PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS

PRESENTACION · CONTACTO · PRIMERA EDICION



“Costante” no quiere siesta
por Juan Carlos Rodríguez Suárez


Tercer Premio
1ª Edición Premio Internacional de Relato Patricia Sánchez Cuevas

 

© Ilustración P.Díaz Del Castillo

 

I

“Costante” nunca supo si su nombre debía incluir una ene. La única vez que lo vio escrito fue cuando le dieron el carné de identidad, pero leer y escribir..., bueno no sabía muy bien. Era en lo único que se parecía a los universitarios de principios del siglo veintiuno.

“Costante” le llamaban y por “Costante” respondía. Nunca se planteó más al respecto.

Vivía con su mujer y sus tres hijos en una aldea de los montes asturianos entre la Sierra del Valledor y Las fuentes del Narcea en los años cuarenta del siglo veinte.

Las gentes de estos parajes llevaban la misma vida que en el siglo doce. Sólo vieron pasar de largo la civilización cuando, veinte centurias atrás, los romanos habían andado por allí horadando los montes en busca de oro y dejando veredas y galerías que todavía hoy perduran.

Estos paisanos no tenían cultura académica pero de la otra…, vaya si tenían. No necesitaban ingenieros porque ellos construían sus veredas y casas centenarias con piedra que sacaban de los montes, no necesitaban calefacción porque la proporcionaban los establos debajo de las habitaciones, no necesitaban sastres porque hacían sus ropas con lanas y cueros de sus ganados, no necesitaban mercados porque obtenían carne, leche, huevos, castañas, miel, nueces y berzas con su trabajo, no necesitaban zapateros porque fabricaban sus madreñas para el frío, el calor y la humedad, no necesitan médicos porque como solían decir “de algo hay que morirse”, no necesitaban ropones porque la palabra dada se cumplía por las buenas o por las malas ya que los diez mandamientos se condensaban en uno denominado “ojo por ojo” y cómo ya habrán adivinado, lo que menos necesitaban eran hacer deporte.

El trabajo era de sol a sol, tenían lámparas de petróleo para alumbrarse, arreaban ganados hasta las sierras, cuidaban sus abejas, lavaban las tripas de las matanzas en las aguas heladas de los regueros en diciembre, sembraban y recogían centeno, trigo, nabos y trasegaban con maderas de abedul y fresno, con castañas y con abonos en pesados carros, que tirados por dos o tres parejas de bueyes, trepaban hasta tierras y prados por senderos empinados como escaleras. Ovidio de “Casa Chouzas”, Chamuzas de “Casa Diego”, Melquíades de “Casa Xuanín”, Xuacón de “Casa Vicente” y Elvira de “Casa Moirazo” eran los personajes principales que daban vida al pueblo.

Estas gentes vivían como bestias y sus bestias trabajaban como bestias, no necesitaban nada del mundo exterior - y por lo visto el mundo tampoco les echaba de menos a ellos- pero tenían principios e instintos. O instintos y principios, ya veremos.

 

 

II

“Costante” había nacido con el siglo y, aunque no había ido a la escuela, había mamado ya desde muy pequeño la “cultura popular”, esa que dice que hay respetar y escuchar a los viejos y que ningún animal de los que se conocen maltrata a sus hembras. Sabía que podía conseguir todo lo que necesitaba directamente de su entorno y que nada se conseguía sin esfuerzo. En su mundo no existían las prisas ni el reloj sino la satisfacción por las cosas bien hechas. Y por supuesto, su vida no dependía de otros. Se movía por el monte como una garduña y en él podía sobrevivir sólo con apenas una navaja de las que decían de Taramundi, un cayado, cerillas y algo de cuerda.

Era un hombre normal en su entorno. De mediana estatura, delgado pero fuerte, con frente amplia, pelo castaño, rostro algo retraído, brazos y nuca marcados por el sol, un diente de oro que le asomaba generalmente junto con una mueca de desagrado cuando las cosas se torcían y con unos riñones como gatos hidráulicos de soportar pesadas cargas o largas jornadas de siega. Este canon bien los describía un cantar de la comarca:

 

“ Paso largo
con andar de perro,
cuerpo duro,
riñón de becerro,
mucho brazo
y mano de hierro.”

