PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS

PRESENTACION · CONTACTO · SEGUNDA EDICION



Flash de una vida
por Jesús Alejo Guarde


Tercer Premio  (ex-aequo)
2ª Edición Premio Internacional de Relato Patricia Sánchez Cuevas

 

El Sr. Bernardo era un agricultor sencillo, pero el más erudito de hogaño, por aquella comarca. Tenía un mulo de elegante presencia que medía algo más de dos metros de altura; era de constitución fuerte y tenía el pelo blanco como el manto de nieve que cubre las prominencias en la estepa, durante los meses de invierno; todo ello, acompañado de su axiomática fortaleza, le confería una silueta de firme personalidad. Era tal su majestuosidad que, cuando estaba pastando en el prado, parecía como si de la misma tierra emergiese el gran David de Miguel Ángel convertido en un hermoso caballo de raza, esculpido en una roca de mármol blanco, rodeada de verde césped y remarcando todos sus movimientos.

Así como es habitual que todas las mascotas estén identificadas con su correspondiente apelativo, en el caso de los mulos, lo normal es que carezca del mismo; pero el Sr. Bernardo, que tenía tanta admiración por su macho, lo bautizó, desde muy joven, con el nombre de Federico.

El mulo era un inefable recurso familiar que dedicaban a las tareas agrícolas; lo utilizaban para trabajar con el arado y el carro; para trasladar los productos desde el campo hasta la nave-almacén, que estaba situada enfrente de la casa familiar y adyacente a lo que utilizaba como vivienda el tío “Liendres”; los productos de las cosechas, ya fueran de regadío o de secano, como patatas, lechugas, pepinos, pimientos, tomates, calabacines; o el trigo, la cebada, el centeno, la avena, los chochos, los garbanzos o las alubias se recolectaban, en su correspondiente época del año, y los transportaba Federico en sus lomos; en la huerta, hacía girar la noria para sacar agua del pozo que servía como refresco y alimento a las hortalizas. Con el carro acarreaban la leña, las gavillas de vides o de cereales, los costales y sacos de simiente y todos los aperos necesarios para la labranza; cuando tenían que transitar por caminos o senderos poco accesibles para realizar los acarreos, usaban unos aparejos llamados ganchos. Los apoyaban sobre la albarda y los sujetaban ceñidos al cuerpo de Federico mediante cinchas de cuero o cuerdas de cáñamo.

Federico era dócil y obediente. Se dejaba querer y, aunque le hiciesen perrerías, no se molestaba. Podía acercársele cualquier niño y meterse entre sus patas porque él, se retiraba cuidadosamente sin tocar ni lastimar a la criatura.

El Sr. Bernardo tenía también un perro al que llamaban “Pelanas”; era viejo y un tanto gandul, pero le hacía compañía cuando se encontraba solo en el campo. Los días de mucho calor, acostumbraba a situarse debajo de Federico; y caminaba metido entre las patas, aprovechándose de la formidable sombra que generaba el cuerpo del esbelto animal. Cuando detenían la marcha, se tumbaba y se quedaba dormido en el suelo impidiendo a Federico moverse libremente; pero éste no se molestaba y, cuando encentaban el camino nuevamente, bajaba la cabeza con delicadeza y, con el hocico, primero, le soplaba avisándole y luego lo apartaba para no lastimarlo. Permitía que cualquier persona, incluso desconocida, le pusiese los arneses o lo montase; y, cuando lo invitaban a correr, era expeditivo.

El Sr. Bernardo lo trataba con mimo y nunca lo obligaba a correr para no fatigarlo;pero, a sus hijos varones, Pedro, el mayor, Santiago, el mediano y Jacinto, el pequeño, les encantaba cabalgar veloces sobre él. Cuando lo montaban “a pelo” para llevarlo al prado y dejarlo pastando durante la noche, le canturreaban con cariño, casi susurrando.

—Andando, andando. Al trote, al trote. Al galope, al galope. ¡Venga! ¡“A cuatro pies”!

Entonces, el apreciado animal, como si se tratase de un elegante y avispado corcel, acompasaba su refinado caminar a cada una de las órdenes recibidas; y, a la voz de ¡“A cuato pies”! como si de un reactor se tratase, daba una gran zancada, larga y veloz, impulsada por sus patas traseras; y, a esta primera, le seguía otra igual, ayudándose de sus patas delanteras, consiguiendo una marcha armonizada y proporcionada que permitía a los jinetes cabalgar erguidos, seguros y sin despegarse de su montura. Parecía como si formasen un único cuerpo. Suave su carrera y cadencioso en sus movimientos, cortaba el viento rectilíneo evitando brusquedades, como si estuviese entrenado para las carreras; Cualquiera que vislumbrase su estela, creería que se trataba de un caballo de competición y no de un animal de tiro.

