PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS

PRESENTACION · CONTACTO · TERCERA EDICION



Banco de España

por Manuel Dorao


Primer Premio categoría Internacional
ex-aequo
3 ª Edición Premio Internacional de Relato Patricia Sánchez Cuevas

 

© Ilustración P.Díaz Del Castillo

 

El tío era de otro planeta. Don Tomás, gordo, colorado, de Marte, tenía que serlo. Si no, ¿cómo iba a rechazar un millón de euros? Nunca había visto algo parecido desde que trabajaba en el Banco. Aunque el día ya pintaba raro desde primera hora.

Esa mañana, al pasar junto a La Maestranza camino de la sucursal, casi dormido, repasando mentalmente los términos del divorcio y llegando a la misma conclusión a la que había llegado durante toda la noche: «La zorra de Violeta se queda con el piso», tropecé con mi destino. «Tendido siete, barrera y contrabarrera para el Roteño... ¡Chaval, hay que fijarse por donde andas!», me gritó el reventas. Yo no sabía que aquel hombre era mi destino. Le pedí disculpas y seguí andando. El Roteño, pensaba al alejarme. Debía de ser un buen torero si había llegado a torear en la Maestranza. Tampoco sabía nada de toros entonces, claro está.

Pero don Tomás me lo aclaró unas horas después:

—Mi tío Serafín era un ácrata. En lo único en que se gastaba los cuartos era en ir a ver torear al robaperas ése, el Roteño. Y en la mierda de Farias que se fumaba en la plaza. No tenía ni puta idea de toros, ¿me entiendes lo que te digo?

Le gustaba el Roteño, a su tío Serafín. Pero ¿qué tenía eso de ácrata?

—Mire, don Tomás —le dije, mientras le daba mi tarjeta del Banco de A Coruña. Me solía sentir mas importante cuando daba mi tarjeta. Aunque reconozco que no lo sentí así con Don Tomás—, eso de los toros está muy bien, pero el millón de euros que su tío Serafín ahorró con el esfuerzo de toda una vida...

—¿Qué esfuerzo? El cuervo no hizo nada en su puta vida. Vivía de las rentas de lo que le dejó la bisabuela Liboria. No te jode. Un piso en la calle Sierpes. De eso y de no gastarse nada más que lo de los toros. Y qué toros. José Luis de Utrera ¿Lo has visto torear?

—Yo es que de toros no...

—Tú no eres del sur, ¿verdad?.

—De As Pontes, Coruña...

—En Galicia no sabéis de toros.

—Hombre, yo no...

—José Luis de Utrera, ése sí que es un maestro. Una vez en las Ventas, estaba yo con mi señora y unos amigos de Salamanca...

—Ya, don Tomás, si no dudo yo...

—Puerta grande, lo que te digo. Cuatro orejas, ovaciones, vuelta al ruedo ¡Qué festival de pases!

—El caso es que si no lo reclama...

—¡Los naturales! ¡Qué serie de naturales! Tenía al toro rendido. ¡Bien plantao! Así... —Don Tomás desencajó su culo de los brazos de la silla y, con la palma de la mano extendida, hizo un gesto como si esperase que yo le fuera a embestir.

—Usted es su único sobrino con paradero conocido —dije yo—. El testamento dice que el dinero se reparta entre los sobrinos.
Don Tomás, al parecer convencido por fin de que yo no iba a embestirle, encajó de nuevo el culo en la silla. Respiré despacio, antes de seguir:

—Si nadie reclama el millón de euros antes de una semana... Verá, nos ha costado mucho encontrar a uno de sus descendientes: usted. Puede quedarse el dinero, pero no puede tocarlo hasta encontrar al resto de la familia. Hay un plazo, por supuesto... Pero si no se lo lleva ahora, el Banco de España se lo quedará. Todo irá a parar allí. En una semana. Al limbo todo.

