PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS

PRESENTACION · CONTACTO · TERCERA EDICION



La avispa

por Jesús Alejo Guarde


Segundo Premio categoría Construcción
3 ª Edición Premio Internacional de Relato Patricia Sánchez Cuevas

 

A la Sra. Aurora la apodaban “La Pelitos” porque tenía los cabellos armiños; y, eran tan rubios que parecían finos y sedosos hilos de oro. De pequeña, todos sus vecinos la llamaban, de forma dulce y cariñosa, “Pelitos de oro”; era una niña encantadora y su silueta deleitaba a los que la contemplaban. Su cara marcaba unas facciones tan bonitas que parecía una muñeca de porcelana. Sus padres carecían de lo mínimo necesario para alimentar a la familia y Aurora se acostumbró a caminar descalza, porque, si no había posibles para comer, más difícil era comprar zapatos. Pero la gente no se percataba de esa circunstancia porque su hermosa melena tenía tanta atracción ocular, que pocos eran los que miraban para sus pies; luego, poco a poco, a medida que crecía en años, le fueron quitando el apellido y añadiéndole el artículo. Se casó con el Sr. José, “el chanquero”, cuyo sobrenombre le provenía de su abolengo que, en un ancestral y desvencijado taller de zapatería, se dedicaba a la laboriosa tarea de hacer chancas, albarcas y todo tipo de calzado, especialmente los fabricados con goma de neumáticos que eran los más usados por los labradores, a tenor de su dureza y resistencia al desgaste; aunque, de cualquier manera, su actividad más importante era el delicado afán por arreglar el maltrecho calzado, de cualquier especie, que le llevaban los humildes pobladores del lugar, que, por lo general, no tenían otra cosa que calzar, ni dinero para comprarse otros nuevos. Muchos se veían obligados a esperar descalzos en la zapatería, mientras les hacían la reparación.

Por aquellos días, el Sr. José había abandonado su profesión más adiestrada, para trabajar en la construcción de la fábrica de la luz; y, como la mayoría de los obreros, se trasladaba hasta el tajo, que distaba desde el pueblo aproximadamente unos siete kilómetros, con una destartalada bicicleta de gruesas ruedas y llantas algo melladas; carecía de frenos, portamaletas, timbre y algún radio, pero él siempre la tenía impecable.

Todos los domingos, en época de caza, regresaba a casa rondando las tres de la tarde, con un atado de perdices y liebres que le colgaban del talabarte de cuero, en su lado derecho, a la altura de la cadera. La escopeta, de dos caños, impoluta, la transportaba colgada de su hombro izquierdo, descargada y apuntando al cielo.
Al llegar a la primera edificación, donde comenzaba el  casco urbano del pueblo, se bajaba de la bici y atravesaba los quinientos metros, que había desde ese punto hasta su casa, erguido, andando con paso tranquilo y orgulloso. Con la mano izquierda agarraba el manillar de la bici, por su parte central; y, con el brazo extendido dirigía el sentido de su rueda delantera, llevándola paralela a su cuerpo, como si se tratase de una compañera de paseo. Su mano derecha, apoyada sobre el cinto del cual le pendían las piezas, mostraba los trofeos; y, con la barbilla levantada y el brazo en jarras, se pavoneaba por sus éxitos.

La calle tenía una pequeña pendiente que él bajaba garboso y con paso firme, como si no estuviese cansado de la gran caminata que se había dado por los montes y pedregales del término municipal durante varias horas en busca de la caza. Pasaba altivo por delante de las casas donde había gente sentada a la sombra charlando; sintiéndose lleno de satisfacción por la gran cantidad de piezas que traía, y de ver que todos se le quedaban mirando, unos con cara de admiración y otros, evidenciando envidia.

Cubría la cabeza con una boina negra, ligeramente inclinada hacia el cogote, que le dejaba la frente al descubierto. Los pantalones de pana y las chancas de cuero cargados de polvo incrustado, delataban su denuedo en la cacería. La camisa de cuadros, sin abotonar, dejaba de manifiesto el velludo torso, y sus mangas arregazadas por encima de los bíceps exhibían sus musculosos brazos. Tenía la tez y los brazos quemados por el efecto del sol, concediéndole a su piel un color negruzco; pero, mezclados el sudor con el polvo rojizo-amarillento de la arcilla de los caminos, le conferían un enlodado aspecto de extraterreno.

