PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS

PRESENTACION · CONTACTO · CUARTA EDICION



Malos tiempos Jimmy, Jimmy

por Javier Sánchez Blasco


Segundo Premio categoría Internacional
ex aequo
4ª Edición Premio Internacional de Relato Patricia Sánchez Cuevas

 

© Ilustración P.Díaz Del Castillo

 

Todavía recuerdo la fecha en que James Dean actuó en el teatro Olimpia. James Dean, ¿recuerdas? Fue un 30 de septiembre de 1955. En aquel entonces visitaba la ciudad con su espectáculo: “Una noche con James Dean”. Era uno de esos shows en los que el artista principal ocupa él solo el escenario, con un piano o cualquier otro instrumento y se pasa la noche contando chistes, anécdotas o recitando a los clásicos. Él tocaba la guitarra. Todavía puedo recordarlo sentado sobre aquel taburete alto, cantando una y otra vez: “Put the blame on Mame, boys, put the blame on Mame” y declamando sin parar a Steimbeck: “Si te ilusiona hacerme un regalo, sé bueno en la vida, con eso me consideraré pagado”. James Dean. James Dean y su impecable smoking negro. James Dean y su corbata de lazo. El chico en blanco y negro hecho carne limpia y sonrosada para nosotras, dos mujeres viejas y enfermas, caníbales del tiempo y los espacios vacíos. James Dean. Perdona, ¿tienes un pañuelo?

Aquel día, María, mi madre, no se encontraba bien del todo. Había pasado toda la noche vomitando sangre y se había hecho sus necesidades encima tres veces. Hacía días que no se encontraba tan mal. Yo sin embargo no pude evitar entrar en su cuarto con el periódico en la mano y despertarla de su sueño al mediodía. “James Dean ha venido aquí, ¡A Huesca!, va a actuar esta noche en el teatro Olimpia”. Todavía recuerdo el sol tras de mí al descorrer las cortinas de golpe, iluminando su rostro moribundo como el reflejo de un día de verano en los instrumentos de la banda de música que actúa todos los domingos en el parque. “James Dean, mamá, James Dean, aquí, en Huesca. ¡Tenemos que ir!”. Ella me miró como siempre, condescendiente y con su eterna sonrisa de sufrimiento en el rostro, como si estuviese mirando indistintamente a la muerte o a un charlatán que acabara de prometerle un remedio para sus dolores. Después asintió y volvió a cerrar los ojos, decepcionada; el mundo seguía allí, almacenando mezquinamente su dolor; el dosel de su cama no se había prendido fuego, el cielo raso seguía su lenta carrera hacia la decrepitud sin acabar de desmoronarse sobre su cabeza. Por siempre jamás. “James Dean, mamá”, le dije entonces almorzando lágrimas, sudando lágrimas, “A las dos en punto te traeré la comida y después de la siesta, te vestiré. Te pondré bien guapa e iremos al teatro. Las dos juntas. Ahora descansa”. Volví a correr las cortinas la dejé ahí sola, como un ángel fatigado que espera y espera poder echar, por fin, el mundo abajo.

Me senté a la mesa de la cocina mientras se hacía el caldo, concentrada en mis cosas, mi bola de cristal, mis hojas del té y mis naipes. “¿Qué nos queda cuando ya no nos queda nada; qué predecir de este día a día terminal?”, pensé tristemente, al tiempo que acariciaba el dorso de la primera carta. A continuación, la puse boca arriba sobre la mesa. “La Niña de los Dedos Luminosos, James Dean”, susurré para mí a la persistente final, que había comenzado a instalar a sus gatos de penumbra en todos los rincones de casa: bajo las sillas del comedor, en los armarios roperos, dentro las cazuelas. A continuación, aparecieron La Bruja del Mar, La Bella Muerta, El Espectro Sonriente y El Hombre con Sangre en los Labios. La última carta preferí no revelarla y me la eché al bolsillo, con la loca idea de que allí iría contenido el espectáculo de esta tarde y que sería preferible no descubrir lo que nos tendría deparado con el fin de no acudir al teatro ya predestinadas al aplauso o la decepción. Entonces, comencé mi predicción en voz baja, deseando que viniera alguien más a escucharme, como una loca en busca de espectadores para sus locuras.