Todos los veranos, a primeros del mes de julio, el primo Santi junto con su familia regresaban al pueblo y pasaban el periodo estival en casa del abuelo Pedro. Vivían en Bilbao, concretamente en Baracaldo. Su padre, el tío Félix, había comen­zado a trabajar en una empresa de montajes industriales, que fue contratada por Iberduero, en el año 1959, para ensamblar las turbinas que iban ubicadas en la central de la presa hidráulica de Aldeadávila de la Ribera. El tío Félix causó muy buena impresión a sus jefes, desde el principio, por su manera de acometer los trabajos, por su compañerismo, por su compromiso con la empresa y, especialmente, porque era muy trabajador; por eso, cuando terminarosn los trabajos en la presa le propusieron, de manera convincente, continuar con ellos en Baracaldo. La compañía tenía su sede central y los talleres en esa localidad, pero el tío Félix tenía que hacer montajes en cualquier lugar de España donde tuvieran alguna obra contratada; por este motivo, tenía que viajar continuamente. El tío Félix tuvo que vender la casa y las pocas propiedades que tenía en Aldeadávila, para poder dar la entrada de un piso en Baracaldo; y, cuando venían al pueblo, tenían que hospedarse en casa de los abuelos.

Casi todos los días, a no ser que estuviese castigado, Santi se acercaba a casa de su tío Bernardo para pasar el día con sus primos. Jugaban o realizaban las tareas típicas de una casa de agricultores; y Santi, que era un muchacho muy sociable y extrovertido, les contaba muchas cosas acerca del lugar donde vivía y de los sitios que visitaba con su padre; les hablaba del mar, de la Ría, de los enormes barcos que parecían monumentales edificios flotantes, del gran número de coches y camiones que circulaban por las calles; de los Altos Hornos donde fabricaban el acero, de los pesqueros de bajura, de los pescadores y, especialmente les detallaba el excesivo cuidado que debía tener para transitar por las calles.

—No se puede caminar distraído por las calles. —Decía, solemnemente.— Para atravesarlas, debes estar pendiente de los semáforos.

Jacinto, que atendía con admiración las explicaciones de su primo, preguntó excitado y con precipitación —¿Qué es un semáforo?

—Sólo se pueden cruzar las calles cuando están en verde para los peatones. —Siguió contando sin contestar la pregunta de Jacinto.— No es como aquí, que no hay semáforos y se puede jugar al balón en cualquier plazuela o, incluso, en la misma carretera.

Dio por supuesto que los dos mayores sabían como funcionaban; pero, ciertamente, nunca habían visto un semáforo y escuchaban con atención las cosas que les contaba su primo porque ellos nunca habían viajado fuera del pueblo.

Santi podía quedarse descansando en la cama por las mañanas, pero prefería madrugar para ir con sus primos al campo y ayudarles en los trabajos de recolección. Solían ir solos a regar la huerta y recogían todas aquellas hortalizas que estuviesen maduras; y, también, acopiaban las mejores y más tiernas hierbas para los conejos. Cuando tenían ratos libres, se alejaban hacia los árboles que brotan en los aledaños a la ribera y escudriñaban entre las retamas y matorrales en busca de nidos de pájaros u otros animales, como lagartos y lagartijas.

—¡Daría cualquier cosa por vivir en Aldeadávila! —Exclamaba Santi maravillado, cuando hallaban algún nido con huevos policromados.

Sus primos le aseguraban que esa emoción era debida a que, al estar de vacaciones, todas aquellas vivencias se las estaba tomando como una diversión y no como un trabajo que estuviera obligado a realizar, todos los días, de manera constante y por necesidad.