Esas manos eran lo que más llamaban la atención del forastero, con articulaciones duras y prominentes como los nudos de la madera de sardón, con unas venas y tendones que parecían de un mulo y con unos dedos como tenazas que, ni negros ni blancos, habían ido cogiendo el color de la tierra que trabajaban estando primorosamente rematados por unas imponentes uñas añil y azabache en cuyos bordes debía haber restos de todas las tierras y ganados con los que se ganaban el sustento y no muy bien recortadas porque “con la navaja se hace lo que se puede”.

Y en ese entorno, desde “Pico Piornal” a la “Reguera de Pixán y desde el “Chano la Fonte” a la “Pasada de los burros” que compartía con vacas, ovejas, raposas, jabalíes, corzos y lobos se manejaba como ellos: por lo que olía, veía y oía. Cuando algún forastero le preguntaba si no le daban miedo los lobos al andar de noche por el monte siempre respondía:”a mi lo que me da miedo son las malas lenguas”.

 

 

III

“Costante”, además tenía otras “culturas”. Había más de un “Costante” en aquel pellejo pues de joven había sido picador en la mina y también había hecho la mili con las Brigadas Nómadas del Sáhara incluida una etapa en Fernando Poo, “domando negros” como solía decir. Claro que era una expresión acuñada para adaptarse al ambiente ya que, a “Costante”, sus instintos no le permitían pegar por pegar si no era para defenderse. Aunque eso sí, una vez que se le “iba la mano” lo que ya no entendía era lo de la “respuesta proporcional”. “O se sacude o no, pero no se sacude un poquitín”. Lo de la respuesta equilibrada “Costante” lo entendería más propio de hombres capados y bien domados que de hombres enteros. “Costante” diría: no me des espuela que luego las riendas las llevo yo”.

Tanto en el Sáhara como en Fernando Poo lo pasó mal pero a veces se descojonaba cuando, por ejemplo, le enseñaban a desollar al “enemigo”, a él que llevaba toda la vida desollando cerdos y chotos. Algún “descojone” le costó caro. Fue un sargento el que le enseñó lo que las “pichas de toro” pueden hacer en el pellejo de uno, cuando en cierta ocasión mantuvieron este breve diálogo antes de que la mencionada “picha” hiciera su trabajo en el costillar de “Costante”:

—“Constante”, ¡hay que echarle más cojones! —Como queriendo imponerse.
—“Pa” esto no hacen falta cojones mi sargento. —Respondió “Constante despreciativo. —Cojones es lo que hay que echar para sujetar por la anilla un toro mientras lo capan.

Allí conoció el mar, hombres de otras razas y tierras, negros, putas, perillanes, marinos…, aprendió que de nada sirve hablar cuando el olor del aire te anuncia que las hostias se aproximan y grabó en su cabeza las palabras de un amigo veterano: “para hacer determinadas cosas hay que estar sólo, tener la mente en blanco, apretar los dientes y no hablar”.

 

 

IV

Y fue en su juventud cuando se fraguó la historia que les voy a contar. La que marcaría su vida, la de su familia y la del pueblo entero.

En uno de sus trabajos “al jornal” cuando aún no había cumplido los veinte, “Costante” fue a segar hierba al Valle de Laciana en León y vivió “de patrona” en Casa “Dulia”. “Dulia” por razones ya apuntadas quizá tampoco nunca supo que su nombre correcto empezaba por “o”. El trabajo estaba bien pagado y le venía como anillo al dedo a “Costante” que a esa edad ya era un experto en el manejo de la guadaña.

La patrona, “Dulia”, era hembra de calibre, mayor que “Costante”, y a la que la vida no había tratado demasiado bien. Bueno, para la época y el entorno social, más bien la había tratado muy mal, porque le había ocurrido casi lo peor que le podía pasar allí a una mujer y es que había tenido un hijo de soltera. “Dulia” se vio repudiada por sus padres y tuvo que hacer frente a la vida como pudo, por lo que aparte de los pocos trabajos remunerados que podía hacer, se sacaba unas perras “atendiendo” a algunos vecinos de la comarca y sobre todo a mineros, guardias o jornaleros de paso. Esto le daba, además de las críticas y recelos normales, otros añadidos por la insuperable envidia pues su nivel económico era superior al del resto.

