PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS

PRESENTACION · CONTACTO · PRIMERA EDICION



Cómo quieres que te quiera…
por Luis Alberto Rodríguez

Primer Premio
1ª Edición Premio Internacional de Relato Patricia Sánchez Cuevas

 

© Ilustración P.Díaz Del Castillo

 

Las bases de un concurso. Times New Roman cuerpo 10. Escribir un relato, me dijiste; 8 ó 10 folios y, en realidad, con tres palabras te contaría lo que me bulle dentro. Escribe un relato tú que tienes corazón…, y con él lo escribiré porque no tengo otra cosa, corazón con una pedrada en el medio, corrido de grietas desde el centro hasta las esquinas, como un espejo roto. Y en él me miro y me veo en mil pedazos y, al tiempo, mi yo roto multiplicado por mil quizá por la maldición de que si no quieres lentejas… ¡toma tres platos!

Sí, de una mujer se trata, aunque te extrañe, por esa creencia tuya de que jamás sentaría la cabeza, por el tamaño decías, y que cuando lo hiciese jamás podría levantarla, por el tamaño también. Pero, ya ves, amigo, la vida es un jodido puzzle al que siempre le falta alguna pieza; o, peor, te dan un golpe en el tablero y te echan todo a volar.

La conociste hace seis años. Estábamos tomando unos cafés en General Moscardó, esperando a que diesen las cinco para subir a ver a aquellos clientes de Eurobuilding, problemillas con un enfoscado decíamos. Cortados con leche fría. Era Enero. Supongo que también afuera haría un frío de la leche. La vi pasar.” Como en las películas”, pensé. Salí a la puerta y la llamé. Ya apenas recuerdo algo más, sólo que la decías que me iba lejos, muy lejos y muy pronto. Por eso intercambiamos los números de teléfono, podríamos tomar un café antes de que me vaya… De acuerdo, dijo con prisas, me voy a buscar a mi hija que está a punto de salir del colegio. Besos.

Como en las películas. Debí habértelo contado todo entonces, tomando unas copas, más allá del problemilla que, igualmente, nos acabaría costando dinero. Nada de eso. Subimos a la oficina de los clientes y de allí nos fuimos a no sé dónde. No sé. Siempre me ha quedado el regusto de haber perdido la oportunidad de hacer dos algo, dos pájaros que vuelan de un mal tiro.

Ese encuentro fue el entreacto de la historia. El primer acto comienza unos años antes, en un lúgubre garito de Vallecas, donde hemos ido a tomar una Coca-Cola. Trabajábamos en la misma Empresa y, por entonces, estábamos cambiando de oficina. Esa tarde, al llegar de una obra, me encontré la oficina de la planta invadida de cajas. Hola, dije, y apareció su cara de entre una montaña que amenazaba con caerse.

—¿Me pones un café?, pregunté por decir algo.
—¿Nos echas una mano?
—No, tengo mucho que hacer…, y me fui a mi despacho, a no hacer nada, siguiendo sumido en esa espiral descendente en que había entrado unos meses antes. La Empresa, ya te conté, daba para ello y quizá yo fuera de los que menos daño hacía por, sencillamente, no hacer nada. Vivía con serenidad, con la misma que asaltó a Jack Nicholson al final de Alguien voló sobre el nido del cuco, un estado de catatonia laboral donde todo te resbala, nada va contigo y a un día le sigue otro hasta que llegue cualquier final. Por eso no me agradó que me invadieran el cortijo, que me pidieran ayuda para algo que no era mi cometido- ¿cuál era?- y menos alguien de la Oficina Central que, como sabes, pertenecen a otro mundo, aunque no me atrevo a asegurar quiénes son los extraterrestres.

Me encerré en mi despacho. Debí de poner música y encenderme un cigarrillo, pequeños placeres que me relajaban y me permitían soñar, imaginar que volvía a tomar el pulso a mi vida, que recuperaba el ánimo perdido y hacía algo, lo que fuera. O, simplemente, ayudas para dejar pasar las horas sin más. Es duro vegetar y lamentable que tu conducta no contraste con el entorno. Qué tiempos. De abandono, de desaliño, tiempos oscuros donde aparece de súbito una luz, un fogonazo que hendirá la oscuridad y lo revolucionará todo: abrió la puerta sin llamar, los brazos en jarra, voluptuosa, llena de curvas, ¡qué vértigo, chico, ahora que lo rememoro! Fulminándome con la mirada, me dijo que ya habían acabado y que si, al menos, les invitaría a tomar una Coca-Cola. Luego han venido más, pensé. Seguro que suspiré —tic de la época que perdí semanas después— Asentiría resignado y movería la mole que era entonces. Puede ser así. Lo cierto es que salí detrás de ella y me hipnotizó su “trasera” que diría un mejicano. Hasta tal punto que, cuando me pidió que le diese un manguerazo a su coche —un M3 blanco lleno de polvo de cemento—, comencé a buscar una manguera como un perfecto estúpido. Reaccioné: llamé al palista y le ordené que lo hiciera, ¡qué cosas tienen los jefes!