—Nosotros envidiamos a los que vivís en la ciudad. —Comentó Santiago, haciendo suyo el sentimiento colectivo de los pueblerinos. —Los que viven en la ciudad pasan todo el día sin trabajar; sólo van al colegio y, al llegar a casa, se ponen a jugar. Sin embargo en el pueblo, cuando nos levantamos ya tenemos asignada alguna tarea porque, antes de ir a la escuela, tenemos que dejar el ganado atendido; y cuando regresamos a casa, siempre hay algo que hacer. Nos toca dar de comer a los animales o hacer algunas compras que se le hayan olvidado a nuestra madre; y tenemos que hacer todo sin rechistar, porque, de lo contrario, nos sacuden sin pedirnos explicaciones. —Concluyó reafirmándose.
—Cuando tenemos algún día libre en el colegio nos asignan tareas en el campo: recoger sarmientos en las viñas; o caavr la hierba que brota alrededor de las cepas; o sacar el estiércol de las cuadras de los cerdos y de los conejos; o barrer el corral dejándolo bien ordenado. —Apuntó Pedro, enumerando otras razones por las que aseveraban que la vida en la ciudad era más agradable y liviana, que la que les tocaba vivir a ellos en el pueblo.
—¡Y siempre hay algo que hacer! —Exclamó Jacinto, el pequeño, que también quería aportar su opinión en la conversación.

Pero Santi no estaba de acuerdo y mantenía discrepancias con sus primos. A él se le antojaban hermosas y fascinantes aquellas vivencias en la campiña.

—El abuelo Pedro me ha contado que durante el invierno, al anochecer, aprovechando las largas noches, os reunís toda la familia en su cocina, con una buena lumbre en el hogar y escacháis almendras y asáis castañas en el fuego; y el abuelo os cuenta historias sobre sus andanzas por Cuba y sus peripecias en la guerra para escapar con vida de algunas emboscadas. —Comentó Santi. —¡No me iréis a decir que eso no es divertido! —Exclamó.
—No creas que es entretenido. —Le rectificó, crítico, Santiago. —Todos los años cuenta las mismas historias; y escachar almendras es un trabajo, no un juego divertido; además el abuelo te cuenta los hechos de manera tergiversada; la verdad es que esas noches suelen ser bastante aburridas. Si no fuese por el tío “Liendres”, que nos cuenta algún chiste verde de vez en cuando, estaríamos todas las noches con cara de perro.
—Extraer las almendras rompiendo sus cáscaras es un trabajo monótono, aburrido y peligroso. Se realiza sobre unas pidras que se sitúan en la mesa camilla y, para golpearlas, se emplea un trozo de hierro o un martillo; estas herramientas son delicadas, porque, si fallas al dar el golpe, te machacas los dedos y las pasas canutas durant un buen rato. !Esto es sólo para que te enteres! —Concluyó Pedro, explicativo y categórico.
—El abuelo es un avariento. Siempre está vigilante para que no nos comamos ninguna; cuando se rompe alguna en pedacitos, los puedes comer porque existe este acuerdo táctico; pero el abuelo, permanentemente nos está riñendo porque dice que las rompemos a propósito; y cuando nos echa la bulla, zahiriéndonos, se encara con nuestros padres, como si la culpa del perjuicio que se le ocasiona al romperse las almendras fuera de ellos; y, de esta forma, la reprimenda es doble. —Contó Santiago.
—“Con este sistema es imposible rellenar un celemín y, con lo caras que están, las pocas ganancias que podíamos obtener, se las comen estos granujas”. “Si comieran más patatas no tendrían tantas ganas ¡de almendras”. —Imitaba Jacinto al abuelo con guasa y voz de falsete.
—Siempre que se queja, aterriza un manotazo en nuestra cara, o un coscorrón en la cabeza, o una guantá donde menos te lo esperas. Y lo más indignante es que te la propina cualquiera de los mayores. —Dijo Santiago. —Tiene tantoa malicia que, cuando se fija en alguno de nosostros, nos toca llorar.
—Pedro es muy ladino. —Dijo Jacinto. —Cuando se aburre urde tácticas para desertar. Al sacar los cestos de las cáscaras al corral, procura dejar algunas almendras camufladas; luego, cuando estamos desprevenidos, simula que se da un golpe en los dedos con el martillo y sale corriendo desde la cocina al patio, dando gritos y fingiendo un ingente machotazo. Se sacude los dedos, soplándolos, y se mete las manos en los sobacos apretando los brazos; y, mientras tanto, vocifera. —¡Qué golpe me he dado! ¡Qué golpazo! ¡No trabajo más! —Dice amenazando. —¡Este rapaz no aprende nunca! Comentan los de la cocina. —Sigue contando Jacinto, y riéndose, como si se tratase de un chiste gracioso. —Mi madre, que confía en que no sea nada importante, lo mima diciéndole: ¡Mételo en agua fría, mi cielo, que se te pasará antes el dolor! —Esto lo dice para dar más credibilidad al asunto porque a ella no le gusta que el abuelo nos trate con desprecio y siempre guarda nuestros secretos. —Terminó explicando Jacinto.
—El abuelo, desconfiante y en voz alta, afirma: “¡Lo hace adrede para dejar de trabajar!”. —Comenta Santiago, riéndose del abuelo.
Santi, aunque no le gustaba que sus primos calificaran al abuelo de esa manera, comenzó a reirse también.
—Cuando salgo al patio, rebusco entre las cáscaras y me beneficio las que había ocultado y, alguna más, que encuentro en el montón. Luego me entretengo con el agua y el carámbano. —Explica Pedro.
—Si tarda en regresar más de cinco minutos, el viejo comienza a refunfuñar. —Comenta Jacinto y vuelve a reproducir sus palabras —¡Entra dentro y deja de enredar! ¡Y apaga la luz, que no ganamos para pagar el recibo! ¡Lo único que hace ese gurrumino es perder tiempo y gastar luz!
—Otras veces dice que se está meando y se va a la cuadra del mulo; allí se distrae jugando o dándole de comer puñados de heno y paja. —Cuenta Santiago. —Y cuando regresa dice: —El mulo no tiene paja en el pesebre.
—Entonces el abuelo lo atraviesa con la mirada y le espeta con sarcasmo: —¿Qué habrás estado haciendo tanto tiempo en la cuadra? —Dice Jacinto imitándole.
—¡Nada de nada abuelo! No estaba haciendo nada. —Le contesta Pedro, dándole su palabra y cuidándose de no recibir un guantazo. —Cuenta Santiago.
—Como ves, no son tan divertidas esas noches. El abuelo es un mandón y está pendiente de todo lo que hacemos; y pocas son las veces que está con ánimo de contar historias. —Concliuye Jacinto.
—Pues... si el tío “Liendres” os cuenta chistes, algo os distreréis. —Dijo Santi, que se resistía a reconocer la evidencia e intentaba desviar la conversación hacia otros derroteros.
—El tío “Liendres” me cae bien pero es un poco zorrocloco. —Comenta Pedro. —Va a casa del abuelo al oscurecer para conversar y se hace el entretenido hasta que le proponen quedarse a cenar; y, en compensación, nos ayuda con las almendras. —No he visto a nadie que aguante tanto el calor al comer como él. Cuando la abuela hace patatas pobres o meneás para cenar, que son casi todas las noches, se las come humeantes, recién vaciadas del pote, y los demás tenemos que ir soplando de una en una para enfriarlas. Como todos comemos de la misma fuente, cuando empiezan a estar aptas para meterlas en la boca sin soplar, ya no queda nada en la cazuela. Así que nos quedamos todos con hambre.
—A mí me da un poco de lástima porque no tiene familia. —Dijo Santiago. —Por este motivo, procuro hablar mucho con él y siempre me alecciona.

