PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS

PRESENTACION · CONTACTO · PRIMERA EDICION



El pecho
por Ramón Gutiérrez Moreno


Accésit
1ª Edición Premio Internacional de Relato Patricia Sánchez Cuevas

 

Acababan de dar las nueve de la noche cuando Pedro Pablo abrió la puerta de su casa. Antes de salir se miró en el espejo que tenía en la entrada y que le reflejaba medio cuerpo. Se irguió hinchando el pecho y se jactó de conservar la esbeltez juvenil a sus casi cincuenta años; después, acercó la cara y sonriendo como un caballo se miró satisfecho sus dientes nuevos. Orgulloso, terminó peinándose con la mano un mechón de pelo que indomable le salía disparado desde la frente hacia delante. Cerró suavemente la puerta y moviéndose sin hacer ruido abrió la del ascensor, dejándola entornada para que no se lo quitaran. Encendió la luz y dio dos zancadas hasta la puerta de sus vecinos. Sonriendo se palpó el bolsillo del pantalón azul oscuro de chándal, se ató los tres botones del niki blanco con el logotipo de su empresa de contenedores de obra y después de santiguarse tres veces pulsó el timbre. Al otro lado de la puerta olía a aceite frito. Un hombre de treinta y tantos, salía de la pequeña cocina llevando un plato con una tortilla de irrepetible forma. La dejó sobre la mesa de comedor y se tumbó apático en el sofá frente a la televisión que en ese momento daba noticias. Cuando sonó el timbre miró hacia la puerta e hizo la intención de levantarse, pero una mujer joven y menuda salió veloz por la otra puerta que daba al salón y llegó primero. Pegó un ojo en la mirilla y girándose hacia su marido, señaló repetidas veces la propia puerta. Se levantó sin entender que pretendía decirle, hasta que ella abrió y apareció Pedro Pablo, que no pudo evitar fijarse en la camiseta ajustada de tirantes que llevaba la mujer y sonriendo pensó: “pues sí que las tiene pequeñas”.

—Hola Paz, hola Ángel —dijo husmeando—, no estaríais cenando.

Aunque no era extraño que llamara a la puerta, tampoco era algo habitual. Pedro Pablo y Ángel tenían una relación que el primero calificaba de hermano mayor—hermano pequeño; porque el mismo día que Ángel entró a vivir en la casa, hacía más de seis años, apenas abrió la puerta del ascensor se encontró un revuelo de personas en el descansillo: acababa de morir la madre de Pedro Pablo. Sin conocerle, desconcertado le dio el pésame y su nuevo vecino le metió en la casa, le llevó hasta la cama en la que estaba la muerta e incluso le hizo tocarla la mano para que comprobara que “aún estaba calentita”. A los tres días Ángel acudió con sus padres, que habían ido a la ciudad a ver a su hijo, al funeral en la parroquia del barrio y a la salida Pedro Pablo se le abrazó sollozando y delante de sus padres prometió solemne que cuidaría de él. A partir de ese día se erigió en su protector: le consiguió por medio de sus influencias un trabajo mejor (Ángel era arquitecto técnico); en Navidad le enviaba una cesta de productos, dos cajas de vino y hasta un jamón; muchos domingos le invitaba a una marisquería a comer y al enterarse de que salía con una chica, les obsequió con un fin de semana en un hotel de lujo. Cuando Paz le conoció, no le cayó bien, “pesado y hortera” le definió y únicamente cambió de opinión cuando vio el ingreso que les hizo como regalo de boda, a la que asistió y además como testigo del novio. A su regreso de la luna de miel, le invitaron a cenar y le regalaron una figurita de madera que le habían traído del viaje. A partir de esa cena, Paz decidió cortar cualquier relación de intimidad y empezó a poner distancias entre él y su marido, aunque entonces no sabía las vueltas que daba la vida.

Pedro Pablo sin llegar a entrar, empezó a hablar dirigiéndose a Paz:

— Venía a pediros un favor…, igual os parece algo extraño, pero fíjate que bien explicado tiene su lógica, y si he recurrido a vosotros es por la confianza que nos tenemos y porque creo que me entenderéis.

