PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS

PRESENTACION · CONTACTO · SEXTA EDICION



LIBÉLULA

por María del Mar Noguera Couceiro


Segundo Premio categoría Internacional

6ª Edición Premio Internacional de Relato Patricia Sánchez Cuevas

 


Ilustración de Emilio López Serrano

 

 

¿Cómo llegar a conocer realmente
al niño? Para conocerlo tengo que
esperar a que se deteriore;
sólo entonces estará a mi alcance.
Clarice Lispector

 

I

 

La niña se quitó la desteñida camiseta y los bermudas, se acercó al borde de la piscina y con la punta de los dedos de los pies probó la temperatura del agua. El sol de la tarde arrancaba reflejos ondulantes de la superficie azul. Gabriela extendió los brazos, flexionó las piernas y se impulsó para zambullirse en el agua. Hizo seis largos seguidos a buen ritmo hasta que el cansancio comenzó a pesarle en las extremidades. Luego, para recuperar el aliento se dirigió al centro de la piscina y permaneció flotando boca arriba, inmóvil, los ojos cerrados. El mundo enmudeció tan pronto el nivel del agua le cubrió las orejas. Sobre un fondo de silencio opaco, Gabriela percibía los latidos del corazón extendiéndose desde el pecho hasta la punta de los dedos. Concentrarse en ese sonido acompasado ejercía un efecto hipnótico sobre la chiquilla, como si flotase dentro de una campana hermética en cuyo interior quedaban extinguidos no solo los sonidos del exterior sino también los propios pensamientos.

No habían transcurrido un par de minutos cuando un rumor amortiguado llegó hasta sus oídos, algo similar a un sonido que hubiese recorrido una distancia enorme, debilitándose poco a poco hasta que alcanza a la niña convertido poco más que un murmullo. Gabriela abrió los ojos.

¡Gabriela! Su padre, de pie en el césped que rodeaba la piscina, le hacía señas con una mano para reclamar su atención. La niña se incorporó, buscó el fondo con los pies y avanzó caminando hasta alcanzar el borde. Voy a hacer un par de llamadas telefónicas y a preparar la merienda, vigila a tu hermana, por favor.

Gabriela apoyó los brazos en el borde rugoso y descansó la cabeza sobre ellos. Sentada en una tumbona y envuelta en un grueso albornoz de algodón, Leticia observaba los saltos espasmódicos de un gorrión sobre el césped. El pájaro se aproximaba con cautela a un trozo de pan que alguien había dejado sobre la hierba la tarde anterior. El pájaro avanzaba desconfiado, observando todo cuanto sucedía a su alrededor. Leticia se balanceaba sobre la tumbona, adelante y atrás, como si una mano invisible la meciese. Tenía dos años más que Gabriela, era más alta y gruesa, pero a todos los efectos ella era la pequeña, la que necesitaba cuidados y una atención constante. El gorrión atrapó por fin el trozo de pan, batió las alas y echó a volar. En ese instante Leticia rompió a aplaudir con entusiasmo al tiempo que de su boca escapaba una carcajada gorjeante.

Gabriela cerró los ojos. Le agradaba sentir la tibieza del sol sobre la espalda. Si por ella fuera, se pasaría la tarde entera metida en el agua, pero sabía que tan pronto su padre regresase del interior de la casa debía salir de la piscina para merendar y sentarse luego a hacer las tareas de verano que le habían puesto en el colegio. Pensar en ello rompió el hechizo del momento. Ni la caricia del sol, ni ese sentimiento de ingravidez que le embargaba cuando estaba en el agua resistieron la certidumbre de que muy pronto se hallaría delante del odioso cuaderno de matemáticas mientras su padre, en el otro extremo de la mesa junto a Leticia, cortaría pequeños trozos de fruta para metérselos en la boca a su hermana.

