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El beso y la muerte/A ritmo de tango

por Jone Miren Asteinza

 

   El beso y la muerte

Los chicos se reunieron para jugar a su juego preferido. Pensaban divertirse de lo lindo pues habían invitado a la chavala nueva del barrio. Fueron al descampado que quedaba cerca de la estación del tren. Al llegar se agruparon por parejas y se dispusieron a jugar a “el beso y la muerte”. 
Bajo la atenta mirada de Pedro —el jefe de la camarilla— un chico llamado Carlos le dijo a la niña nueva:
—Ahora tú y yo jugaremos a la eternidad. Primero, nos abrazaremos, y luego nos besaremos
— ¿Y después? — preguntó la niña
—Y después nos morimos y permanecemos juntos para siempre.
La niña sonrió, cerró los ojos y entreabrió la boca. El chico de los ojos almendrados se acercó a ella aún más, e imitando al galán de una película que había visto en la tele, la cogió por la cintura, la atrajo hacia sí, le separó el pelo de la cara y la besó en los labios, no una, ni dos veces, sino tres o cuatro, y animado por los vítores y aplausos de sus compañeros de juegos, cada vez la besaba con más ferocidad. Justo cuando se disponía a besarla por quinta vez, algo inesperado sucedió: de repente dejó de abrazarla, y poniendo los ojos en blanco la miró sin verla y se desplomó. Los demás niños, asustados, empezaron a gritar y corrieron despavoridos. Todos excepto Julia, que se quedó con la vista fija en el cuerpo que yacía a sus pies.
—¡Pues vaya una tontería de juego! —exclamó Julia
Se dio media vuelta y se marchó a casa.

Al día siguiente enterraron a Carlos. Todo el barrio estaba consternado por aquella muerte tan injusta como inesperada. Un ataque al corazón, dijeron los médicos, pero cuando Julia, acompañada de sus padres, se presentó en el sepelio, chicos y chicas le dieron la espalda siguiendo las indicaciones de Pedro.

Cuando empezó el colegio nadie quiso tenerla como compañera de pupitre, pero lejos de sentirse aislada, Julia parecía estar a sus anchas en la última fila de la clase. Desde allí podía observarles a todos: aprendió a reconocerles por la forma de sus cabezas, y no solo memorizó sus voces, sino que podía distinguir los estados de ánimo de cada uno por sus tonos de voz. Sabía perfectamente quién había estudiado y quién no por la postura que adoptaban para contestar a las preguntas de la maestra.  Y cuando estaban en el recreo, hasta con los ojos cerrados podía distinguir quién pasaba por su lado simplemente por el olor de su cuerpo. Todos tenían su propio olor; María olía a lavanda, Antonio a pan recién hecho, Miriam a queso, el olor de Juan era igual al de la hierba mojada, mientras que la ropa de Carmen olía a bebé. Sin embargo, aunque Pedro carecía de olor, Julia podía percibir el aliento en su cuello cuando Pedro la acechaba por detrás.

Las hojas de los árboles cambiaron de color y el invierno se echó encima. Si no llovía, nevaba, y si no, hacía ventisca. Y llegó de nuevo el verano y los chicos volvieron a jugar en el descampado a otros juegos.
El tiempo pasaba y el nuevo curso comenzó y terminó. Y volvió a venir el verano, las vacaciones, el descampado y los juegos.

Con el tiempo, Julia se convirtió en una joven que parecía tallada en hielo, y su aspecto misterioso le daba un aire casi etéreo. En el instituto las cosas empezaron a cambiar, y los chicos que llevaban años sin hablarle se acercaban a ella cada vez más. Al principio verbalmente, con un escueto saludo y una expresión insustancial, después con miradas libidinosas, como las de Pedro, miradas que no pasaron desapercibidas para Julia y a las que respondió tal cual lo había planeado, con una sonrisa trémula que terminó de cautivarle irremediablemente.
Todo ello dio pie a que Pedro se enamorara perdidamente de Julia. El rumor no tardó en extenderse. María, Miriam y Carmen se sintieron tan defraudadas que terminaron por abandonar la pandilla, mientras que a los chicos prácticamente la envidia les corroía.
Pedro y Julia empezaron a salir. Caminaban juntos por el parque y como cualquier otra pareja, se sentaban en un banco aislado y hacían manitas. Pedro la miraba cándidamente y Julia se dejaba acariciar.
Una tarde de primavera Pedro intentó besarla. Julia le esquivó echando la cabeza hacia atrás.
—¿Por qué quieres besarme? —preguntó Julia, y añadió— ¿Es que acaso no tienes miedo?
—Un poco sí, lo reconozco, pero ya no aguanto ni un día más sin besarte. Sueño con ello a todas horas. Dime, ¿me dejas que te dé un beso?

Como toda respuesta Julia alzó los hombros, pero al contrario que la otra vez, no cerró los ojos. Pedro se acercó, temblaba más por el miedo que por la emoción que sentía pero siguió adelante. Puso sus labios sobre los de ella y empezó a besarla con avidez. Julia entreabrió la boca y la lengua de Pedro buscó la suya y fue tanta la satisfacción que Pedro sintió en ese momento, que de repente todo se volvió inicialmente borroso para cerrar los ojos para siempre un instante después.

 

   A ritmo de tango

Se conocieron esa misma tarde. Ella estaba en una zapatería probándose unas sandalias verdes para los días grises, cuando a su espalda, una voz de hombre y  de aspecto amable, le dijo:
—Preciosos pies, estoy seguro que se te da bien el baile.
Se rieron al unísono y entablaron conversación sobre los zapatos que estaba a punto de comprarse. Salieron juntos de la tienda y dieron un largo paseo por el parque charlando jovialmente, hasta que él sugirió ir al salón de baile que había en la calle de enfrente y pasar el resto de la tarde en danza.
Ya en medio de la pista tomaron posiciones y, mirándose fijamente a los ojos, se unieron en un abrazo y empezaron a bailar. Y así, entre pieza y pieza, compartiendo miradas, sonrisas y emociones bailaron toda la tarde.
Cuando sonó el talán de la medianoche, él se acercó a la orquesta y pidió que, como despedida, tocaran un tango, preferiblemente el titulado “Volver” pues era su preferido. La orquesta aceptó su petición y esperaron a que la pareja estuviera en la pista, preparada para el inicio del  baile.
Y entonces surgió esa transformación que sufre la pareja cuando se dispone a marcarse un tango. Él y ella abrazados dibujaron figuras, pausas, movimientos, delinearon cortes y perfilaron quebradas, sin soltarse ni un solo momento. Casi maniatados, bailaron sentimientos  en un abrazo eterno, pues eso es un tango, un sentimiento que baila.
Cuando ella se acostó esa noche, las escenas del día tornaron a su memoria en una ordenada sucesión: las sandalias, las risas, el paseo por el parque y el salón de baile. Pero entre todos los recuerdos resaltaban dos,  que no olvidaría jamás, así pasaran veinte años: la sensualidad con que habían marcado aquel tango y el sabor que le dejara en la boca el último beso.

 


© Jone Miren Asteinza

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