PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS

PRESENTACION · CONTACTO · SEXTA EDICION



ELISA

por María Jesús Andrés Miguel

Primer Premio categoría Construcción

6ª Edición Premio Internacional de Relato Patricia Sánchez Cuevas

 


Ilustración de Pedro Díaz Del Castillo

 

Estoy descalza en la cocina de un extraño, repentinamente consciente de mi pelo alborotado, de mi garganta seca, de mi corazón helado. La ansiedad tritura mis dedos, cerrados como una garra en torno al cuello de una botella rota. Mi corazón late a un ritmo desenfrenado. Mis pensamientos se amontonan. Mis rodillas tiemblan. Unos gélidos ojos azules me observan desde atrás; su roce es blando y turbador, como una lengua húmeda que resbalase despacio por mi nuca.

Y, en esta situación desesperada, un único lamento martillea sin descanso mi cerebro. ¡Una parte de mí lo sabía, maldita sea! Esa parte dulce e intuitiva a la que, cada vez con más frecuencia, intento maniatar y amordazar con cualquier excusa porque se supone que no es moderna ni sabe divertirse, lo sabía. Esa parte que me llama en silencio por mi nombre completo —Elisa—, lo sabía… Debí haberla hecho caso. Debí haberla hecho caso cuando aún estaba a tiempo…

La primera vez que vi a la desconocida eran las once y media de la noche. Lo sé porque no pude evitar la tentación de mirar la hora y a mí misma —no necesariamente en ese orden— a la salida del restaurante. El espejo del hall me mostró un hombre atractivo —Javier, cómo no…— ayudando a una joven morena a ponerse el abrigo. Sí, ésa soy yo. Y sí, he dicho joven, ¿qué pasa?, todo el mundo sabe que hoy en día a los treinta y ocho estás en la flor de la vida… Bueno, el caso es que yo estaba radiante y arrebolada, seguramente por los efectos combinados del vino y la excitación de mi primera cita en un año. Un año, sí, has oído bien. Trescientos sesenta y cinco días, uno encima de otro, que se dice pronto... Desde que lo dejé con Abraham no he salido con nadie. Era pensarlo y, chica, ¡una pereza, unas pocas ganas…! Con Javier fue distinto, tal vez porque lo conocí por teléfono y, la verdad, Javier no está mal, pero lo mejor que tiene es sin duda la voz. Es inconfundible, profunda y llena de matices, un sonido encendido como la llama de un mechero y, al mismo tiempo, rígido y azulado como el filo de un cuchillo. Javier es la Voz, con mayúsculas... Te lo juro, Frank Sinatra no se merecía más ese apodo.

En fin, allí estaba ella, también reflejada en el espejo. Era rubia y pálida. «Descolorida» fue la palabra exacta que me vino a la cabeza nada más verla. Aunque estaba detrás de mí, pude observarla a placer porque era alta, muy alta. También era delgada, muy delgada. Tenía aspecto de alimentarse sólo de lechuga o incluso de aire, de tan escuchimizada como estaba. Sus ojos azules, muy abiertos, me observaban con una expresión extraña que no supe identificar. Cuando me di la vuelta para verla mejor, la desconocida ya no estaba y Javier escogió ese preciso momento para proponerme ir a su casa con una voz tan vibrante y acariciadora que me olvidé de sopetón del espejo, de la rubia y casi, casi hasta de mi propio nombre…

La segunda vez fue de camino al apartamento de Javier, reflejada en un escaparate. A esas alturas de la noche, ya había quedado claro —al menos, yo lo tenía claríiiiisimo— que aquello iba a acabar en la sesión de sexo desenfrenado que yo me merecía desde hacía tiempo. Javier se detuvo, apoyándose en el cristal de un escaparate para besarme. Y mientras yo entreabría los labios, mis dedos recorriendo en éxtasis la línea de su mandíbula, la vi de nuevo, reflejada en el cristal. Estaba detrás de mí, como la primera vez. Hacía frío y el vapor blanquecino de su respiración contrastaba con sus labios, pintados de un color muy oscuro. A pesar de que el reflejo era confuso y borroso, la reconocí al instante. Era ella. La misma chica. El mismo pelo pajizo y descolorido. Los mismos ojos claros, casi acuosos. La misma rapidez en desaparecer cuando volví la cabeza.