Paz enmudeció. Pensó que le había llegado la hora. “Me lo merezco”, se dijo. Ya se veía tocada por él, oliendo el perfume exageradamente fuerte que usaba. “Pero tendré que aguantarme”, se resignó; al fin y al cabo siempre había temido que ese momento pudiera llegar. “A no ser que él…”, pensó mirando a su marido. Pero este permanecía de pie, con una sonrisa papuda que indicaba: “lo que quieras Pedro Pablo, lo que quieras”. Le pareció patético con el pantalón del pijama con la bragueta ligeramente abierta, una camiseta blanca que le marcaba la tripa y el pelo ralo, de un color tan claro que casi no se veía. “Me lo tengo merecido”, se repitió Paz, “fui yo la que le obligue a que le pidiera dinero prestado: primero fueron un par de hipotecas, después el carísimo viaje de fin de semana con los amigos, también un plazo del seguro de los dos coches y para rematar, con lágrimas incluidas, mi operación de estética en la nariz”. Siempre lo justificaba con frases como: “si está forrado, le sobra el dinero”; o: “no dices tu que todo el mundo comenta que gana un dineral…”. Y Pedro Pablo prestó sin decir nada, sacando la chequera las veces que hizo falta, como quien paga una ronda en el bar y ellos, o al menos eso pensaba Paz, se lo devolvían puntualmente.

Toda la tensión se rompió cuando apareció el pequeño de la casa, Borjita, un niño rubito de algo más de un año, mofletudo y de ojitos claros que, con un pijama azul que le quedaba grande, andaba tambaleante con un chupete de caucho en la boca. En cuanto Pedro Pablo le vio, se agachó y sacando del bolsillo una gran piruleta se la ofreció diciendo: “pero que guapo y sano que está este niño”. Después se levantó y tomando aire continuó:

— Bueno ahora que estamos todos… Quieroquemedejeisalniñomañana.
— ¿Cómo? —exclamaron a la vez.
— Sí, que necesito que me dejéis a vuestro hijo mañana.
— Para qué —preguntó Paz perpleja pero aliviada.
— Pues… muy fácil, a ver como os lo explico. Fíjate, hace un año o así organizaron una cena aniversario de los veinticinco años de nuestra promoción y… y… bueno lo normal nos contamos nuestras vidas, los trabajos, nuestras empresas, bueno los que la teníamos— apuntó orgulloso—. También hablamos de nuestras mujeres, de los niños… y yo dije que acabábamos de tener uno.
— ¿Acabábamos?— preguntaron a la vez.
— Sí, acabábamos —respondió suficiente.
— Pero si tú no tienes mujer. —dijo Paz con desdén.
— Que sepamos Paz, que sepamos —apuntó Ángel para compensar el tono que ella había empleado.
— No claro que no, pero eso ya lo tengo solucionao…

Antes de continuar giró la cabeza hacia Ángel para que Paz no pudiera verle la cara y moviendo los labios pronunció sin hablar algo que el marido no entendía y que la mujer no necesitaba entender. “Guarro”, se dijo Paz. Hasta que en la tercera repetición Ángel por fin logró descifrarlo: “Aaah, una de esas de alto estanding”, dijo para si en alto, como si le pareciera algo normal. Paz lejos de escandalizarse se sintió de nuevo aliviada ya que por un momento había pensado que le iba a pedir que le acompañara.

—Bueno —continuó Pedro Pablo—, pues un compañero, un gilipollas, me lleva llamando desde hace un mes para invitarnos este sábado al chalé que se ha comprao con piscina, padel, columpios… y yo que se que más. Y hasta ahora siempre le he puesto alguna excusa, pero el otro día fíjate, me dije: ¡que cojones!, me planto allí con una mujer guapetona y un niño rubito y se mueren de envidia…
—No se Pedro Pablo —le cortó Ángel atorado—, yo… yo; Borja es un poco pequeño… ¿Por qué no se lo dices a los del segundo, es algo mayor y se maneja…
— No, no, no, es muy feo —sentenció.

“Como tú”, se dijo Paz, a la que por un momento se le pasó por la cabeza ofenderse y decirle altiva: “¡tu quién te crees!, mi hijo no es ninguna mercancía”; pero fríamente consideró que se lo debían. Además el día siguiente comenzaban las rebajas y, como todos los años, había quedado con sus amigas. Por eso prefirió no decir nada y esperar a que su marido decidiera; pero tampoco habló. Pedro Pablo previniendo cualquier disputa añadió:

— Mirar, ahora tengo que bajar al garaje a colocar una cosa en el coche. Lo pensáis y cuando suba me decís. Y de verdad —continuó—, para mí es muy importante.

