PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS

PRESENTACION · CONTACTO · QUINTA EDICION



LA ÚLTIMA LLAMADA

por Sol García de Herreros Madueño

Segundo Premio categoría Construcción

5ª Edición Premio Internacional de Relato Patricia Sánchez Cuevas

 


Ilustración de José Ángel Colón

 

—Esto es un timo.

La voz sonó tajante al otro lado del teléfono. Siempre se me daban peor los hombres. A las mujeres ya les tenía más o menos cogido el punto, no en vano eran casi el noventa por ciento de las llamadas. Pero es que además los hombres, siendo mucho menos elocuentes en sus respuestas iniciales, exigían a cambio mayor precisión en los vaticinios; recuerdo que en una ocasión le aseguré a uno que iba a tener un hijo y no se conformó con conocer su sexo, sino que insistió en saber cuánto pesaría.

Sin embargo éste al principio me había gustado. Tenía una voz profunda, era educado y me había dado a entender que no pretendía saber nada muy concreto. Sólo una visión general del futuro, había dicho. No era lo habitual. Normalmente las llamadas eran muy repetitivas, la mayoría preguntaban por una posible infidelidad, una enfermedad grave o los resultados de la búsqueda de empleo, y casi todos perseguían que les prometieras un milagro. Los que no llamaban desesperados eran infrecuentes –aburridos, curiosos- y solían ser los mejores. Con esos te podías enrollar media hora diciendo absolutas vaguedades, ellos te oían como quien ve la película de los sábados por la tarde, por hacer algo, sin mucha fe ni demasiado interés. Al contrario que algunas compañeras, que defendían que era preferible pasarse de gafe porque nadie protesta si no se cumple un mal augurio, yo solía dar muy buenas perspectivas. Total, por el mismo precio prefería oír exclamaciones de alegría, por lo menos que tuvieran un buen rato aquellos infelices. Al final siempre añadía algún detalle negativo - una operación sin importancia, alguien de la familia al paro,…-, sólo para dotar de una mínima credibilidad al porvenir.

— Señorita… ¿Serena, me ha dicho?, Serena, disculpe la sinceridad, pero usted no es vidente ni es nada. Usted es una vulgar sacacuartos.

Mi nombre real no es Serena. Y no, no era vidente. Tal vez si lo hubiera sido habría colgado en ese momento haciendo gala de una cierta dignidad profesional, pero no lo era. Era solo una escritora frustrada que trabajaba de teleoperadora de una línea de tarot y que cobraba por minutaje. Antes había vendido seguros, tarjetas de crédito, líneas de telefonía…Ahora vendía futuro y las llamadas de menos de cinco minutos no se cobraban, así de claro. El hombre de la voz bonita aún no llegaba a cuatro.

— Perdone, pero no sé qué le ha molestado -nos insistían en el tuteo, daba confianza según la jefa, una adivina televisiva mucho más lista de lo que aparentaba, lo primero el nombre y el tuteo, pero a mi me resultaba violento cuando el interlocutor insistía en marcar las distancias—, yo sólo le digo lo que veo en las cartas. Y la verdad es que todo parece favorable.

Con el tiempo había aprendido a hablar a cámara lenta. Tan despacio que mi novio se desesperaba cuando intentaba contarle algo. Ve al grano, solía decir con su tacto habitual, mientras yo marcaba las pausas, buscaba las perífrasis, recurría a las frases huecas y largas. Cómo explicarle que muchas veces en la vida es más importante la paja que el grano, que a menudo ni siquiera hay grano. En alargar las conversaciones ad infinitum las mejores eran las sudamericanas, unas artistas. El cliente en cambio parecía escueto y directo como un microrrelato.

—Por eso le digo que es un timo. Le he dado todos los datos que me ha pedido y según sus cartas voy a tener una vida larga y feliz al lado de mi mujer. Y eso es imposible— y antes que yo pudiera entrar en otra lentísima disquisición sobre lo que mostraban la luna o el mago, el hombre añadió—. Yo sé que mi mujer me va a matar.

Otro pirado, no me lo había parecido, pensé, pero seguí al teléfono como la buena profesional que había acabado siendo. Los primeros días colgaba en cuanto alguien me faltaba al respeto, o cuando me parecía estar abusando de la desesperación o la estupidez de mi interlocutor. Luego ya no, la experiencia y la crisis endurecen. Cómo podía decir eso, si me había dicho que estaba casado con la mujer de su vida y que eran muy felices, le reproché como quien riñe a un niño. Entonces, mi cliente suspiró condescendiente y me explicó que la razón era que él sí que veía el futuro. Yo , dijo, cargando la suerte en la afirmación, intentando marcar las diferencias con el fraude que resultaba ser la tal Serena. Luego puntualizó que esto sucedía en ocasiones contadas, y siempre en relación con su mujer. Hablaba como si necesitase explicarse a sí mismo todo, como si estuviese él solo ante un espejo. Pensé que había llamado para desahogarse y le dejé hablar.

