PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS

PRESENTACION · CONTACTO · SEGUNDA EDICION



La vida en las manos
por Juan de Dios Martín Aparicio


Primer Premio
2ª Edición Premio Internacional de Relato Patricia Sánchez Cuevas

 

© Ilustración P.Díaz Del Castillo

 

Amanece en grises. Las nubes permanecen todavía adormiladas por los rincones del cielo. La incipiente salida del sol empieza a echarlas poco a poco, quieran que no, más allá del horizonte.

Ella se levanta cuando el sol anda en ése su empeño de anunciar un nuevo día y de despejar un cielo nuevo. Enciende una vela ya experta por gastada en alumbrar oscuridades. Se mira en un desconchado espejo. Enciende el hornillo, calienta el agua en la tetera y mete unas hojas de hierbabuena fresca en el vaso. Añade bastante azúcar quién sabe si para vacunarse de alguna amargura que pueda deparar el día. Una palangana de agua fría yace en una esquina de su estrecho cuarto. Se lava, se lava con esas manos marcadas a fuego por el trabajo, los rincones de su cuerpo y quisiera ella también que al tiempo algún otro del alma. Una camiseta interior y un pantalón bajo la larga y áspera jellaba granate a rayas. Un sólo adorno, un detalle, el pañuelo estratégicamente colocado; un pañuelo.

Antes de que la luz del día nazca ya ha recogido y ordenado las cuatro cosas del pequeño cuarto, estirado las mantas, apagado el hornillo y lavado el vaso, en el único cubo de agua lleno de lluvia. Sube a la azotea para cerciorarse de que la ropa que ayer tendió pueda ya estar seca; y más todavía por sentir la mañana, esa mañana que todavía se muestra amable y fresca, en la cara. Antes de abandonarla, se detiene un momento mirando el horizonte por encima de la amalgama de tejados y azoteas, de humos y olores nacientes, de lucecillas temblequeantes y mortecinas en cada cuadro de ventana. Es uno de los momentos del día que prefiere.

En la azotea cuando sube, casi siempre está Hayet, que se suele quedar después del obligado y cotidiano rezo mirando como ella los tejados. Todas las mañanas el mismo ritual. Todas las mañanas las dos mujeres se miran y se detienen y se saludan, se encuentran, se unen y se comparten, deseándose mutuamente lo mejor para el día. Una leve inclinación de cabeza, los ojos que se buscan y puede que la mano pegada al corazón en ademán para sujetar, o acompañar, quién sabe, las ganas; son los signos breves, inefables, acostumbrados.

Algunas mañanas la diligente Fátima recoge sin entretenerse la ropa tendida para que el rocío que está cayendo no acabe mojándosela otra vez. La dobla cuidadosamente y la va amontonando en el primer peldaño de las escaleras. Otras, la relajada Fátima se va con el pensamiento tan lejos de la cercana ropa tendida, que no se pone en movimiento y regresa hasta que alguna de las mujeres con las que comparte residencia asoma por la azotea y la sacude de su ensimismamiento. Hoy ha sido uno de esos días. La ropa aún sigue agitándose en las cuerdas que se entrecruzan y enmarañan por el aire el cuadro de suelo revestido de losetas pardas. Aire y suelo, marañas y cruces, cuerdas de dos extremos, que unen, que separan, que limitan, que ayudan, que sujetan…, semejando la vida misma.

Baja la penumbra de las escaleras tanteando cuidadosamente los peldaños con la punta de los pies para no caerse. Coloca la colada encima de la colchoneta en el suelo. Doblada y con cuidado. Apaga la vela. Pasea sus ojos durante unos instantes por los rincones olorosos de menta hirviente y cera apagada; y trapos limpios e inciensos devotos; y mezclas indefinibles de los pocos cachivaches, pucheros y enseres, y finalmente cierra la puerta tras de ella.

El pasillo aparece concurrido y ajetreado a esas horas; otras mujeres que como ella corren a sus faenas, niños que lloran solos detrás de las puertas y también otros más afortunados que van restallando sus risas del brazo de sus madres. Mujeres que como ella salen en busca de la vida. Unos niños que lloran y otros que ríen, que corren por todas partes; el edificio entero lleno de niños, por los pasillos, en los cuartos y arriba en la azotea. Semejando a veces ésta una improvisada guardería y escuela donde permanecieran más seguros y sujetos mientras sus ocupadas madres permanecieran ausentes.

