptual que significa el poner nomenclatura y movimiento físico a una escala de sonidos, por lo menos a los niveles de exigencia que requerían esos instrumentos. Pero tanto fue el empeño de su padre, que finalmente parece que pudieron encajar sus capacidades al aprendizaje de un instrumento a priori menos complicado: el xilófono.

Sorprendentemente para muchos, Ismael demostró cierto talento innato con el xilófono. Su maestro del conservatorio decía que le costaba tiempo aprender, pero que era tremendamente regular, que su aprendizaje era como una línea recta constante entre cada uno de los niveles. Llegaba un poco más tarde a todo que el resto de los alumnos, pero cuando llegaba, sencillamente era mejor que ellos. Su psicólogo, en cambio, tenía la opinión de que el motor que movía los progresos de Ismael con el xilófono tenía una base obsesiva. De alguna manera veía el instrumento como la perfección formal, con las proporciones precisas para crear sonidos precisos, y la consonancia suya con el xilófono le hacía evadirse de sus propias imperfecciones físicas, de aquellos pies sin dedos que, sin duda, le creaban un sordo trauma.

DO-DO-MI-MI-FA-RE-SOL. No, así es imposible. Las mujeres no deberían pintarse las uñas. Si tienen los pies bonitos, le están echando una capa de pintura monocromática a algo de por sí bello, y si tienen los pies feos, están llamando la atención a mirarlos y comprobar su fealdad. Esos pies, están bien estructurados: dedos en proporción, dedo gordo y dedo pequeño sin curvaturas y una línea más o menos recta entre todos ellos. Con unos pies así, ¿a quién se le ocurre pintarse las uñas? ¿Cómo sé yo si la uña es acorde a la belleza del resto del pie?

El xilófono no es un instrumento permanente de las orquestas sinfónicas. Son relativamente pocas las composiciones en las que tiene cabida, aunque a veces es suplido o suple cualquier otro instrumento de percusión, según necesidades puntuales de la orquesta. Básicamente se le dio cierta relevancia a raíz del Romanticismo. Chopin, Lizt, Mendelsshon y poco después Saint-Saëns y Mahler, se acordaron de él en algunas de sus composiciones orquestales. Pero fue posteriormente, con Stravinsky, Shostakovich, Prokofiev, Kachaturian, Gayanech, y sobre todo Bartok, cuando el xilófono adquiere cierto peso en algunos pasajes sinfónicos. También hay composiciones de autores experimentales y de vanguardia que usaron el xilófono en música de cámara o incluso como instrumento solista en las orquestas, pero ciertamente son pocas las veces que se contratan esos repertorios. Todo esto lo sabía bien Ismael, pero en ningún momento se le pasó por la cabeza cambiar su instrumento por alguno que tuviera más demanda dentro del mundo de la música.

Ismael, cumplidos los veinte años, ya fue incorporado en la orquesta sinfónica de su ciudad, aunque dependía de los repertorios contratados para ir con ellos en las giras que iban haciendo. Entre la orquesta ya tenía la etiqueta de "tipo raro". Su carácter introvertido le hacía muy limitado para comunicarse con los demás, y su aspecto tampoco ayudaba. La cojera y los zapatos especiales le daban un aire un tanto siniestro, casi espectral. Pero pese a todo, se combinaba ese cierto resquemor entre los colegas con admiración. Nadie había visto tratar con tanto cariño a su instrumento como a Ismael con su xilófono. Lo montaba, lo limpiaba, lo probaba y lo hacía sonar con una devoción que a nadie le pasaba desapercibida. Cuando le tocaba el turno de hacerlo sonar en la pieza de música orquestal, sus compañeros contenían la respiración y se contagiaban del espíritu de aquel raro xilofonista, que casi era una prolongación de su propio instrumento.