Los días con su padre y su hermana se sucedían con una rutina implacable. Desde que se levantaba hasta que se acostaba el tiempo estaba rigurosamente acotado. Incluso ahora que estaba de vacaciones, su vida se regía por unos horarios estrictos que su padre respetaba con una escrupulosidad que no conocía excepciones, como si cualquier mínima alteración pudiese alterar por completo el normal discurrir del día. Gabriela se había quejado al respecto en más de una ocasión, pero sabía que todos sus lamentos eran en vano. Estaba harta de oírle decir a su padre que las rutinas y los horarios eran imprescindibles para llevar una vida ordenada. Un hombre solo con dos niñas, y una de ellas como tu hermana, precisan una organización minuciosa de la jornada, solía decir cuando ella proponía algún cambio.

Una suave brisa estremeció las copas doradas de los árboles. La cabeza de Gabriela reposaba sobre sus brazos perlados de gotas de agua. La niña no alcanzaba a comprender por qué razón las promesas de felicidad tenían siempre la consistencia del humo. Cuando a finales de curso, su padre le anunció que había alquilado una pequeña casa con jardín y piscina para pasar el mes de agosto, Gabriela albergó esperanzas de que aquel verano pudiera ser uno de los mejores de su vida. Leticia y ella compartirían dos semanas de julio con su madre y luego dispondrían aún de un mes entero para disfrutar de aquella casa con piscina. Sin embargo, desde el primer día su padre la obligó a ceñirse a unos horarios y unas normas que poco se diferenciaban de las que gobernaban su vida durante los meses de invierno. Pensar en ello le provocó un resentimiento que acabó por imponerse al placer del baño.

Abrió los ojos y observó a su hermana. Leticia continuaba balanceándose, sonriendo y dando palmas. Ella era la responsable de esa actitud escrupulosa de su padre que tanto le fastidiaba. Todo giraba en torno a Leticia, a sus necesidades y a su absoluta dependencia y así había sido desde que tenía uso de razón. Gabriela era la menor de las dos, pero todas las atenciones las recibía su desvalida hermana. Irritada, la chiquilla sumergió la cabeza debajo del agua y comenzó a nadar de nuevo. Su padre le pidió que vigilase a su hermana, pero Gabriela estaba segura de que Leticia no se moverá de la tumbona, que podía hacer un par de largos más y que ella continuaría sentada, meciéndose, abismada en su hermético mundo.

Gabriela nadaba procurando seguir las instrucciones de su monitora de natación. El codo relajado, los pies hacia dentro, los dedos en punta, muy importante respirar adecuadamente, una bocanada de aire por cada ciclo completo de los brazos. A pesar de la voluntad y el esfuerzo no conseguía coordinar sus movimientos. El curso emprendido por sus pensamientos la desconcentraba. Una espuma turbia de rencor trepaba a su pecho de tal modo que se sentía incapaz de dar una sola brazada más. Dejó de mover las piernas y los brazos y volvió a hacer el muerto. Mientras flotaba inmóvil, los recuerdos del pasado mes de julio con su madre irrumpieron en su memoria con la fuerza de un torrente. Con ella todo era diferente.

Irresponsable . La palabra le llegó a la mente como un eco debilitado, como un susurro más intuido que realmente percibido. ¿Acaso se la había oído pronunciar a su padre? No, claro que no, pero Gabriela tenía la certeza de que no era preciso que él hubiese acusado directamente a su madre de ser una mujer irresponsable. Hay opiniones que se desvelan sin necesidad de enunciarlas. El simple hecho de que su padre le hubiese insistido una y un ciento de veces que debía cuidar a su hermana mientras estuviesen de vacaciones con la madre significaba que no confiaba en su ex esposa, pensó Gabriela mientras su cuerpo flotaba inerte en el agua. Ese encargo, como todos los que tenían que ver con Leticia, le resultó contradictorio y enojoso, porque ella era sólo una niña y como tal debía acatar las órdenes de su padre, someterse sin rechistar a lo que él le dictase, pero a la vez se le exigía la responsabilidad de un adulto y eso no le parecía justo. Y sin pretenderlo, la niña comenzó a asomarse a un pozo de rencores atrasados y nunca resueltos mientras flotaba boca arriba, expuesta a un sol que imperceptiblemente comenzaba a descender hasta ocultarse tras las copas del bosque de robles y pinos que crecían en los lindes de la finca.