Tenía fama de ser el mejor cazador de la comarca, y él lo demostraba, con fruición, siempre que le daban oportunidad.

Poseía un perro cazador extraordinario, del que comentaban, que pertenecía a una raza especial de perdigueros. Con su olfato y orientación, se encargaba de las piezas alcanzadas y no se le escapaba ninguna. No era de extrañar, entonces, que, en tiempos tan difíciles y con la hambruna existente por aquellos contornos, el primero que comía en casa era el sabueso; y estaba reconocido por todos como uno más de su familia.

La “Sra. Pelitos” y el Sr. José tenían diez hijos que, normalmente no pasaban hambre, entre otras cosas, por las abundantes cacerías.

Ella tenía un Don especial para quitar las verrugas. Nadie sabía como lo hacía, pero conseguía eliminar las durezas de todas aquellas personas que se lo demandaban. Era un secreto que se pasaban de madres a hijas y no se lo revelaban a nadie. Atendía todas las solicitudes que le procuraban sin pedir nada a cambio; aunque, la mayoría, después de obtener el beneficio, solían satisfacerla con algún presente.

El caso más notorio, de los que se recuerdan, fue el de un chaval llamado Carmelo; de pequeño, le afloró una verruga en el dedo gordo de la mano derecha. Pronto se le hizo grande; era del tamaño de una cereza picota, y, aunque la llevaba escondida con un dedil de lana, se evidenciaba y era desagradable a la vista; los muchachos que, aunque inocentes, se inclinan a tener picardías con acrimonia, comenzaron a llamarle “el verruga”. Pero Carmelo, ni nadie de su familia, le daban importancia. Al fin y al cabo era una simple verruga. Nadie se moría por tener cadillos. Años más tarde, provocado por un pequeño derrame, le brotaron algunas más y se le fueron poblando las dos manos de excrecencias. Posteriormente, se le extendieron al resto del cuerpo.

La gente dejó de llamarle “el verruga” y adoptó el apelativo en plural. Pero, a Carmelo “el verrugas” esto no le preocupaba en exceso. Él convivía con sus pequeños bultitos sin que le molestasen. Pero su aspecto, a la “Sra. Pelitos”, le provocaba repugnancia y lástima al mismo tiempo.

— ¿No sabrá este infeliz que yo podría quitárselas sin problemas ni dolores, y se quedaría totalmente limpio? -Se preguntaba, cada vez que lo veía.

Pero ella no podía proponérselo. El conjuro sólo surtía efecto cuando el afectado era quien solicitaba a la curandera sus favores, por el deseo de desprenderse de tales durezas; y además, necesariamente, debía creer en los poderes mágicos de la hechicera.

Carmelo siguió sin preocuparse por sus verrugas hasta que, poco antes de ir a la mili y viendo que no se le arrimaba ninguna chica, entendió que le estorbaban para relacionarse y pensó que, este, podía ser el momento propicio para intentarlo.