Niños que tienen en común un rasgo en la mirada que por encima de fronteras resulta universal. Mirada siempre brillante y atenta (y atónita) a todo lo que se mueva o pase. Una de las mujeres les enseña a leer y escribir dos veces por semana en la improvisada guardería y aula a cielo abierto, a falta del colegio del aduar lo más cercano a nueve kilómetros largos. Ellos aprenden y se entretienen; alguno se evade detrás del vuelo de algún pájaro, otro más baja los ojos y se enfrasca siguiendo la sinuosa y esforzada carrera de una hormiga por entre las juntas y recovecos de las losetas…

Sale a la calle con ganas, a pesar de todo, o por todo. Comienza a clarear con fuerza el cielo. Levanta con gracejo su jellaba para que no se manche de barro; la lluvia de la noche dejó las calles del aduar con charcos diseminados por todas partes que hay que ir sorteando. Los escasos coches que circulan pasan salpicando el agua y pocos son los peatones que escapan de la pintura y la humedad ocres del agua embarrizada.

A Fátima sentir ese olor naciente y fresco de la mañanita mojada le hace sentir bien, como si esa lluvia que renovase el aire también fuera a purificarla a ella. Todas las mañanas el mismo recorrido: una hora caminando hasta llegar a su lugar de trabajo.

Nador acostumbra despertarse siempre con los mismos y abigarrados ruidos: el chirriar y los traqueteos de viejos carrillos tirados por algún asno, cargados hasta los topes de las más variopintas mercancías; la música y el bullicio que sale de los cafetuchos; el estrépito de algún coche que otro que pasa raudo; el zoco repleto ya de vendedores que con tenaz y estrepitoso trasiego no paran de mover y remover cajas y bultos de un lado a otro; mujeres increpando a gritos a sus niños por esto o por lo de más allá; pedigüeños que en cada esquina reclaman con la mano extendida y persistente letanía unos dirhams a cuanto transeúnte acierta a pasar cerca… Por si no fuera ya bastante rumor, a sumar el de fondo sempiterno y animado de los debates de los hombres que permanecen sentados en las terrazas de los cafés reservados para hombres. Cafés sólo para hombres, y sus debates, y sus cosas y sus reales, aunque sin carteles visibles de prohibición para las mujeres. Al pasar al lado del zoco, Fátima aminora algo su paso cuando pasa por delante del tenderete del anciano de hábitos negros y cabeza semioculta bajo el amplio capuchón, lo justo para dirigirle una fugaz mirada directa a los ojos al tiempo de saludarle. El anciano que indefectiblemente permanece de pie junto a la entrada de su comercio, quieto con los brazos cruzados y mirando cómo los otros comerciantes del zoco se ajetrean. El olor a especias se hace particularmente intenso al bordear la esquina. Dos calles más allá, es el penetrante olor a pescado fresco el que la despierta.

Un suspiro que se escapa lastimero, labios esbozando para sí la leve sonrisa del buen conformar. No ha sido fácil, no es fácil estar donde está. El día que murió su padre, la vida la forzó al trabajo intenso del campo. Siete años tenía Fátima cuando empezó a resquebrajar sus manos con las asperezas de la tierra. Su madre enferma se encargaba de las tareas de la casa y de cuidar a sus tres hermanos pequeños. El hermano mayor trabajaba en una curtiduría cerca de Fez y mandaba algo de dinero, que apenas alcanzaba para nada. En invierno, Fátima se pasaba las mañanas en el bosque rebuscando palitroques que vender y con que calentar las cuatro paredes de su casa. Y tanto trabajo desabrido dejó huellas, en su rostro, en sus ojos, en sus manos y hasta en su alma.

Fátima escapó del matrimonio. Tampoco tiene hijos. A costa de soportar las críticas de sus vecinas y las miradas interrogadoras que laceraban de otros muchos, Fátima creyó más en otras cosas, y a ellas se puso, y en ellas puso todas sus fuerzas y confianza juntas cuando decidió irse a trabajar a Nador.

