PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS

PRESENTACION · CONTACTO · QUINTA EDICION



EL VENDEDOR NÚMERO 1

por Juan De Molina Guerra


Accésit categoría Internacional

5ª Edición Premio Internacional de Relato Patricia Sánchez Cuevas

 


Ilustración de Pedro Díaz Del Castillo

 

La tarde en que Genaro volvió a casa antes de lo previsto y encontró las maletas en el recibidor, supo al instante que su vida tomaba un nuevo rumbo.

Había abandonado la reunión subrepticiamente a causa de la jaqueca, pero nadie le iba a reprochar que se marchara. A pesar de la crisis, llevaba cinco años seguidos acaparando el codiciado título de “Mejor Vendedor” de la empresa, era el number one en la venta de inmuebles, así que gozaba de algunas prerrogativas, como la de abandonar la sala de conferencias cuando el jefe de la división inmobiliaria hablaba desde el entarimado.

La crisis financiera que vivía el país en los últimos años había socavado las sólidas estructuras del sector de la construcción. Se había construido a un ritmo acelerado, tanto que las fábricas de ladrillos no daban abasto a tanta demanda. Las entidades financieras habían prestado dinero a manos llenas a constructoras e inmobiliarias, y obreros sin cualificación habían formalizado préstamos hipotecarios indiscriminados, al socaire de la bonanza económica. España era el país de Jauja, y crecía, año tras año, por encima de países como Alemania o Francia, que nos miraban con estupor y desconfianza sin dar crédito a lo que indicaban las cifras en verde de los parqués internacionales. Y él había sacado provecho de esta situación, había hecho valer su astucia comercial, las enseñanzas de su maestro Og Mandino, el gurú de la motivación más respetado de la actualidad. Así que toda la verborrea estadística que su jefe detallaba detrás del atril le resbalaba como agua entre los dedos.

Había volado por la autovía en su flamante BMW. Ya en la red comarcal, se detuvo unos minutos en la casa rosada al borde de la carretera, pero esta vez, rompiendo su habitual costumbre, sólo bebió un whisky con hielo y encendió la mitad del puro que guardaba en un bolsillo. El dolor de cabeza no remitía y las chicas azuladas de la luz del fondo le parecieron en esta ocasión sórdidas y mustias.

Cuando aparcó delante de su casa, aún le quedaba un resto del cigarro, al que dio dos hondas chupadas y luego pisoteó al salir del coche. Lo último que deseaba, con la cabeza a punto de estallarle, era discutir con Loreto por su afición al tabaco.

Y ahora las maletas estaban ahí de nuevo, como la vez primera, sólo que, en esta ocasión, sus padres no acudirían a interceder por él. “Una vez nada más”, como en el bolero, había dicho Loreto enrabietada, levantando el dedo índice ante la mirada asustada de sus suegros. “Piensa en los niños”, le argumentaron éstos, que no encontraron mejor defensa para salvar a su hijo del naufragio que presentían.

Uno nunca sabe cómo acontecen las cosas. Él llamaba a las puertas y las puertas se abrían. Era la ventaja de vivir en una pequeña ciudad, que todo el mundo te conocía. La sonrisa como embajadora y el sesgo en la mirada sólo constituían un aditamento, la parte de la liturgia que conformaba la introducción al cierre definitivo del contrato de una nueva venta. Era su marca de identidad, la impronta de su secreto: la venta directa, nada de pisos piloto. ¡Había tantas mujeres tras las puertas y estaban solas, ay, tanto tiempo! ¿Qué culpa tenía él de poseer ese encanto personal, esa estela canalla que tanto las encandilaba? ¿Por qué Domitila lo había recibido con la bata liviana y a medio abrochar? ¿Qué azaroso destino la había unido a un marido pusilánime e indeciso que vivía instalado en el sofá y que vegetaba los fines de semana tragándose todos los partidos de fútbol que daban por televisión mientras ella languidecía entre madejas de lana y agujas de ganchillo? Él sólo pretendía cerrar la venta de un adosado en la sierra, pero ella parecía interesada en toda la gama de inmuebles que poseía la empresa, lo mismo le preguntaba por los chalets con piscina y sauna finlandesa que por los pareados de dos plantas y garaje. “Es para mi hijo, está pensando en independizarse”, recordó que le había dicho mientras lo miraba a los ojos fijamente y se cubría una rodilla que emergía de continuo baja la bata como queriendo tomar parte activa en la conversación.