Un domingo por la tarde, estando la “Sra. Pelitos” reunida con sus vecinas sentadas y formando corro en la calle, unas haciendo punto, otras, ganchillo y otras, simplemente, poniendo a caldo a medio barrio; mientras tomaban el sol en la solanera que se producía en la plazuela que constituían el encuentro de las fachadas de tres casas que se orientaban hacia el oeste, llegó Carmelo. Se acercó al corro de mujeres. Se dirigió a la “Sra. Pelitos” y, con voz entrecortada, tartamudeando, le dijo.—Se se se.e..ñora Aurora. Quería hablar con usted.
—-Pues ya estás hablando conmigo. —Le contestó con desparpajo y apremiando, porque, como presagiaba el motivo de su visita, la llenaba de satisfacción el atrevimiento.
—Me han dicho que usted quita las verrugas. —Dijo Carmelo, más cargado de valor que al principio.
—¡Te han informado bien! —Se apresuró a exclamar una de las vecinas que le gustaba meter baza en todas las conversaciones.
—Pero solamente seré capaz de hacértelas desaparecer, si tú estás seguro de mi poder. —Comentó la Sra. Aurora.
—¡Yo estoy convencido, Sra. Aurora! -Aseguró Carmelo temeroso de no conseguir estimularla. —Aquí, en el pueblo, no le he dado demasiada importancia porque la gente me conoce y me ha visto siempre en este estado; pero ahora que tengo que hacer el servicio militar y me toca viajar a Melilla, me atemoriza la reacción de los que no me han visto nunca; y, además, ya me estoy sintiendo avergonzado, sólo de pensarlo. -No se como van a comportarse los demás reclutas cuando me vean. Según me cuentan, en los cuarteles hay mucha gente mala; y, si la toman conmigo, podrían estar haciéndome burlas y novatadas todo el tiempo. —Expuso Carmelo como alegato. - ¡Necesito que me las quite, Sra. Peli.... Sra. Aurora! —Exclamó Carmelo, implorando al mismo tiempo. —Por otro lado, reconozco que sin verrugas estaría de mejor ver. -Concluyó.  
—Tranquilo. —Dijo la “Sra. Pelitos”, con un poco de sorna. ¡Te las quitaré! —Sosegó al mozo para que escuchara su explicación. —Tienes que contarlas todas. ¡Pero, perfectamente contadas! ¡Ni una más, ni una menos! ¡Es necesario que estés totalmente seguro de que no te has olvidado ninguna! —Insistió. ¡Todas! —Ordenó. ¡Por todo el cuerpo! —Recalcó. —Cuando hayas hecho esto, vienes de nuevo y me dices el número, solamente a mí. —Exigió.

Carmelo marchó muy preocupado porque, eso de contar no se le daba muy bien. Pensó que si le decía un número muy grande no se daría cuenta y solventaría el trámite. Para él, un número grande podría ser un millón de millones que, además de sonarle bien, por lo rimbombante, le gustaba la cifra; el siguiente domingo por la mañana, se acercó a la curadora, a la salida de misa, y, en voz susurrante, le soltó el número al oído.

Ella, al escucharlo, exclamó ironizando -¡Vamos anda! ¿Estás tonto? ¡Mira, no juegues conmigo, que te quedas con tus verrugas para ciento y un años! –Le amenazó.

—¡No! ¡Por Dios se lo ruego! No se enfade conmigo. Es que, perdone usted Sra. Aurora, pero no se contar. —Le confesó avergonzado. 
—¡Bueno! Siendo así, tiene una explicación. Entonces que te las cuente alguien que sepa. Pero que las vaya tachando con algo que pinte, para no contar dos veces la misma. Tenéis que hacer un recuento minucioso. —Le recomendó de nuevo.

Dos días después de proporcionarle la cifra de tres dígitos a la sanadora, al levantarse por la mañana, se encontró con una inesperada y formidable sorpresa:

Le habían desaparecido las verrugas. Se miraba al espejo y no se reconocía. Su cuerpo inmaculado, con la piel blanca y sin durezas le producía desdén; pero, fue tanta la satisfacción por encontrarse liberado de aquella opresión, que se metió en el bar y se bebió tres botellas de vino tinto para calmar su excitación y, a consecuencia de ello, estuvo todo el día calamocano y canturreando.

En el trabajo, al no aparecer, sus jefes pensaron en despedirlo, pero cuando conocieron la causa de su ausencia, también lo celebraron.    

La “Pelitos” fue capaz de quitarle todas las verrugas, ya que quedó totalmente limpio; pero, lo que no pudo quitarle fue el mote, que todavía sigue con él, y se lo ha dejado en herencia a su familia.

Una de las hijas de la “Sra. Pelitos” era muy amiga de Tamara, una vecina con la que pasaba todo el día compartiéndolo todo. A ninguna de las dos le iba mucho la escuela, pero eran trabajadoras y ayudaban en las tareas de la casa a sus respectivas madres: Fregaban la loza y el suelo de la casa; hacían las camas de sus hermanos; pelaban las patatas para toda la familia; picaban remolacha y berzas para dárselas de comer a los cerdos que cebaban cada año para la matanza; barrían la parte de calle que correspondía a la fachada delantera de sus casas, y después la regaban con agua, para que no se levantara polvo. También hacían lo mismo en el patio trasero.