Lúgubre garito de Vallecas. Coca- Cola para todos, ni siquiera yo tomé White Label. Hablaban sin parar, reían. Yo sonreía por educación y sin ella la observaba, atónito, jersey rosa y pantalón vaquero, qué brillo en los ojos, qué labios, el pelo suelto, qué cuerpo, las manos tan blancas y en una de ellas las llaves del coche y una de ellas la aprieta contra mi barriga y me susurra te voy a desinflar y el resultado fue justo el contrario: cuando nos vamos salgo henchido, con un hormigueo de deseo y de algo más que entonces no identifico, algo, algo, algo. Se subió en su BMW blanco y partió quemando rueda, ¡loca! Una anécdota: no siguió mis indicaciones y se perdió por la M-40; qué diferencia, porque yo no seguí las suyas y ando perdido por la vida.

A toda velocidad. Y, desde entonces, estoy detrás de ella, haciendo la goma como los ciclistas, a punto de acariciarla y viéndola marchar unos instantes después. Aunque hubo un tiempo en que no fue así. De alguna manera, estuvimos juntos todo un año, tarde tras tarde. No fue por casualidad. Ella dirigía el departamento de proveedores y, de pronto, me entró un interés desmedido por las facturas, los albaranes, consultas telefónicas asépticas y alguna broma, ya sabes, me conoces, pero me temblaban las piernas como al adolescente encontradizo que distraídamente pasa siempre por la calle de su chica justo a la hora en que ella sale para, posiblemente, ir a una academia y la sigue, y la sigue. Y la consigues, tú. Llegó la primera cita: fue un jueves, sin duda, porque , antes de nada, fuimos a Caja Madrid para que hiciera unas gestiones, una manera un tanto sui generis de comenzar un romance, pensé, aunque meses después entendí que habíamos quedado para tomar algo que no es lo mismo que una cita. ¿Y? Qué más daba, si la vida es muchas más cosas que la propia vida y ella me había atravesado el espíritu como las estrellas fugaces el firmamento, sin dejar aparentemente más que una estela detrás; aparentemente, porque también quedan los ojos del niño sorprendido que, azarado, no sabe por cuál deseo decidirse.

En aquella época leí a Manuel Vicent que, para adelgazar, nada como el Amor o los Celos. Empecé por el primero y con ayuda de poca comida y menos dormir, fui perdiendo el barrigón que me amenazó con la llave de su coche y, coño, entre lo uno y lo otro, comencé a estar más seguro de mí mismo, a pensar que si no es por un sueño a qué lanzarse detrás de una estrella. Y, de pronto, fue ella quien volvió a proponer que saliéramos otra tarde y otra una semana después. Si el roce hace el cariño, también te permite darte cuenta de que lo que puedes significar para la otra persona y, en este caso, ocurrieron las dos cosas. Algo de cariño le iba naciendo por mí pero era poco más que una compañía agradable. Y tampoco era el único, porque una cohorte de moscones revoloteaban a su alrededor. Y casada. Un cuadro, macho, pero quita de tu cabeza eso que estás pensando porque te equivocas, como todos lo hicimos en aquellos días. Puede que el único que descubriese el secreto fuese yo: es un espíritu libre, infinitamente libre, y juguetón, una provocadora de emociones, pero con las cosas muy claras…, al menos hasta que alguien juegue como ella. Sin ni siquiera barruntar que lo hubiera, el acertijo quiso que lo solucionase mientras yo estaba a otra cosa, como Fleming y sus cultivos. Pensando que había demasiada gente, decidí abandonar: como Romanones, decía JAMÁS y cuando decía JAMÁS decía hasta esta tarde y volvía a llamarla, siempre nos hemos eternizado en el teléfono… huir pero con la inteligencia de la mosca que a cada movimiento se ata más y más. Y ya no pude más: no soy jugador, aunque imagino que es un cóctel de desesperación, rabia, ganas de revancha, cansancio y otros sentimientos destructivos, los que mueven a jugarse el resto; acabar de una vez por todas, la ruina más absoluta, abandonar el Casino con la cabeza gacha y poder respirar aire fresco, sentir cómo se te aplaca el alma y como ya nada importa o te suicidas o sigues adelante. Y punto y aparte.

Este cuento habría tenido más brillo si me hubiera cargado a los moscardones y al marido, el Asesino de la Rosa Roja - la Flor del Amor, el Color de la Pasión- me podrían haber apodado. No valgo, amigo, para ese tipo de hazañas, soy más de Cyrano que de D’Artagnan, de modo que la escribí, sentimientos negro sobre blanco. “Noche Pelo Caoba”, una barroca declaración, un juego de fantasías y realidades, donde el protagonista acababa charlando y tomando mate con su amigo de toda la vida,¡Borges! Se lo entregué antes de Navidades y le dije que hiciera el favor de no leer entrelíneas. Confíe que le pareciera tan ridículo, tan trasnochado, que, a la vuelta de las vacaciones, se riera en mi cara, que me ofendiera de tal manera que fuera pan comido hacerse un nudo en el corazón, pobre de mí/pobre de mí, abandonar el Casino con la cabeza gacha y poder respirar aire fresco, sentir cómo se te aplaca el alma y, como ya nada importa, o te suicidas o sigues adelante. Y no, no fue así: leyó entrelíneas, me llamó loco… pero ¡peligro! que es de amor, repuse…, es muy hermoso lo que me dices o esto no lo dijo y hoy me lo invento.