Pensó en Domitila, sí, mientras miraba las maletas y el diminuto triángulo de tela blanca que asomaba, asimétrico, por la junta de una de ellas, pero un ruido extraño lo distrajo.

—¡Genaro...!, —le pareció que decía una voz quejumbrosa que provenía del cuarto de baño.

Corrió hasta allí asustado. Aquella voz desgarrada no presagiaba nada bueno. Abrió la puerta, ávido y temeroso a un tiempo, y vio a su esposa inclinada sobre el lavabo, lívido el semblante y sudorosa, con un hilo de sangre bajándole por la barbilla. ¿Qué te pasa, Loreto?, se oyó decir a sí mismo, sin poder evitar que su pensamiento volara hasta las maletas que esperaban impasibles en el recibidor a un porteador incierto. Pero nada más pudo oír de labios de ella, que acababa de desplomarse entre sus brazos sin conocimiento.

Ahora, en la ambulancia, mientras corrían hacia la clínica privada, intentó recapitular. Mediaba una hora larga de camino, tiempo más que suficiente para poner orden en la marabunta de su pensamiento atropellado. Sentado al lado de la camilla donde yacía su esposa, le había tomado la mano derecha y se la acariciaba con suavidad, rozándola apenas por el temor de interferir en la aguja que tenía inoculada en la muñeca, y por la que le llegaba, gota a gota, la mezcla de suero y calmantes que la mantenían sedada. “Sufre fuertes dolores en el estómago”, le había dicho el doctor de las barbas y el pelo desmadejado, “vamos a procurar que no despierte hasta que llegue al hospital; entregue este sobre en recepción nada más llegar”. Miró el sobre cerrado y sopesó la posibilidad de abrirlo, luego miró la cara de Loreto y se confortó viéndola menos pálida que cuando partieron, aunque le asustaban las enormes ojeras que orlaban sus párpados inferiores. Tenía que haberse imaginado que algo grave le estaba ocurriendo a su mujer. Había adelgazado mucho en muy poco tiempo. Al principio, él pensó que esta disminución de peso se debía a la carga de trabajo que en los últimos tiempos ella se había echado sobre la espalda: además del cuidado de la casa y de los hijos, estaba el trabajo en la oficina, y, por si ello no fuera suficiente, los padres de Loreto se habían deteriorado bruscamente, papá Jacinto aquejado de un carcinoma de próstata y mamá Encarna desahuciada por el alzhéimer. Sin embargo, su incansable esposa superaba estas adversidades con su buen humor y su retomada afición por la poesía. En esta faceta, ahora que lo recordaba, ella siempre había sido muy sensible, pero tuvo que aparcar la misma mientras se dedicaba a la crianza de los hijos. Ven, Genaro, le decía ella a veces, al caer la tarde, desde la terraza, mira cómo se vuelven amarillas las puntas de los cerros. A él, tenía que reconocerlo, estas exaltaciones líricas de su mujer le traían sin cuidado, en cambio, la labor callada que ejercía con sus padres le llenaba de admiración. ¿Qué te crees que hace mi madre en cuanto me doy la vuelta? Pues vuelca el zumo de pomelo en la aspidistra y le da el Nolotil al gato, ¿te lo puedes creer? Y todo esto contado con hilaridad, como quien vuelve del circo con los niños y recuerda en el camino, emocionada, la lúcida actuación de los payasos. No obstante esta jovialidad de Loreto, él tenía que haber estado más atento, ahora se lo reprochaba, pero por esas fechas estaban en el momento más álgido de la campaña de ventas; podía conseguir por sexto año consecutivo ser el vendedor número uno, y este año el premio consistiría en un viaje a las ruinas de Machu Picchu. Los jefes estaban cada vez más nerviosos con la dichosa crisis. Las ventas habían bajado ostensiblemente en el cómputo global de la empresa. La