Los padres de Tamara tenían un corral en la parte trasera de su casa. Estaba cercado con unos muros de piedra que superaban los cuatro metros de altura y coronaban la parte superior con almenas semejantes a las de los patios de armas de los castillos. Al fondo se ubicaban varias edificaciones. En la parte de abajo estaban las cuadras para los gorrinos, el gallinero, las conejeras y una pequeña bodega; sobre estas dependencias, en un espacio diáfano y cubierto por una estructura de madera protegida por un tejado cerámico, se situaba el pajar; el acceso al mismo era dificultoso, porque había que subir por una rampa practicada en la roca basáltica con mucha inclinación; y era tan deslizante que, cuando se mojaba un poco, se convertía en un tobogán.

Manuela y Tamara se ayudaban mutuamente en las tareas que tuvieran  que acometer. Cuando terminaban el trabajo que les hubieran encomendado, acostumbraban a refugiarse en el patio para tomar el sol, contarse cosas, jugar; o, simplemente, perder el tiempo.

El corral estaba orientado de tal forma que cualquier resquicio de sol que hubiese, lo recibía de inmediato; y, a consecuencia de disponer de unos muros tan altos no circulaba ni un solo soplo de aire, con lo que se convertía en una sauna natural. Verdaderamente, era una delicia pasar las horas allí, percibiendo el cálido sol que el tiempo donaba en las estaciones frías; pero, en verano, la estancia en el lugar, podía ser infernal. Permanecer allí un solo minuto era una proeza. Aún así, Manuela y Tamara aguantaban durante horas, con el ánimo de ponerse morenas; pero antes se aseguraban de que no hubiera nadie por los alrededores.

—No hay moros en la costa. —Decía Tamara a Manuela, después de ojear el patio.

Refrescaban el suelo, rociando la roca, con un cubo de agua, se descalzaban y se sentaban cada una en su silla, de cara al sol con las faldas remangadas. Después se descubrían de cintura para arriba, quedándose, a veces, solamente con el sujetador; y, otras, con una pequeña camiseta de tirantes.

Los bañadores y biquinis sólo tenían posibilidad verlos en las revistas de la única peluquería de señoras que había en el pueblo, pero no estaban al alcance de gente tan humilde.

El hermano de Tamara, que era tres años mayor que ellas, conocía estas aficiones; y, antes de que ellas ocuparan el patio quedándose ligeras de ropa, se situaba estratégicamente en el pajar, con el fin de fisgonear.

En el único hueco libre que quedaba en el henal, con un punzón y un martillo, había practicado un agujero en la pared, que disimulaba tapándolo con un trozo de madera hueco por el interior que tenía forma de canuto. A través de él, se divisaba panorámicamente la totalidad de la platea. Desde allí, vigilaba todos los movimientos de las incautas e inocentes jovencitas.

El muchacho distinguía los cantos de la mayoría de los pájaros más conocidos, como gorriones, ruiseñores, jilgueros, verderones o tordos; y tenía gran habilidad para imitar el gorjeo de los mismos; cuando estaba en la excitante tarea de mirón, no quería perderse detalle, por lo que, para obtener la atención y conseguir los mejores planos, en aquellas ocasiones en las que ellas se daban la vuelta para recibir el sol por la espalda, él, utilizaba la treta de rechiflar, imitando el trino de los ruiseñores o gorriones, llamando la atención de las jóvenes, para que éstas se diesen la vuelta nuevamente.

—Mira. —Decía Tamara, reclamando la atención de Manuela, mientras apuntaba con el dedo índice. -Allí hay un nido de gorriones.
—¿Te imaginas que se convirtiesen en dos apuestos mozos, altos, fuertes, rubios y con ojos azules? —Decía Manuela con deseo amoroso.
—Mejor que sean morenos y con ojos verdes. —Contestaba Tamara, discrepando, porque le atraían más los de esa fisonomía.

En esos momentos el trino de los gorriones cesaba por completo, y el zagal atendía, agudizando el oído, colocándolo en posición de antena parabólica, al diálogo de las dos chicas. Cuando ellas se sentaban, reanudaba el juego de las imitaciones, pero no siempre surtía efecto y el chico tenía que conformarse con visionar las estrechas espaldas de las mocitas. La tranquilidad se interrumpía cuando alguna de las dos recibía la llamada de su madre.