Con esas sensaciones vivió sus primeros años Antonio, el hijo de “Dulia”, hasta que a los doce o catorce, su madre pensó que no era el mejor ambiente para el “guaje” cuando fuera más consciente y, por alguna “amistad” de las que ella tenía, lo mandó interno al colegio de Huérfanos de la Guardia Civil donde se hizo un hombre y donde poco a poco, más por activa que por pasiva, fue olvidando su infancia. Aquella infancia que nada le gustaba y de la que tenía desagradables recuerdos, ya que aunque su madre pensaba que era un niño y no se enteraba, él sabía que no eran bien vistos en el pueblo y ya cuando se fue interno intuía el motivo. Los niños de los pueblos, saben mucho antes que los de las ciudades lo que son los instintos y lo mal que se controlan los animales cuando están en celo, por lo que además de lo cabrones que eran los otros niños del pueblo, él ya sacaba sus conclusiones.

Y entre los muchos recuerdos que Antonio quería olvidar era la ausencia mental que su madre tenía cuando estaba cerca el jornalero “Costante”. “Dulia” y “Costante” habían empezado su relación cuando “Costante” apareció por allí, y aunque él ya sabía cosas, fue “Dulia” la que le hizo un hombre. Aquello duró poco pero lo suficiente para que Antonio se viera traumatizado para el resto de su vida al ver a su madre como una perra en celo en busca de macho.

Todo eso había ocurrido cuando “Costante” era mozo soltero y atrás había quedado. Después de veintitantos años no pertenecía más que al capítulo de recuerdos de juventud. Bueno, eso al menos creía “Costante”.

 

 

V

Ya en su madurez la vida de “Constante” nada tenía que ver con la de su juventud aunque donde hubo fuego siempre quedan brasas. “Costante” compartía su vida con “Telvina”, su mujer, que por la misma razón que “Constante”, tampoco nunca supo que quizá su nombre debía empezar por “e”. Se casaron siendo ella una niña en el Monasterio de Corias, pero “Costante” ya hombre, había vivido la vida. Tenían dos hijos varones y la pequeña, una preciosa niña a la que llamaban Dorinda de la que “Costante” decía: “me molesta hasta el aire cuando la roza”. Además en la casa vivían sus padres, todavía en un razonable buen estado y alguno de sus hermanos solteros.

Telvina” y “Costante” se querían, se respetaban y se apetecían. “Costante” le daba protección, trabajaba los campos y cuidaba el ganado. Recordaba la frase de su padre cuando le decía que “la mujer de buen marido siempre parece soltera”. Ella cuidaba de la familia, le hacía la comida, no era de las que decían “muy dispuesta” pero “le calentaba muy bien la cama”. A “Telvina” le gustaba tanto ver la mirada de su hombre deseándola como palpar encima su cuerpo duro, sano y vigoroso y su olor a macho mientras éste le abría las carnes. Sentir lo que se dice sentir…, bueno, eso prefería hacerlo sola o con un cuñado que cada pocos años venía de vacaciones desde Buenos Aires, pero esa historia es para otra ocasión.

Y a “Costante” nada le reconfortaba más después del trabajo diario que montar la grupa de su hembra y follarla. Siempre lento, largo, profundo. Y la mayoría de las veces de aquella forma prohibida que la sabiduría popular les había enseñado como anticonceptivo para que no estuviera más veces “p´alante”. La Iglesia decía que esas cosas no estaban bien, pero “Costante” y los suyos sabían en qué cosas había que hacer a los curas el caso “justo y necesario”. Y para joder con la hembra cada uno se las arreglaba como le parecía que “en el catre de dos no hay opinión para tres”.

 

 

VI

Como ya les conté, a la aldea de “Constante” el mundo le aportaba poco y ellos sabían por charlas en las ferias de ganado, que había una guerra en el resto de España, pero poco más. Veían algún aeroplano más que en otras ocasiones, y se recibían algunas órdenes de reclutamiento para que los jóvenes fueran al frente, cosa que la mayoría solucionaban echándose al monte y que vinieran a buscarlos.

Fue después de la guerra, cuando en la comarca se instaló un destacamento de la Guardia Civil para ajustar las cuentas con los que no habían querido ir al frente, pero esa es una de las ya cansinas historias de la guerra y no es la que nos ocupa.

En ese destacamento formado por quince o veinte hombres, según las épocas, había un suboficial al que conocían todos por Silva, su apellido. Mandaba en el destacamento el oficial Martínez y entre otros números los más “señalaos” eran Robustiano, un burlanga pelirrojo y cabrón, Benigno, un candinga algo pazguato y Lucas Manjón.