“No vas a ganar el Óscar este año, James Dean; lo va a ganar James Borgine en tu lugar, por esa estúpida película de Marty. El año que viene te van a volver a nominar, Jimmy, por la última película que acabas de rodar, Gigante. Te nombrarán sobre el escenario  junto a Rock Hudson, por la misma película, Kirk Douglas, por El Loco del Pelo Rojo, Sir Lawrence Olivier por Ricardo III y Yul Bryner, que se levantará a recogerlo finalmente gracias a su interpretación en El Rey y Yo. Pero no debes preocuparte, Jimmy Dean. Seguirás cosechando éxitos con tu espectáculo Una Noche con James Dean. Viajarás a Roma, Milán y Singapur; pero será en Las Vegas donde realmente encuentres un éxito del tamaño de tu estrella. Las Vegas, Jimmy Dean, un árbol de Navidad en mitad del desierto. Será allí donde un día, entre el público, descubrirás a una mujer que te estará observando como si tus canciones, tus chistes y todo lo que haces delante de la cámara hubieran sido creados a partir de su carne y su sangre. Y lo son, Jimmy Dean. Aquella mujer será tu madre, Mildred Winslow. La abrazarás y le pedirás perdón por haber gritado delante de una tumba vacía que no puedes hacerlo todo tu solo. El año que viene volverás a rodar con Elizabeth Taylor, Jimmy. Será una comedia alegre y ligera sobre un chico humilde que quiere ganarse el corazón de su novia haciendo de canguro de su hermano pequeño en su lugar,  para que ella pueda ensayar ballet y triunfar. Triunfar. Tanto Natalie Wood como tú, triunfaréis, Jimmy Dean; justo después de la película con Elizabeth Taylor, triunfaréis con una historia de aventuras en alta mar, una historia de piratas que se titulará El Jinete de los Mares. Pero por favor, no le des de beber a Natalie, no compartas con ella tu vaso, te lo ruego, sabes que ella se emborracha con facilidad; y no le gastes bromas con el mar, nada de bromas con el mar, sabes que a ella odia el agua... ¡Christopher, ayúdame, por favor! ¡Christopher, pronto! ¡Deanie se ahoga! ¡Christopher!”.

No pude continuar. Por suerte mi madre tocó la campanita que tiene en la mesilla en ese momento. Tenía ganas de levantarse. Regresé a su cuarto oscuro y maloliente de sudor de enfermedad con la taza de caldo recién hecho en la mano; el que no se dejó caer por encima lo vomitó a los pocos minutos. Tuve que levantarla a duras penas, sentarla en el calzador y cambiarle la cama, siempre con el temor a que un acceso de tos volviera a echarlo todo a perder. El rostro volvió a ensuciársele con esa expresión de sufrimiento y hastío que no ha abandonado desde que agravó su enfermedad. Su rostro envejecido y asexuado ya por las arrugas y las manchas de color pardo la hacían parecer un extraño rey en su trono de devastación personal, el personaje de una Pascua olvidada, esperando dar su comunión de cáncer y metástasis. “¡Mamá! ¿Todavía quieres ir al teatro? ¿Todavía? Ya sabes que es bueno que salgas. Dime que sí aunque solo sea con la cabeza. Por favor. Dime que sí”, le supliqué al oído. Ella accedió, moviendo dolorosamente la cabeza arriba y abajo. Lejos, muy lejos de allí, en algún lugar de su conciencia, pudo volver a sentir la primera zurra que le propinó su padre con el cinturón, la primera caída en bicicleta, un disparo perdido en una guerra adolescente de rojos contra grises que le rozó el hombro y así, un rasguño tras otro, una cicatriz vieja cuyo lugar ocupaba una herida nueva, hasta la llegar a la fiesta interminable de hoy. ¿Es que no va a venir nunca el anfitrión a darnos las buenas noches?