— ¡Manuela! ¡Manuela!. Deja de perder el tiempo y ven aquí, que tienes que lavar la ropa del trabajo de tu padre.
—¡Ya voy! -Gritaba la chiquilla para que no se impacientase su madre.

En unos instantes deshacían todo el tinglado. Dejaban todas las cosas como habían estado antes de llegar ellas y abandonaban el tostadero.

Y, ahora que ya había pasado el peligro, el fisgón abandonaba su escondrijo; y, saliendo a la calle, se enrolaba en los juegos de los demás chavales, pasando inadvertido y sin desvelarles su secreto.  

—¡Manuela! Espera, que voy contigo. —le proponía Tamara.— ¡Madre! —reclamaba la atención casi gritando.
—¡Que quieres!— Contestaba su madre.
— ¿Hay ropa para lavar? —Preguntaba Tamara.

Siempre había ropa sucia porque, en una casa de labradores con hijos mayores trabajando en el campo y niños pequeños, incluido el que andaba a gatas, raro sería que no la hubiera, y, tratándose de una familia de once miembros, los monos y otras prendas usadas en el trabajo solían tener lámparas en toda su extensión, que necesitaban jabón y estropajo en abundancia, cuando no, unos buenos restregones con el cepillo de raíces.

—¿Que preguntas me haces, hija mía? —le contestaba su madre, con otra pregunta cargada de ironía, pero dándole un trato maternal a la vez— ¿No sabes dónde está el montón?

Tamara, cogía el balde lleno de ropa sucia sin rechistar y se iba con su amiga al lavadero municipal. Allí se encontraban con otras jóvenes y pasaban la tarde trabajando; y, mientras tanto, se divertían hablando de los chicos; de las preferencias que tenía, cada una, a cerca del físico ideal para que un hombre tuviera un cuerpo 10; se reían lozanas cortando trajes a diestro y sinistro. Era la única ocupación que tenían sus mentes en ese periodo; de cualquier manera, aunque sus madres no lo entendiesen, la edad de sus cerebros les proporcionaba tales inquietudes y despreocupaciones al mismo tiempo. Al terminar la colada, volvían, de nuevo, al lugar donde dejaban al descubierto todas sus intimidades; y el depredador ocular, que siempre estaba al acecho, se situaba en su fortín oteador para alimentar su adolescencia con los placeres que le proporcionaban las ociosas muchachas por su afán de tomar el sol para ponerse morenas.

—Las actrices de cine americanas tienen la piel del color del café con leche, y dicen que ese tono vuelve locos a los hombres. —Comentó Tamara, que había creído escucharlo en la radio, en alguna ocasión.    

—Que bien se está aquí tomando el sol y tostándose la piel. —Dijo Manuela, sin darle importancia al comentario de su amiga, mientras se despojaba de su ropa interior y se colocaba una toalla cubriendo sus partes íntimas. —Me encantaría estar sin dar un palo al agua toda la vida.

Mientras cada uno de los personajes andaba a lo suyo, las avispas revoloteaban en torno a las chicas y luego se posaban en los bordes del charco formado en una deformación que había en la roca en forma de cuenco y que, por capilaridad, se mantenían húmedos los aledaños.

—Que molestas son estas bichas. —Dijo Manuela con desprecio y poniendo cara de asco porque la inquietaban sus zumbidos y sus vuelos rasantes.
—Si no se las molestan, son inofensivas. —Aseguró Tamara. 
El cotilla seguía observando los acontecimientos y escuchando las conversaciones sin importarle el número de horas que echaba en la investigación. Su situación relajada, tumbado a la larga en un lecho de paja que se acomodaba a su cuerpo, permitía que, ni sus huesos, ni sus músculos, protestasen por la postura, consiguiendo, de esta manera, las satisfacciones más placenteras.

De repente, estando ensimismado en sus momentos más ociosos, escuchó un agudo y atronador chillido que brotaba de la poderosa garganta de Manuela.

—¡La avispa! ¡Ha sido una avispa asquerosa! ¡Me ha picado esta jodía! —Gritaba Manuela irascible, mientras la pisoteaba en el suelo frotándola con la zapatilla como si se tratase de apagar un cigarrillo y, al mismo tiempo, se despojaba de la toalla para tratar de verse la parte afectada, encorvándose de tal manera que dibujaba un arco con la curva de su cuerpo.