división de la construcción había tenido que recurrir a un ERE para soltar lastre humano ante la paralización de las obras. Luego estaba la desconfianza de Loreto, sus continuas preguntas, ¿de dónde vienes tan tarde?, ¿con quién has comido hoy? La recordaba pegada a la puerta del cuarto de baño, cuando él recibía la llamada nocturna en el móvil y se encerraba en el aseo y hablaba en un susurro: notaba la sombra de sus pies recortados en la raya de luz que se colaba bajo la puerta, y sabía que ella sabía, pero nunca se decían nada, el tema estaba vedado, era tabú. Una vez nada más, le había dicho en aquella ocasión delante de sus padres. Esa vez, las maletas estaban llenas con la ropa de él, y ella lo había puesto literalmente de patitas en la calle, pero, ahora, aquel triángulo de tela blanca que asomaba por una de las maletas lo tenía desconcertado. ¿Era su ropa o la de ella? ¿Era Loreto quién había decidido abandonar el hogar, harta ya de sus continuos engaños, o era a él a quien invitaba a tomar de nuevo el humillante camino del destierro? La volvió a mirar a los ojos y se preguntó si la seguía queriendo. Al instante se arrepintió de este pensamiento despreciable y levantó la vista hasta el tarro de suero, que oscilaba por momentos, como un péndulo simbólico y premonitorio, en cada curva de la carretera. Quiso pensar en sus hijos, ajenos aún a la encrucijada en que podían verse envueltos según fuesen aconteciendo las cosas, pero su pensamiento saltó hasta aquel abril caluroso, siendo aún novios, en que se bañaron en el remanso hondo y verde del río, y la vez que tanto miedo pasaron cuando la guardia civil los quería llevar al cuartelillo por viajar indocumentados y acampar junto a la presa de la central eléctrica en el año en el que el terrorismo había irrumpido en la vida nacional. Tenía una mujer de bandera, reconoció, mientras observaba la respiración cadenciosa de Loreto y su rostro enajenado. Pero, una vez más, volvió a pensar en las maletas que quedaban atrás, en el recibidor de su casa, con aquel trozo de tela blanca asomando que no pudo identificar por las prisas. ¿Era un trozo de su ropa o de la de Loreto ? ¿Era ella quien lo abandonaba o, por el contrario, le iba a exigir a él que se marchara, que no aguantaba más tanta ignominia?

Debía haber prestado más atención a las señales del camino. Después de que Loreto lo perdonara por su traición, no fue capaz de acompañarla a las clases de baile de salón que a ella tanto le gustaban, y por las que tanto le insistió. Él sólo pudo esgrimir como argumento que trabajaba como una mula para que no le faltara de nada, para ser el primer comercial de la empresa y llevarla a lugares exóticos; que llegaba a casa harto de patearse las calles, con los pies hinchados y la cabeza en ebullición; que ahora, con el estancamiento de los mercados debido a la crisis financiera, que parecía interminable, y que ponía en peligro la estabilidad de su empleo, debía trabajar más horas para compensar el recorte en el sueldo; que lo último que se le ocurriría hacer era bailar bachatas y pasodobles después de una jornada agotadora. Ve tú sola, por mí no hay problema, recordó que le había dicho. De repente, la ambulancia se detuvo y Loreto parpadeó un instante. A él le pareció que ella le había sonreído, aunque no estaba seguro, pero había vuelto a cerrar los ojos, y ahora unos enfermeros lo estaban invitando a bajarse, y apenas tuvo tiempo de acercarse a recepción a entregar el sobre cuando ya se llevaban a Loreto por un largo pasillo en el que unas puertas batientes, con un letrero encima que rezaba “NO PASAR”, le impidieron seguirla.