Lucas Manjón era un hondureño del que nadie sabía muy bien como había llegado a recalar en el Cuerpo pero al que definía muy bien su compinche Robustiano cuando decía que “era el hijo de la más grande perra que había conocido”. Lucas era algo lindo para la benemérita de la época, pero a la hora de desjarretar hostias no había más hombre que él. De hecho los compañeros cuando terminaban de hacer algún interrogatorio y no acababan de conseguir lo que querían le solían comentar a la pobre víctima: “bueno, pues te dejamos con Lucas que como es más fino te desahogarás mejor”. Y el que no se desahogaba con Lucas ya no se desahogaba. A Lucas le gustaba mofarse: “yo no es que sea más fuerte que los demás. Lo que pasa es que las manos no me duelen.”

Martínez era un tipo honesto y cumplidor, padre de dos hijos que vivían con su mujer en Oviedo, tolerante pero recto y con dotes de mando aunque algo ampuloso y engolado.

Silva era el suboficial, con carrera inmaculada y con ganas de brillar en el cuerpo además de “buen mozo”, alto y moreno guapo con algo de bigote y ojos azules. Su vida era la Guardia Civil. No tenía familia ni nada más que la Guardia Civil. Y nada menos, porque habiendo entrado por abajo, estaba a punto de que, si la misión iba bien, lo ascendieran y le dieran un destino nuevo con el que podría empezar una nueva vida. Todo el mundo lo conocía por Silva pero él era más, él se sentía Don Antonio Silva Carreirizo, Suboficial del Destacamento de La Guardia Civil en el Río de Rengos de Cangas del Narcea, aunque nadie sabía que Silva y Carreirizo eran los apellidos de su madre, porque a su padre nunca lo conoció. Eso sólo lo sabía él, y también sólo él sabía que su madre era una tal “Dulia” que había vivido muy lejos de allí. Bueno, eso había otra persona que también lo conocía pero aún no era consciente de ello.

Era una relación interesada la de guardias y paisanos. Éstos les daban comida a cambio de que los dejaran en paz y aquellos para no sentirse muy marginados hacían la vista gorda. A pesar de eso, cuando algún vecino se iba de la lengua y acusaba a otro de alguna cosa de politiqueo, lo más seguro es que fuera por un mal querer de aguas o lindes, pero los guardias siempre acababan dando unos palos para las costillas a la infortuna victima. Ya se sabe, a justificar el sueldo y de paso a distraerse. Lo que viene conociéndose como hacer oficio.

Las gentes de la aldea conocían a los guardias cuando llevaban un tiempo en la aldea, pero a los nuevos hasta que no iban alguna vez a la cantina no, y ese era el caso de Silva, que aún llevaba poco tiempo allí.

Fue entonces cuando se iba a escribir la segunda parte de la vida de “Costante”.

 

 

VII

Había pocos sitios donde divertirse en aquellos tiempos. Los sábados se podía bajar a Cangas a la feria del ganado, algunos ratos se reunían los jóvenes en “Casa Fonsín” a tomar sidras o cervezas y también había algunas romerías salteadas en el calendario en las que los mozos acabada la fiesta, volvían a sus casas andando por los montes.

Fue en una de esas romerías cuando la mirada de “Constante” y la de Silva se cruzaron por primera vez como hombres.

Silva había estado cortejando con una chavalita preciosa, una cría demasiado joven para él pero como todas algo deslumbrada por un guardia y por poder hablar de más cosas de las que aquellos parajes daban de sí. A Constante, que aún no sabía quien era aquel guardia el asunto no le pintaba nada bien. La cría era su hija, Dorinda, su única hija hembra y la niña de sus ojos - “me molesta hasta el aire cuando la roza”- y ya había hablado con la chica al respecto pero cuando “Costante” supiera quien era aquel individuo la cosa se complicaría con seguridad.