—Conocí a mi mujer el mismo día en que nació. Mis padres eran íntimos amigos de los suyos y fui con ellos de visita al hospital. Yo tenía ocho años e inspeccionaba aquel ser diminuto con auténtica curiosidad, cuando supe que me iba a casar con ella. Lo vi como en un flash. ¿Sabe esos sueños en los que alguien no se corresponde con su físico, que incluso tiene la cara de otro, pero uno no tiene duda de quién es? En este caso éramos ella y yo, adultos, pero los mismos de la clínica, y estábamos en nuestra boda. Me voy a casar con ella, dije sorprendido, y aquello causó el regocijo de los presentes. Esto sí que es amor a primera vista, se rieron sus padres y los míos, sin entender que no se trataba de un deseo, sino de la constatación de un hecho futuro. Durante años oí contar esa anécdota cada vez que veía a aquella niñita rubia. Al principio me sentía incomprendido y trataba de explicarme, pero con el tiempo yo mismo opté por reírme de mi inocencia —hizo una pausa breve, dando por concluido el capítulo infancia—. No volví a tener ese tipo de visión con nada ni con nadie hasta que ella tenía catorce o quince años y coincidimos en la boda de un amigo común. Ella pasaba por esa etapa indefinida y poco favorecedora, y yo en cambio había acabado la carrera y estaba dispuesto a comerme el mundo. Ni que decir tiene que apenas reparé en ella, y sin embargo de repente, mientras bailábamos una de esas congas de última hora y corbatas en la cabeza, volvió a pasar. Aquella noche lo achaque a los gin tonics y no le di más importancia, pero años después sí. En aquella visión, ella corría por Venecia y me abrazaba.

Al otro lado del teléfono se hizo un silencio y yo dudé si debía decir algo. No, no se trataba de un paranoico ni de un celoso psicópata. Era simplemente alguien que había marcado el número de Acuario-Tarot en busca de un interlocutor ajeno a su vida y que tuviese la obligación de escucharle. Y esa era yo. El hombre había abandonado su estilo directo y frío, y hablaba ahora en un tono pausado que podía rellenar muchos minutos, p ero entonces yo ya había dejado de mirar el cronómetro.

—Pasaron más de diez años sin que nos viéramos— continuó antes de que yo supiera qué decir—. Yo me fui lejos a empezar una vida de adulto y olvidé mis visiones, y ella siguió con los penosos trámites de la adolescencia. Pudimos volver a encontrarnos en Madrid, en Londres, en Barcelona, en casa de sus padres o en la de los míos, pero no; fue en Venecia. Yo no había estado nunca allí y mi novia de entonces me había regalado un viaje sorpresa. ¿Conoce usted Venecia? ¿No? Es una ciudad decadente, y sucia, y cara, y plagada de turistas, pero además es una ciudad perfecta. Atardecía y los dos paseábamos junto al Puente de Rialto, cuando ella apareció. Ella fue quien corrió entre un tour de japoneses gritando mi nombre, ella quien me abrazó efusivamente y quien luego insistió en que le diera mi teléfono para seguir en contacto. Se había convertido en una mujer guapa, de una belleza alegre e imperfecta que parecía ir creciendo cuando hablaba. Yo se la presenté a mi novia como casi una hermana, pero los tres supimos en seguida que no era así. Y en efecto: un año después ya estábamos casados.

¿Qué hacía yo allí, sin conocer Venecia? ¿Qué haría Venecia sin mí? Sentí de repente que mi vida no tenía ningún sentido sin Venecia y me invadió una enorme nostalgia de todo lo que no había vivido. Ajeno a lo que su comentario había provocado, el hombre de la voz profunda siguió hablando.

—De esto hace más de veinte años y mentiría si dijera que mi vida a su lado ha sido perfecta. Somos una pareja que discute y se enfada y se reconcilia, una pareja normal, no hay milagro, pero si algo tengo claro es que no quiero estar sin ella. Sé qué es lo fundamental en mi vida y nunca he dudado que envejecería a su lado. Tengo un buen trabajo que no me entusiasma y me hubiera gustado vivir cerca del mar, pero siempre he sentido estas pequeñas insatisfacciones como impuestos que debía pagar por mi felicidad familiar. Porque sí, como le he dicho al principio, soy feliz con mi mujer y mis hijos. O mejor dicho, he sido feliz hasta hace poco.