El tío “Liendres” anda cercano a los 70 años, mide 1,80 metros a pesar de estar algo encorvado y, aunque se cena la mayor parte de las patatas, parece que tiene la soliaria porque no engorda. Su tez está curtida por la intemperie y su barba es tan recia que no hay navaja capaz de rasurarla. Viste ropas, generalmente, de pana con remiendos y algunos rotos. Es soltero y la casa donde vive parece más una cuadra que un casillo de guardar aperos. La tiene llena de zarrias totalmente desordenadas. No tiene pozo ni pila para lavar; eso explica, en parte, la dejadez higiénica que adolece; pero, por otra parte, es un sabio de la vida y, al vivirla con su docta filosofía, le confiere un carácter positivo y equilibrado.

Los días de verano transcurrieron muy animados para la pandilla de primos. Entre tareas, juegos y otros momentos ociosos en los que se contaban las más divertidas e increíbles historias se fueron agotando las vacaciones.

—¡Santi! ¡Tienes que hacer tu maleta! —Le ordenó su madre, al observar que estaba preparándose para salir de casa, la mañana de la víspera del regreso a Baracaldo.
—¡Vale! Esta tarde la haré. —Contestó casi gritando, mientras cruzaba el umbral de la puerta y encaraba la calle que le llavaba a casa de sus primos.