El gaitero tocaba mientras “Costante” se retiraba del tablón que hacía las veces de barra con unos vasos de sidra en la mano, Silva se dio la vuelta también y chocaron. Silva miró a “Constante” con el desprecio de quien quiere ver a un aldeano pero se topó con los ojos del “jornalero de Laciana” y “Costante” que iba a disculparse por el encontronazo vió la mirada de odio de un niño traumatizado con cara de hombre y tuvo una de las pocas sensaciones que podían hacerle perder su sosiego, que era la de sentirse acorralado entre dos o tres guardias que ante la cara de repudio de Silva parecía que iban ha hacer piña con su jefe si la cosa se torcía. Constante se había encontrado con Antonio Silva, o mejor como a éste le gustaba, con Don Antonio Silva Carreirizo, Suboficial del destacamento de la Guardia Civil en el río de Rengos de Cangas del Narcea.

Aquel día no pasó nada más, ni nada menos, pero había pasado todo para cualquier ojo avisado. Silva había descubierto que en aquel lugar recóndito había alguien que podía poner en peligro su reputación, su prestigio, su carrera y por tanto el sentido de su vida y “Costante” vio que alguien con un poder casi absoluto en aquellos tiempos en una aldea miserable, podía hacer daño no a él que sería lo de menos sino a los suyos como consecuencia de odios y traumas pasados.

A “Costante” nunca se le hubiera pasado por la mente comentar con los del pueblo que Antonio Silva era hijo de madre soltera, que era de verdad un hijo de puta, que él se había acostado con su madre y todo el asunto, pero eso Silva, hombre de otro jaez, ni se lo imaginaba, sino todo lo contrario. Además, aunque se lo imaginara, nunca estaría seguro.

 

 

VIII

Silva sabía que “Costante” era frío y duro y que no descompondría la figura cuando leyera lo que en el papel de una cajetilla de “Bisonte” una mano cómplice le había colocado en el morral:

—“Si te vas de la lengua te mato”.

Pero lo que Silva no se esperaba, mejor dicho, lo que Don Antonio Silva Carreirizo, suboficial del puesto de la Guardia Civil de Cangas del Narcea y Rengos no se esperaba, era encontrarse con otra que, aunque muy mal escrita, rezaba:

—“En la Reguera del Nocedón los lobos te van a sacar las tripas si vuelves a hablar con la chica”.

Esto que ya de por sí hubiera sido un inestable pacto de hombres no tenía salida pacífica porque Constante había hecho llegar el mensaje en un aparente paquete de comida al Destacamento. De esos paquetes que anónimamente dejaban los vecinos a la puerta de los Guardias para que no dieran mucho “por culo”. Y claro, al abrirlo, Silva no estaba sólo, sino que había más compañeros expectantes, entre los que estaba Martínez, el jefe, esperando un lacón o algunos chorizos que aliviaran el exiguo sueldo de guardia.

Todos, especialmente Martínez, intuyeron que iba a ocurrir lo que menos les gustaba, y es que hubiera problemas de los complicados con los paisanos. Y problemas complicados para los guardias eran los que no se arreglaban con unos palos a la luz de la luna sobre las costillas de algún aldeano. De aquel recado, sólo Silva sabía quien era el remitente pero todos sabían que ningún guardia admitía amenazas veladas de los paisanos y menos delante de compañeros.

Aquella noche los guardias se acostaron preocupados y entre chismorreos porque sólo faltaba una chispa.

 

 

IX

Ocurrió un día de fiesta. “Costante” bajó del monte tarde. De noche. Llegó al pueblo “caliente y bien domao” pues tras un duro día de trabajo se había retrasado porque la nieve le había entrado dentro de las madreñas y tuvo que hacer fuego para secar los escarpines que estaban pingando. Se había bajado, además de su cayado en la mano derecha, una guadaña al hombro en el lado izquierdo. Era un buen sistema para que los lobos no se acercaran mucho a falta de una antorcha. En invierno, con poca luna y con los lobos en celo, les puedo asegurar que en el pasaje entre la “Reguera del Nocedón” y la “Vuelta las Bruxas”, donde incluso de día entra poco el sol y con la certeza de que varios pares de ojos brillantes le están mirando a uno “golosos” desde la parte alta de la vereda, a cualquier hombre sólo incluso aunque ya tenga los huevos bien sueltos, se la agudiza el sentido de la protección y éstos se le ajustan un tanto a la barriga. Hacía bien poco que habían despachado apenas medio kilómetro más arriba al mejor novillo de “Casa Roque”.

Cuando llegó a la aldea, había un corrillo, junto al improvisado chigre de tablones y a unos metros de los gaiteros, al que “Costante” se acercaba sin percatarse de que en él se encontraba Silva de paisano.

