PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS

PRESENTACION · CONTACTO · TERCERA EDICION



Zapatos de cocodrilo

por Marta P érez Dorao


Primer Premio categoría Construcción
3 ª Edición Premio Internacional de Relato Patricia Sánchez Cuevas

 

© Ilustración P.Díaz Del Castillo

 

¡Pero señora! ¡A ver si se fija por donde anda! Paula, sobresaltada, volvió a la realidad entre claxons furiosos y siendo el centro de las miradas, unas curiosas, otras divertidas, de los otros peatones. Iba tan ensimismada que no se dio cuenta del semáforo en rojo y casi la atropella el autobús. Con un esfuerzo, intentó concentrarse en su itinerario, aunque el camino a casa cada vez se le iba haciendo más cuesta arriba, aunque se trataba de una calle del centro de Madrid perfectamente plana.

Y es que ya sabía lo que la esperaba allí. Tendría que contarle a Rubén que otra vez le habían denegado el puesto de investigadora jefe, le faltaba experiencia, le habían dicho, publicaciones, le faltaba, en definitiva, dirección de equipos de investigación. Y es que tenía narices, que para darte un puesto te exigieran experiencia obtenida en ese mismo trabajo, ¿Cómo la iba a conseguir?

¿Cómo? No te engañes, Paulita, se reprendió tristemente. Ya sabes cómo. Bien clarito que te lo ha dicho el jefe. Paula recordó la entrevista con su jefe esa misma mañana.
-Paula, -le dijo-, tienes que espabilarte, o te vas a quedar toda la vida haciendo lo mismo. Esto es una multinacional, y los grupos de trabajo están en cualquier país. No puedes deprimirte porque no te den el puesto si a la vez te estas negando a irte unos meses a adquirir la formación necesaria. Las cosas no funcionan así.

Su jefe, Juan, era sumamente protector y hasta algo paternalista con su equipo, un grupo de jóvenes químicos e ingenieros que él había contratado recién salidos de la facultad, y que había ayudado a formarse y a progresar en el terreno profesional y también en el académico, pues además de ser un peso pesado en la empresa, tenía sus buenos contactos en la universidad. No era la primera filípica que le echaba a Paula por su resistencia a salir de su laboratorio e ir más allá de la pura investigación, a asumir más liderazgo con los equipos, a hacer frente a su miedo a los superejecutivos de la casa en las reuniones, a pesar de que versaran sobre materias que ella dominaba. La verdad era que cada vez que había una reunión con ellos - y cada vez Paula debía asistir a más e incluso liderarlas ella - se moría de miedo y, perdida toda su elocuencia, pasaba unos ratos malísimos.
Era un jefe excelente, pensó Paula, había que reconocerlo, y se preocupaba por “sus chicos” más allá del terreno puramente laboral, hasta el punto de que, si no estuviera tan claro que su preocupación era sincera y bienintencionada, habría parecido que hasta invadía la intimidad de sus subordinados. Antes de que se inventara en el argot empresarial la palabra “coaching”, ya Juan lo ejercía activamente con todos ellos, aconsejándoles hasta en sus relaciones personales. Por cierto, sonrió Paula, nunca había comprendido su relación con Rubén, ni aprobado la influencia que éste ejercía sobre ella, pero tampoco se había atrevido a decir nada al respecto, menos mal, aunque ella, después de tantos años de estrecha colaboración, se lo notaba perfectamente.

Paula se acordó, con una sonrisa, de su lectura de tesis, saldada con un “cum laude”, y de la preocupación de Juan, confesada posteriormente, tras los brindis, cuando ya todos estaban un poquitito achispados: “Que elegante, Paula. No sabía que traje de hippy ibas a traer hoy…” Paula, que tras meses de convivencia con Rubén había ido adoptando inconscientemente sus códigos estéticos, que pasaban entre otras cosas por un rechazo categórico de cualquier prenda remotamente “formal”, “de señora”, “arreglada”, supo no obstante que ese día le convenía dar una imagen mas seria, y se había presentado con un atuendo de ejecutiva agresiva, incluida una chaqueta a juego con el vestido de falda tubo, y, aprovechando que Rubén no podía venir por un previo compromiso ineludible (o eso al menos había dicho), unos tacones de vértigo.

Y estaba segura de que, igual que su conocimiento exhaustivo de la materia le había conseguido el sobresaliente, aquellos tacones le habían otorgado una seguridad adicional en su presentación que, aunque fuera un poquito, también había ayudado al resultado final.

Paula ralentizó el paso, pensando en su dilema. Sabía que su jefe tenía razón, debería aceptar el puesto en el nuevo equipo de investigación que estaban montando en Alemania. Sabía que era el trampolín al puesto que ambicionaba, y que con esos meses en la casa matriz, con todos los medios a su alcance, rodeada de los mejores, su currículo iba a dar un salto de gigante.

