PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS

PRESENTACION · CONTACTO · PRIMERA EDICION



Los niños del viento
por Pedro Gallego Cortijo


Segundo Premio
1ª Edición Premio Internacional de Relato Patricia Sánchez Cuevas

 

© Ilustración P.Díaz Del Castillo

 

El viento se calma cuando llega el atardecer. Todo el día sopla sobre los mares y las islas; corre en los bosques y discurre por el desierto, empujando a lo tímidos venados hacia los charcos. Durante todo el día refresca la montaña, sostiene las alas de los pájaros y esparce por toda la Tierra los avisos de las distintas estaciones.

Ésos son los deberes del viento.

Pero en la tarde, cuando está cansado de viajar, pliega sus alas y se hunde al mismo tiempo, que se pone el Sol. Flota bajo las nubes un momento, mientras elige una duna de arena o el claro de un bosque, y se aquieta.

La gran llanura conoce los secretos del Viento; sabe que cada noche el Viento toma la forma de un pájaro o de una bestia salvaje, para descansar sin ser molestado. Se ve muy bello cuando duerme.

—Shshsh, el Viento está durmiendo —susurra la llanura a sus hijos.

El Viento es el loro en la rama.

El viento es el lagarto plateado bajo la luz de la Luna en la ladera del monte.

El Viento es el vuelo de los flamencos que alumbran el agua en el horizonte pálido del lago Debo.

Algunas veces sucede que se va a dormir cerca de un poblado; se tiende, alto y hermoso, sobre el césped y dormita con la cabeza oculta bajo un brazo.

Así sucedió una vez cuando Aminata, una joven doncella de Maca, que había ido a buscar agua, encontró al viento durmiendo bajo un árbol y se detuvo a contemplarlo. Ella creía que era un viajero, un forastero de otras tierras; y sucedió que era el héroe con quien ella siempre había soñado, el hombre que ella esperaba desde que el amor despertó en su pecho.

Su cabeza y sus párpados estaban llenos de polvo y sudor, y en su cuerpo había numerosas heridas y cicatrices. Respiraba suavemente mientras dormía. La niña, cuidadosa y suavemente, limpió una de sus heridas y le lavó los ojos y la frente.

Era una hermosa noche para el encuentro de Aminata con el forastero de color cobre; brillaba la Luna llena, y ella estaba tan embelesada y llena de amor que no oyó al viejo espectador Abege que volvía de Gorom, ni a su barca que se tambaleaba tratando de navegar contra corriente torcida por el peso de las redes y la pesca.

El viejo tenía la costumbre de escuchar el Viento y sostenía largas y amenas conversaciones con él. “¡Fum, fum!”, lo llamaba. Pero aquella noche el pescador no tuvo respuesta.

Cuando caía la tarde, en el momento en que el Águila Blanca se dirige a las marismas y en el agua cambian las corrientes, Abege había llamado al Viento como solía hacerlo cada tarde en su camino de vuelta a casa.

Había izado la vela de su barca y había gritado fuerte hacia el sur:

—¡Fum fum! Ven aquí mi pequeña brisa.

Intentó llamarlo de nuevo, esta vez con una flauta de bambú, cuyas notas subían y bajaban igual que cuentas de abalorio. Pero el río subió y la vela de la embarcación de Abege colgaba inerte del mástil. Mascando su tabaco, trató de empujar su barca con el palo contra toda la fuerza de la corriente, para dirigirse a Maca.

—El viento debe estar quedándose sordo —masculló el viejo pescador.

En ese momento el Viento estaba tendido durmiendo bajo el árbol de Maca, en ese lugar donde el río Senegal se mete en los bancos de arena y descansa antes de correr hacia el mar. Aminata está sentada a su lado, y lo miraba cariñosamente.

Allí habría de volver muchos días; y ésos fueron días que durante mucho, mucho tiempo recordaron los pescadores de Lebu en sus cabañas redondas y los pastores de Pulo en sus tiendas de piel de buey.

Con las primeras luces del amanecer, un tucán voló de un carbol, pestañearon los ojos de un loro y una gallina de Guinea estiró el cuello y se fue a buscar semillas. Los árboles susurraron mientras los animales despertaban. Con un suspiro de sorpresa la ancha extensión del campo abierto despertó la mañana. El primer arrullo de las tórtolas expresó la emoción del nuevo día.