Fueron desapareciendo las espinas y descubrimos juntos que no eran erizos sino corazones. Amigo, no te contaré detalles porque me resulta imposible traducirlos a palabras, serían lugares comunes a otras tantas historias aunque, quizás, tuvo ingredientes que no haya habido en muchas de ellas. Otros sí, como la dulzura y los desplantes, cartas pasionales, celos, muchos celos porque ella seguía casada y a mí, El Hombre Tranquilo, se me llevaban los demonios: ella tenía las cosas muy claras, aunque flaqueó, sí amigo, flaqueó y me confesó que le gustaría tener dos vidas para una pasarla conmigo. No la entendí. Es falso que el tiempo todo lo cura: cuántas veces he sentido no haber apreciado esas palabras justo en aquellos momentos. Conociéndola, era toda una declaración que se me pasó por alto, ofuscado como estaba con el mundo real.

Perón afirmaba que la Única Verdad es la Realidad, aunque luego se inventase una Santa y un País de las Maravillas. Sea así o no, la Realidad, tozuda la jodida, se suele imponer a los sueños y, no conforme, los maltrata, los tortura sin quitarles la vida para que sigan asaltándote, jodiéndote, ¿qué hiciste mal para no cumplirme, pelotudo? La Verdad, la Realidad, fue que se quedó embarazada de su marido, yo jamás llegué ni siquiera a besarla, y comprendí que todo se había acabado. Aquella tarde, cuando me lo dijo, me puse a llorar y ella conmigo. Llorábamos de felicidad y de tristeza, abrazados, la única vez que la abracé, como dos adolescentes al final de un verano inolvidable.

Y ahora, amigo, se me aguan los ojos y fuerzo una mueca que quiere ser una sonrisa porque luego vinieron momentos hermosísimos, puede que los más bellos.

Pasamos juntos su embarazo. Ella había llegado a un acuerdo con la Empresa y la había dejado un par de meses antes. Comenzó a cuidarse y a cuidarme como si ya le hubiera nacido el instinto maternal. Yo, cada día, tenía más tiempo libre y se lo dedicaba íntegro. Asistí atónito a la transformación de su carácter, cada vez más dulce, y de su cuerpo, cada vez más hermoso. Fui viendo cómo la vida crecía en su cuerpo, cómo la vida nos hacía un guiño, cómplice nuestro. Dábamos largos paseos agarrados de la mano, como amantes, charlando, nos reíamos, siempre me ha hecho reír. Cuando se cansaba, nos sentábamos en un banco y la observaba, me la comía con los ojos, fijaba en mi memoria cada uno de sus gestos. Cuando el embarazo ya había avanzado, en esos momentos de reposo, le gustaba desabrocharse el abrigo, tomarme la mano y pasarla por su vientre hinchado, ¿la sientes? Y me sobresaltaban aquellas patadas del bebé, la proximidad de sus senos, los latidos de su corazón… Me dolía cuando la acompañaba hasta su casa y nos despedíamos y se rompía el encanto y todo volvía a ser cruelmente real, el príncipe se convertía en rana.

¿Y qué pasaba alrededor mientras tanto? Sinceramente, no lo sé. Fueron meses en blanco, en blanco de inocencia y de amnesia de cualquier otra cosa que no fuera ella. Así es. De alguna manera, estaba burlándome de la Realidad: ignorarla me permitía ser feliz aunque, con el paso de los meses, comenzó a asaltarme la ansiedad que te invade cuando sabes que el tiempo se te escapa de manera irremediable, que el futuro será un postizo y no la continuidad del presente que disfrutas. Pensé en pedirla que nos casáramos, ya casi los tres, pero no lo hice porque ella a quien realmente amaba era su marido. Yo era… ¡qué sé yo!

Tuvo complicaciones en el octavo mes y debió de guardar reposo. Dejamos de vernos. Hablábamos por teléfono y sólo de vez en cuando porque siempre había alguien cuidándola. Lo cierto es que, en cuanto podía, me ponía un mensaje en el buscapersonas -¿quién recuerda los buscas?-, y yo me lanzaba a cualquier cabina para no perder ni un segundo de la posibilidad de escuchar su voz, mezcla ya de alegría, preocupación, temores.

—Preferiría que me acompañases tú en el paritorio…, me das más confianza, me haces sentirme más segura.- me dijo un par de días antes de que la ingresasen.

Efectivamente, no fue así. Creo que fue un miércoles cuando dio a luz, de madrugada, y yo no estaba allí. Me despertó el pitido del busca. Un mensaje: “Tengo a mi hija en brazos y me ha preguntado por ti”. Y yo no estaba allí, ya ves. Le envié unas flores sin tarjeta como habíamos pactado.

Todo había ido perfectamente y a los pocos días estaba en casa. Me avisó en el momento en que pudo y, de inmediato, la llamé: la escuché radiante, tengo ganas de verte y de que veas a mi hija, sí, cuando quieras, y pensé que dentro de poco me tendría que ir si quería vivir, porque allí no pintaba gran cosa, ella tenía una vida que seguir y yo ya jamás la tendría a ella. No es que me rindiera, amigo, es que la conocía bien, la conocía con el alma y comprendí que cualquier opción de vida en común había caducado. Así fue. Tres o cuatro meses después, me dijo que mi actitud la cansaba, ese querer verla continuamente y el enfadarme por no conseguirlo no le hacía bien, que necesitaba aire, que bastante tenía con su estado y su hija para también pelear conmigo. No me llames, por favor, yo te llamaré.