El insecto espadachín había acertado a pincharla en el labio superior de su vagina y, entre la hinchazón y el escozor provocados por el veneno, aquella parte, estaba convirtiéndose en un polvorín incandescente. El espía, al escuchar  tales lamentos desgarradores, quiso poner remedio y descendió la rampa deslizándose a toda prisa. Cuando llegó al lado de las chavalas, llevaba consigo una patata cortada en varios trozos, y, aprovechando el desconcierto entre ellas, les comentó que el mejor remedio que existía para rebajar la tumefacción y aliviar el picor producido por el aguijonazo de una avispa, era frotar con una patata pelada la parte afectada. Tamara confirmó que era verdad porque así se lo había oído decir a su madre, en alguna ocasión; y, sin darle importancia al hecho deplorable e indigno de estar desnudas delante de un hombre, debido a la lógica excitación por la tragicómica circunstancia, permitieron que el intruso aplicase el remedio. El indiscreto, con una parte del tubérculo, comenzó a frotar la zona enrojecida e inflamada. Manuela, rápidamente notó alivio y cesaron sus gritos. La fricción le daba consuelo y paulatinamente iba notando una sensación placentera. El jugo que desprendía la patata se introducía en la piel amoratada y, al poco rato, ya no lograba entender cual era la sensación con mayor intensidad, si la agria por la picadura de la avispa que le había dejado dentro el aguijón, o el inmenso placer que le proporcionaba el frotamiento del tubérculo sobre su clítoris. Se debatía entre las dos sensaciones contrapuestas. A los lamentos provocados por el escozor del aguijonazo le sucedieron los gemidos exclamatorios y jadeos generados por el placer de la manipulación. La sinfonía que creaba fue desconcertante para el entremetido, porque nunca había escuchado algo igual. El chico, que ya estaba cargado de excitación, por lo que había estado observando desde su escondrijo, unido al espectáculo regalado por el trabajo del insecto, comenzó a notar que su aparato se tornaba turgente sintiendo, a la vez, sensaciones celestiales; pero, cuando su hermana se percató de que cierta parte de sus pantalones, además de experimentar movimientos, palpitaciones e hinchamiento, comenzó a estar mojada, dio un grito ensordecedor ordenando a su hermano que abandonase el patio inmediatamente. Desgraciadamente, en ese preciso instante, se frustró el mágico acontecimiento proporcionado por el ruiseñor y la avispa.   

Desde aquel suceso no volvieron a escucharse trinados de ruiseñores ni de pardales en aquel corral.

Pasaron varios meses, y Carmelo “el verrugas” regresó de la mili. Él, tenía muy buena relación con Tamara y Manuela; pero, como ambas amigas eran inseparables y las dos le hacían tilín; y habiéndose dado cuenta, de que sendas mujeres le reían sus gracias, ante el dilema de no saber que opción tomar, secretamente, lanzó una moneda al aire para jugarse, a cara o cruz, la decisión de a cual de las dos le pediría festejar en primer lugar. El azar deparó en suerte, que la primera sería la mozuela aguijonada por la avispa.

Pasó el tiempo y ambas amigas se casaron, y viven felices con sus respectivos maridos y familias. Pero, en el caso de Manuela, entre ella y Carmelo les han ido devolviendo a los nietos de “la Pelitos”, lo que ella le había quitado a él, años antes.

—¡Que cruel incongruencia! —Exclamaba Manuela, que solía utilizar esta frase después de emitir un profundo y sonoro suspiro, cada vez que se quedaba en cinta. —Mi madre siempre quitándoselas a todo el mundo y yo trayéndoselas al mundo.

Sus hijos, además de salirles muy buenos cazadores, como su abuelo, siguen llevando a sus espaldas el apodo de “los VERRUGAS”.

Años más tarde, el día en el que Manuela comunicó a su amiga Tamara la noticia de su octavo embarazo, le confesó, entre risas y tiernas lamentaciones, que uno de los momentos más deliciosos de su vida se lo había regalado la picadura de aquella desdichada avispa, porque fue la única vez en la que un hermoso deleite, no le había traído consecuencias.

 

© Jesús Alejo Guarde

 

 

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