El Viento abrió los ojos y vio la cara de la niña que lo miraba tiernamente.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Aminata —dijo la niña.
—¿Y dónde vives?
—En Maca, junto al río.
—¿Y cómo se llama el primer joven que te dijo que eres bella?

La niña se quedó en silencio.

—No contestas Aminata
—Me gusta oírte decir mi nombre —suspiró ella.
—Es fresco como el agua de tu cántaro.

Ella bajó los ojos y sostuvo el cántaro para que él pudiera beber. Tomó un largo trago.
Como él o la estaba mirando a la cara, ella se atrevió a hablarle:

—Durante mucho tiempo he estado esperando un forastero durmiendo bajo este árbol —murmuró—, a un forastero igual que tú.

Él se quedó un momento pensativo. Después dijo suavemente:

—Aminata, en mi vagar continuo, yo también he soñado. Soñaba con una bella hija de la Gente que fuera como tú. Pero yo soy un vagabundo; nunca me detengo. Soy de aquí y de allá y de todas partes, y deseo estar donde no estoy. Sin embargo, ahora deseo estar contigo. A menudo me canso de correr por el mundo.
—¿Pero quién te obliga a ello? —preguntó Aminata.
—Tengo que cumplir con mi deber. Tú no lo entiendes.

El ritmo de la mañana continuaba mientras las mujeres molían el mijo ante sus cabañas. Entretanto, Abege recogía sus redes y se dirigía hacia el río otra vez. Cuando pasó al lado de la pareja todavía estaba alegando, como la noche anterior:

—El Viento se está poniendo viejo y sordo.

Cuando estaba desplegando su vela blanca y remendada lo escucharon cómo llamaba al Viento. Entonces el forastero se levantó, liviano como la flor diente de león, miró larga y hondamente los profundos ojos color violeta de la niña, como si le estuviera haciendo una promesa, y dijo:

—Fum, así es como me llaman.

Estalló en una risa limpia y sus blancos dientes relampaguearon:

—Bueno, tengo que acompañar a este pescador que se dirige a Gorom. Me llama por mi nombre, y tengo que ayudarle a ir corriente arriba. Piensa que estoy viejo y sordo. Pero no, Aminata, el Viento no es sordo, el viento tiene el oído muy fino.

Ella no se atrevió a preguntarle cuándo volvería. Pero él adivinó la pregunta en sus ojos:

—Volveré Aminata —le dijo.
—Entonces, te esperaré —dijo ella.
—Esta tarde, bajo el mismo árbol.
—¿Podrás encontrar el camino? —murmuró Aminata, poniéndose nerviosa.
—Sí, conozco todos los caminos del mundo —dijo el forastero riendo de buena gana—, y te encontraría aunque tuviera que viajar al fin del mundo.

Después de pronunciar estas palabras, el viento se desvaneció en la distancia.

Durante todo el día, los pensamientos de ella estuvieron fijados en este encuentro de sueño, y le parecía difícil que todo fuera verdad, sin embargo, la promesa de él cantaba dentro de su corazón. Cuando llegó la tarde, lo fue a esperar bajo el árbol.

En el primer roce tembloroso de la noche, cuando el último aliento del Viento rozó los arbustos, llegó él, haciendo que la hierba se inclinara y levantando un remolino de polvo que hizo cosquillas en el hocico de los perros que estaban a la puerta de las cabañas mordisqueando sus huesos.

Aminata lo condujo a su casa, junto a su familia, y ahí vio a los niños riéndose y metiéndose entre las piernas de todos; luego, el padre llegó de la caza, se sentaron a comer, y el Viento comía con los dedos como un hombre, y bebía cerveza mientras les contaba sus viajes y aventuras. Poco a poco comenzaron a llegar viejos del poblado a escuchar sus palabras.

Esa noche hubo una larga discusión en la cabaña de Aminata. Porque el Viento la había elegido para ser su Esposa, pero ni siquiera había hablado de paga un precio, como era costumbre. Aunque, después de todo, era un noble y gran señor.

Esa noche, cuando todos en la cabaña dormían, el Viento se levantó y se fue. Los árboles se entrechocaron cuando él levantó el vuelo. Partió a tierras muy lejanas, cada una de ellas con diferentes flores y frutas y animales, y luego, al amanecer, volvió a Maca cargado de regalos, como un rey.

La celebración de la boda comenzó ese mismo día, y fue un tiempo de gran alegría. Los pájaros de todas las islas cantaron a coro. El río llevó hasta los bancos de arena sus peces y sus gallinas de guinea; el bosque les dio liebres y avutardas.