Siempre me han dado pena los perros callejeros. Cuando niño, teníamos uno que era la mascota del barrio. Le cuidábamos, le alimentábamos, le queríamos. Un buen día un coche le dio un golpe y quedó rengo; al poco, algún desalmado le abrió la cabeza y casi perdió la visión; finalmente, un día apareció colgado de un árbol y pensé que se habría suicidado. Por eso prefiero a los gatos, listos, vivos, saltando por los tejados en la madrugada.

A los pocos meses vendieron la Empresa y los nuevos dueños nos despidieron a casi todos. En fin, que al que es martillo, del Cielo le caen los clavos como cantaba alguien por aquella época o un poco antes o un poco después. Alguien debió de decírselo porque una mañana me llamó a casa. Me hizo mucha ilusión. También a ella. Ya estoy bien y quiero que conozcas a mi niña; sí, por supuesto, si es casi como si fuera mía, aunque no creo que me atreviese a decirla esto.

Nos vimos ese mismo día, de nuevo las prisas de ganarle al Destino, si es que existe. La encontré hermosa, cambiada, distinta a como la recordaba. Era ella, era yo, pero no estábamos nosotros. Me presentó a su hija, orgullosa. Me detalló los parecidos, sus meses de vida. Cógela. Lo hice con todo el temor del mundo –las manos las tengo para apoyarme- y le susurré algo al oído. Sonrió la chiquitaja: puede que sea cierto que, desde antes de nacer, reconozcan el corazón de la madre y la voz que más han oído en ese tiempo, pensé con cierta rabia: la dejé en su cochecito, me volví a la madre y la dije por primera vez, así, a bocajarro, “Te quiero”.

 

Te quiero, pero te llevaste la flor y me dejaste el florero.
Pero igual te quiero.
(Calamaro)

Me acarició la mejilla izquierda y sonrió dulcemente, con la misma dulzura con que me dijo que lo sabía y que a veces pensaba que la quería mejor que nadie, de la mejor manera posible. Lo sé, pero por eso debes seguir tu vida.

Comenzó a caer la tarde, maldito atardecer, y se marchó. Silencio. Después el silencio. El Titanic chocó contra un iceberg y se hundió: vale, tiene su lógica. ¿Y yo? Me hundía ¿y? Ni siquiera en la lucidez del alcohol de las borracheras de aquellos días entendía dónde me había equivocado al seguir el Mapa del Tesoro para terminar llegando a la mierda. Y bueno, explícale a los náufragos que si el barco se pega contra una montaña de hielo es lógico que se hunda y tú con él. Explícaselo, de acuerdo, lo entiendo, totalmente lógico pero sácame del agua, échame un flotador por lo menos.

En ésas me andaba el año del Doblete, el año que te conocí, amigo; el año que, casi literalmente, me recogiste de la calle —qué poco dura el dinero cuando lo quemas— y me diste trabajo. Gracias al amigo Gafitas. Os lo pensasteis, ya sabes, pero valió la pena por los años que vinieron después, años “de toneladas de cemento y mortero” como alguien ha escrito en las bases del concurso. Y de risas y de penas ¡Cuánto nos hemos reído, amigo! “Pero no creas que porque canto tengo el corazón alegre/ que soy como el pajarillo que si no canta, se muere”. Qué bonita canción. Y la frase lapidaria: la Procesión va por dentro. Un recuerdo: paseaba con mi padre una tarde por los jardines de Aranjuez y me contó la historia del príncipe que fue secuestrado por un feriante que, para evitar que pudieran reconocer al niño y además convertirle en una atracción sorprendente, le deformó la cara dejándole una sonrisa permanente. El Hombre que ríe, para siempre, incluso cuando lloraba.

Pero no, no temas amigo, que ya no era tan fiero el león como lo pinto. No era tan trágica mi vida en ese entonces. No me sentía tanto el Hombre que ríe como un simple tentetieso balanceándose de un lado para otro sin moverse del sitio. No puedo rescatar ni un sueño, ni un proyecto, ni un sentimiento ni un sufrimiento. Ni siquiera su recuerdo me llevaba a poco más que a un leve estado de melancolía, nada de nostalgia con su carga de amargura. Tan sólo dos veces me jaleó la curiosidad y me acerqué a su calle. La segunda mañana la vi limpiando una ventana. Me extrañó que no estuviera trabajando, porque las labores del hogar no iban con su carácter y formación. Llamé. Se sorprendió, sé que se alegró al oírme. Me contó que estaba de baja maternal, la segunda niña, y me gustó que su nombre fuera el título de un libro de Isabel Allende que la regalé años antes. Casualidades.

Y unos meses después apareció, llamémosle, El Tito. Debí de leerlo de niño en uno de aquellos platos de cerámica de Talavera que colgaban en las tabernas del viejo Madrid, donde un bocadillo de calamares y una Fanta eran un manjar de dioses, y se me quedó grabado, como un oráculo que te persigue: “Si a los 40 no te has casado ni eres rico, busca en otro planeta,¡borrico!” Fue fácil decirle que sí a la propuesta: Director general de una Hormigonera sí, cómo no; en Argentina, no hay problema. Buscar en otro planeta, claro, ¿por qué no? Mi querido Tito, ¿quién duda de que existen los ángeles? Yo conozco algunos.