Por un momento fantaseó con aquella oportunidad, la oportunidad de su vida. Y tendría que dejársela a otro, quizás menos dotado, sin duda menos motivado que ella. Pero ella… era imposible. Solo pensar lo que diría Rubén se le ponían los pelos de punta. Incluso si llegase a sospechar que ella había valorado la opción… No se sentía con fuerza para otro de aquellos enfrentamientos sutiles, en los que Rubén, cariñosa e irónicamente, la dejaba siempre hecha polvo.

Se acordó de su padre, que siempre la había animado a acometer todos los retos, a no pararse ante nada, a dar prioridad a los estudios y la formación. Lo orgulloso que estaba cuando consiguió este trabajo en una empresa tan buena. Y, sin venir a cuento, rememoró la frase que le dijo cuando se dio cuenta de que ahora solo llevaba zapatos planos, como Carla Bruni desde que se casó con Sarkozy: “vivir con un tipo bajito, cariño, no implica que debas bajarte de tus tacones…” Que diría su padre ahora…?

Pero ni su padre ni su jefe tenían que vivir con un artista, se dijo. Y estar cerca del genio tiene sus esclavitudes. La primera vez que mencionó a Rubén el tema de Alemania estuvo luego llorando cuatro días. Y no es que tuvieran una discusión ni una pelea, no, ni que él le gritara, porque Rubén no gritaba. No, fue mucho peor.
–Pero, ¿Qué se te ha perdido a ti en Alemania, bonita?- le dijo, con aquella sonrisa irónica que tenía la virtud de hacerla sentir insignificante. – Si ni siquiera hablas alemán. Tantos meses con esos sabihondos, te van a hacer la vida imposible… si en tu empresa estás estupendamente, ¿de verdad crees que vas a poder adaptarte? Anda, ven aquí, boba, y déjate de Alemanias…¿Dónde vas a estar tú mejor que conmigo? -todavía recordaba la sensación de nudo en el estómago que le había durado varios días.- Por lo menos ahora tienes un buen trabajo, si aquello no sale bien, estamos en la calle…-

Y nunca mejor dicho, el “estamos”, porque desde que se mudó a su casa, los únicos ingresos habían sido el sueldo de Paula. Aunque ello no impedía a Rubén tomarse a broma las investigaciones de su “minicientífica”, su “ratón de biblioteca”, como le gustaba llamarla ante sus amigos, haciendo que ella, tan segura en el aspecto académico, se sintiera una especio de bicho exótico, algo así como una mascota… Paula empezaba a pensar que a Rubén le molestaba su entorno de trabajo, su laboratorio, su empresa, el que tuviera un mundo en todo ajeno a él. Ya ni le hablaba de los proyectos en que tomaba parte, había notado que esos temas de conversación enfriaban el ambiente cada vez que surgían, y no quería por nada del mundo estropear las pocas veladas que ahora pasaban juntos.

Y eso que antes, cuando se fueron a vivir juntos, a él le enorgullecía su trabajo, sus proyectos de investigación, su dedicación al laboratorio. Se jactaba de ello ante sus amigos, esos amigos que constituían círculo habitual, amigos tan alejados de cualquier pensamiento científico, que al principio, cuando los conoció, le parecieron una panda de indocumentados, muy divertidos, eso sí. Formaban un grupo inseparable, Felipe, Josema, Luis, Laura, y algunos otros, en el que, aunque la habían acogido entre ellos por ser la compañera de Rubén, nunca se sintió integrada.

Luego ya Rubén se encargó de explicarle que no, no eran incultos, sino gente muy preparada pero que rechazaba la cultura “al uso”, eran vanguardistas, la élite de lo que se iba a llevar en pintura dentro de unos años. El mismo Rubén era un buen ejemplo, un tipo realmente seguro de sí mismo y de lo que hacía, convencido de que en algún momento algún crítico clarividente descubriría la enormidad de su talento, y lo catapultaría a la fama de inmediato.

Claro que para eso Rubén tenía que exponer, enseñar lo que pintaba, pensaba Paula, y para ello, lógicamente, antes tenía que tener producción, pinturas que enseñar. Tenia que pintar, vaya. Y alguna vez hasta tuvo la desfachatez de hacérselo ver, explicando su punto de vista. Claro que fue la primera y la última, porque como ellos, Rubén el primero, se encargaron enseguida de explicarle, todavía había mucha metafísica que desarrollar, el concepto, lo llamaban ellos, la filosofía inherente a esa corriente pictórica que iba a revolucionar el mundo. Y hasta que todo ello no estuviera suficientemente elaborado, no valía la pena ponerse a trabajar en serio, pues sería simple copia de lo anterior. Y ellos no copiaban, ellos creaban, ellos eran los verdaderos innovadores. -Tú no tienes ni idea de arte, bonita, así que mejor no opines- apostilló Laura, que no perdía ocasión de intentar dejarla en evidencia, mirándola con desprecio.