En lo alto del cielo, el Sol extendió sus rayos para iluminar a los pájaros que volaban sobre el feliz poblado, dibujando siluetas en el cielo. Había tanta comida y bebida que todavía se recuerda en las cabañas de los bancos del río Senegal.

El forastero recién casado se quedó con su novia hasta la siguiente Luna nueva. Luego comenzó a inquietarse, aguzando el oído para captar algún mensaje en el pesado aire del mediodía o en la tarde, cuando suenan las pequeñas campanillas del silencio.

—Tendré que irme —le dijo un día a Aminata—. Me están esperando.
—¿Quién te espera? —preguntó ella, sorprendida.
—Las lluvias.
—Me ocultas algo, ¿no es cierto? —Preguntó ella.
—Es que tengo que ocultarlo.
—¿Ni siquiera a tu esposa puedes decírselo?
—A nadie puedo decírselo.
—¿Por qué entonces me mientes diciendo que te esperan las lluvias?
—Porque eso es verdad, Aminata. Las pistas de las gaviotas en el aire me lo dicen. Tengo que abrir camino a la nueva estación y advertírselo a los más ancianos que ya lo sienten en sus huesos; debo hacer de heraldo en las tierras fértiles. Y ya estoy atrasado. Adiós, Aminata. Volveré pronto. Cuando haya terminado mi jornada de trabajo, vendré y te sorprenderé. Llegaré al lugar junto al agua donde te encontré por primera vez.
—¿Me mandarás noticias tuyas?
—Sí. Te las traerá el pescador Abege, que conoce mi nombre. Y en las tardes te hablaré a través de los árboles, y te acariciaré en la brisa suave. Me oirás cantar entre los arbustos: ¡Fum, fum!
—¡Fum! —murmuró la niña dulcemente.

Así es como el Viento se casó y con el correr del tiempo tuvo tres hermosos hijos. El primero fue un niño llamado Mamadu Marta, el segundo una niña, llamada Binetu; el tercero fue otro niño, Alama.

Ningún niño en el mundo ha sido tan ligero y liviano como eran éstos. Las lavanderas tendían sus sábanas en el césped y ellos corrían a su alrededor hasta quedar sin aliento, ya cada vez que pasaban, la ropa se ventilaba y secaba más rápido. Vagaban por el bosque y soplaban con todas sus fuerzas hasta que echaban a volar las perdices y empujaban a los venados con las ráfagas de viento que producían. El mayor, que tenía los pulmones como los fuelles de un herrero, acompañaba al viejo Abege a pescar.

—¿Fum, fum! —lo llamaba el viejo.

Y Madamu Marta acudía corriendo, saltaba a la barca y soplaba la vela hasta q se hinchaba.

Binetu aprendió el canto de los pájaros y las cigarras, y pasaba las horas cantando mientras recogía flores por el campo y esparcía los pétalos al viento. Su aliento olía a tomillo, menta y girasol. En el jardín de Aminata crecían hermosas flores que su hija traía de cerca y de lejos, ayudaba a hacer crecer con sus canciones.

Su padre llamaba a las canciones Viento de Flores, cuando llegaba al poblado y se quedaba un tiempo con ellos. Entonces Aminata era feliz. Se quedaba con ella toda la noche y le contaba sus pequeñas historias de las tierras del Sol Naranja. Durante esa larga noche, los barcos no se mecían en el mar quieto, las hojas muertas no se caían de los árboles y sobre el mundo reinaba un profundo silencio que era difícil de soportar para la tierra, el agua y la hierba; excepto en Maca, donde sólo parecía una pausa antes de que el Viento comenzara a contar otra historia a sus niños y soplara suavemente los rescoldos.

Durante algunos años el Viento había vuelto a casa con cada cambio de estación. Pero luego, cuando Aminata estaba esperando su tercer hijo, en la estación árida entre las lluvias, el Viento no llegó. El Sol quemaba en la llanura, y en Maca no había señas del forastero. Era la época en que un país lejano al otro lado del mar, donde la bestia real es el dragón, había mucha miseria e innumerables náufragos, y cayó un gran torrente que arrastró a la tierra hasta el borde de su lecho de rocas. En ese país estaba el Viento, enfadado porque tenía que quedarse mientras lo esperaban en Maca.

Aminata esperó hasta el final que llegara el que había conquistado su amor, pero murió después de dar a luz su tercer hijo, el más hermoso de todos. Tenía los ojos oscuros, la piel casi color violeta, y su risa era dulce y sabia como la madre.