— ¿Qué pasó?— pregunté ante su silencio, inquieta por si ahora me colgaba, por si se arrepentía de aquel monólogo que le iba a salir por una pasta y me dejaba sin conocer el final.

—Fue en abril. Volvíamos en avión de pasar un fin de semana celebrando nuestro aniversario. Como siempre, después de haberme hecho dejarle la ventanilla, ella se había dormido con ese gesto de enfurruñamiento del que siempre se ríen nuestros hijos. Mamá se enfada hasta dormida, dicen. Yo miraba el mar y la contemplaba divertido, cuando la vi matarme. No hubo lugar para la duda: era claramente yo, era claramente ella y me estaba disparando a la cabeza. La visión me sobrecogió y he tratado por todos los medios de olvidarla, pero por desgracia la memoria no se rige por la voluntad. Cada vez que la miro, recuerdo con nitidez aquella imagen.

A mí también me estremeció imaginar ese momento. Uno de esos instantes exactos en que la vida da un vuelco. A veces ocurre en la consulta de un médico, otras en los lugares más inesperados. De golpe unas palabras, una distracción o una imagen nos sumergen en una pesadilla, y en ese momento cuando vemos con desesperación como se aleja la rutina, tan insignificante ella, tan infravalorada y criticada hasta entonces. En este caso la pesadilla la protagonizaba una mujer que de pronto, con toda probabilidad sin merecerlo y sin ni siquiera sospecharlo, se convierte a los ojos de la persona más cercana en su asesina.

— Se preguntará por qué he llamado. He visto el anuncio en el periódico y…sinceramente, no lo sé. Pese a todo lo que le he contado, soy un escéptico. Nunca he creído en nada y, no se ofenda, pero menos aun en su negocio. Pero yo sé lo que he vivido. Sé lo que he visto y lo que ha pasado, y por mucho que lo intento no puedo seguir con mi vida como si nada. He pensado en separarme. Pero y si todo es una tontería ¿por qué la habré dejado? Me he preguntado qué puede llevar a mi mujer a cometer semejante atrocidad, si será tal vez en defensa propia, acaso yo me convierta mañana en un maltratador. Me he culpado a mí, la he culpado a ella, hasta he buscado otros culpables. Y no lo entiendo.

Se hizo un silencio triste. Pensé que ahora sí que tenía que decir algo, aunque no fuera ya en mi calidad de presunta vidente. O tal vez sí, tal vez era eso lo que se esperaba de mí.

—Yo creo que sé porque ha llamado— intenté ese estilo vitalista de los libros de autoayuda, pero mi discurso sonó triste y un punto cínico, más propio del género negro—. Ha llamado para convencerse de que todo es mentira. De que no hay futuros escritos, ni porvenir a la vista. De que, como decía usted, todo esto es un timo y yo soy una sacacuartos. Y así es, eso se lo puedo asegurar. No negaré que he conocido videntes que realmente se creen lo que hacen; locos los hay en todas partes y aquí más. Pero usted y yo, y cualquier persona lúcida que no pase por un momento de desesperación, sabemos que todo este negocio es una farsa. Que nunca adivinamos el número de la lotería, ni un terremoto, ni un gran accidente. Supongo que sus visiones no tienen explicación, son sólo caprichos del subconsciente o del azar o de todo un poco, puede que le haya pasado otras mil veces y no lo recuerde porque no se han cumplido y eran cuestiones más triviales que una boda o un asesinato. Tal vez un psicoanalista le diera una explicación, qué sabe nadie. En cualquier caso, el futuro no existe, y si existe cada vez es más probable que no llegue nunca.

Y si era verdad que el futuro no iba a llegar nunca. Y si me despertaba a los cincuenta y seguía allí, instalada en un presente eterno, hablando despacio en aquel trabajo tramposo y absurdo y viviendo con una especie de Peter Pan apático. Y si no había nada a qué esperar, ninguna fecha ni ningún acontecimiento milagroso, sólo días y más días… De repente Serena empezó a hablarme directamente a mí y el presente y el porvenir eran uno solo. Y no me gustaba.

Me despedí del cliente como pude, aconsejándole que se lo contara a ella todo entre bromas. Que le quitara al asunto todo el dramatismo que tiene lo secreto y seguro que se reían los dos juntos. Le dije que ella era su presente tangible y verdadero, y lo demás cuentos. Al colgar, sentí a la vez la duda de si a él le habría servido de algo la llamada y la seguridad de que para Serena había sido la última. Rápidamente recogí mis cosas y me dirigí a la calle, en busca de un final distinto para mi novela.

 

© Sol García de Herreros Madueño

 

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