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La niebla por Rosendo S ánchez
Si me hubieran preguntado qué era un Savoia S-81 a las ocho y treinta minutos de la mañana del diecisiete de marzo de mil novecientos treinta y ocho, seguramente me habría encogido de hombros y habría continuado desayunando tranquilamente mi chusco de pan mojado en leche de estraperlo, mientras mi madre fregaba los platos de la frugal cena de la noche anterior. Sin embargo, tan solo cinco minutos más tarde, a esa misma pregunta habría sabido responder con asaz precisión que un Savoia era uno de aquellos aviones que habían aparecido de repente en el cielo de Barcelona y que desde el aire lanzaban miles de bombas sobre los perplejos y aterrorizados ciudadanos que en aquellos momentos amanecíamos entre sacudidas y explosiones atronadoras, sin saber dónde refugiarnos de aquella lluvia mortífera. Hoy –setenta años después de aquella masacre– podría llegar más lejos en mis puntualizaciones y alcanzaría a explicar que los Savoia Marchetti SM-81 eran biplanos de la aviación militar italiana, concretamente de la Aviazione Legionaria asentada en la isla de Mallorca, pertenecientes a la 251ª escuadrilla del Grupo Bombardamento Notturno Pippistrelli delle Baleari, capaces de alcanzar los trescientos cuarenta kilómetros por hora, volar a siete mil metros de altura y arrojar en una sola ofensiva hasta dos toneladas de bombas. El Conde Rossi, al mando de los Camicie Nere de la milicia fascista italiana en las islas Baleares, habría ordenado el ataque a Barcelona con el objetivo de sembrar el terror y desmoralizar a la población civil, como parte de la estrategia de los aliados del Alzamiento. La cocina tembló a causa de la cercana explosión, mientras un estrépito ensordecedor dañaba mis oídos para siempre y los cristales de la ventana saltaban en mil pedazos en todas direcciones. Me eché a llorar mientras mi madre, horrorizada y gritando, me cogía de la mano y me arrastraba a empujones fuera de la casa hasta el rellano. Allí, otros vecinos se habían congregado y se miraban con caras de espanto mientras bajaban las escaleras precipitadamente intentando ver algo entre la nube de polvo que entraba desde la calle y apenas nos dejaba respirar. —Déu meu, Déu meu —era el lamento que se escuchaba a los vecinos que alcanzaban la calle los primeros, al ver el espectáculo dantesco que se ofrecía ante de sus ojos. Cuando llegué al portal y pude empezar a distinguir entre la densa niebla que se había formado en la calle a causa del humo, mis ojos de nueve años empañados en lágrimas contemplaron la escena más escalofriante que jamás he visto: cuerpos carbonizados esparcidos por todas partes, amasijos de vísceras y sangre sobre las aceras, gente destrozada con miembros cercenados aullando de dolor, personas aplastadas por los escombros de los edificios que se habían derrumbado a su alrededor… El barrio de la Barceloneta donde vivíamos se había convertido en un paraje desolador donde imperaba la confusión. A pesar de mis oídos heridos y taponados podía oír las sirenas que no cesaban de lanzar al aire su sonido monótono y penetrante, mientras los biplanos continuaban sobrevolando la ciudad y los cañones antiaéreos emplazados en el monte del Carmelo detonaban sus secos estampidos en defensa de la ciudad. Mi madre se agachó para abrazarme y enjugarme las lágrimas. —No llores, Tito, cariño —me dijo casi gritando para hacerse oír por encima del estruendo— vamos a cobijarnos en el metro y no nos va a pasar nada. Iniciamos de la mano una loca carrera hasta la boca de metro más cercana, siguiendo a otras personas que como nosotros buscaban guarecerse del bombardeo. No era fácil avanzar por las calles. Intentamos acceder al Paseo Nacional (ahora Passeig Joan de Borbó) desde la calle Baluarte pero estaba llena de humo y no se veía nada, así que dimos un rodeo e intentamos cruzar por la calle Almirante Cervera. Allí el espectáculo era descorazonador, pues una bomba había caído en medio de la estrecha calle destruyendo los edificios adyacentes. Una montaña de ruinas cubría el centro de la vía y una espesa nube de polvo se alzaba entre los inmuebles destruidos. Se oían lamentos y gritos apagados de dolor. Un hombre que se tapaba la boca con un pañuelo intentaba ayudar a alguien que había quedado atrapado bajo los cascotes y del que sólo sobresalía un brazo ensangrentado. Mi madre empezó a pasar sobre los escombros sin soltarme de su mano. Penosamente trepábamos sobre los restos de las viviendas derribadas por la explosión que obstruían la calle: montículos de ladrillos, vigas de madera, hierros retorcidos entre hormigón, restos de muebles y objetos cotidianos destrozados. Apenas podíamos ver entre la tupida nube de polvo que cubría la calle y que creaba una atmósfera fría e irreal que parecía provenir de la más angustiosa de las pesadillas. Sólo las explosiones y las sirenas nos devolvían a la realidad y nos recordaban que aquello estaba sucediendo de verdad. —Mamá, me da miedo la niebla…..no veo nada —sollozaba mientras agarraba de la mano a mi madre con todas mis fuerzas, intentando seguir su paso sin quedarme atrás. De vez en cuando ella me ayudaba a superar los obstáculos que me impedían el paso, aupándome