La saqué a la calle con su traje de novia, como a ella le hubiera gustado de haber tenido plena conciencia de que se dirigía a una velada como aquella en el teatro Olimpia. Lo había teñido de negro después del funeral de mi padre, 15 años antes. En la silla de ruedas, medio se quedó traspuesta con la cabeza hundida entre los volantes fúnebres como un pequeño en su sillita de paseo. A pesar de haber comenzado el otoño hacía solamente nueve días, la tarde era clara y soleada. La empujaba tan solo con una mano. Con la otra, apretaba fuertemente en un bolsillo el naipe todavía no revelado. En la plaza de Navarra, nos esperaba, desde hacía una larga temporada, el edificio blanco del Casino, que en ese momento se me antojó un disparate indio de arcos y pagodas, que lo mismo podría estar fabricado de chocolate blanco, que de marfil o de goma de mascar de menta. Las musas de la fuente parecieron mirarnos con desprecio. “¿Donde vais, viejas chochas y estúpidas? ¡Vais a estropear nuestro recital!”, parecían decirnos desde su pedestal erosionado por aquel mar sucio de palomas. Mi madre entonces tosió fuertemente y al momento, su traje luto nupcial se cubrió de babas y de sangre; un olor acre y similar al de la col podrida me reveló además que había vuelto a hacerse sus necesidades encima. “Vamos mamá, aguanta un poco, enseguida vamos a llegar”, sollocé empujando fuertemente la silla de ruedas y apretando todavía más la carta mágica en mi bolsillo. Por suerte no había nadie más allí, ni coches, ni gente ni siquiera las palomas. Como tampoco hubo nadie más arriba, en los porches de Galicia y después en el Coso y más arriba todavía, en la plaza de la Inmaculada, que sin saber por qué, se me antojó de repente una imagen frívola y descocada, inane al dolor, la decrepitud y a la suciedad que yo transportaba en mi silla. Quizá se había maquillado el pelo y se había arreglado las uñas porque James Dean andaba cerca. James, mi madre y yo. Solos en la ciudad, como tres penitentes de aquella soledad dejada atrás por los demás.

Cuando llegamos al teatro, la función ya había comenzado. Lo supimos porque desde la calle podía escucharse a James Dean cantando “I feel pretty, Oh so pretty, I feel pretty and witty and gay!, And I pity, Any girl who isn´t me tonight”. El vestíbulo me pareció diferente a otras veces. Parecía como si llevara sin utilizarse mucho tiempo. No había luz, los espejos y las cristaleras estaban sucios, como cubiertos de un vaho miserable, las cortinas se encontraban sucias y rasgadas y por el suelo podían verse restos de basura y polvo y de programas de mano de funciones celebradas hace mucho, mucho tiempo. Por supuesto no había nadie en las taquillas y tampoco había rastros del acomodador. La puerta abierta al patio de butacas dejaba adivinar, eso sí, el resplandor de cuanto debía estar pasando en escena y la voz de James Dean se dejaba escuchar ya allí con tanta intensidad que parecía que iba a provocar la ruptura de la falla sobre la que se encontraba situado el teatro. “See the pretty girl in that mirror there, Who can that attractive girl be?”. “Ya hemos llegado mamá. Estamos aquí, con él, con James Dean”, le dije a mi madre con voz temblorosa al tiempo que empujaba trabajosamente su silla hacia el foco de luz. Ella no dijo nada. Parecía ausente, muy lejos de allí. Fuera quien fuera James Dean o la idea de James Dean, no podría ser más que otra costra adherida en algún rincón de aquel organismo muerto y viejo, como lo eran los antibióticos, los vendajes o las inyecciones. Nada más. Un ente ridículo y frágil incapaz de decidir de una vez sobre la vida o la muerte. En mi bolsillo, la carta misteriosa ya casi se había deshecho de tanto estrujarla.