Ahí reconozco que, mientras Javier me arrastraba hacía su casa, entre arrumacos y galanterías, me dio por pensar: «¿Pero quién será esta tipa? ¿Nos sigue? ¿No estará casado?». Y mientras mi intuición asomaba su vocecita tímida: «¿Y si le das cualquier excusa y te vas a casa, Elisa…?», mi lado impulsivo, que suele tomar la apariencia de una chica moderna y un poco alocada, la machacaba sin piedad: «Cállate, aguafiestas, ¡ya nos vas a jorobar la noche con tus alucinaciones…! Eli, cariño, ni caso, ¡si te has bebido hasta el agua de los floreros…! Seguro que te lo has imaginado o ¡vete a saber si no será tu subconsciente puritano, sacando del armario algún antiguo tabú raro que te reconcome por querer tirarte a un tío en la primera cita…! Tú lo que necesitas es un buen polvo y olvidar ya al imbécil de Abraham, pasar página, vaya! ¿O no?».

«Pues sí», me dije a mí misma, convencida por la lógica aplastante de mi yo más práctico y actual. Basta ya de tantas timideces y tanta tontería… «Y si está casado, no es tu problema, Eli, ¡es el suyo!», apostilló con vehemencia mi lado pragmático, sabiéndose ya ganador.

Si en ese momento hubiese sabido las circunstancias en que vería a aquella mujer por tercera vez, habría dado una patada en los huevos a Javier, una bofetada a esa parte de mí que disfrutaba complicándome la vida y habría salido corriendo con toda el alma pero, desgraciadamente, ahí ni siquiera sabía que habría un tercer encuentro…

He de decir que, al menos, lo del sexo desenfrenado fue verdad. Ahí la Eli impulsiva había acertado de pleno… Y mientras comenzaba a hundirme en el sueño, con la blandura de tres orgasmos consecutivos aún derritiéndome los músculos y pesándome en los párpados, incluso llegue a pensar: «Madre mía, ¿y si este tío fuese el definitivo?». No lo conocía mucho, pero ¿eso que más daba? Incluso Elisa la intuitiva comenzaba a estar receptiva… «Ha estado genial, genial, genial, genial…», repetía encantada como la niña que es.

Y tan emocionada estaba que acabé por desvelarme. Junto a mi cuello, la acompasada y tibia respiración de Javier me invitaba a dormir. Sin embargo, mi cuerpo pedía agua a gritos, seguramente para comenzar a diluir el exceso de vino ingerido en la cena.

Incapaz de ignorar la sed, me escabullí de la cama con un suspiro y, quien sabe cómo, me las apañé para encontrar la cocina a la primera en aquel piso gigante, digno de la más exclusiva revista de decoración. Sobre la encimera había una botella de agua. El ansia con que me abalancé sobre ella me dijo, bien a las claras, que esta vez tampoco iba a librarme de la tan temida resaca… No obstante, el primer trago me hizo arrugar la nariz. Siempre he detestado el agua templada. Botella en mano, me dirigí al frigorífico y abrí la puerta. Era de esos frigos impresionantes, enormes, carísimos, con dos puertas, esos que hacen hasta hielos… Nada más abrir, me di cuenta de que me había equivocado. Había abierto el congelador.

Fue entonces cuando la vi por tercera y última vez… Estaba allí, blanca como el hueso y tenía pegotes de hielo adheridos al pelo y en las comisuras de la boca. En sus labios fruncidos parecía haberse congelado un grito. Aun así, me miraba fijamente desde el tercer estante de ese congelador de revista donde estaba apoyada su cabeza cercenada y solitaria… Su imagen me recordó a la reina de los hielos de las crónicas de Narnia. Las dos Elisas —la atrevida y la intuitiva—aullaron en mi cabeza como una sola voz.