Los días previos a mi marcha fueron de despedidas. Incluida ella. Porque efectivamente quedamos para tomar aquel café comprometido. Fue rápido, un cuarto de hora, veinte minutos. Me fui triste, mucho, pero no sé si por mí o por ella.

Acabado el entreacto, sube el telón.

El segundo acto comienza entrando por 9 de Julio, a la altura de Corrientes. Borges y Bioy. Calamaro y Fito Paez. Gardel , Piázzola y el “polaco” Goyeneche Martín Fierro y Maradona. Voy camino del Hotel donde pasé tantos meses. Absorbo la inmensidad que se abre ante mis ojos maravillados por tanta belleza que se marchita, monumentalidad con la cara sucia, porteños en ebullición y taxis, miles de taxis amarillos y negros. ¡A soñar, amigo! Después de tantos años, me plantaba delante del futuro, comenzaría a imaginarlo y a dedicar cada esfuerzo a moldearle. Aquella mañana veraniega de Febrero, en el centro mismo de Plaza de Mayo, mientras observaba Casa Rosada, secándome el sudor y una lágrima, comprendí que la vida no entiende de apuestas perdidas, la vida está ahí sin más. Y fuimos a por ella, con ella del brazo. En un principio, fuimos mi querido Comandante y yo. Luego se fue sumando gente, unos que creyeron desde el inicio y otros que vieron la luz más tarde. Y casi lo logramos. Nos dejaron unos fierros y nos hicimos los primeros. Pero fue muy duro. La Historia decidió escribir Hojas y Hojas del Libro que leerán las futuras generaciones argentinas: a Menen, la época de la Pizza y el Champán, le acababa de sustituir Fernando de la Rúa; durante la campaña electoral había prometido acabar con la Fiesta y a fe que lo cumplió. Tiempos de Empacho y Resaca.

Pero eso fue después. Antes, a golpe de cerveza y martini seco en La Piola —el Rearme Moral—, el Comandante, como no era ni Ingeniero, Licenciado, Doctor… o alguno de los tratamientos habituales entre profesionales, le nombré Comandante puesto que yo era Gerente Gerenal-, pues así el Comandante y yo fuimos armando una Empresa de hormigón cálida, humana, atrevida, pionera en su entorno, preparándola con mimo para afrontar un futuro que otros se empeñaban en ir maleando. Hay una frase que me decía el bueno del Gordo Chichizzola: Si sabemos hacerlo difícil, ¿a qué intentar hacerlo fácil? Lo que ocurrió en aquel país, lo que fue de todos nosotros, puede que fueran Les Luthiers los que mejor lo definieran. Decían, más o menos, así: Nos enseñaron, y en esa creencia crecimos, que éramos el ombligo del Mundo; miren ustedes que estamos descubriendo que estamos justo al lado contrario del tronco y más abajo…Los espectadores reían, aplaudían. Luego sacarían las cacerolas.

Pero eso también fue después, casi rozando con El fin del Mundo. Antes, en La Piola, el Pirata Patricio, el mago de las pizzas y los martinis, nos presentó a Claudia y dos amigas más. Al Pirata le gustaba presentarme gente, un CEO debe tener buenas relaciones, y por una vez acertó. Algo debió de notar el Comandante, porque desde aquella tarde comenzó con el soniquete de “Ya vamos a casar al ingeniero, ya, ya lo van a ver” moviendo las manos como lo hacen las barras bravas en los estadios.

Casi acertó. Lo cierto es que vimos a las tres alguna tarde más y una de ellas invité a cenar a Claudia. Mañana no, que es jueves, y los jueves son míos. El viernes quedamos y el sábado y el domingo fuimos a Montevideo- lo que hace el dinero cuando no se quema- …El jueves era su día, pero el primero me llevó a La Boca, a un conventillo, a oír tango. Aquí no vienen los gallegos, me dijo. Ni los moros ni los cristianos, pensé al entrar. Siempre he sido un enamorado del tango, de las historias portuarias, el lunfardo y el bandoneón, pero aquello era real, no un vinilo y daba miedo. Me presentó a algunos amigos, compadre, y cuando unas horas después la besé les recordé a todos y me dije hazlo bien que te la juegas. Y, sin embargo, el de mejor aspecto, ese rubio alto con ojos claros —apenas si había luz— fue el que peor espina me dio. Después de aquel día, cuando he soñado que alguien me atravesaba el corazón con una faca, indefectiblemente tenía su cara y su deje chulesco.

Eche, amigo, no más, écheme y llene hasta el borde la copa de champain. Bebimos, quiso que bailásemos, no sé, y apretó su cuerpo contra el mío, su pelo negro, sus ojos negros. ¿Capisci la felicitá?, me susurró. Su padre era italiano, ella lo hablaba perfectamente, y aquellas palabras me recorrieron de arriba abajo. Busqué sus labios. La besé. E un bello piacere, me dijo lentamente, arrastrando cada letra como suaves movimientos de cadera. Dios, qué momento. Y seguimos bebiendo champán. Y besándonos y fui recuperando el alma que creí haber perdido para siempre. Miré hacia arriba, no había cielo sino las chapas del tejado. Pero igual di las gracias.