si era necesario y empujándome si hacía falta. La oía toser de vez en cuando, casi ahogada por el humo y la falta de resuello. —Vamos, vamos, deprisa,… —me apremiaba elevando la voz para hacerse oír. Su voz sonaba serena y me ayudaba a calmar el pánico que sentía en aquel momento, aunque me pareció ver que sus ojos estaban también llenos de lágrimas— …ya falta poco para llegar al refugio. Cuando logramos alcanzar el otro extremo de la calle estábamos agotados, sudorosos y cubiertos de polvo. Vimos gente que corría por el Paseo Nacional en dirección hacia la Plaza Palacio, alejándose del puerto, que parecía ser el objetivo de los Savoia. Un tranvía había descarrilado y volcado a causa de alguna de las explosiones que no cesaban de retumbar por doquier. Las vías se habían levantado y aparecían retorcidas sobre los adoquines del Paseo. Había gente atrapada dentro del tranvía y se escuchaban gritos sobrecogedores. —No mires, Tito —mi madre me tapó los ojos con su mano al pasar junto al tranvía volcado y continuamos de largo sin detenernos. Desde el Paseo Nacional, una vez dejadas atrás las angostas callejuelas del centro de la Barceloneta, se podía contemplar en toda su magnitud la catástrofe que estaba viviendo la ciudad. El cielo aparecía cubierto de humo por los disparos de las baterías antiaéreas, los aviones sobrevolaban la ciudad a su antojo dejando caer los proyectiles que se veían y se escuchaban silbar antes de estrellarse contra algún edificio. A continuación una nueva columna de blancas cenizas se elevaba desde el lugar del impacto e inmediatamente el sonido de la explosión llegaba hasta nosotros. Contemplaba el cielo cubierto por la niebla artificial creada por los estallidos de los proyectiles y deseaba encontrarme en casa para esconderme debajo del colchón a esperar que pasase aquella tormenta de bombas, mientras mi madre continuaba estirando de mi brazo para intentar llegar cuanto antes a la estación de metro más cercana. Pero ella no llegaría jamás al refugio. El Savoia apareció entre la humareda ante nosotros. Volaba más bajo que los otros aparatos y pude distinguir perfectamente los negros murciélagos dibujados bajo sus alas a modo de insignia, que caracterizaba a los Pipistrelli. Deseé haber sido un gigante. Hubiera podido tocar con las manos las ruedas del tren de aterrizaje del biplano y tal vez así desviarlo de su ruta, sólo lo suficiente para que su contenido letal se hubiese descargado unos metros más allá de donde nos encontrábamos. Contemplé la caída del proyectil desde que se abrió la compuerta bajo el fuselaje, hasta que impactó justo ante nosotros. Es curioso, porque las bombas no caen verticales, sino que siguen la trayectoria del avión y la inercia hace que lleguen inclinadas hasta el suelo. Era una bomba grande, muy grande, que se acercaba a gran velocidad y emitía un sonido característico al cortar el aire mientras caía siguiendo la misma ruta que trazaba el trimotor sobre nuestras cabezas. Apenas la cola del Savoia había acabado de sobrevolarnos cuando la ojiva del proyectil chocó contra el pavimento del Paseo Nacional. Volamos por los aires. Recuerdo un golpe seco, durísimo, como si un tranvía me hubiera atropellado y me hubiese lanzado a mucha distancia sobre el suelo. Al mismo tiempo, una bola de fuego y humo me perseguía mientras mi cuerpo describía una cabriola en el aire y caía inerme sobre los adoquines, casi cortándome la respiración. Dicen que los niños son de goma. Tal vez eso me salvó. Mi madre no tuvo tanta suerte. La onda expansiva hizo que nos soltásemos de la mano y ella cayó sobre la acera varios metros más allá de donde me hallaron a mí. Su cuerpo había recibido el impacto de lleno. Todavía no entiendo cómo sobreviví a la explosión. Quizás mi madre se encargó de protegerme con su cuerpo en el momento en que cayó la bomba. Quién sabe. Sólo Dios —si creyese en Él— podría darme la respuesta. He pasado toda mi vida intentando discernir quien fue el culpable de su muerte. Al principio culpaba al piloto del Savoia que sin lugar a dudas tuvo que vernos en el momento de lanzar la bomba. Después, con el tiempo, eché la culpa al Camicie Nera general Arconobaldo Bonaccorsi —más conocido como el Conde Rossi— quien había ordenado el bombardeo sobre Barcelona a la Aviazione Legionaria. Más tarde culpé a Benito Mussolini, que había enviado a aquel monstruo fascista a las Baleares. Y por último hice responsable de la muerte de mi madre al general Franco, quien había iniciado la guerra que me había traído la desgracia como a tantos españoles. Hace poco he sabido que Franco fue quien detuvo el bombardeo, pues se conserva un telegrama de las fuerzas aéreas italianas donde se especifica que el Generalísimo ordenó el cese de los ataques a Barcelona. Al parecer no había sido informado de la iniciativa de sus aliados italianos. Sea como fuere, la orden llegó demasiado tarde para muchos de nosotros. Ya he dejado de buscar culpables después de tantos años. Pero a pesar del tiempo transcurrido, los raros días en que Barcelona amanece cubierta por la bruma, mis nietos todavía me preguntan: —Abuelo,… ¿por qué nunca sales a la calle cuando hay niebla?
© Rosendo Sánchez
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