 

 

 

II

 

Desde el primer día que llegaron a Tenerife tuvo la impresión de estar viviendo otra vida. Su madre fue a recibirlas al aeropuerto. ¡Cómo las estrujó y las besó! ¡Estáis altísimas y hechas unas bellezas, dios mío!, repetía mientras las alejaba para contemplarlas mejor, para luego volver a reunirlas entre sus brazos, comprimidas contra su pecho, casi asfixiadas. Hacía más de seis meses que no se veían y la madre las miraba con una urgencia culpable de ponerse al día, de asimilar cada pequeño detalle, cada novedad que el tiempo había ido moldeando en sus cuerpos y sus rostros. Frunció el ceño: ¿por qué lleváis tan corto el pelo? La última vez que os vi tenías unas melenas preciosas. Papá dice que el pelo largo le da mucho trabajo, porque tiene que peinarnos todas las mañanas antes del ir al cole y siempre vamos con prisa. Gabriela se dejaba besar y sobar con verdadero placer. Leticia, en cambio, hacía aspavientos tratando de librarse de aquellas muestras de cariño, gruñía y se escurría entre los brazos de la madre.

Las llevó a visitar el volcán y, aunque estaba terminantemente prohibido, les animó a llevarse de recuerdo una de esas piedras ligeras y porosas como un trozo de pan. En el parque acuático disfrutaron el espectáculo de los delfines, se bañaron con los leones marinos y les dieron trozos de pescado que engullían de un solo bocado. Comieron hamburguesas y bebieron refrescos hasta hartarse. Fueron cuatro veces al cine y se bañaron en la pequeña playa de guijarros que había frente al apartamento donde vivía su madre. Posaron las tres para un artista callejero que las inmortalizó en una divertida caricatura en la que aparecía mamá pato con sus dos pequeñas crías de delicadas plumas amarillas. Gabriela a veces se sentía desbordada por la alegría, como si aquellas experiencias maravillosas que compartía con su madre sobrepasasen su capacidad de disfrutarlas.

Ni un solo instante recordó que su padre le había pedido que vigilase a su hermana, y es que en ningún momento se sintió obligada a ello. Leticia participaba de todo aquello de un modo incompleto, ajena las más de las veces a lo extraordinario que cada día les era ofrecido. Nada parecía sorprenderla ni entusiasmarla, pero eso era algo de lo que Gabriela no debía preocuparse, porque su madre era la persona adulta a la que correspondía tomar decisiones, y si ella consideraba que podían ver los dibujos de la tele hasta las doce de la noche, meterse en la cama sin haber pasado antes por la ducha o bañarse en el mar sin haber guardado la preceptiva hora y media de digestión nadie podía discutírselo. Mamá era la adulta y eso significaba que ella podía limitarse a ser lo que era, un niña, sólo eso.

Quince días son un tiempo escaso que se va volando y que debe ser aprovechado con avidez, sin desperdiciar ni un solo segundo. Pero mamá pronto comenzó a acusar aquel ritmo frenético que las mantenía activas desde la mañana a la noche. Necesitaba reponer fuerzas y un día ya no bajaron a la playa porque mamá se encerró en su habitación para dormir una siesta de dos horas mientras ellas veían la tele en la sala de estar. Cada vez pasaban más tiempo en su apartamento, pero a Gabriela no le importaba y Leticia parecía igual feliz delante del televisor que en la playa o de excursión.