Comienzos… poner un pie detrás de otro en lugares que desconoce. Ensimismada va cuando el escuchar de pronto su nombre le hace buscar con la mirada la voz que lo pronuncia y la llama; al otro lado de la calle una mujer que no le es desconocida la saluda con alegría en medio de saltitos y agitar de brazos y manos. Luisa. La mujer se interesa por sus días y Fátima le cuenta cómo transcurren; escuchando su propio relato, de forma súbita y nítida toma conciencia de todos los esfuerzos y renuncias y lo mucho que ha tenido que andar y trajinar para llegar hasta donde ahora está.

Luisa, que es unos pocos años mayor que ella, después de escucharla con atención, mirada dulce y gesto cómplice, sin más y poniendo a Alá por testigo, se despide ofreciéndole sus mejores deseos para lo que haya de venir. Una despedida entre quienes no saben cuando la vida volverá a juntarles.

Apresura sus pasos, ya que el encuentro la ha retrasado quedándole el tiempo justo para llegar al trabajo. Llega a la farmacia, coge los paños de la estantería y comienza a limpiar. Está sola junto con una sutil sensación de bienestar. No importa que hoy, después de la farmacia, le toque limpiar también la casa de la familia italiana. Ya está acostumbrada y eso es lo de menos; al fin y al cabo, sus días pasan entre estropajos y rodilleras, detergentes y baldes de agua, entre montones de ropa que lavar y suelos que fregar. Claudia, la señora italiana de la casa, le proporcionó una moderna fregona, pero Fati, que es como le llaman en esa casa, prefiere, no se acostumbra, sentir con sus manos el agua y el jabón y cómo de esta forma con su tacto controla que la labor queda bien acabada. Cuando limpia, Fátima no puede evitar permanecer con una cierta sonrisa y hasta de vez en cuando con el tarareo de alguna cancioncilla entre los labios. El trabajo es cansado, pero al menos nadie le impone el ritmo ni le exige lo que no corresponde. Tiene treinta y cinco años; con su edad y sus conocimientos, éste es el mejor de los trabajos que se puede encontrar y hacer; sin queja. Ella limpia, sí, limpia. Fátima es limpia, y limpia. Y limpia. Se olvida de las cuatro paredes de su cuartito y por momentos se sueña habitando las anchuras y comodidades de esta casa que conoce tan bien. Limpia varias casas además de la italiana, y los dirhams que gana alcanzan para pagar el alquiler de su habitación, comprar su comida diaria, la camiseta y la jellaba de cada varios años y aún sobra algo para mandar a su madre y sus hermanos pequeños.

Si sube a la segunda planta de la casa de los italianos, desde alguna de sus ventanas Fátima puede ver en los días claros a lo lejos Melilla. No son pocas veces las que apenas puede se asoma a esas ventanas y mira con los ojos y el alma agrandados. Trece kilómetros. Trece kilómetros la separan de España; qué poco y cuánto.

Los miércoles acude habitualmente a un hammam. Es como una cita con ella misma y con su cuerpo desnudo. Entra, saludando con el afecto de dos caras que se son ya muy familiares a la gobernanta de la entrada. Algunas preguntas, otras respuestas, las de siempre entre esas dos vidas con tan poco lugar a variaciones. Se desnuda. Se sienta en un taburete y un escalofrío de frío metal le sube desde las nalgas. Un cubo de plástico rojo en su mano conteniendo todo lo que necesita para pasar un rato con el agua. Espera pacientemente así sentada, el cubo posado entre las piernas. La señora de la entrada le indica que ya puede pasar. El vaho caliente del agua envuelve su cuerpo provocándole una agradable sensación. Algunas caras conocidas la acogen con leves inclinaciones de cabeza de bienvenida. Al fondo de la estancia, un grupo de mujeres que ríen con fuerza mientras juegan lanzándose agua unas a otras.

En el hammam, las mujeres cantan y conversan abiertamente en voz alta de lo que en la calle apenas suena a susurro oculto. El hammam suena con fuerza a mujer, huele a mujer y a especias intensamente.