Ahora Ismael rondaba los cuarenta y seis años. Era considerado el mejor xilofonista del país, y aunque era poco repertorio el que se ofertaba en los diferentes recitales donde tuviera cabida un xilofonista, se podía decir que era él el más cotizado. Evidentemente, su nombre no era tan conocido como el de los grandes violinistas, pianistas o violonchelistas, ni mucho menos, pero en el mundo de la música ya tenía un importante renombre. Además, contribuyó a la creación de ese pequeño mito el hecho de su discapacidad. Es algo intrínseco a todo discapacitado que pretende triunfar o destacar en algo. Nadie pone fácil el llegar, pero si se llega, nadie olvida que no fue fácil.

DO-DO-MI-MI-FA-RE-SOL. Tampoco. Indudablemente, ella es muy bonita, pero el tamaño de la uña del dedo gordo no es proporcional al tamaño del resto de las uñas con respecto al resto de los dedos. No sonaría del todo bien. Esa uña es demasiado grande, crearía distorsión, desafinaría por su falta de proporción. DO-DO-DO. No es el pie que busco, eso está claro. Una lástima.

Ismael iba al podólogo regularmente. Tenía los huesos metatarsianos poco desarrollados, prácticamente incrustados dentro del pie, apenas asomaban por su carne cinco prominencias a modo de bulto en cada uno de los pies. Eso le hacía padecer dolores de forma habitual, por lo que le tenían que dar una serie de pinchazos semanalmente. Desde niño, su podólogo era el Dr.Gracián. A él le escuchó por primera vez hablar de los artejos. Artejo dos, artejo tres, artejo cuatro. Nunca se explicó por qué los dedos de los pies no tienen su nombre individualizado, como sucede con los cinco dedos de la mano. A veces se sentía aliviado pensando en ello, y se decía a sí mismo que si tenía que prescindir de alguna parte del cuerpo, qué mejor que aquellas a las que ni nos hemos molestado en dar un nombre. Otras veces, en cambio, le frustraba pensar que algo que realmente anhelaba tener fuera algo tan ninguneado por el resto de personas.

Ismael salió de la estación de metro y se encaminó al auditorio, donde iba a integrar la orquesta que interpretaría la sinfonía número seis de Gustav Mahler, llamada " La Trágica ". Era la inauguración de la temporada de conciertos del auditorio, por lo que había cierta expectación dentro de los círculos melómanos de la ciudad y se esperaba la asistencia de algunas personalidades de la vida política. Ya dentro del auditorio, de su taquilla sacó la ropa de gala que tenía preparada y fue al vestuario con algunos de sus compañeros a cambiarse. Oyó comentar que Clara, la arpista, se había quedado en cama con una gastroenteritis bastante virulenta, y que a última hora habían tenido que recurrir a una arpista belga que coincidía que estaba en la ciudad para actuar en una serie de recitales de música de cámara.

Ya en el escenario, dispuestos a terminar de afinar los instrumentos y en espera de que el director de orquesta hiciera su aparición, Ismael se fijó por primera vez en la arpista belga, que tenía prácticamente al lado suyo. Vestía de negro, como el resto de la orquesta. Una blusa con sobrios pliegues ornamentales, un pantalón largo y unos zapatos de medio tacón abiertos en su extremo para mostrarle a Ismael los dedos más perfectos y maravillosos que había visto jamás. Los dedos que había estado buscando durante más de cuarenta años.

Al día siguiente, en los diferentes rotativos, en sus secciones culturales, se hacía mención al incidente durante la representación de la Sinfonía Trágica de Mahler. En resumen, todos venían a decir que durante la representación, el xilofonista, a la hora de entrar a tocar su parte de la pieza, tuvo un brote sicótico y se lanzó de modo precipitado a los pies de su colega arpista blandiendo sus baquetas y golpeándola en los pies con ellas, creando un revuelo entre los músicos y el público; que el xilofonista tuvo que ser aplacado por sus compañeros, con ayuda del personal de seguridad del auditorio, y que había sido conducido al hospital para que pasara a observación psiquiátrica. Llamó la atención que en una de las crónicas, un reputado, pero extravagante crítico musical escribiera que podría jurar que los sonidos que sacó el xilofonista de los pies de la arpista eran las notas precisas que debía haber tocado en su xilófono.

 

© Daniel Aznar Alonso

 

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