PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS

PRESENTACION · CONTACTO · QUINTA EDICION



EL HOMBRE CABAL

por José Ángel Corral Suárez


Segundo Premio categoría Internacional

5ª Edición Premio Internacional de Relato Patricia Sánchez Cuevas

 


Ilustración de José Ángel Colón

 

Con diecisiete años abandoné la casa de mis padres y me fui a Bilbao. Mi primo Demetrio y su mujer llevaban viviendo allí dos años y según ellos, no faltaba trabajo para quien no tuviese reparos en romperse el espinazo. Diecisiete años, un niño aún, con la sombra del bozo intacta y la mirada de pasmo de quien no ha salido de la aldea. Mario , mi hijo, tiene catorce y ya ha visto más mundo del que yo alcanzaré a ver en lo que me queda de vida, eso sí, si tuviese que descargar un camión de sacos de cemento se rompería por la mitad. Mucho fútbol y natación y surf, pero a la hora de la verdad, estoy convencido de que no resistiría ni una sola jornada de trabajo en la obra. Son otros tiempos, claro. Hay quien dice que mejores. Yo no sé qué pensar. Mi primo Demetrio me alojó en su casa y al día siguiente de mi llegada a Bilbao me acompañó a la oficina del señor Angoitia.

—Mañana a las seis te presentas en la obra —fue cuanto me dijo aquel hombre.

No me preguntó si tenía experiencia. A mediados de los sesenta la voluntad de trabajar era cuanto necesitabas para encontrar un empleo en la construcción. A la hora convenida me presenté ante el capataz, un extremeño flaco como el palo de una escoba, al que le faltaban prácticamente todos los dientes. El capataz me preguntó si sabía manejar la sierra de calar. Con cada palabra que pronunciaba me llegaba una rociada de saliva. No me lo pensé dos veces antes de responder que sí. Una sierra de calar y lo que haga falta. Cuando casi un año más tarde regresé a casa de mis padres de vacaciones, tenía un SEAT 850 amarillo de cuarta o quinta mano, una libreta de ahorros que llevaba encima con la misma devoción que una beata su escapulario y medio dedo menos en la mano izquierda.

Así comenzó mi andadura. Casi cuarenta y cinco años han pasado desde que llegué a Bilbao hasta hoy. Desde entonces he construido edificios, adosados, un par de naves industriales, he generado empelo, he perdido y he ganado dinero.

Me jode hablar como uno de esos viejos resentidos, que no hacen más que quejarse y repiten hasta el hartazgo esa monserga de que cualquier tiempo pasado fue siempre mejor. Pertenezco a una generación que sabe lo que es pasar privaciones y trabajar duro. Antes, si querías comprarte un coche o irte de vacaciones con la familia, tenías que ahorrar durante meses o años hasta juntar el dinero necesario. Hoy las cosas han cambiado. Satisfacemos nuestros deseos de inmediato. Si no tenemos dinero se la pedimos al banco y en menos de una semana, por arte de birlibirloque, ya estamos estrenando coche nuevo. Sin embargo, esta crisis en la que estamos enfangados está poniendo las cosas patas arriba y son pocos los afortunados a los que no les afecta.

Lo peor de todo son las responsabilidades. Eso es lo que me quita el sueño: la familia, los empleados. Somos náufragos perdidos en medio del océano, agarrados todos a la misma tabla. Si me rindo los jodo a todos, así de claro, por eso hay que continuar en la brecha, hay que salir cada mañana de la cama decidido a seguir batallando, aunque la verdad es que cada día que pasa me quedan menos fuerzas.

—¿Cómo es posible que un piano de segunda mano cueste ese dineral?

Ramiro saca del bolsillo del pantalón un folleto y lo extiende sobre la barra del bar donde nos tomamos las cañas y picamos una ración de rabas cuando acabamos la jornada. Mientras Ramiro y yo hablamos, el resto de la cuadrilla no le quita el ojo de encima a Pilar Rubio , que presenta un programa en la tele.

—Es caro porque es de una marca fetén —dice señalando con un dedo grueso como una morcilla la foto que aparece en el folleto—. Fíjate bien, un Yamaha.

—Yo pensé que esos sólo fabricaban motos.

—Pues no. También fabrican pianos y otros instrumentos musicales—me aclara Ramiro—. Mejor es un Steinway and sons , pero esos son palabras mayores. Un piano de ese calibre sólo lo tienen los grandes profesionales. El maestro Pollini o el chino Lang Lang.

