PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS

PRESENTACION · CONTACTO · SEGUNDA EDICION



Sus manos en el volante
por Marta Pérez Dorao


Accésit
2ª Edición Premio Internacional de Relato Patricia Sánchez Cuevas

 

Sí, yo también creo que es un poco absurdo que, terminada hace tanto tiempo esa relación, lo que más eche de menos no sean nuestras conversaciones, ni su compañía los domingos, nuestras cenas románticas o ni siquiera el sexo. No, de lo que más me acuerdo, lo que hacía aquella relación única, especial, era el tiempo que pasábamos en el coche. Es tonto, lo sé, pero nunca he vuelto a experimentar tantas y tan variadas sensaciones por el simple hecho de ir sentada en un coche junto a un hombre… Me los ha estropeado para siempre, los coches, porque sé que volveré a enamorarme, volveré a pasarlo bien con un hombre, pero nunca volveré a percibir que un viaje en coche no es sólo una forma de desplazarse de un sitio a otro… Que siempre que me monte en un coche con cualquier otro hombre, la comparación será inevitable…

¿Qué es lo que no entiendes? Tú, mejor que nadie, sabes que el flechazo existe. Que de repente hay química, o no hay química. Si te puedes enamorar de un hombre por cualquier detalle tonto, por un “algo” que de repente te llega como un golpe en el plexo solar dejándote sin respiración, por una sonrisa, por como te mira, hasta por la forma de moverse… entonces ¿por qué te parece tan raro que me enamorara su forma de conducir? Mira, hay gente que hace bien muchas cosas, o algunas mal, o bien unas y regular otras, y hay gente que puede hacer una cosa, aunque sea una sola cosa, de forma extraordinaria. Y cuando encuentras que alguien hace algo de forma extraordinaria, pero magnífica de verdad, y que es capaz de proyectarlo hacia fuera, te impacta. Yo, al menos, me sentí impactada. Y este era el caso. Era la excelencia al volante. Y a mí, qué quieres, me enamoró verlo conducir.

Sí, claro, ya sé lo que vas a decir. Que además de conducir bien y tal y cual, es un tipo alto y atractivo. Y agradable, un poco callado, eso sí, pero agradable. Y buena gente. Que me vas a contar a mí, ¿no te digo que estuve enamorada de él? Pero oye, ahora que ha pasado tanto tiempo, la verdad es que de lo que más me acuerdo no es de sus ojos, ni de su físico, ni de su conversación… de lo que más me acuerdo es de sus manos. Lo más sexy que tenía eran sus manos. Sus manos en el volante.

¿Qué dices? Que no me enamoré de un hombre, sino de un chófer… Pues chica, es posible. Cosas más raras me han pasado, tú lo sabes. A lo mejor no estaba tan enamorada, ya ves, porque puedo hablar de ello así, analizarlo con tanta frialdad… Pero lo cierto es que siempre que me acuerdo de él, es así, conduciendo. Quizás luego he tenido otros novios con los que he podido vivir lo que vivía con él, a veces mejor. De los que he estado más enamorada. Que eran mejores conversadores, o que besaban con más pasión… y esas vivencias han borrado las otras, las anteriores. Esto, no. En ésto no ha habido nadie que lo supere.

De hecho, todo empezó con un paseo en coche… Me recogió debajo de casa, como habíamos quedado, y recuerdo que lo primero que pensé, así, de sopetón, fue: “le pega su coche”. No, no me preguntes, ni idea de qué marca era, ni qué modelo. Solo sé que daba impresión de ser sólido, fiable, como él. Yo no le conocía mucho entonces, sabes, bueno, en realidad, no le conocía casi nada. Era un amigo de Ana, coincidimos en una cena, hubo cruce de miradas y nada más. Al día siguiente me llamó. Yo al principio no sabía ni quien era, luego sí, luego me acordé de varios detalles que el día anterior, como estaba a otras cosas, había registrado pero no procesado. No habló mucho en aquella cena, pero yo pensé, no entonces, cuando ni siquiera me fijé en él, sino luego, cuando me llamó, que aquel silencio podría ser el reflejo de una personalidad interesante, alguien con una rica vida interior, como dicen en las novelas. Sí, ya sé que parece un topicazo, pero qué quieres, eso pensé entonces. Así que acepté quedar con él, y me recogió a las ocho.

Cuando el coche empezó a andar, no sé por qué me sentí muy a gusto allí dentro. En ese momento, parecía el sito adecuado para estar, cálido, lujoso, suave. Lo miré de reojo, apreciando su perfil anguloso y la profunda concentración que ponía en lo que estaba haciendo. Parecía que se había olvidado de mí. Pero no era un olvido despreciativo, sino más bien cómplice, cómodo. Me arrellané en aquel butacón, muy a gusto, y entonces me fijé en sus manos. Eran, con mucho, lo mejor de su físico. Y el volante parecía un sitio absolutamente apropiado para ellas. Desde aquel día, y hubo otros muchos, citas, cenas, paseos, el tiempo dentro del coche no fue para mi el tiempo del mero desplazamiento, sino algo más. Era el lugar en que ambos estábamos acompasados, solos pero juntos, era un refugio.