Mujeres desnudas con sus cuerpos libres sentados en el suelo. Agua que va y viene, en los cubos, salpicada, chorreada. Una mujer de tez oscura y prominentes pechos y anchas nalgas es la encargada de llenar los cubos en el chorro del agua caliente. Mujeres desnudas con el pelo suelto y el alma liberada en un lugar sólo de ellas y en el que poder encontrarse, entre ellas, consigo mismas. Del todo, mujeres y personas evadidas de miradas y juicios que coartan y castran. Mujeres sin limitaciones artificiales y añadidas.

Por lo general, se bañan mutuamente, derramándose los cubos de agua unas a otras; otras optan por hacerlo ellas mismas sin ayuda. Todas van pellizcando la pasta densa del jabón negro de aceites que extienden y untan por sus pieles dándoles suavidad y brillo. Con el minucioso y enérgico frotar posterior de los guantes ásperos arrastran y eliminan por fin cualquier escama o impureza de ellas.

Fátima deja el cubo de sus pertenencias en el suelo, dirigiéndose hacia la mujer de cuerpo generoso para que le proporcione un par de baldes de agua caliente con que lavarse. El agua está casi hirviendo, así que mientras ésta se enfría un tanto opta por ofrecerse a frotarle la espalda a la chica joven que se sienta a su lado.

Se está bien allí, piensa ella. El denso vaho caliente que inunda la atmósfera de la sala, crea una niebla espesa y misteriosa que invita, que induce a la relajación.

La chica joven acepta su propuesta, e inmediatamente y de forma fluida ambas comienzan a intercambiar vidas. Fátima frota y escucha la voz joven y a pesar de ello cansada de quien poco ha podido elegir. Veintidós años y tres hijos; paredes cerradas de una casa que le oprimen el alma. Un marido del que se siente más lejos que cerca; llantos y risas, juegos de niños, vida y esperanza que por quedarle demasiado desconocidos pierden significado ante ella. A pesar de esto y por todo lo demás, no le resulta difícil sentir la vida de la mujer que tiene delante, casi como si fuera la suya propia. Una lágrima comienza a deslizarse por su mejilla izquierda. Termina de frotarle, acerca sus cubos que al final quedaron demasiado tibios y se sienta al lado de la joven, con decidido ademán e intenciones de confianza. Ahora ambas permanecen calladas mientras continúan con el metódico frotarse, esta vez cada una a lo suyo pero como sincronizadas al tiempo. Ella se enjabona el pelo, lo enjuaga, después procede a peinarlo suavemente hacia un lado.

Inesperadamente, Fátima se pone de pie de un tirón y abraza a la mujer con fuerza, por unos instantes la mantiene apretada contra su cuerpo queriéndole traspasar todo su afecto y compañía. No te vayas sola, no te sientas sola, no lo estás, te comprendo, te siento porque yo mismo vivo en eso. La mujer joven, fundida en el abrazo, con los brazos inertes a lo largo del cuerpo desnudo, muda, se estremece ligeramente antes de soltarse: comprende y agradece.

Cuando por fin sale del hammam, el prematuro frescor de la temprana noche se aferra a su cara. Ya se acabaron las tibieces y delicadezas, y otras realidades más urgentes regresan instalándose desde sus pies hasta arriba. Fondos de oscuridad pintan las calles, donde las farolas viejas de alumbrar trazan su halo más claro de luz tenue y amarillenta. La llamada al rezo le indica la hora. Los hombres se apresuran dentro de sus jellabas camino de las mezquitas. Fátima también aligera sus pasos en la noche. Un solitario coche que pasa con la música alta parece poner ritmo a los pasos. Esa música le trae el recuerdo de su hermano mayor, Ahmed. Él era quien la hacía sonar durante las fiestas que con motivo de cualquier evento se hacían en casa, con su laúd de madera basta y también con unos destartalados crótalos.
Amhed había trabajado durante varios años en las curtidurías. Desde el día que el último patrón lo despidió, le costó pasarse un tiempo demasiado largo buscando otro trabajo. Se levantaba temprano y sentado en una acera de la medina, esperaba la llegada de los patronos que diariamente acudían a contratar por unas pocas horas y menos dirhams a los allí presentes.