Siempre había dirigido a Federico acompañado de Pedro o Santiago. —Les diré a mis primos que esta tarde llevaré a Federico a pastar y, así, lo montaré a plena delectación. —Iba pensando cuando subía la empinada cuesta que había justo antes de llegar a casa de su tía. Estaba ilusionado por ver que se sentía, y le estremecía el simple hecho de imaginárselo.

Tuvo que darse la vuelta porque su tío y sus primos habían madrugado mucho, aquella mañana, para ir a las arribes a talar unos viejos castaños y utilizar su leña para calentar la vivienda durante el invierno. Bajó la pendiente deslizando sus zapatillas sobre la arenilla suelta del camino; y, con los brazos extendidos en cruz, procuraba mantener el equilibrio. Luego caminó un rato cabizbajo por el contratiempo, pero no se desanimó porque pensó que, de esta forma, aprovecharía para preparar la maleta y así tendría toda la tarde libre.

Pasado el mediodía, llegaron con el carro colmado de troncos y los colocaron en la tena; y Bernardo, como viera que aquel día sus hijos se habían empleado con verdadera dedicación, les dio permiso para que fuesen a jugar con su primo. Le satisfacía verlos pasar juntos el último día antes de su partida.

—No os preocupéis por Federico. Ya lo llevo yo al prado; iré tranquilo, paseándolo, que menudo reventón le hemos metido hoy. —Les dijo Bernardo, que sabía que, al eximirles de esa ocupación, les daría alegria, porque, como estaban tan encariñados con su primo, de esta manera, jugarían despreocupados.

Pasaron la tarde entretenidos en el bosque usando sus tirachinas e intentando cazar pájaros; pero a Santi no le agradó saber que Federico ya estuviera en el prado. Al llegar la noche se despidieron y Santi fue tramando una estrategia para no irse del pueblo sin cabalgar veloz con Federico; pensó que lo mejor sería levantarse antes del amanaecer, ir al prado, montar un rato a Federico y, a la hora que salía el coche de línea, estar de vuelta y preparado para viajar.

Santi madrugó e hizo lo planeado y, una vez allí, arrimó a Federico a la pared para salvar su altura, montó sobre él y lo acarició. Lo abrazó por el cuello, peinó las crines colocando sus dedos a modo de las púas de un peine y le invitó a caminar lentamente por el prado. Estaba radiante de felicidad por la experiencia sublime. Sus piernas coritas fijadas al cuerpo de Federico percibían un confortable calor, pero se le erizaba la piel como la de una gallina, por el estremecimiento que le provocaba la excelsa satisfacción del momento. Después de un buen rato paseando por la pradera, abrio el portillo y salió fuera para hacer unas carreras por el camino. “Pelanas”, que estaba tumbado en el heno, se levanto para acompañarlos pensando que regresaban al pueblo y comenzó a caminar despacio por el sendero. Santi invitó a Federico a correr por el camino y, éste, emprendió la marcha, tendiéndose en cada curva a izquierda o derecha, según fuese el giro de la misma. Cuando le pareció que habían recorrido un buen trecho, lo frenó tirándole de la rienda para que girase y regresar, de nuevo, al prado. Ya estaba satisfecho. Había logrado su propósito. Estaba loco de contento y se sentía como en una nube. En la carrera parecía que volaba y percibía el aire en su cara como si estuviese montado en una feria. No acababa de creérselo. Volvió a ordenar a Federico que corriese al “cuatro pies” y, cuando había alcanzado la velocidad de crucero, al llegar al primer recodo del camino, se encontró de frente con “Pelanas que, al verlos regresar, se había tumbado en medio del camino. Federico, al no poder esquivarlo con un simple giro, intentó hacer un desplazamiento lateral, in extremis, con un salto; pero al apoyar sus patas delanteras, tropezó con el perro dándole un demoledor pisotón; el golpe lo desequilibró y se desplomó por el barranco que había al borde de la carretera. Santi, que iba sujeto a Federico como si fuesen un solo cuerpo, cayó amarrado a las crines y sin separarse de él.

Desgraciadamente, ni Santi ni Federico pudieron superar las lesiones producidas en el accidente.

Fue el tío “Liendres”, que estaba poniendo cepos para atrapar conejos y liebres, quien descubrió los cuerpos sin vida de Santi, Federico y “Pelanas”. Cuando se lo comunicó a su vecino Bernardo, apostilló: —Sus esencias han alcanzado la gloria.

 

©  Jesús Alejo Guarde

 

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