Paula, abochornada, se refugiaba entonces en alguna revista especializada en lo suyo, convencida de que no entendía nada de aquella corriente tan precursora y novedosa a la que Rubén y sus amigos se dedicaban en cuerpo y alma, de día y de noche, sobre todo últimamente de noche.

La verdad es que, al principio, había estado muy orgullosa de que al menos la dejaran tomar parte en las reuniones, aunque ella no tuviera nada que ver con el mundo del arte. Acudía entusiasmada, de la mano de Rubén, entonces tan atento y cariñoso, con el firme propósito de, esta vez sí, conseguir enterarse de que iba la cosa. ¿Acaso no había obtenido la máxima nota de su promoción en la Complutense? ¿No había sido distinguida con una mención de honor en el curso que hizo con todo un premio Noble de química? Aunque indiscutiblemente ella tenía un “cerebro científico”, algo que, pronunciado con el tono un tanto despectivo de los amigos de su novio, parecía hasta malo, al fin y al cabo era un cerebro, y le tenía que servir también para esto otro.

Escuchaba desde un rincón, muy atenta, la mano de Rubén entre las suyas, hasta que la discusión se desbordaba, Rubén se alteraba ante lo que llamaba el revisionismo de sus compañeros y le soltaba la mano para defender mejor sus argumentos, mesándose el pelo hasta que se lo ponía todo de punta; el alcohol empezaba a hacer estragos entre los contertulios y el sueño en ella (la única que madrugaba), que hacía rato había dejado de intentar escuchar algo coherente entre la maraña de gritos, teorías, y hasta insultos, con que acababan invariablemente aquellas reuniones.

Luego, camino a casa, intentaba aclarar con Rubén algo de lo que había oído, pero éste unas veces estaba tan ensimismado que ni la oía, y otras, al escucharla, se erizaba todo: “¡no, no no!, ¡si no se trata de eso!, ¡no has entendido nada!”. No sabía que era peor, esas veces o las que Rubén, condescendiente, se dignaba a bajar a su nivel para explicarle unas cosas que, si no fuera por la solemnidad con que las enunciaba, a ella le hubieran parecido unas obviedades tremendas. Aunque aún era mucho peor cuando le daba las explicaciones delante de sus amigos, sobre todo de Laura - Paula no entendía porqué esa chica le tenía tanta manía - quien la miraba burlonamente y siempre tenía que intervenir con alguna frasecita supuestamente graciosa, pero que a Paula maldita la gracia que le hacía. Y encima Rubén le reía las ocurrencias, mirándola cómplice y haciéndola sentir tan ajena como un marciano, como alguien que nunca podría formar parte de ese club tan exclusivo que formaban entre ellos.

En esas ocasiones, que cada vez eran mas frecuentes, miraba a Rubén preguntándose que era lo que la había enamorado de él. Hay que reconocer que era un tío muy guapo, con cara de contornos suaves, como de ángel, con su pelo rubio y abundante echado para atrás, un mechón que le caía sobre un ojo, y su perilla dieciochesca. No muy alto, eso sí, pero no cabe duda de que tenía gancho. Y una seguridad aplastante, que le había hecho pensar, al principio, que estando con él no le podía pasar nada malo. Claro que ni Juan ni sus amigas opinaban igual. No entendían que en una pareja es normal que uno trabaje mientras al otro no le van bien las cosas… Y ella estaba segura de que a Rubén le iban a ir fenomenal una vez que lograra de una vez encontrar su estilo. Era en el único ámbito de su vida en que le faltaba aclararse con el estilo, en su pintura, porque en lo demás lo tenía muy claro, su famoso estilo. Hasta había cambiado el de ella, aconsejándola hasta que en esos pocos meses su armario había dado una vuelta completa. “Nada de ropa elegante, hay que vestir cómodo, decía, desenfadado, que la ropa no te pueda, sino que tú le impongas tu estilo…” Y por supuesto, nada de tacones. “Pero, ¿donde vas, encima de esos zancos?” Esto, que le había vendido con el argumento de la comodidad y del “no ser esclavo de la moda”, había sido el cambio más llamativo… Ella, que “era” con tacones, igual que los intimidantes superejecutivos de su empresa “eran” con corbata… hasta su padre, que no se metía en nada, y no había dicho nada sobre otros aspectos de su relación (a pesar de que, se temía Paula, no estaba muy de acuerdo con ella) lo había mencionado.  Pero Paula cada vez que surgía el tema, lo había apartado de su mente.

Y es que no tenía claro que el tema de los tacones no tuviera nada que ver con el archimanoseado código de estilo “rubeniano”, sino más bien con los buenos diez centímetros que ella le sacaba… y, la verdad, prefería no pensar en ello.