Se dio la vuelta hacia el ascensor y a la de tres, como tenía preparado, se giró:

— Por cierto, el otro día os oí hablar —y se encogió de hombros señalando la pared en la que coincidían sus pisos—, y fíjate, si tu quieres Paz, yo te podría prestar el dinero para la operación, incluso perdonarte un…
— ¿Qué operación? —preguntó Ángel alarmado.
— La de los — y se pellizcó con los dedos la camiseta a la altura del pecho.
Paz se ruborizó, pero antes de que pudiera decir nada, Pedro Pablo ya había desaparecido en el ascensor. Ángel abochornado llamó al niño a cenar y después de sentarlo en la trona le preguntó a su mujer:
— ¿Qué te parece?
— A mi no me digas, ese gilipollas es tu amigo…, bueno tu hermano.
— Pufff la verdad es que siempre se ha portao…, y nos ha sacao de más de un apuro, acuérdate de… y lo de la… — y se dio con el dedo golpecitos en la nariz.
— ¡Ya!, ¡lo que tú quieres es que me opere! —estalló Paz.
— No empieces Paz, por favor.
— ¡Anda que no se te nota!; en cuanto lo ha soltado no has dicho ni mu.
— Ya te dije que si es para sentirte mejor…
— ¡Ves, ves!, la tontería de siempre: “sentirte mejor, sentirte mejor” —dijo imitando con burla su voz—. Reconoce que a ti te gustan grandes; si se te nota como las miras por la calle, si a veces sólo te falta tocarlas, que estás enfermo…

Y se enzarzaron en la misma discusión que había escuchado su vecino días atrás. Cuando Pedro Pablo subió le dijeron que sí, y se puso tan contento que los abrazó haciendo una piña. Esa noche Paz soñó con su nuevo cuerpo, se vio en bikini corriendo por la playa, en lencería, con trajes escotados… Su marido soñó lo mismo y por dos veces gritó sonámbulo: “que barbaridad”, de tan grandes que las estaba imaginando.

Al día siguiente Ángel daba el desayuno a Borja mientras le explicaba a donde iba a ir y lo bien que lo iba a pasar, cuando Paz apareció frente a ellos. Era tan breve como su nombre: pequeña de estatura, la delgadez le hacía parecer más alta; tenía el cuello largo que le proyectaba regiamente la cabeza hacia atrás, como si estuviera continuamente posando para un escultor. Los grandes ojos oscuros eran redondos pero a la vez alargados y de joven le gustaba que la gente le preguntara si era extranjera. Sólo la nariz, matemáticamente centrada sobre unos labios sospechosamente carnosos, parecía ajena a su cara de lo rectita que era. Para su día de rebajas se había puesto una camisa blanca, nada vulgar, unos pantalones pirata beiges y unas zapatillas de tenis blancas. El pelo negro y liso lo llevaba recogido en una coleta, como le gustaba a su marido. “¿Qué tal?”, les preguntó. “Estás preciosa”, respondió Ángel sin miramientos. Paz, apremiada por la hora les besó, tomó el bolso y salió por la puerta sin hacer ninguna referencia a la excursión de su hijo. En la calle, antes de subir a su coqueto coche, se cruzó con la que por unas horas iba a hacer de madre de su hijo.

Borja ya estaba elegantemente vestido con un pantaloncito corto verde de piqué con tirantes y una camisa blanca con el cuello redondo y ribetes verdes, cuando llamaron a la puerta. Ángel abrió, apareciendo ante él Pedro Pablo rojo de ira.

— Me cago en…, me cago en la…, con lo que cobran… — exclamó Pedro Pablo.
— Pero, ¿qué te pasa?
— Joder, fíjate que no me han hecho ni caso… ni caso… mira.

Y le mostró a la mujer que estaba detrás, y que dejó a Ángel boquiabierto, mirándola en conjunto, como el que contempla un monumento. Era bastante alta, de unos treinta y cinco años, con el pelo castaño, largo y suave, que le caía ondulado hasta los hombros. Llevaba unos pantalones vaqueros ajustados y la camiseta de la empresa que Pedro Pablo le había obligado a ponerse, y que, debido a que era una talla pequeña o al tamaño de su pecho, no le ataban los botones.