No puedo por menos que maravillarme ante el tono de entendido de este encofrador, de un refinamiento de melómano que no se por qué se me antoja incompatible con alguien que luce una mata de pelos en las orejas. Cuando Ramiro empezó a trabajar en la empresa, lo mismo silbaba una tonadilla de la Pantoja que una balada de Julio Iglesias; ahora, sin embargo, su repertorio de trinos se mueve por registros más cultos y lo mismo te sorprende con una sinfonía completa de Beethoven, que con un minueto de Bach. La responsable de esta transformación es su hija de doce años que, según los entendidos, es una joven promesa del piano. Estudia en el Conservatorio y recibe clases particulares en casa de un profesor ucraniano que gana más en una semana que cualquiera de mis empleados en un mes.

—Dos mil quinientos euros es una fortuna —digo—. ¿No podría apañarse con uno más barato? Tiene que haberlos de otras marcas que no cuesten tanto.

—Claro que los hay, pero no suenan igual —se apresura a responder Ramiro, que apura la cerveza de su vaso y se limpia la espuma del bigote con el dorso de la mano—. No es lo mismo un Seat que un Mercedes. Bueno, ¿qué dices? ¿Me prestas el dinero o no?

Nunca me gustó que nos metiesen a todos en el mismo saco. No me parece justo. Como en cualquier otro ámbito profesional, en éste de la construcción hay cantamañanas impresentables y gente de una honestidad sin tacha. Los hay a los que les falta tiempo para fundirse en lujos horteras lo ganado y también quienes ahorran e invierten hasta el último euro. Lamentablemente los que más destacan son los primeros. Codiciosos, horteras y un ciento de cosas más. Es nuestro sambenito. Cuando pienso en lo injusto que es que nos confundan a unos con otros, siempre me acuerdo de aquel Jaguar. Era un modelo precioso, verde botella, asientos de cuero y doce cilindros. Tenía casi veinticinco años pero lucía hermoso como el primer día. Los cromados brillaban como espejos, el motor ronroneaba como un gato satisfecho. Un XJS. Era el coche de mis sueños. Había pertenecido al padre de Luis Casal, un arquitecto con el que había trabajado hacía algún tiempo. El padre había muerto y a Luis no le apetecía quedarse con el coche. Me llamó para preguntarme si yo estaría interesado en comprárselo.

— Por veinte mil euros te lo llevas — me dijo —. Precio de amigo.

Fui a su casa a verlo e incluso me dejó probarlo. Jamás había conducido nada igual. Por poco más de lo que costaba un Ford Focus me podía hacer con un coche legendario. Había que ser un imbécil para dejar pasar una oportunidad como aquella. Por aquel entonces la crisis aún no había asomado el hocico, las cosas me iban relativamente bien y el precio del coche era un ganga. Sin embargo no lo compré. Seguí yendo a trabajar con mi furgoneta Citröen Berlingo, mientras Teresa, que es maestra en una unitaria, se apañaba para ir al colegio con su Honda Civic, un trasto abollado y comatoso con medio parabrisas cubierto de pegatinas de la ITV.

Durante toda la vida me esforcé por dar una imagen de hombre cabal y discreto a mis empleados, un tipo que se presentaba a trabajar en la obra a la misma hora que ellos, al que no se le caían los anillos si en alguna ocasión tenía que ponerse el mono y calzarse las botas para echarles una mano. Puede parecer un gilipollez (y posiblemente lo sea), pero no me compré aquella joya simplemente porque no quería dar una imagen de ostentación que no se avenía con mi carácter. El coche me gustaba a rabiar, pero nada más lejos de mi voluntad que mis empleados creyesen que su jefe se había vuelto un tipo presuntuoso. Podía imaginarme la conversación en el bar, palabra por palabra: “Hoy un Jaguar, y mañana ¿qué? ¿un Rolex de oro del tamaño de un donete?”

—Si te gusta y puedes pagarlo no sé por qué no vas a comprártelo —me dijo Teresa, que estaba al tanto de mi pasión por aquel coche—. Si lo que te molestan son las habladurías, basta con que no lo lleves a trabajar. Te lo reservas para el fin de semana y listo.

—Eso sería algo parecido a lo que hace tu hermano —repliqué agriado—, que se compra una botella de Vega Sicilia y la tiene guardada en la bodega sólo para enseñársela a los invitados. El día menos pensado se la quito de las manos y me la bebo a morro delante de sus narices, hasta la última gota, así reviente.