Reprimí una arcada e intenté apartar la mirada de aquel espectáculo dantesco. Sin embargo, aquellos ojos azules, helados, insumisos, me atraían como un imán a un clavo perdido en el suelo. Una férrea voluntad de supervivencia se leía en ellos. Jadeé, aturdida. ¿Supervivencia? ¡Por Dios, aquella chica estaba muerta…!

Un ruido a mi espalda me sobresaltó. Me di la vuelta. Javier estaba frente a mí. Tenía un largo cuchillo en la mano derecha y sonreía levemente.

—Elisa…

No dije nada. El pánico me impedía hablar. Lo único que alcanzaba a pensar era que quizá me soltaría si fingía no haber visto nada. Si fingía no haberme dado cuenta de que era un psicópata asesino que había decapitado a una mujer y guardaba su cabeza en el frigorífico…

—Elisa, Elisa, Elisa… —repitió él. Inexplicablemente, su tono seguía anclado en el territorio blando y esponjoso de los flirteos adolescentes. ¿Para qué? ¿Con qué motivo? Yo ya era capaz de vislumbrar su interior. La horrorosa bestialidad de ese hombre latía oculta bajo el frágil barniz de su voz de terciopelo… Y entonces, de golpe, entendí la mirada azul de la muchacha muerta, que pedía a gritos sobrevivir al olvido, perdurar en el recuerdo de aquéllos que la amaron... También comprendí que Javier no iba a soltarme, no importaba lo que yo estuviera dispuesta a decir o a fingir.

Él entornó los ojos con aire seductor.

—Ven — ronroneó, tendiéndome una mano.

Yo temblaba como una hoja, aún sosteniendo la botella de agua. En ese preciso momento, dos cosas sucedieron al mismo tiempo. Uno, sentí el aliento helado de la muchacha muerta en mi nuca y la Elisa intuitiva me zarandeó. «¿Lo notas?». Yo asentí, estremecida, mientras la respiración de esa desconocida se intensificaba a mi espalda, exhalando una suerte de extraño vínculo que, de alguna manera, nos hermanaba. Dos, mi lado pragmático, obviamente sintiéndose culpable por el lío en el que me había metido, decidió, por su cuenta y a la desesperada, tomar las riendas de la situación y cascó la botella de agua en la pared, blandiendo a continuación contra Javier la amalgama de aristas punzantes en que se había convertido.

Y así volvemos al principio de esta historia, al comienzo de esta narración de pesadilla. Aquí estoy yo, Elisa, descalza en una cocina extraña, desmelenada y aterrada, apuntando temblorosamente a Javier con una botella rota mientras a mi espalda, una muchacha muerta parece… luchar por volver a respirar.

—No te acerques a mí, Javier —exijo con poca convicción, mi voz ahogándose en las últimas sílabas.

Y, mientras hablo, vuelvo a sentir el aliento de la joven en mi espalda. Con cada segundo que pasa, su respiración gana en calidez y tengo la sensación de que el invisible cordón umbilical que nos une se hace más fuerte. Por primera vez, mis dos yos, Eli la pragmática y Elisa la intuitiva, parecen estar de acuerdo: la presencia de la mujer asesinada flota en el aire; su fría esencia me envuelve despacio, ralentizando el ritmo de mi pánico y de mi corazón.

—¿Mmm? —Ajeno a mis pensamientos, Javier curva los labios en una sonrisa burlona y toda la maldad del mundo parece concentrarse en ese simple gesto. —No me decías eso hace un rato…

—No te acerques a mí —repito, más alto, sabiendo que estoy pronunciado esta frase de nuevo sólo para ella, sólo para que la muchacha muerta la oiga, para que sepa que yo, Eli, Elisa, como quieras llamarme, voy a presentar batalla y que cualquier ayuda, corpórea o incorpórea, terrenal o fantasmal, del más allá o del más acá, es más que bienvenida.

 

© María Jesús Andrés Miguel

 

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