Se sentó en un banco de madera frente a la puerta y se dispuso a esperar. Calibró la oportunidad de llamar a sus hijos que estudiaban en la capital, pero decidió que esperaría a tener más datos acerca del estado de Loreto antes de preocuparlos innecesariamente. Se dijo que lo mismo haría con el resto de la familia. No era cuestión de alarmarlos si no había lugar.

Después de un tiempo que se le antojó interminable, apareció una mujer ataviada con ropa verde de quirófano preguntando por los familiares de Loreto García, y él se levantó y se dirigió hacia ella, leyó a la altura del pecho que era la doctora Valverde y escuchó con incredulidad que su esposa necesitaba ser intervenida de urgencia por un posible carcinoma de estómago; que la operación iba a realizarse a primera hora de la mañana, una vez que estuvieran listas todas las pruebas que le estaban realizando; que a medianoche la subirían a planta para que descansara; que no debía preocuparse más de lo necesario; que necesitaban abrir para cerciorarse de la gravedad del caso. Eso había dicho, abrir , luego le había puesto una mano en el hombro y le había apretado un poco, a continuación se había dado la vuelta y él le miró la curva turgente de los glúteos. Abrir, volvió a repetirse a sí mismo. Por alguna extraña razón, le había parecido que la expresión sonaba grosera, que rechinaba en exceso dentro del contexto de la explicación. Se le antojó que la palabra era un paradigma, como las maletas en medio del recibidor, o como los agujeros en los calcetines con que acudió a la boda de su cuñada, poco después del episodio de Domitila, en aquella etapa convulsa de su matrimonio en que vivió a caballo entre la delgada línea roja que separaba el abismo de la ruptura de la apoteosis de la reconciliación, soportando la infamia de las llamadas telefónicas a media noche del estúpido marido de Domitila y el cerco cada vez más estrecho de Loreto y de sus propios padres; una etapa en la que no fue capaz de acompañar a su mujer a las clases de baile pero en la que, a cambio, se volcó de lleno en su trabajo y se recorrió las calles de la ciudad de un extremo a otro, de la mañana a la noche, cerrando ventas inauditas que le permitieron llevar a Loreto, como recompensa, a visitar las pirámides de Luxor y la ciudad de Petra, la bahía de Sidney, la medina de Estambul y al Caribe tan cálido y entrañable, donde asistieron a un concierto de Juan Luis Guerra y él tuvo la efímera sensación de que ella era feliz.

