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El llanto del mundo

por Axel Vite

 


I


He aquí un mundo poblado con locos, radioactividad,
perros heridos bajo una mirada ausente que no fermenta,
proxenetas, luz neón, cigarro, amantes que avanzan con el abdomen abierto, 
bactericidas y comerciales donde te venden
una sonrisa que se puede cambiar cada semana o adaptarse a la situación;
condimentado con prostitución, decadencia, óxido en los ojos
y disparos que derriban un beso para manufacturar
guantes y condones con forma de espada tronadora.
He aquí un mundo delirante, sin tregua, sufriendo espasmos bajo el ruido del claxon
y los vendedores de seguros.

Un mundo donde pronunciamos —o creemos pronunciar— la palabra Amor
mientras rodeamos al amado o a la amada con una cadena de insectos furiosos
y vertemos nuestra saliva (la espuma cabalgando el espacio con ansiedad) en su ombligo:
esperando que el árbol de nuestro deseo lance sus raíces como estacas
para someter los átomos que no nos pertenecen, vertemos un elixir que reduce y quema.

También pronunciamos la palabra Hermano sólo cuando es más conveniente:
cuando la batalla truena bajo nuestros pies,
cuando el cáncer conduce sus corceles de muerte por las células de nuestro cuerpo
y, sobre todo, cuando nos sentimos extraviados, entonces gritamos
«¡Hermano, te necesito!»;
pero esa misma palabra, gran parte del tiempo, 
la olvidamos cuando nos encontramos sentados en el sofá,
observando cómodamente el fútbol o las telenovelas
y da igual si el hermano o la hermana mueren bajo una lluvia de acero.

(Deberíamos aprender, supongo, cómo pronunciar un beso,
un hechizo que encandile la vibración de los átomos,
un himno que levante los huesos de todos los mártires.
Pero seguiremos hablando con espadas bajo la lengua, lacerando cumplidos y poemas.)

 

II

 

Para ser honestos, nos entusiasma la violencia:
de vez en cuando nos complace ver un relámpago de fuego abollando el cielo,
aunque los estorninos y los lepidópteros se destrocen y la mirada de una muchacha
reciba el disparo violento de la muerte;
la explosión de una lágrima y la muerte de un dios que sólo sirve para tener esperanza
y no para conquistar las bolsas de valores en Wall Street,
todo eso nos hace sentir poderosos.
Por eso continuamos extraviando niños en la boca del lobo,
asesinando astros y ojos bajo una ráfaga de aerosol
y derribando árboles más viejos que mi abuelo con tal de fabricar
más instrumentos de tortura. 

Fabricaríamos zapatos con golondrinas o cardenchas si fuera posible.

 

III


Miren, ahí, justo en la esquina, hay un hombre que muere sin saberlo,
rodeado por fantasmas que aniquilan los suspiros y la bondad.
Es imposible salvarlo. Imposible. Se los digo seriamente, mientras vacuno mis ojos.
(La democracia así lo dictamina.)
Observen cuidadosamente, en las manos tiene llagas que se abren como bocas furiosas
esperando morder el último pétalo de la noche,
el hermoso pétalo con atmósfera de virgen conservada;
y en sus ojos revolotean ráfagas violentas como petardos y perros hambrientos
que lo distorsionan todo:
si el hombre mira un niño, una flor, un beso,
su cerebro —poblado con el insistente ruido de la pornografía—
registra un pequeño monstruo azul, un pedazo de mierda
o el polvo de huesos que deja el amor;
su corazón es una amalgama de tierra bañada en pus y vómito sanguinolento,
una bolsa de plástico donde la sangre se acumula torpemente.
Debe caminar con la mirada hacia el suelo, conformándose con la piedra
y viejos cadáveres,
incapaz de tocar una sonrisa o alcanzar la pulsación de una golondrina;
no conoce otra forma de vivir
Pobre hombre. Pobre idiota.    

Pero no es el único, no lo es.
En todas partes, llorando lágrimas invisibles, mujeres que sobreviven ocultas
bajo un manto de seda, llamando a un ángel que pueda cubrir sus sexos,
duros como la piedra que rompe un cráneo porque los hombres censuraron su placer.
Mujeres azules —con el azul de una nebulosa—, amarillas, tronadoras,
con ansias de cometa besando los últimos suspiros de Merope,
con un amor guardado durante siglos de espera,
aleteando con valentía bajo un bostezo para ganar impulso,
arrastrando luz de luna hacia un pétalo,
llamando a Whitman desde las olas y el corazón de las olas;
todas ellas, reducidas a un pedazo de carne,
bañadas en cloro y monóxido de carbono,
con amputaciones desde su nacimiento.
(Dicen que nacieron para complacer los instintos del hombre, para enaltecerlo.
Yo no lo creo.)

Peor aún, hay niños abofeteados por el sexo y las profecías del fin del mundo,
buscando sus primeros sueños con las manos rotas,
persiguiendo insectos calientes que llevan la muerte encima.
Yo los he visto, se los juro, cansados y torpes, violentos e inseguros,
con la mirada saturada de penes y senos, mutilaciones y deformidades
(cuestiones del espectáculo),  
intentando ser adultos para ganar algo llamado salario mínimo.
A los nueve años desean ser sicarios, gigolos y rockstars con los ojos inflamados de luz.
A los diez ya pueden hablar con la lengua cargada de injurias
y tierra que no fermenta los cadáveres.

Y también hay dioses, con cien manos o cien ojos,
tan feos como un perro mutilado, tan exóticos como una cucaracha de oro.
Nacen y mueren según el capricho de la bolsa de valores.

 

Del libro: Oda la Música por Axel Vite, en colaboración con Astromelia Ediciones, Oaxaca, 2017.  

 

 


© Axel Vite

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