Faltaba sólo un día para su regreso a casa con su padre. Gabriela era consciente de que el tiempo con mamá se había consumido y se sentía triste. Le resultaba difícil de creer que ya hubiesen transcurrido dos semanas con tanta velocidad. Los días habían volado. Incluso aquellos en los que no habían hecho nada extraordinario se habían consumido con una ligereza que ahora la enfurruñaba. Aquella última tarde la madre le comunicó que había sido invitada a una fiesta muy especial en el Club Náutico, una fiesta a la que sólo podían asistir adultos. Gabriela fue testigo del entusiasmo que iluminaba la mirada de su madre al referirse a aquella fiesta, alegría que se veló cuando añadió que le apetecía mucho asistir, pero que no disponía de dinero para contratar a nadie que se quedara esa noche con ellas. Gabriela le dijo que no se preocupara, que ella cuidaría de Leticia. Estaba acostumbrada a hacerlo. ¿De verdad harías eso por mí? Claro, respondió ella. Eres un cielo, hija. Su madre pasó buena parte de la tarde acicalándose para acudir a la fiesta. Gabriela observó todo el proceso sentada sobre la cama de su dormitorio. Aunque era una mujer adulta, había un entusiasmo infantil en su modo de probarse vestidos y sandalias, de ensayar peinados delante del espejo. La madre le pedía su opinión a la niña, le preguntaba cómo la veía más guapa y Gabriela disfrutaba de todo aquello tanto o más que de cualquier otra cosa que hubiesen hecho juntas durante aquellos días.

La madre regresó cuando ya había amanecido. A Gabriela la despertó la luz que se filtraba por las cortinas de la sala de estar. Oyó el ruido de un coche en la calle y reconoció la voz de su madre hablando con un hombre. Risas. No insistas, no puedes subir. Apenas dos minutos después la puerta de la calle se abrió y su madre apareció descalza, con las sandalias en la mano. Leticia continuaba durmiendo en el sofá, ovillada bajo una manta. Gabriela se levantó y siguió a su madre hasta su dormitorio. La mujer iba dejando tras de sí un rastro dulzón de perfume marchito. La vio desnudarse, dejar el vestido en el suelo y tumbarse sobre la cama. Ven , le dijo palmeando el colchón, invitándola a acostarse a su lado. Gabriela obedeció. Permanecieron en silencio, con los ojos cerrados, acompasando sus respiraciones en la penumbra del cuarto ¿Qué tal lo has pasado?, preguntó la niña. La mujer tardó unos segundos en responder. Acarició el cabello de su hija con una mano y suspiró. Hacía siglos que no me divertía tanto, dijo con una voz grumosa y cansada. Gabriela se volvió, pegó la nariz al cuerpo de su madre para llenarse de su olor. Tengo que descansar un rato antes de llevaros al aeropuerto. No quiero irme, dijo Gabriela. Se sentía desolada, al borde mismo de las lágrimas. Su madre se volvió para mirarla. No me hagas esto, por favor, no me pidas algo que no puedo ofrecerte. ¿Por qué no puedo quedarme aquí?, preguntó la niña con la pena anudada en la garganta. Los labios de la mujer se plegaron para sonreír, pero el gesto no llegó a cuajar y la boca se tensó sin asomo de alegría. Soy un auténtico desastre y no estoy preparada para hacerme cargo de vosotras, Leticia requiere un cuidado y unas atenciones que me superan. Nada me gustaría más que ser una persona organizada y responsable, pero la verdad es que no lo soy. Con tu padre vivís bien, él se preocupa por tu hermana y por ti, no os falta de nada y me consta que os quiere con locura. Además, en diciembre volveremos a vernos. La niña contó los meses que faltaban hasta diciembre, una mano completa, los cinco dedos del primero al último, una eternidad. Se incorporó y le enseño la mano abierta a su madre. La mujer forzó los labios y todas las esperanzas de Gabriela naufragaron en aquella sonrisa.