Al vernos entrar en la sala, el actor interrumpió su canción y  nos guiñó un ojo cariño, como hace un niño a sus padres en la función del colegio. Mientras buscaba un sitio en el que poder acomodar la silla de ruedas y a continuación, acomodarme yo, se puso a bailar claqué y a canturrear de nuevo. No recuerdo el qué era. Creo que alguna de las canciones de ‘Un americano en París’ o de ‘El Mago de Oz’. Qué más da. Lo importante es que estábamos allí, él, mamá, yo y nadie más, porque al igual que nos había sucedido fuera, las butacas del teatro Olimpia se encontraban tan vacías como la propia muerte. Pero aquello no importaba, insisto. “James Dean mamá, mírale, ¡Que guapo es!”, le dije a mi madre, con dos diminutas gotas de aquella luz que enfocaba al escenario clavadas una en cada pupila. Y mi madre incluso me pareció que sonreía, que hacía un esfuerzo sobrehumano para erguir unos milímetros la barbilla y entreabrir los ojos. Parecía otra a pesar de esta mezquina mejoría: una muchacha vieja que reniega de su condición de madre, de hija, de esposa, de hermana recordada, para volver a ser, tan solo, una desconocida más, una niña sin historia ni apellidos. James Dean cantó, bailó y recitó para nosotras aquella noche como nunca antes le habíamos visto hacer en pantalla: fragmentos de ‘Chitty chitty bang bang’ y ‘Mary Poppins’, la canción de bienvenida de ‘Cabaret’, varias estrofas del ‘Paraíso perdido’ de Milton, la Marsellesa, imitando a Viktor Lazslo en ‘Casablanca’, un par de los ‘Sonetos del Amor Oscuro’ de Lorca. Hubo un momento en que me pareció que al rostro de mi madre se le escapaba por momentos una dolorosa pero placentera expresión de ansiedad, placer y olvido, la misma que estaba experimentando yo desde que me senté en mi butaca: era la piel en blanco y negro hecha carne para nosotras, para nuestras dentelladas de hastío, enfermedad y monotonía. “Canta mamá”, susurré entonces, deseando poder emerger también de las aguas negras de aquel celuloide insano que era nuestra vida,  “inténtalo, canta con él, te lo ruego, Let´s fly with me, let’s fly, let’s fly away”. Y él, sí, Él, no dejó en ningún momento de dirigirse a nosotras a lo largo de todo el show. “Una más para mis dos hermosas damas”, decía, “ahora un poema para seducirles... solo a ustedes”, prometía con una sonrisa, “mi mejor actuación será siempre para ustedes, en cualquier teatro que se encuentren y sea lo que sea lo que estén viendo, llévenme por favor, en su corazón. Muchas gracias”. Me cansé de aplaudir. En un momento dado, retiré de mi bolsillo el naipe que había guardado de mi lectura anterior. El sudor y la presión de mi mano en torno a él lo habían dejado irreconocible por completo. “Y ahora, damas y caballeros, uno de los momentos más especiales para mí de esta noche”, anunció entonces nuestro anfitrión, “un homenaje a mi querida amiga Carmen Miranda, que como todos ustedes saben, falleció el pasado mes de agosto tal y como yo me encuentro ahora: en escena. Y como ella dijo: ‘por favor, no me lloren, solamente... riannme. Con todos ustedes: Let’s go to Copacabana”. Y tras decir aquello, se puso en la cabeza un enorme sombrero de frutas como los que lucía la artista brasileña, sacó unas maracas de todavía no sé dónde y se puso a cantar. “Let’s go to Copacabana, It’s tropical people go to your feet and make you feel latin”. Me harté de reír con la ocurrencia e incluso me pareció que mi madre también trataba de construir en su rostro algo parecido a una mueca alegre; hasta que me di cuenta, con pavor, que de alguna forma, las frutas del sombrero se habían convertido en calaveras y que a mi lado, mi madre había comenzado de nuevo a toser y a escupir sangre, pero en esta ocasión con unos estertores que no había escuchado hasta el momento. Era el comienzo de la agonía. “Mamá, mamá, ¿Te encuentras bien?”, grité alarmada, al tiempo que trataba de reanimarla frotándole las mejillas, “Mamá, por favor, responde”, insistí. Él entonces se dio cuenta también de que algo estaba sucediendo, se quitó el sombrero y dio una palmada al aire para que cesara la música. “¿Se encuentran bien señoras, qué es lo que sucede?”, preguntó, intranquilo, justo antes de abandonar el escenario de un salto. Las luces del teatro se encendieron entonces por completo y el telón comenzó a bajar con un lamento de óxido y turbinas sin engrasar. “Mi madre no se encuentra bien, señor Dean”, dije yo entonces, rompiendo a llorar, “necesita ver a un médico”. “No se preocupen”, dijo él, tartamudeando, “salgan del teatro, les espero afuera con mi Little Bastard, lo tengo aparcado muy cerca de aquí, les llevaré a un hospital”. Y dicho esto, abandonó rápidamente el patio de butacas. Yo me quedé ahí sentada, hundida en mi asiento, mareada por aquella extraña mezcla de toses, úlceras, sangre, por un lado y juventud, perfume caro, timidez y exquisita arrogancia por otro. Al levantar la vista, descubrí que Dean había pisado sin querer uno de los accesos de sangre de mi madre que manchaban el suelo y que al salir corriendo hacia la puerta, había ido dejando la débil huella rojiza de la suela de uno de sus zapatos italianos.