— Además fíjate —repitió colocándose hombro con hombro con la mujer— me saca por lo menos tres dedos, ¡y yo no soy bajito! Además les pedí: de unos cuarenta, no muy alta, guapa pero normalita y… ¡coño!, me mandan a una de miss España. Pero a ti no te han dicho a que venías —le preguntó a la mujer.
— Sí, a una fiesta con niños.
Se produjo un pequeño silencio en el que Pedro Pablo siguió reuniendo objeciones.
— Y encima me dice que no se quiere poner la camiseta, que es una… ¿vulgaridad has dicho?
— Y es que lo es —repuso orgullosa.
Pedro Pablo negó con la cabeza y mirando a su vecino continuó:
— Si me gusta Ángel, si me gusta, pero no para ser mi mujer. Tienes que hacerte algo, quitarte el maquillaje, ponerte una falda larga, cambiarte el pelo…no se.
— Que se haga una coleta, eso siempre…—apuntó tímidamente Ángel
— Eso eso, hazte una coleta.

La mujer accedió pensando “que sea esto todo lo que me pida”. Saco una goma de su bolso, se la hizo y Pedro Pablo al ver el resultado sonrió satisfecho al descubrirla un defecto: tenía las orejas de soplillo.

Entonces apareció Borja enrollándose entre las piernas, al eventual matrimonio les pareció un principito. Pedro Pablo le alzó en brazos y le dijo a su padre que les contara, rápido, cosas del niño: edad, enfermedades, alimentación… “de lo que habléis en esas reuniones”. Ángel les entregó la bolsa que Paz había preparado con todo lo necesario y habló orgulloso de percentiles, hábitos, trastadas, pequeñas proezas, vacunas… hasta que la mujer aburrida, le paró diciendo que estuviera tranquilo porque había cuidado niños muchas veces.

Bajaron los cuatro al garaje, Ángel trasladó la silla de coche y vio que había instalado un dvd portátil para su hijo. Les saludo al salir y vio a Borjita encantado señalando la pantalla de la tele. Subió rápidamente regocijándose de tener un sábado entero para no hacer nada y se metió en su casa como un animalillo en su madriguera.

Dormía delante de la tele la tercera siesta del día, rodeado de latas de refrescos y bolsas de patatas, cuando escuchó un timbre. Sobresaltado se incorporó, miró el reloj e incapaz de descifrar la hora, tardó en comprender que eran las ocho y media. Asustado saltó hacia la puerta pero al abrir y ver la sonrisa de satisfacción de su vecino se tranquilizó. Detrás estaba la mujer con el niño dormido entre sus brazos; le pareció un precioso cuadro.

— Todo perfecto, cojonudo… el más guapo, el más rubio, el más simpático, el que mejor ha comido…, hasta la he ayudado a cambiar un pañal —dijo orgulloso Pedro Pablo—. Ahora está dormido, fíjate si lo ha pasado bien que no ha querido echar siesta.

Ángel estiró los brazos para recoger a su hijo, pero Pedro Pablo le echó un brazo al cuello impidiéndoselo, entonces Ángel noto un hedor a alcohol y a tabaco de puro.

— Menudo cabroncete que está hecho —continuó soltando una carcajada—; fíjate que había dos niños de teta y este —señalando al niño— al verles chupar ha empezado a decir: “yo quero, yo quero”. Hasta que la he dicho —y señaló a la mujer—:¡dale! Y no veas como ha chupao y varias veces, ¡hasta la ha mordido y todo…!

Ángel, asfixiado por la presión, miró a la mujer de soslayo, como pidiéndola disculpas, pero ella de quien tenía aspecto de estar harta era de Pedro Pablo y, para restar importancia, le preguntó con su mejor intención “si le habían quitado el pecho muy pronto”. Entonces Pedro Pablo se giró y con una mirada severa de reprobación, la respondió, “que la madre no tenía casi — y se señaló el pecho—, pero que ahora se iba a operar”. Ángel le miró displicente, dudando si decirle algo, pero prefirió coger a su hijo, para lo que hizo un movimiento oscilante con la cabeza para desasirse del brazo, pero Pedro Pablo le apretó aún más y continúo contando anécdotas:

— Fíjate que había uno que trabajaba en una agencia de publicidad y me ha dicho que siempre necesitaban niños como el mío. Y ¿sabes lo que le he contestao?: “que qué se creía, que mi hijo no era ninguna mercancía”.