Al par de meses alquilé un apartamento en Barrio Norte. Un día decidió venirse a vivir conmigo. Yo siempre había procurado mantener, no la distancia, sino el dejarla a su aire, libre como era, libre como la conocí. Rara vez la insistí en hacer algo y cuando lo hice, el resultado fue justo el contrario al deseado. Por eso fue ella la que decidió que podíamos compartir algunas horas más. Y yo encantado. Por cierto, también era jueves, su día, aunque entonces no caí en la cuenta.

Fue hermoso, imagínate. Aunque yo tenía más jaleos que otra cosa, procuraba cortar y llegar a una hora que nos permitiese salir, o no salir y estar juntos, una experiencia realmente bella en todo aquel despropósito que se estaba montando alrededor nuestro. Lo que no sé es cómo conseguí aislarme para amarla, para pensar en ella con toda la dulzura de la que soy capaz, ajeno a cuanto acontecía. Y, sin embargo, seguía codo a codo con la Realidad. La única Verdad es la Realidad, Ingeniero, me decía mi querido Licenciado. De eso yo ya sabía algo y me juré que la cambiaría si hacía falta.

Claudia trabajaba en un tema de software: el mundo se iba al carajo y el público compraba computadoras y jueguitos. Un trabajo mal pagado y cada día con más carga porque iban despidiendo gente cada dos por tres. No era feliz allí, pero tampoco lo habría dejado hasta encontrar otra cosa, misión imposible 4.Y decidí comenzar a jugar. Le mandaba correos, bombones, rosas rojas, peluches para que la ayudasen. Siempre con una nota con mi firma. Al volver a casa, no me decía nada ni yo a ella, por supuesto. Lo que la Realidad negaba, lo hacía la Fantasía. Le cumplía los deseos desde lejos, para no comprometerla la reacción. En ocasiones me respondía con un correo… Ha sido una bonita manera de empezar la semana. Grazie… y a mí me alegraba el día, ya ves, me hacía feliz porque pensaba que, al menos durante un momento, ella lo había sido.

Se marchó Cavallo y nos dejó su Corralito. Cayó De la Rúa. Pusieron a Rodríguez Saá, lo voltearon y apareció Duhalde. Un par de semanas, dos decenas de muertos, caceroladas, la Deuda no se paga y aplausos, Pesificación,la Devaluación controlada, la Inflación descontrolada, el ambiente cada día más pesado, más pesado. Capital cortada por los piqueteros y por la clase media. Un día se encontrarán y habrá un baño de sangre. ¡Qué Quilombo! Y llegó un jueves y Claudia salió. Era su día, pero yo ya no lo recordaba. En los últimos meses había dejado su día a un lado y, de sorpresa, lo retomaba. La verdad, no entendí porqué. Lo tomé con espíritu olímpico; esto es, salí por los boliches de Recoleta y tomé trago tras trago hasta que comencé a ver al Rubio del conventillo de La Boca y me llevaron los demonios. Qué pesadillas que el alcohol agigantaba y deformaba, deformaba y agigantaba hasta llevarme a gritar enloquecido. En un boliche que me conocían me pidieron un taxi que me llevó hasta casa. Cuando entré en el dormitorio, Claudia dormía plácidamente.

Todo a mi alrededor empezó a parecerme un gore, La Caída del Imperio Marciano. Mi amor por el país, mi amor por mis compañeros y amigos, por cuanto había ayudado a construir me golpeaban con crudeza e insistencia, me quebraba los nervios, aunque me lo guardase. Nada, nada de todo eso va contigo, coño, sepárate, toma distancia. Nada, salvo Claudia, te ata aquí. Nada. Y una noche la dije si se quería casar conmigo… y me dijo que no, que era tan feliz que a qué cambiar, pero que igual prepararía la Fiesta… así de sorprendente es Claudia. Fue dos semanas después en la estancia de su padre, a orillas de Tigre, al norte de Capital. Decenas de invitados. Nos recibió una banda del Centro Gallego con un ¡Que viva España! —la de Escobar— que me emocionó, un gaucho preparando un asado al ruedo, buen vino de Mendoza y un partido de fútbol para acabar. Entre medias, nos bailamos un vals sobre el césped.

No salimos de luna de miel. Me tomé tres días libres y los pasamos, los paseamos por Capital. Dábamos largos paseos agarrados de la mano, como amantes, charlando, nos reíamos, siempre me ha hecho reír .Buenos Aires tiene un cariño que era mío. Nunca habíamos pasado tanto tiempo juntos. Recordamos momentos que parecían lejanos y de los que sólo nos separaban apenas algunos meses. Todo iba tan deprisa. Una noche cenamos en La Piola. La propuse ir al conventillo donde nos besamos por primera vez. No, me respondió, y ahí quedó la historia. No sin más y yo no insistí. Había aprendido a no hacerlo.