 

 

III

 

Gabriela percibió algo extraño. Abrió los ojos y se incorporó. Alarmada, descubrió que su hermana no estaba en la tumbona. El corazón comenzó a latirle con una prisa furiosa en el pecho. ¡Leticia!, gritó asustada. Entonces la vio. Leticia había entrado en la piscina y permanecía quieta, ensimismada en la observación de algo que revoloteaba sobre la superficie del agua a escasos metros de ella. Gabriela sabía que su padre se pondría furioso si llegaba a descubrir a su hermana allí. Leticia sólo podía bañarse bajo la supervisión de un adulto. Incluso en la zona menos profunda corría el riesgo de perder el equilibrio y caerse; y si eso ocurriese la niña se asustaría, bracearía impotente y probablemente sería incapaz de volver a incorporarse. La sensación inicial de sobresalto que le ahogaba el pecho remitió y su lugar fue ocupado por otro de enojo.

¡Estúpida!, le gritó al tiempo que se dirigía hacia Leticia, a la que siempre había que mantener bajo una estrecha vigilancia, como si el mundo entero conspirase con el propósito de hacerle daño, como si un descuido cualquiera bastase para desencadenar una desgracia. Avanzó hacia ella sintiendo como todo el rencor empozado comenzaba a desbordarse. ¿Qué haces aquí?, preguntó con un amago de hostilidad. ¡Sal del agua ahora mismo, boba! Leticia agitó los brazos y respondió a las imprecaciones de su hermana con una de esas sonrisas suyas que nada expresaban. Gabriela sentía un irrefrenable deseo de agarrarla por el pelo para sacarla del agua.

Entonces la vio. Una enorme libélula azul sobrevolaba la superficie del agua, zigzagueando caprichosamente sobre los brillos tornasolados. Se trataba de un ejemplar realmente hermoso. Dos líneas claras con reflejos dorados recorrían su tórax. Las alas, ahumadas, casi transparentes, se movían a gran velocidad. Leticia amplió su sonrisa cuando se percató de que su hermana había descubierto aquel prodigioso insecto y expresó su satisfacción con un grito que salió de su garganta como un gruñido.

Gabriela se detuvo mientras Leticia se trataba de acercarse a la libélula, adelantando cautelosa un pie, luego el otro, caminando insegura en dirección al centro de la piscina. ¿Quieres que la atrapemos?, preguntó Gabriela al tiempo que le hacía un gesto a su hermana para que se aproximase a ella. Ven, dijo, acércate más, desde aquí puedes verla mejor. Cada paso que Leticia avanzaba lo percibía Gabriela como un pequeño y secreto triunfo, como una semilla de agridulce felicidad que le aceleraba el pulso. Sólo soy una niña, dijo para sí misma y esas simples palabras consiguieron ponerla fuera del alcance de todo sentimiento de culpa.

El vuelo de la libélula describía un trazo errático sobre el agua. Leticia continuaba avanzando fascinada. Luego, como si súbitamente hubiese perdido interés en el contraste de luces de la piscina, el insecto ascendió por el borde de cemento, sobrevoló el césped y acabó por desaparecer detrás de uno seto de boj.

Leticia se detuvo con el agua por encima de la cintura. De repente no sabía qué hacer, hacia dónde avanzar. Dirigió una mirada implorante a su hermana. Gabriela la observaba sin inmutarse. Transcurrieron un par de segundos sin que ninguna de las dos se moviese. Un aspersor comenzó a silbar en un extremo del jardín. Un estremecimiento recorrió la espalda de Gabriela. Ya no se trataba de una sensación de frío. Sin pensárselo dos veces, la niña se zambulló y comenzó a nadar sin prisas hacia el otro extremo de la piscina, alejándose de Leticia, que observaba boquiabierta las brazadas perfectas de su hermana, el regular movimiento de pies que la impulsaba lejos de ella. Gabriela avanzaba conteniendo la respiración, pensando que si conseguía mantener la cabeza dentro del agua el tiempo suficiente no oiría ni vería nada.

Sumergida, el mundo exterior quedaba abolido y ella no era más que una niña que nadaba despreocupadamente una tarde de verano.

 

© María del Mar Noguera Couceiro

 

Arriba

 

Volver

v o l v e
r


 

Patrocina: copsa                                                                                  Realización: Ariadna-rc.comariadna-rc.com