Don Tomás sacó su móvil (pensé que iba a llamar a su abogado, su gerente, su contable, alguien que pensase menos en toros y más en cifras ¡Un millón de euros!). Marcó y me hizo un gesto con su dedo índice, inmensamente gordo, señalando hacia arriba. Parecía un arzobispo a punto de bendecirme. Después, hizo una mueca con los labios como si pensase besar el móvil. Por fin, pensé yo, su abogado le diría que firmase y yo le traspasaría el problema del millón de euros que llevaba dos años sobre mi mesa. Bastante tenía ya con mis propios líos como para tener que solucionar los de aquel ricachón obeso. «Recuperar mi mitad del piso», me dije. Entonces, el gesto de la cara de Violeta, comprimido, afilado como la punta de un berbiquí, me horadó un poco más el cráneo, justo sobre la ceja derecha, donde me había estado pinchando toda la noche. Miré en la pantalla del ordenador la orden que pensaba imprimir para que firmase don Tomás. Solo había que pulsar sobre el icono de la impresora y...

—¡Paco, Paquito! —exclamó don Tomás—. Que estoy en Sevilla. Hombre, sí... Tenemos que vernos ¿A comer? Claro —Me miró—. Acabo en cinco minutos y voy a buscarte —dijo al teléfono. Y colgó.

Yo le sonreí.

—Entonces, ¿podemos firmar ya? —dije.

Don Tomás se removió en el asiento restregando su culo en el tapizado azul marino de la silla del Banco de A Coruña, y negó con la cabeza, despacio.

—Mira, ¿Luis...?

—Luis Pedro. —Le di otra tarjeta, no sé por qué.

—Luis Pedro. Ya, ya tengo una —la rechazó—. Yo me dedico a las cárnicas —ya se veía. A comérselas, me dije—. Y al congelado.

—Negocios.

—Buenos negocios.

—Por supuesto.

«¿Pero por qué no estudiaría yo informática como quería mi madre?», pensaba. Como Toni, el de mantenimiento de sistemas, que se sabía todos los trucos y le recolocaba todas las incidencias a la Central como si apareciesen allí por arte de magia. Y él a vivir. Si yo hubiera podido pasarle la cuenta del tío Serafín a los de grandes patrimonios, o siquiera al director de la sucursal, el inútil de Fede, que trabajaba menos que... Aunque yo pronto sería director, eso era cuestión de tiempo. Y Toni seguiría instalando impresoras y configurando ratones. Todo tiene un precio.

—Distribuyo en toda Extremadura —seguía explicando don Tomás—. Tengo dos naves frigoríficas en Badajoz. ¡Treinta grados bajo cero! Dos mil metros cuadrados cada una. Otra en Cáceres.

¿Y a mí por qué me contaba eso? Era desesperante. En la cajonera de mi mesa tenía una aspirina, recordé. El taladro en la cabeza. Violeta. La firma de la herencia. ¿Por qué no cogía el millón de euros y se compraba otra nave y se congelaba dentro? Carne tenía de sobra.

—Por supuesto, don Tomás...

—Me estoy expandiendo hacia Salamanca y voy a comprar otra distribuidora y dos naves en Huelva. Guijuelo y Jabugo, ¿comprendes?

La madre que lo parió.

—Pues el millón de euros, entonces, le vendrá de perlas —se me ocurrió decir para animarle a firmar.

—Escucha, Luis Miguel...

—Luis Pedro.

—Facturo cien millones al año.

—Cien.

—Entre unas cosas y otras: la distribución, la marca, las franquicias..., vengo ganando, ¿cómo te diría?, en limpio, limpio, unos diez...

—Diez mil.

—¡Diez millones, coño!

Di un respingo y a punto estuve de darle otra tarjeta.

—¿Tú te crees que me voy a poner a buscar a los vagos de mis primos que no han dado un palo al agua en su puta vida y que son como cuarenta o así para repartir un millón entre todos que a mí me va a suponer una mierda y encima voy a tener que contratar a un detective para que busque a todos los vagos que sepa Dios dónde están y los abogados y los papeleos y el notario de los huevos como si yo no tuviera otra cosa que hacer que tengo muchísimas? ¡Vamos, no me jodas! ¿Quién torea hoy?

La cara se me había quedado a treinta grados bajo cero.

—He venido por el otro lado —añadió don Tomas, y se giró apretando su culo contra uno de los brazos de la silla. Detrás de él, desde el ventanal del banco, se veía la plaza de toros—. No he podido ver el cartel. En la Maestranza, que quién torea. ¿Es corrida de feria? No, ¿verdad?