El cuarto día era Jueves. Volé temprano a Montevideo por trabajo. Pero volveré a las ocho, la prometí. Hice maravillas, acortando reuniones, regresé acojonado en uno de esos aviones que parecen de juguete, me colé en la fila de remises… y no estaba. Había habido problemas en Capital, duros, duros, y me temí lo peor. Algo le había pasado…Comencé a ofuscarme, a imaginar no sé qué. Entonces vi su ropa de la mañana; de la ducha todavía salía vaho. No, ningún problema, sólo que era Jueves. Ya hubo otros entre el primero y éste y sabía cómo actuar. Nada que ver con borracheras, nada. Lo único perenne era El Rubio. Y bueno, uno sólo puede controlar las reacciones de uno mismo. Me duché, me cambié de ropa y me fui a cenar afuera. Estaba llegando a Santa Fe cuando vi a un grupo de turistas españoles. Inconfundibles. ¿Que por qué? ¡Hablaban a voces! Se iban parando en los escaparates, de modo que muy pronto estuve casi a su altura. Y, entonces, la vi. ¡Que nadie me diga que algo era imposible en aquel Buenos Aires! Era ella, no había duda, una turista más entre tantos. Apreté el paso, me puse a su espalda y apenas si pude susurrar su nombre de la emoción. Incluso se volvió, se llamaba igual pero no era ella. Nooo. Ella, posiblemente, estuviera durmiendo en Madrid o desvelada por una de esas malas noches que en ocasiones dan los niños. Pedí disculpas. Creo que me sonrió. Puede. Estaba seguro que era ELLA y lo sigo estando porque, en ese momento, no hubo ningún Sancho que me dijera que eran molinos. Era ella, con seguridad y con esa seguridad volví a casa, me acosté y la soñé. Claudia, cuando llegó, me preguntó si dormía, me besó y yo seguí soñando.

Cuatro días después cometí un error que me pudo costar muy caro. En la Provincia de Buenos Aires, como el dicho de la Guardia Civil: cabeza alta, mirada al frente y mala leche. Desde el primer día me advirtieron que en Provincia, por la noche, no se respetan las luces rojas; se hace un ceda el paso y siempre, incluso de día, se tiene que ir con la ventanilla cerrada. ¿Por qué paré? ¿En qué estaba pensando? ¿Estaba disfrutando de la brisa de la noche? Tres mierdas le importaron al chorro que me encañonó en la sien. Afortunadamente venía huyendo y no se entretuvo mucho conmigo. Me hizo bajar, sonaron dos tiros, me golpeó en la sien y caí al suelo. Oí arrancar mi coche, otros disparos y el zarandeo de los policías, quizás buscando la cartera. No es nada, no es nada; o no tiene nada, no tiene nada.

A la mañana siguiente, mi aventura argentina se había acabado. No fue miedo, sino la conciencia de que, igual que ése, podía cometer otros innumerables errores, en cualquier orden de la vida. Pasé una semana mustia, musitándome palabras de ánimo y de desánimo. No sirvió de nada. Y si hacía ya muchos años escribí una carta de amor entrelíneas para arruinarme por completo, aquella mañana le dije a Claudia que me volvía a España. También esta vez esperaba una risa desbordada, un cobarde que te vas, que te vaya bien. Y no. Tomó la ficha que yo había echado sobre el tapete verde, mi última ficha. La guardó en su bolso: Eres un ventajista, me dijo, porque sabes que te quiero; nos iremos juntos. Mi lado destructivo se quedó paralizado a mitad de camino de la salida del Casino. Mi yo que la amaba, tembloroso de miedo y emoción, le tendió una mano y salimos amarrados a tomar aire fresco, con el alma aplacada. Intenté recordar qué le ocurría al final al jugador de ruleta rusa de El Cazador. No lo conseguí.

Tres meses después me marché solo. Así lo habíamos planeado. No veía claro mi regreso laboral y quería, antes de que Claudia viniese, saber más de él. No fue a despedirme. Salí de casa como cada día, como si fuera a trabajar unas calles más abajo. Sí fueron a Ezeiza mi querido Comandante y tres más de los nuestros. Cuatro cincuentones bragados que habían conseguido sacar a flote una empresa, sus familias, nuestras vidas. Anunciaron mi vuelo. Hicimos una piña y nos pusimos a llorar desconsolados y, a la vez, tratando de darnos ánimos, intentábamos decir boludeces. Segundo aviso. Tomé mi maletín y me dirigí hacia la puerta de embarque con paso firme, seguro de mí mismo. Me volví, los cuatro ahí enfrente, de pie derecho. Adiviné que, de alguna manera, me quedaba en Argentina para siempre.

Sabes que no me encajó la propuesta que me hizo la Empresa. A la semana encontré trabajo en Madrid, con mi Tito II. Unos meses después, cuando creí estabilizada la situación —alguna vez acertaré—, le pedí a Claudia que viniese. Llegó de mañana, un día gris de otoño, con su carilla cansada, bella como una diosa. Supuse que alrededor habría hombres que me envidiasen y mujeres que hubieran deseado recibir ese abrazo tierno y contundente, esos besos arrebatados a la desesperación. Estaba ahí, entre mis brazos, a un paso de su querida Venecia, iremos, mi vida, iremos.

El primer año se alimentó de la fuerza de la novedad, todo era nuevo, tranquilo, seguro. Comenzó a impartir clases en el Liceo Italiano. Organizó su vida y yo comencé a enredarme con la mía: el trabajo, los horarios, la mala leche, el puto hormigón. Estaba dejando de ser el brillante CEO para ser un directivo intermedio, moría el gallego que llamaba la atención para convertirme en Juan Gris. Y, sin embargo, todo cambiaba al llegar a casa. Había hábitos, caricias que aún nos llevaban a desnudarnos el alma y el cuerpo.