Aminata lo sostuvo junto a su pecho hasta su último suspiro, hablándole como si le pudiera entender, rezando la oración que facilite la muerte y esperando un milagros que llevara a su lado a su marido, a quien amaba tan tiernamente.

Toda esa larga noche Abege se quedó junto al río llamando: “¡Fum, fum, ven, ven!” como si conociera el secreto del Viento y Aminata.

Aminata miraba a su niño y decía:

—Él vendrá. Hijo mío pequeño, ¿sientes dolor de mi corazón? Late con todo el dolor del mundo, y su eco sueno en mi cuerpo. Escucha, el Viento que se lamenta tristemente ahí fuera nos trae el llanto de todos los que sufren en la Tierra. Recuerda, mi pequeño, cuando seas un hombre, que tu madre sintió el dolor de todos los que sufren y no tienen consuelo. Oh, hijo mío, cuánto tarda el Viento en llegar.

El viejo Abege contó después que cuando amanecía vio una gran gaviota blanca rozando las aguas y fritando con lamento que rompía el corazón; se dirigía al poblado. Cuando el viejo llegó a la casa de Aminata y empujó la puerta, jura que vio a la gaviota parada en una sola pata mirando al niño. Esto es lo que escuchó:

—Has vuelto, bello forastero de mis sueños. Ya no sufro porque estás aquí.
—Sí, estoy aquí, Aminata.
—Termina mi dolor —suspiró ella—. El mundo calla. He sufrido profundamente esta noche. Adiós, Viento, te amo con todo mi corazón.

Esas fueron sus últimas palabras.

Abege nunca dudó en ningún momento de que la gaviota blanca era el Viento, quién no había tenido tiempo de cambiar su forma para llegar volando junto a Aminata para darle su último adiós. El viejo, después de esto, salió al poblado a gritar:

—Mujeres, murió Aminata: ¿No escuchan en la llanura el sonido de los tambores y las flautas de madera? La desgracia ha llegado. Que vayan las mujeres a la casa de Aminata, que allí hay un niño llorando.

La costumbre en esos pueblos es que, si una madre muere, la vecina más cercana debe hacerse cargo del niño y criarlo como si fuera propio. En este caso, era la mujer del tejedor.

—Le llamaremos Alama —dijo, y en seguida lo envolvió en un paño.

Entretanto, la gaviota blanca voló un rato en círculos sobre el poblado, luego giró y se fue directo al mar.

El tercer hijo del Viento creció y se transformó en un muchacho fuerte y vigoroso. Su infancia fue igual a la de cualquier niño del poblado, excepto que él no jugaba con los demás niños de su edad. Le gustaba vagar solo por la jungla, ayudando a los pajaritos pequeños que caían de sus nidos.

Era un niño solitario, pero amable y bondadoso; porque si encontraba alguna persona enferma, siempre sabía decir una palabra que hacía brillar los ojos de alegría al desdichado. Las palabras de Alama calman el dolor como un bálsamo, y además conocía las flores del jardín de Binetu cuyas raíces tenían el poder de sanar, hacer dormir el dolor y calmar las almas.

El Viento del Río, el Viento de las Flores y el Viento de la Misericordia. Ésos eran los nombres de los tres hijos del Viento. Pero llegó un día en que los tres decidieron marcharse del poblado.

Al primero, el Viento de los Ríos, su padre entregó el reinado de los ríos, los arroyos, los canales y los pantanos. Los hijos del viejo Abege siempre le silban cuando se dirigen a pescar.

La niña Binetu, el Viento de las Flores, reina en los campos y los bosques, y donde quiera que vaya lleva los tibios días en primavera, los frutos en otoño, y en los días calurosos, cuando el aire reverbera al sol, es ella quien esparce esos pequeños granitos brillantes que no son ni flores ni insectos.

Alama, el menor de los tres hijos del Viento, posee el reino más bello de todos. Él es quien se encarga de consolar dulcemente toda la tristeza del mundo, canta para los que sufren y lleva un aliento de alegría a todos los que tienen algún dolor. Él es el que da la señal de la oración a toda la gente de la Tierra.

No te niegues a cantar para él cuando, con un suave susurro, te pida ayuda para socorrer a los enfermos y a los pobres.

© Pedro Gallego Cortijo


© Ilustración P.Díaz Del Castillo

 

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