—“Muy tarde para bajar del monte ¿no?”. —Le espetó Silva vacilón.
—“Primero la obligación y luego la devoción”. —Respondió “Costante” humilde.
—“La obligación mejor por las mañanas que al que madruga ya se sabe. Aunque a mí lo que más me gusta de la iglesia es que el pueblo sepa que cuando se dice “este es mi cuerpo…”, se ha de agachar la cabeza”. Y Silva terminó la frase carcajeándose altanero.
—“Dios suele ayudar a los que trabajan ya sea de día o de noche. Hoy tenía que coger leña para unos mangos y hay mejor cortarla al menguante”. —Había aparecido el “Constante” conciliador pero conteniéndose.
—“Venga, venga. Hay que dejar tiempo para descansar”. —Silva insistía en quedar por encima. Al fin y al cabo para él los que no eran guardias eran unos pobres aldeanos.
— “Bueno, las cabras cojas no quieren siesta”. —Pero “Constante no estaba por la labor de que le dieran clases.
—“Ya. ¿Y no te dan miedo los lobos en estas fechas y casi sin luna?”
—“A mi lo que me dan miedo son las malas lenguas”

Y Silva entró al trapo.

—“Pues había que cortar más de una por si se escapa”

En aquel momento los dos compañeros de Silva que estaban allí se dieron cuenta de quién había mandado el recado al Destacamento.

—“Esos nunca son buenos fundamentos. Las lenguas no crecen, al contrario que los guardias, que aunque se arranquen de raíz, siempre vienen otros”. —A “Costante” ya no le pedía el cuerpo templar más gaitas.

A esas alturas la mueca de desagrado de “Costante” se había insinuado alguna vez y a los que había en el corrillo lo que les pedía el cuerpo era poner unos metros de por medio. El aire se cortaba a cuchillo. Acababan de oír como un paisano insinuaba que había que podar guardias como quien poda el monte y claro, tanto a Silva como a “Costante” ya no les quedaba más remedio que hacer lo que tenían que hacer cada uno en su papel.

—“¿Qué? ¿vienes caliente del monte? ¿eh, cabrón? ¿te molestamos los guardias, ¿eh? Ven p´acá, que te vamos a enfriar en el cuartelillo”

Y fue cuando Silva, Robustiano, Benigno y algún otro iban a ponerle la mano encima a “Costante” cuando a éste se le vio el diente de oro. Se comprimió como un resorte, volvió el cayado cogiéndolo por el interior del mango, giró la cadera, apretó el pie contrario contra el suelo, echó la mirada, se le escapó un “me cago en la panza de tu puta madre” y soltó el brazo.

“Costante” había matado, en ocasiones, algún perro salvaje que se atrevía a merodear por su rebaño con un traicionero golpe de cayado en el cráneo que al cánido le caía como una exhalación sin saber ni por dónde. Visto y no visto. Por eso conocía muy bien el sonido que los huesos hacían en esos casos y si el golpe era “eficaz” o no. Ese sonido “eficaz” fue el que oyó al reventar los hocicos y desencajar la quijada del primer guardia que pilló e inmediatamente después de mentar la augusta panza de su señora madre.

Él solito, con dos cojones y un palito.

Y así fue como aquella noche de invierno “Costante” tuvo que dormir en una cabaña de las brañas al calor de los caballos e iniciar su nueva vida mientras que los guardias en el cuartelillo recomponían los morros y demás al valiente compañero.

De cómo Silva y “Costante” se buscaron, de cómo “Costante” sobrevivía moviéndose como una garduña por el monte, de cómo pensaba acabar con Silva y de cómo éste le rastreaba para darle caza, de cómo Robustiano, Benigno y Lucas Manjón se convirtieron en un poderoso clan aliado de Silva, de cómo Silva acosaba a la hija de “Constante” y de cómo “Constante” pensaba en proteger a los suyos, y en definitiva de cómo se encanallan odios, instintos, deberes y honor, de todo eso, se irán enterando poco a poco en los próximos días.


© Juan Carlos Rodríguez Suárez


© Ilustración P.Díaz Del Castillo

 

Arriba

 

Volver

v o l v e


 

Patrocina: copsa     Grupo Copsa                                                                                  Realización: Ariadna-rc.comariadna-rc.com