Qué pequeño me sentía. Era como ver un céntimo en la acera, que de pequeño que es te entran ganas de darle una patada para colarlo por una alcantarilla y que nadie tenga que agacharse a cogerlo. Pero no hablábamos de un céntimo, hablábamos de un millón. De euros.

—El Roteño, creo —dije, en voz muy baja.

—¡Tócate los cojones!

Cogí una tarjeta de mi tarjetero y tragué saliva.

—El tío Serafín se venga de mí desde su tumba. Pues no pienso ir a ver a ese pinchabúfalos, ¡ni pensarlo! —hizo un carraspeo con la garganta, grave como un pedo.—Entonces... ¿el millón? El Banco de España, una semana y...

Don Tomás desencajó definitivamente su culo de la tapicería azul de la silla, se estiró los perniles prietos y gordos como tubos de oleoducto y sacó mi tarjeta del bolsillo. Pensé que me la iba a devolver. La miró y dijo:

—Mira, Luis José —«¿pero es que no sabe leer?». Desistí de corregirle—, no te ofendas, muchacho, tú haces bien tu trabajo.

—Bueno, yo...

—A mí los euros del chiflado de mi tío no me causarían más que problemas. —Y se guardó la tarjeta. Sacó otra, supuse que la suya; la manoseó, no parecía que fuese a dármela—. No te lo tomes a mal, hombre, los negocios son así. Ya me has hecho venir desde Badajoz, ¿no? Confórmate con eso.

Se guardó la tarjeta y me dio su mano mullida y sudorosa.

—Y si localizas a alguno de mis primos antes de que se acabe la semana... —añadió—. Por lo del plazo ése que decías. No le digas dónde estoy.

Y se fue.

Se fue. Nada más. Un millón de euros, y se fue.

«Es relativa la percepción de las cosas», pensaba yo mientras lo veía afanarse en encajar las nalgas en su Mercedes verde oliva metalizado, arrancar y pasar de largo la Maestranza.

Abrí el cajón y contemplé la aspirina. ¿Iba a poder una simple pastilla con el millón de don Serafín, con Violeta y con su cara afilada? Para don Tomás y su ingente culo un millón de euros no era nada, en cambio para mí... Cogí la aspirina y empecé a manosearla. La cabeza parecía querer dejar de dolerme, como cuando baja la marea en As Pontes, que te despejas. Un millón que se iba al limbo. Nadie lo iba a reclamar. Y la guarra de Violeta que se me llevaba el piso. Solo por foder. Si me lo decía mi madre: «¡Casas muy joven, Luis Pedro! ¡Y muy lejos!». Y el millón al carallo. «Desaparece de la cuenta que gestiono yo y aparece en el Banco de Espa...»

La marea cayó de pronto y la cabeza dejó de dolerme.

«¡El millón desaparece!»

Tiré la aspirina a la papelera y cogí una de mis tarjetas.

«Gerente de cuentas», decía la tarjeta debajo de mi nombre.

«¡Manda carallo! ¡De cuentas!».

Recordé en ese momento el truco que me había contado Toni sobre crear cuentas no nominales ficticias. «Un fallillo en el sistema», decía. Yo nunca me había creído que pudiera haber ese fallo.

Y ¿Por qué tenía que irse el millón del tío Serafín al limbo del Banco de España si se podía ir al limbo de Luis Pedro Formoso? Y del limbo, la cuenta ficticia invisible, poco a poco, al bolsillo.

Pero eso no estaba bien. Fraude, cárcel. Coño, eso era robar.

Una joven cruzó por la cristalera de la sucursal y me tapó la vista de la Maestranza. Morena, flaca, afilada. Pensé que era Violeta. No era. Llevaba unas llaves en la mano, quizás las de su coche. Mi piso, recordé. El que Violeta se iba a quedar porque no podía pagarle mi parte y el juez... «Una aspirina me vendría bien. O una cuenta ficticia que genere una recepción de transferencia al Banco de España.» «Un fallillo», decía Toni. «Es robar. El dinero es de don Tomás, de don Serafín, de los vagos de los sobrinos. No es de nadie. Del Banco. Del Banco de España.» Cárcel. ¿Por el piso de Violeta? Joder, también era mi piso. Más mío que suyo. Y me gustaba. Yo lo quería. Lo necesitaba, me lo merecía.