Me levanto a las siete y cuarto, me afeito, me ducho, me visto y llevo a mi hijo al instituto. Luego me meto en un bar a tomar un café, sin prisas, demorándome todo lo que puedo. Antes echaba un rápido vistazo a la prensa antes de ir a trabajar pero ahora sólo me atrevo con el Marca. Las adversidades de Mourinho resultan menos agresivas con mi acidez de estómago que los titulares acerca de la situación económica. Revuelvo el café hasta que se me enfría, mordisqueo sin ganas medio churro. Me levanto y pago en la barra. Ni siquiera conecto la radio de la Berlingo cuando me dirijo a la obra. Las tertulias me crispan y la música me aburre. Conduzco como un autómata entre el tráfico mañanero. El senegalés que vende kleenex y bolsas de caramelos Pectol en el semáforo de la Avenida de Francia ya ni se molesta en ofrecerme su mercancía. Se limita a acercarse a la ventanilla y con una sonrisa que no hay dios que le borre de la cara me suelta su cantinela de costumbre:

—Tiempos malos de mierda si no hay un euro para sonarse los mocos.

A lo que yo respondo con mi gracia habitual:

—Acabaremos por limpiarnos la nariz en las mangas de la camisa.

—Bueno, mejor eso que comérselos, amigo —añade el senegalés antes de tentar a la suerte con el conductor situado inmediatamente detrás de mí.

Cuando llego a la oficina de ventas me encuentro a Loli, como siempre, de punta en blanco, maquillada como si fuese a ir a un boda, con esos zapatos de tacón con los que se mueve por el lodazal de la obra con soltura de equilibrista. Se halla encaramada en un taburete limpiando los cristales. El interior de la oficina huele a ambientador y a café recién hecho. Jamás había visto un barracón a pie de obra tan pulcro como éste. Todo está en perfecto orden y limpio como una patena, y es que a falta de clientes, Loli se pasa buena parte de su jornada laboral ordenando y limpiando, cualquier cosa con tal de no estar sentada de brazos cruzados.

—Los de Porcelanosa podían rodar un anuncio con la Preysler en esta oficina —le digo después de darle los buenos días—. Está reluciente.

Loli me sonríe desde las alturas y me tiende una mano para que la ayude a bajar de la banqueta. Tiene cuarenta y ocho años, el tipo de una chiquilla de veinte, una agresiva melena roja que desborda rizos y un ex sobre el que pesa una orden de alejamiento por malos tratos. Un capataz que trabajó para la empresa hace ya algunos años se presentó un día ante mí y con mucha solemnidad me preguntó si podía hablar conmigo de un asunto muy serio.

—O le dice a la Loli que se corte con los modelitos o el día menos pensado se me empiezan a caer albañiles del andamio.

En un primer momento pensé que el tipo me hablaba en broma, pero su mirada reconcentrada en mis ojos y el semblante grave de su jeta me convencieron de inmediato de que su demanda iba en serio.

Loli guarda los bártulos de limpieza, se recompone el peinado con la punta de los dedos y me ofrece un café.

—No gracias, acabo de desayunar —le respondo—. ¿Sabemos algo de la pareja que vino la semana pasada?

—Nada —los ojos verdes parecen achicársele, la sonrisa le vuela de la boca.

—¿Les dijiste que hablasen con José Antonio?

—Sí, pero según él, el banco no puede dejarles el dinero que piden si no presentan un aval.

—Lo de siempre.

Un edificio de cuatro plantas, dieciocho viviendas con acabados de primera calidad, trastero y plaza de garaje. Hace diez años estarían todas vendidas mucho antes de que llegasen los pintores. A día de hoy sólo he conseguido vender uno. Me siento y contemplo con mirada distraída los planos sujetos con chinchetas en la pared. Loli , a la que la inactividad parece amplificar el sentimiento de inutilidad y culpa, se agencia un plumero y comienza a limpiar el polvo inexistente del teclado de su ordenador.

La mesa de Benigno siempre me ha recordado la cubierta de un portaaviones, por lo desproporcionada. El despacho no es gran cosa y la mesa parece abarcarlo por completo, dejando un espacio mínimo para el sillón del gestor y las dos sillas de cortesía para los clientes. Un perchero y un paragüero de latón completan el mobiliario. Benigno me recibe en mangas de camisa, pero con la corbata perfectamente centrada en medio del pecho y anudada con uno de esos nudos cebolla —Windsor prefiere llamarlos él— que le son tan caros. Con sus ciento veinte quilos de peso, uno no puede dejar de preguntarse cómo es capaz de respirar con semejante soga ciñéndole el gaznate.

—¿Cómo va todo? —me pregunta después de que me haya acomodado frente a él.

—Creo que tú estás en mejores condiciones que yo para responder a esa pregunta —digo desganado—. Si quieres te cuento cómo estoy de salud o las asignaturas que ha suspendido el borrico de mi hijo.

—Ahórrame el drama —responde haciendo un gesto vago con la mano, como si espantase una mosca de delante de la cara.