Fátima intenta detener el pensamiento; el pasado le está atenazando el pecho, casi no le deja respirar. Ya ha llegado por fin a su habitación. Consigue abrir la puerta después de varios intentos, la destartalada cerradura a duras penas responde. Se sienta en la cama. Nuevamente el pensamiento le vuela hacia el pasado. ¡Cruel memoria que con saña arrincona al benéfico olvido!

Amhed finalmente pudo encontrar trabajo como pescador, de boquerones y salmonetes y lo que más cayera o se terciara. Llegaba a casa y nada más terminar de comer se metía directo en su habitación. Su madre y ella misma pensaban que dormía, cuando en realidad lo que Amhed estaba haciendo era enfrascarse con los ojos bien abiertos en planear futuros pasos lejanos. Su madre le preguntaba casi a diario, con esa dulzura insistente de madre preocupada, por qué se pasaba tanto tiempo en la habitación contemplando esos extraños signos incomprensibles para ella y garabateados en un papel usado (al final lo descubrió). “Anda, hijo, deja ya eso y sal a la calle, vete con los amigos, diviértete, olvídate de todo eso por un rato”, le solía animar. Y es que Amhed era el único de la familia que entendía los números más allá de los meros signos, el profundo y vital significado que tenían aquellos cálculos que realizaba una y otra vez emborronando papeles, tirado de cualquier forma sobre la cama de su habitación.

Pasaron los meses de frío y tempestades. Un buen día su hermano llegó del trabajo a casa a hora antes de lo normal. Se mostraba nervioso y no demoró ni un instante el reunirlas a su madre y a ella. Se sentaron los tres alrededor de la mesa. Tanta premura y el no poco aspaviento: enseguida se dio cuenta de que algo nuevo e inesperado estaba a punto de suceder o había sucedido ya. El sol entraba por la ventana y los hermanos pequeños alborotaban jugando a quitarse la pelota. Fue en ese momento cuando Amhed anunció su partida inminente. Quería probar suerte y vida al otro lado del mar. Le habían contado que por aquellas tierras había mucho trabajo y ganaría lo suficiente para ahorrar mucho dinero. Siendo así, en pocos meses podría construirse una casa nueva grande y cómoda para todos ellos. Los ojos de Amhed fulguraban mientras así se expresaba, las palabras se le amontonaban impacientes en la garganta. También había pensado montar un negocio en el que trabajar a su regreso. Todo se iba a hacer posible. Además, ya conocía el mar y había sellado un pacto con él, no iba a haber problemas.

Ante tal anuncio, Fátima y su madre se petrificaron en las sillas, mirándose la una a la otra. La sorpresa y el miedo se reflejaban mudamente en sus ojos. Miedo a la despedida y a que el mar no cumpliera su parte. Ese mar siempre de mirada honda y tornasolada, lleno de agua de vida pero también de muerte.

Amhed tenía sólo veintitrés años cuando después de meter los sueños que le cupieron en una mochila, junto a algunos compañeros se montó en la zodiac y se lanzó al azul. Con la bendición de su madre y hermana y encomendándose a Alá marchó un día de primeros de junio, aprovechando la bonanza de las olas. Ni Fátima ni su madre pudieron pegar ojo la noche anterior, y a la hora prevista, todavía a oscuras cercano ya el nuevo, y esperado y temido al tiempo día, caminaron enfebrecidas hacia el lugar de partida en la playa. Las lágrimas en los ojos apenas les dejaron ver la silueta de la lancha que se alejaba mar y noche adentro. Fátima, convulsionada, envuelta en lágrimas, súbitamente levantó sus manos abiertas de rabia, casi descuartizando sus brazos hacia lo alto. Un grito desgarrador que pronunciaba el nombre de su hermano estalló repitiendo mil ecos por entre arenas, olas y vientos. Sueños a la mar. Sueños, quejas, súplicas, angustias… todo mezclado y lanzado de una vez y sin vuelta atrás a la mar. Alá desde arriba observaba.

 

© Juan de Dios Martín Aparicio


© ilustración P.Díaz Del Castillo

 

Arriba

 

Volver

v o l v e


 

Patrocina: copsa     Grupo Copsa                                                                                  Realización: Ariadna-rc.comariadna-rc.com