Ángel volvió a mirarle, esta vez con rabia, y definitivamente estiró los brazos para que la mujer le diera al niño. Quería cerrar la puerta y olvidar todo lo que había pasado, pero Pedro Pablo volvió a tirar de él y le dijo que le acompañara un momento a su casa. Antes de salir, Ángel le pidió a la mujer que acostara al pequeño en la cuna.

A los pocos minutos volvió sonriente. Le acababan de regalar un dvd para el coche, la promesa de un préstamo para la operación de Paz y unos cuantos billetes de cincuenta euros que había sacado de una caja de cartón como si fueran caramelos. Cerró la puerta y se dirigió hacia el cuarto del niño, pero al pasar por delante del baño vio a través del hueco que dejaba la puerta entreabierta, a la mujer desnuda de cintura para arriba con la coleta cayéndole sobre uno de los hombros y dándose crema allí donde le habían mordido. Al notar la presencia de Ángel se tapó cruzando un brazo y abriendo con el otro la puerta le preguntó si no le importaba. “Para nada”, le respondió él crecido, incapaz de apartar la mirada de lo que, aún con la censura del brazo, veía. Entonces notó un vergonzoso enderezamiento en la bragueta, evidentísimo con el pantalón del pijama; rápidamente imaginó un accidente aéreo con sus padres, Paz y Borjita dentro del avión, pero no funcionó. La mujer se dio cuenta, el dinero ya lo había visto antes, y retirando el brazo le pregunto: “¿te gustan?”. No contestó, dejó caer los efímeros billetes en el lavabo y se abalanzó sobre ella. En casi cuatro minutos pasó todo.

En la calle la mujer se cruzó con la esposa de su último cliente. Paz llegaba cargada con al menos diez bolsas y parecía cansada. Al oírla entrar, a Ángel, que se acababa de refrescar la cara, le tembló el cuerpo entero y sin acercarse a ella le contó atropelladamente lo bien que había ido todo. No quiso cenar, ni sentarse a ver la tele, ni asistir al habitual pase de modelos de su mujer tras un día de compras. Sin tener ni pizca de sueño y alegando un malestar general se fue a dormir sin darla ni siquiera un beso. Cuando Paz se acostó, Ángel continuaba despierto, sudoroso, sofocado, inmóvil, pegado al borde de la cama a punto de caerse. No se atrevía a dormir por miedo a delatarse en sueños y aguantó despierto hasta casi el amanecer, debatiéndose entre el pecado y el recuerdo del placer.

Paz también purgó su culpa; se sentía una derrochona caprichosa, creía que esa era la razón por la que estaba enfadado su marido, y una mala madre porque en todo el día no se había acordado de su hijo.

Por la mañana temprano, con la sensación de no haber dormido, Ángel salió de puntillas del dormitorio y lo primero que hizo fue mirarse en un espejo para ver si algo había cambiado en su cara. Inmediatamente despertó a Borja y sacándole de la cuna le abrazó como si les fueran a separar. Al poco rato salió Paz y les encontró sentados en el sofá leyendo un cuento, besó amorosamente al niño y con dificultad a su marido. Preparó el desayuno y lo sacó al comedor. Bebieron y masticaron en silencio hasta que Paz le preguntó suavemente, por preguntar algo:

— Oye, ¿Cómo era laaa…, laaa…, la que llevó Pedro Pablo?

A Ángel se le demudó el gesto y derramó el café sobre su entrepierna. Se levantó de un brinco pensando “lo sabe”, a la vez que resonaba en su cabeza la voz de su mujer diciendo: “¿Cómo era?”; “¿qué, te gustó?”; ¿las tenía grandes, eh?, asqueroso”. Antes de ir a su cuarto a cambiarse de pantalón la miró y con un conmovedor gesto que suplicaba clemencia confesó:

— No lo se de verdad; de verdad te juro que…, que ni la miré a la cara.

© Ramón Gutiérrez Moreno


 

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