Benigno reacomoda su humanidad en el asiento y abre una carpeta de cartón que hay sobre la mesa. Durante unos segundos permanece en silencio, enfrascado en la lectura de unos papeles que por lo que puedo deducir más que ver —las dimensiones de la mesa interponen entre él y yo una distancia casi kilométrica—, se refieren al estado de mis cuentas. Ése era al menos el motivo que me dio esta mañana, cuando me llamó para citarme en la gestoría.

—¿Quieres que te detalle la jugada por lo menudo o te conformas con un resumen?

—Lo que duela menos —respondo encogiéndome de hombros.

Benigno devuelve los papeles a la carpeta y a continuación la cierra como si ya hubiese memorizado los datos que le interesaban. Luego apoya los codos sobre la mesa y entrelaza sus dedos gordezuelos de muñeca pepona.

—Estás a un tris de estar jodido, pero entiéndeme bien, jodido, jodido.

—Cuéntame algo que no sepa, Beni. Tus honorarios te obligan a ello.

—A día de hoy no tienes deudas, lo que tal y como está el patio es un milagro que deja en bragas al de Fátima. Proveedores y nóminas al día. Un empresario ejemplar como ya quedan pocos. Hasta ahí perfecto.

—Ahora viene la parte mala…

—Así es —me confirma Benigno con un enérgico movimiento de cabeza—. No tienes deudas, pero tampoco ingresos. Todos los pagos que haces salen de tus ahorros y mi obligación es advertirte de que de seguir así las cosas la vaca dejará de dar leche en menos de tres meses, pongamos cuatro para no pecar de alarmistas.

—No voy a preguntarte qué me sugieres.

—Me lo preguntes o no, mi conciencia me obliga a decírtelo. Paras la obra, mandas a la gente al paro y vives de los ahorros hasta que la situación mejore. Me consta que eres un tipo austero. Con el sueldo de maestra de Teresa y con lo que te queda en el banco, incluso puedes llegar a la jubilación sin sobresaltos. Es la única solución que se me ocurre.

—Hace unos años echabas a un encofrador o a un albañil sin mucho talento y no transcurría ni una semana hasta que el tío encontraba un nuevo trabajo —le digo, aún a sabiendas que ese argumento no me sirve de nada con él—. No pasaban ni por la oficina de empleo. Pero la cosa ha cambiado.

—Eres empresario, no coordinador de una ONG, no lo olvides —se apresura a aclararme al tiempo que me sonríe con aire condescendiente—. Además, tienes que preocuparte también por tu situación. Los sesenta no son una buena edad para probar la experiencia de una bancarrota.

Observo los cuadros de las paredes, los títulos y diplomas enmarcados, las fotografías (mi preferida es una en la que aparecen Benigno y un Manuel Fraga de cartón piedra sonriendo ufanos ante un corzo recién abatido) y luego dejo los ojos prendidos en un punto inconcreto del techo. Nada bueno debe de deducir Benigno de mi silencio. El gestor, impaciente, expulsa una bocanada de aire.

—Si por casualidad se te pasa por la cabeza eso de morir con las botas puestas, debo advertirte de que el general Custer era un estratega de mierda y que su muerte no tuvo nada de gloriosa, sino que fue un suicidio al que arrastró a los pobres ingenuos que creyeron en su infalibilidad. ¿Sabes de lo que te hablo?

—Perfectamente, Beni, pero dime una cosa. ¿Aceleraría mucho mi ruina si retiro dos mil quinientos euros de los ahorros?

—¿Dos mil quinientos? Supongo que no mucho —me responde y a continuación, picado por la curiosidad, me pregunta—. ¿En qué piensas gastártelos?

—En un Yamaha.

—¡No jodas! ¿Vas a comprarte una moto?

Salgo de la gestoría y regreso a casa. Mientras conduzco voy recordando mi primer día de trabajo en aquella obra de Bilbao. La memoria me trae al presente el viaje a la Casa de Socorro en la cabina del camión que manejaba un desdentado capataz extremeño. Yo iba sentado a su lado, mudo de vergüenza, con la mano lisiada envuelta en una vieja camiseta empapada de sangre.

—¿Me van a despedir? —le pregunté con un hilo de voz y sin atreverme a mirarle a la cara.

—¿Eres de lo que se rinden?

—No.

—Pues entonces no te faltará trabajo —me respondió sin vacilar—. Aún te quedan nueve oportunidades para aprender a manejar la sierra, chaval. Procura aprovecharlas.

Casi medio siglo después, me detengo en un semáforo y me miro las manos que descansan sobre el volante. Cinco dedos en la mano derecha y cuatro y medio en la izquierda. Demasiados aún para rendirse, ¿no?

 

© José Ángel Corral Suárez

 

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