En medio de todos estos recuerdos agridulces, comprendió que, ahora sí, se hacía necesario llamar a sus hijos y a la familia. Salió al exterior de la clínica y encendió un puro. Tuvo conciencia de que lo consumiría entero en la larga noche que le esperaba. Apoyó la espalda en la pared y se dispuso a hacer la primera llamada. Le quedaban pocos minutos a la tarde. Miró a los montes cercanos y vio las puntas de los cerros de color amarillo. Tragó saliva y trató torpemente de enjugar una lágrima con el revés de la mano que sostenía el puro encendido. Apagó el móvil. Le pareció que, en ese momento de zozobra, el tono de su voz podía delatar la gravedad de la situación. Caminó ensimismado circundando el perímetro del edificio hasta que se hizo de noche. Luego apagó el puro y decidió que era el momento de hacer las llamadas. Marcó primero el número de sus padres y luego llamó a la hermana de Loreto, le dejó a su cuñada la responsabilidad de comunicarles la desventurada noticia a sus suegros; más tarde llamó a Genaro y a Lucio y trató de confortarles con razones de las que él mismo dudaba y, de repente, cuando pensó que sus pasos le llevaban a la cafetería, se vio en el interior de la capilla. Con mecánica decisión, apenas dueño de sus actos, se acercó al altar, depositó una moneda en una ranura y encendió una vela. Quiso rezar una oración, pero le pareció una impostura. Pidió por Loreto. Apoyó los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos. Cerró los ojos y trató de reflexionar acerca de lo que le estaba sucediendo. Le había vuelto la jaqueca, y el terrible dolor de cabeza le impedía poner orden en sus pensamientos. Debía haberse traído su libro favorito, pero El vendedor más grande del mundo reposaba sobre la mesita de noche de su dormitorio, como el libro de cabecera en que se había convertido desde que asistió al curso para directivos impartido por Otto Walter España, la organización líder en desarrollo de comportamientos de Directores y Comerciales, donde él había visto la luz y cayó del caballo como un Saulo perplejo. Vio a Loreto dando el puré de patatas a mamá Encarna, su paciencia infinita con el padre derrotado que se negaba a admitir el deterioro de su esposa, su crueldad de niño grande vejando a su propia hija a pesar de sus cuidados con ellos. Recordó aquel poema que Loreto le había dedicado cuando era soldado, aquella manifestación de amor que entonces le pareció cursi y que ahora, en la encrucijada honda del dolor en que se debatía, cobraba una importancia conmovedora. Pensó en Domitila, la convulsa atracción primera de su cuerpo sinuoso bajo la bata liviana y sugerente; en Loreto en el polideportivo, cercana la medianoche, donde daba sus clases de baile de salón en brazos de cualquier desconocido, girando sudorosa y entregada en los bucles cadenciosos del Danubio azul y resuelta y ágil en las sensuales notas de un merengue; Loreto extraviada en los bazares de El Cairo y, esplendente y hermosa, en los albos litorales de Santo Domingo, cuando él ya era una institución en su empresa y ella había comenzado a bajar la guardia, el cerco estrecho en el que se vio inmerso desde la aparición en su vida de Domitila. Vio las maletas de la primera vez, y ahora la perfidia de la repetición, morbosa incertidumbre que le provocaba la duda de no saber qué ropa contenían las dichosas maletas. Intentó mostrarse acorde con la gravedad del momento y comenzó una oración, Padre Nuestro que estás en los cielos ..., pero fue incapaz de seguir. Salió de la capilla y se dirigió al mostrador de recepción. Allí le informaron qué habitación le habían asignado; que podía subir si lo deseaba y esperar dentro a que lo llamaran por los altavoces si había alguna novedad; que, en caso contrario, esperara a que subieran a su esposa y que, por favor, si necesitaba descansar, no usara las camas de las habitaciones, sino las butacas habilitadas al efecto para los familiares de los enfermos. El dolor de cabeza seguía ahí instalado y lo acompañó en el ascensor mientras subía hasta la sexta planta. Buscó la habitación 615 y empujó la puerta. Dos camas vacías, separadas por una cortina, lo ubicaron de repente en la dura realidad. Estaba en un hospital. Su mujer iba a ser operada de urgencia de una enfermedad grave. Su matrimonio estaba roto. Se sentó en la butaca del fondo y sintió un enorme cansancio, una profunda sensación de soledad. Sin saber bien por qué, se encontró pensando en su jefe de zona y en la salida precipitada de la reunión. Pensó que, tal vez, si se acercaba hasta el puesto de enfermería, pudieran facilitarle un calmante para el dolor de cabeza. Pero entonces fue que se abrió la puerta y alguien encendió la luz del techo. Dos enfermeros robustos depositaron con destreza a Loreto sobre la cama junto a la ventana. La conectaron a un monitor y controlaron la caía del suero. Buenas noches, le dijeron al salir, y los dejaron solos. Él se acercó hasta la cama y la besó en la frente. Ella hizo una mueca que él interpretó como una sonrisa y luego fue que escuchó de labios de su mujer:

— Genaro, tenemos que hablar.

 

© Juan De Molina Guerra

 

Arriba

 

Volver

v o l v e r


 

Patrocina: copsa                                                                              Realización: Ariadna-rc.comariadna-rc.com