Abrí la mano derecha y vi mi tarjeta del banco comprimida, estrujada, sobre las líneas sudorosas de mi palma. Las líneas de mi destino arrugado. Me sudaba la mano como a don Tomás. Quizás fuésemos primos.

—Salgo un segundo —dijo Fede, trasponiendo ya por la puerta que daba a la Maestranza. Me sobresaltó oír su voz.

Iría a tomarse un café, o una caña. O a cepillarse a su querida. A una de ellas. Nunca estaba en la sucursal. Salía muchos segundos. Otra vez que me quedaba solo. La sucursal casi la llevaba yo en exclusiva. Yo hacía de director. Un abuso. Y en una semana, el millón de don Serafín se iría al limbo.

El banco vacío. Yo solo. Fede era un cantamañanas. Yo era muy bueno en mi trabajo. El banco vacío, las sillas de tapizado azul marino, vacías.

«No se puede, no se puede, no se puede, no se puede», me repetí muchas, muchas veces. «No se puede.» Terminé por apagar el ordenador.

Pero el destino no entiende de ordenadores. Ni respeta a los inseguros. Y, además, castiga a los adúlteros, eso lo sabían hasta los griegos.

Y ese día Fede tardó demasiado en su revolcón. Volvió casi a la hora de cerrar.

—¿Algún problema? —dijo, apretándose el nudo de la corbata que le habría arrancado a mordiscos su última amante.

—Todas las cuentas cuadradas —respondí, observándole muy, muy quieto desde detrás de mi ordenador—. Todo en orden.

Fede cogió el maletín de su despacho, sacó su colonia, y se la roció como un chaparrón de oro.

—Pues echa el cierre, que ya hemos trabajado suficiente por hoy. ¿Qué tal Violeta, por cierto, oye, habéis llegado por fin a un acuerdo?
«Por supuesto», pensé yo.

—Tú no tienes dinero —decía la bruja de Violeta esa misma tarde, un par de horas después de que yo activara la alarma y cerrase la puerta de la sucursal—. Deja de joder ya con lo del piso.

—El juez dijo que tenía derecho a comprar mi parte —dije yo—. No hay nada que negociar.

—¿Te ha tocado la bonoloto o es que no declaraste todo el dinero de la pareja?

—Vete a la mierda. La semana que viene te hago la transferencia. Ahueca de mi piso. —Y colgué el móvil.

Dije esto último dando una calada al Farias que me acababa de regalar el reventas. Eso me relajó por fin. El reventas me había dicho que nadie le había comprado nunca una contrabarrera sin regatear, que se veía que yo era un hombre con ángel y que me regalaba el puro.

Lo de las cuentas ficticias, en efecto, se podía hacer. Además, tuve la suerte de que a Fede lo echaron esa misma semana (absentismo reincidente) y el nuevo director no se molestó en investigar los posibles «fallillos» informáticos en el sistema. Huelga decir quién fue el nuevo director.

El destino. Qué jodido es el destino. Mi trabajo siempre me había parecido tan poco poético. En cambio, ese día... «El Banco de España y sus limbos del olvido, engranajes de Cosmos, recónditas alacenas de los dioses», me daba por pensar entre toro y toro, como ebrio de marea baja, mientras chupaba con fruición el Farias de mi destino. Aún no me lo acababa de creer. Y qué toros.

El Roteño no lo hizo nada mal. Le dieron dos orejas, una por bicho. Y yo, para mis adentros, se las dediqué a don Tomás y don Serafín.

Don serafín, que en Gloria esté, el buen hombre.

O en el Limbo.

 

© Manuel Dorao

 

Manuel Dorado (Puertollano, 1969) es ingeniero aeronáutico. En la actualidad vive en Madrid y dirige un departamento de ingeniería en el sector aeronáutico. Ha impartido clases en la Universidad Politécnica de Madrid y tiene numerosas publicaciones de divulgación científica y técnica a nivel nacional e internacional. En el ámbito literario, ha escrito poesía, relatos cortos y dos novelas. Ha publicado varios relatos en las recopilaciones Gotas de mercurio y Mentira cochina del Taller de Escritura de Madrid. Obtuvo el tercer premio de poesía SSCCNA-AENA en 2002, fue finalista en el Certamen García Lorca de relato de Parla en 2008.



© ilustración P.Díaz Del Castillo

 

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