Montamos los tres en el Little Bastard, el querido Porsche Spyder 550, de Dean que arrancó suavemente, como si quisiera desvanecerse en el aire. Antes, me había quitado el abrigo y se lo había puesto a mi madre a modo de babero para que no manchara la carrocería. No paré de hablarle en ningún momento mientras nuestro anfitrión conducía. “Mamá, ¿Recuerdas cuando recorrimos Munich en bicicleta?, ¿Recuerdas el sabor de la menta recién arrancada del árbol, el primer sol de primavera que entraba todos los años por la claraboya de nuestro ático en Roma, las galletas de jengibre, las canciones de papá al piano, la lumbre, el mar...”. Tras las ventanillas, el paisaje había cambiado. Entonces no supe nombrarlo, pero más adelante, en los periódicos, descubrí que nos encontrábamos en Cholame, California. Nuestro conductor no decía nada. Creo que ni siguiera volvió a dirigir su rostro hacia nosotras. Puede que incluso ni siquiera tuviera rostro ya. Paró un momento en un cruce de carretera, el 41-466, si no recuerdo mal y entonces supe que había llegado el momento. Di un beso en la frente a mi madre y abandoné el vehículo. Con lágrimas en los ojos, vi como volvía a arrancar y les dije adiós con la mano. “Adiós, adiós, para siempre adiós”. Después, comencé a andar lentamente abrazada a mí misma. Se estaba comenzando a formar una débil niebla en torno a Cholame, California y a mí misma. No habían pasado ni dos minutos cuando escuché el impacto a mi espalda. Al volverme, ya solamente se distinguía una enorme bola de fuego. No quedaba ni rastro del Porsche Spyder 550, de mi madre, o de Dean. Reanudé lentamente el paso y ya no volví a mirar atrás. Supe, gracias a los periódicos, que el actor había muerto al instante después de un virulento choque contra un Ford que conducía un estudiante. Tenía solamente 24 años. De mi madre no decía nada.

 

© Javier Sánchez Blasco

 

© ilustración P.Díaz Del Castillo

 

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