El segundo comenzó cojitranco. La botella se había quedado abierta y la fuerza de las burbujas se escapaba. Claudia no se adaptaba a nuestra vida. Decía de mis amigos, de mis amigos de siempre, que eran una familia y ella se sentía una extraña. Tampoco nuestras escapadas eran gloriosas. No, al menos, si se comparaba con nuestra vida en Buenos Aires. Si yo añoraba mi vida allí, culito de mal asiento, qué no le pasaría a ella.

Incluso había perdido la costumbre de los jueves. La animé a recuperarla - ¿qué importaban otro Rubio y otro conventillo si estaba tan segura de ella? – y lo intentó dos o tres semanas. Abandonó. Se me estaba marchitando mi querida Claudia.

En Enero, por su cumpleaños, la llamé. No sé porqué lo hice. Estaba de vacaciones con su marido. Fue una conversación fría, breve. No tuve ocasión de contarle que la había visto una noche en la Avenida Santa Fe; ni que siempre veía flotando sus ojos en los atardeceres en Montevideo. Te llamaré por tu cumpleaños. Colgamos. No lo hizo.

Aquel verano preparamos un viaje por Italia. Claudia volvió a florecer y yo con ella. Unas semanas antes, el Tito II tuvo el infarto. No podía moverme de la Empresa hasta que se recuperara. Pero, vete tú, Claudia, mi amor, si yo estaré por allí, escondido en cada esquina, iré algún fin de semana. Seguro. Se marchó. Disfrutó. Volvió revitalizada, flotando en una nube. Me contó y contó y, sorprendente, no afeó que yo no hubiera cumplido mi palabra. En fin, era tan feliz que poco importaban los detalles. Dicen que con la edad la gente se reforma; más bien debe de ser que perdemos las fuerzas.

En realidad, Claudia nunca regresó de Italia. Se quedó allí. Yo tampoco estaba ya por aquí. En aquellos días de su viaje, me sonó el móvil a eso de las siete y media. No reconocí el número. No suelo coger el teléfono en esas circunstancias. Lo hice, sin más. Era ella, su voz más dulce, traída de hacía muchísimos años. Le pregunté si era mi cumpleaños; me pregunté si sería otra alucinación. Hizo planes, teníamos que vernos, pensé que me echaba de menos, que era una pieza en su tablero. Habían sido tantos años de silencio, de amarla en silencio, que la oportunidad de poder decírselo me nubló o me iluminó, o ambas cosas. Quedamos a comer tres días después. Llegué tarde. Me esperaba con una sonrisa enorme, brillante. Durante la conversación los años parecieron aniquilados. Qué sensación. Hablamos y hablamos. Le conté cuantas veces le había perseguido en sueños, cuantas otras le había repudiado. Ella escuchaba y sonreía. Sabía que siempre nunca le había dejado de querer. Entonces me preguntó si me había casado. Me puse a la defensiva. Sentí que el pasado era justo eso para ella. No la respondí sino que la disparé que sí, con una mujer de treinta años, bellísima, tan dulce.

Me acarició la mejilla izquierda y sonrió dulcemente, con la misma dulzura con que me dijo que sabía que nunca había dejado de quererla y que a veces pensaba que la quería mejor que nadie, de la mejor manera posible. Lo sé, pero por eso debes seguir tu vida.

Pedí la cuenta. Mientras firmaba el ticket le pregunté cuál era su ciudad favorita. Venecia, me respondió.

Para cuando me hablaste del concurso, amigo, Claudia llevaba semanas en Italia. Pensé en ir a buscarla, dejarlo todo e ir a su encuentro. ¿La hallaría? Mi corazón me decía que sí; mi cerebro le apoyaba pero añadía que sería un jueves, su día. Hice la mitad. Pedí la cuenta al Tito II y me vine a Lloreda, a un pueblecito de Santander, desde donde te escribo. No tengo móvil, ni ordenador. No existo para la era moderna.

Con otros, puedo confesar que he vivido; que los sueños, sueños son; que las vidas son ríos. Presiento la Paz cuando paseo temprano por los prados del valle. Me siento en paz cuando canto tangos con el Ingeniero – dicen de él que se inventa las letras y se sorprenden cuando yo me las sé-. Silencio en la noche, ya todo está en calma/ El músculo duerme, la ambición descansa. Tengo enfrente de mí una frasca de orujo blanco del Pas. Si bebes los chupitos a sorbos cortos es mejor que lo tires al fuego. Si lo haces seco y volteado, notas cómo te quema por donde pasa, cómo se te enciende tu yo más profundo, irresistiblemente. A la mañana siguiente, la resaca no es dura. Te nubla levemente los sentidos, no piensas con claridad y todo te parece un sueño. Más agradable es el regusto en la boca, has bebido y lo notas. Sabes que hablo del Amor.

No sé cómo acaba el relato. Supongo que cualquier día de éstos me tendrás que volver a dar trabajo. Verás qué idea me ha cruzado ahora por la mente: como me contaba Borges en “Noche Pelo Caoba”, siempre se ama al mismo Espíritu con distintos cuerpos, en distintas circunstancias. Cambia la intensidad, las maneras, pero no el sentimiento. Noto una mano suave, fría, blanca en mi mejilla. Y oigo una voz que me dice suavemente…

¿Cómo acababa el jugador de El Cazador? ¿Lo recuerdas? No temas, amigo, es una broma. Es que estoy borracho y brindo por las mujeres. Ciao.

 

© Luis Alberto Rodríguez


© ilustración P.Díaz Del Castillo

 

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