            Sumida en sus pensamientos había seguido andando hacia casa, pero inconscientemente había elegido el camino más largo, dando un rodeo por Augusto Figueroa y mirando distraídamente los escaparates de los muestrarios de zapatos. Además del nudo en el estómago, una débil certeza asomaba poco a poco en su mente. Empezaba a darse cuenta muy a su pesar de que llevaba mucho tiempo sin tomar sus propias decisiones, que no podía ser bueno dejar pasar las oportunidades y que los trenes no iban a pasar tantas veces por su estación.

            En éstas estaba cuando los vio, y se quedó mirándolos fijamente a través del escaparate. Eran preciosos. De un color caramelo tostado y de piel de cocodrilo, con el tacón adecuado, ni tan bajo que pareciera demasiado conformista, ni tan alto que a una persona normal le fuera imposible caminar con ellos. De ese modelo clásico, salón, que desprecia orgullosamente las tendencias de cada temporada, porque siempre es moda. De esos que a una legua se ve que son buenos, pero buenos de verdad.

Paula pensó que llevando unos zapatos como esos, una se podría atrever a hacer muchas cosas. Es más, si llevabas esos zapatos, es porque eras esa clase de mujer que se atreve a todo. Eran zapatos de mujer segura de sí misma, eran unos zapatos con los que se podría entrar taconeando a una reunión llena de ejecutivos sin que a una se le moviera un pelo del flequillo, eran unos zapatos que por sí solos constituían una declaración de independencia. Eran los zapatos de la persona que Paula siempre hubiera querido ser. Zapatos perfectos, y total y absolutamente fuera de su alcance.

Paula miró el cartelito del precio y suspiró. Eso era medio sueldo de un mes, y de un mes bueno, con extras y todo. Sonrió tristemente pensando que diría su chico si aparecía con esos zapatos. Volviendo a la realidad giró a la derecha y siguió subiendo por la calle Barquillo. Menuda la que la esperaba. Al menos Rubén se pondría contento porque llegaba temprano. Últimamente siempre le echaba en cara su tardanza los días en que tenía que quedarse más tiempo en el laboratorio o en que una reunión de última hora la retenía más de la cuenta. Una débil vocecilla empezaba a abrirse paso en su cerebro: “¿seguro que es buena una situación en la que me da miedo llegar a casa? ¿Cuántas más cosas de mi vida me debería replantear?”. Pensó que debería coger el toro por los cuernos y hablar claramente de una vez por todas con Rubén, de sus sueños, sus proyectos, sus planes profesionales, sin dejarse vencer por la pereza que le daba provocar una situación tan tóxica como todas aquellas que ineludiblemente se daban cuando ella no estaba absolutamente de acuerdo con los planteamientos, los argumentos, las razones y, finalmente, las decisiones de Rubén.

Subió cansinamente los tres pisos, saboreando aún la visión de aquellos zapatos con tal de no dejar que la premonición de la discusión que se avecinaba le amargara anticipadamente la tarde, y abrió la puerta. Soltó el bolso y, avanzando por el pasillo, llegó hasta el dormitorio, donde encontró a Rubén desnudo y roncando entre sábanas arrugadas, su cara de ángel relajada y feliz. Apoyada en el quicio de la puerta, su mirada abarcó de golpe todo el escenario: ropas tiradas por todo el cuarto, revistas de arte por el suelo, botes de cerveza vacíos sobre la esquina de la mesita del salón, que veía desde allí, algunos cojines desparramados. Paula se sintió de repente tan ajena a todo aquello, se sintió como si despertara de un mal sueño y de repente empezó a reírse sola, soltando unas carcajadas limpias, fáciles, como hacía tiempo que no reía; y en vez de despertar a Rubén se dio la vuelta, agarró su bolso y, con una estremecedora y vivificante sensación de alivio, deshecho al fin y definitivamente el nudo de su estómago, pasó revista mental a todos los trámites que tenía que hacer para salir de viaje lo antes posible mientras bajaba corriendo las escaleras en dirección a la zapatería.

© Marta Pérez Dorao

 

Marta Pérez Dorao. Nacida en Cádiz y residente en Madrid. Abogada en ejercicio, especializada en tecnologías de la información y propiedad intelectual e industrial. Desde siempre, aficionada a la literatura, escribe poesía y relatos cortos. Su gran ilusión sería publicar sus relatos para niños, que tienen gran éxito entre sus hijas, hasta ahora únicas lectoras de los mismos. Su gran pasión es la familia, el mar y la naturaleza.



© ilustración P.Díaz Del Castillo

 

Arriba

 

Volver

v o l v e


 

Patrocina: copsa     Grupo Copsa                                                                                  Realización: Ariadna-rc.comariadna-rc.com