Desde aquel primer día, me encantaba mirar sus manos en el volante. Eran grandes, flacas, nervudas, con las uñas también grandes, pero no largas, y perfectamente cuidadas. Dedos largos y delgados. Cuando agarraba el volante con más firmeza para trazar una curva se le marcaban los tendones, las venas que azuleaban sobre el tostado de la piel, y entonces percibía, y disfrutaba, la sensación de poder que emanaba de ellas.

El coche era su hábitat natural. En ningún otro sitio le había visto yo tan seguro, tan relajado, tan en su elemento. En el coche casi siempre iba callado, concentrado. Conducía muy deprisa, pero con mucha seguridad. Como si siempre estuviera obligado a perder a un potencial perseguidor. Daba la impresión de que todo estaba siempre bajo su control: el coche, la carretera, los otros automovilistas, yo. Su forma de conducir me trasladaba a otras historias que no eran la nuestra: un espía que, por principio, debe impedir que ningún otro coche mantenga su ritmo, un portador de importantes secretos que debe despistar a sus perseguidores. Zigzagueaba entre el tráfico cambiando de carril continuamente, y sin embargo no hacía ningún movimiento brusco, no daba volantazos, frenazos, por el contrario todo transcurría con una gran fluidez, como si se filtrara entre la circulación y lo que hubieran sido obstáculos para otros no fueran sino meras indicaciones para él.

Es verdad que a las mujeres nos gusta que nos protejan, o por lo menos que lo parezca, como leí no sé donde el otro día. Y con él, nunca me sentí más protegida que dentro de su coche acelerando de noche por una Castellana desierta. Allí dentro éramos un objetivo inalcanzable, podíamos escapar de todo lo que se nos viniera encima. No existían los problemas de la oficina, ni los líos domésticos, ni en definitiva ninguno de los trastornos cotidianos. Mirando sus manos que manejaban diestramente la máquina, oyendo el poderoso ronroneo de los ocho cilindros en uve -ya ves, esto sí me lo aprendí-, yo me sentía completamente a salvo. Aislada del mundo exterior.

¿Imaginación, dices? Pues seguro que sí. ¿Pero a que tiene mérito, el solo hecho de ser capaz de provocar en otra persona todas estas fantasías? No, no pongas esa cara: yo te cuento lo que sentía entonces, y lo debía sentir con mucha fuerza, porque, ya ves, todavía me acuerdo. Me acuerdo perfectamente. Si cierro los ojos, aún puedo sentirlo: era como deslizarse, como una montaña rusa, algo prudentemente peligroso…

También es verdad que me parecían de lo más sexy, sus manos morenas sobre el cuero negro del volante. Tenía algo de sensual la forma en que se desplazaban arriba y abajo sobre el mismo, sin crispación ni fuerza, sólo con una firmeza que implicaba la absoluta seguridad de que aquella máquina iba a responder, sin dudar, a la voluntad del hombre, a cualquier indicación que aquellas manos le hicieran. Mirarlas me hacía moverme en una contradicción total, por un lado deseaba que llegáramos a nuestro destino cuanto antes, para que las pulsiones de sus manos se desviaran, por fin, de la rueda forrada de cuero y se desplazaran hasta mí, que aguardaba, dócil, sentada en el asiento del copiloto, trasladando toda esa magia a mi propio cuerpo. Por otro lado, me gustaba pensar que seguiríamos así siempre, Castellana adelante, hasta Burgos, o hasta Bilbao, sin parar, sin hablar, en un silencio cómplice que en mi caso era además el preludio de un deseo feroz cuya insatisfacción era capaz de sufrir y de disfrutar a la vez mientras percibía la sensación de libertad que me iban transmitiendo la velocidad, el roce suave de la alcántara del asiento, el brillo de la madera pulida del salpicadero, sus manos.

Quizás el final de aquella relación se debió a que él nunca pudo estar a su propia altura… alcanzar, en otros órdenes de la vida, aquellas expectativas que había sabido crear en mí cuando conducía.

¿Él? Qué va. No creo que jamás fuera consciente del estado en que, algunas veces, llegados a nuestro destino, bajaba yo de aquel coche. Ni tampoco de la intensidad de mi decepción, que yo comprendía completamente irracional, cuando, rota la magia, y mientras cerraba la portezuela, comenzaba cualquier charla intranscendente que a mí, en esos momentos, siempre se me antojaba vana, superficial. Y yo fui siempre incapaz de transmitirle –¿por dónde empezar?- el cúmulo de sensaciones que aquéllas locas cabalgadas me producían, el desfallecimiento que me sobrevenía a veces al bajar del coche, el deseo feroz que me ocasionaban sus manos sobre el volante.

Así que, ¿qué más te puedo decir? Esta noche, cuando te recoja, fíjate en sus manos.

©  Marta Pérez Dorao

 

 

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