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El pasado no cambia

por Amparo Baliño



No sabe qué la llevó a tomar la decisión de volver, quizás la idea de que ya era momento de detenerse. Mientras viajaba hacia allí, se repetía aquello de que el viajero que huye tarde o temprano detiene su andar.

Tumbada en la tibia arena, intenta animarse pensando que son solo siete días, y los dos primeros ya han transcurrido, ciertamente, solitarios y aburridos. La playa ha estado abarrotada toda la mañana, pero ahora —cercana la hora de la comida— se va, poco a poco, despejando. Se incorpora pensando que ya es hora de ponerse en movimiento. Con los ojos entrecerrados, cegada por la luz del sol, las imágenes del sueño regresan con fuerza, dejándola un poco aturdida. Y la letra de aquella canción que cantaba la niña del sueño resuena con fuerza: "Vuelve, todo vuelve, como la moneda lanzada al aire..." Sacude la cabeza, no quiere dejarse vencer por el pesar. Se dará un paseo por la orilla antes de acercarse al chiringuito a tomar una cerveza bien fría.
 
Lo ve venir desde lejos. Se dice que no es él, no puede ser él. Pero es, y sigue teniendo una impresionante figura. Apenas tres metros los separa cuando él la reconoce y se detiene. Se contemplan unos largos segundos, interminables. Una sonrisa aflora en los labios. Él reanuda el movimiento, ella lo imita. Frente a frente, se cruzan las miradas. Los mismos ojos de entonces, el mismo color, el mismo brillo, pero con cientos de pequeñas arrugas que delatan el paso del tiempo, casi veinte años. Él reacciona primero, abre los brazos para intercambiar el abrazo, las consabidas frases de saludo. La piel arde bajo el sol abrasador, los pies se hunden en la arena caliente. Ella propone una cerveza.
Charla y risas. Leves roces de las manos.
—Y aquellos mejillones... ¿te acuerdas?, recogíamos cada día un buen puñado.
—!Uf, y que lo digas! Llegué a aborrecerlos. Hasta el olor me revuelve las tripas.
—A mí me transporta a...
—Ya. Imagino a dónde.
 Más risas y más bebida. Hasta que varias cervezas más tarde, él sugiere tomar un café en su casa. Ella amaga una excusa: debería darse una ducha, con toda esta sal, toda esta arena... Él tiene el coche cerca, agua en abundancia y el frescor del patio de su casa; insiste:
—Y un café, o mejor, un carajillo ¿recuerdas?
Ella sonríe y acepta.

La casa en la colina. El mirador con sus hermosas vistas. Apoyada en la balaustrada contempla unos barcos a lo lejos sobre el azul intenso del mar. Se teme que este retorno al pasado volverá a enfrentarla con algo más profundo.
—Esto apenas ha cambiado...
—Ahora vivo solo, mis padres murieron, ya sabes.
—Sí, lo siento... ¿Y tú te quedaste con la casa?
—Hubo sus más y sus menos. Mis hermanos... bueno, cosas de herencias... El baño sigue en el mismo sitio. Toma, una toalla limpia. Voy preparando el café. Te espero atrás, en el patio. Es el único lugar fresco a esta hora de la tarde.

Sí, el patio es fresco. Mullidos sillones. Grandes macetas llenas de flores. El murmullo de una fuente. El ambiente es embriagador. Las horas transcurren lentas. La conversación se aletarga. Él pasa a la acción e inicia la conquista. Unas manos inciertas recorren su cuerpo. Se esfuerza en alejar la absurda y grotesca imagen que le sugiere ese contacto: un sambernardo con el barril vacío, apestando a alcohol; de ahí lo del barril vacío, claro, se dice, y trata de alejar unas luces que alumbran las huellas que, en otro tiempo, por allí dejó...
Los labios se encuentran. Nuevo recuerdo: él, más que besar, picotea.
Y el ayer se hace presente.

¿Qué hace ella allí? Aquella casa, aquel hombre... ya pasó por todo eso una vez. ¿De verdad quiere volver a vivirlo? Volver a ser la chiquilla de quince años enamorada de ese chico mayor. Los bailes agarrados, las manos en su espalda, la humedad de su sexo, la arena caliente, las brillantes estrellas en el cielo, y él vaciándose en ella...; para luego, tras acallar sus jadeos, con vacua mirada, unas pocas palabras de agradecimiento. ¿Y ella? Ella anonadada, preguntándose si eso era todo; tantas películas románticas, tantas novelas de amor... y de verdad ¿eso era todo? ¿Dónde estaban los besos apasionados que le hacían a una perder el sentido? ¿Y el calor? ¿Dónde las caricias que debían provocar un fuego abrasador? Él no acariciaba, manoseaba. ¿Y ese estremecimiento que debería haber hecho temblar el mundo, aquella pequeña y dulce muerte que supuestamente habría de elevarla hasta clavarla en el cielo? Sus embestidas solo habían provocado unos molestos calambres en su vientre. Y luego, al ponerse en pié, algo caliente resbalando por sus piernas. Pasar una mano entre sus muslos y, en la semioscuridad, advertir el color rojizo del semen mezclado con su sangre. ¿Y eso fue todo, loca chiquilla? No. Luego, días esperando una llamada. Hondas noches de dolor llorando su ausencia. Su recuerdo encadenando, uno tras otro, cada sueño. Y él, de Altamiro, sin dar señales de vida, arrebujado en su cueva. Acabó el verano y dejó el pueblo. Años después supo —en los pequeños pueblos todo se sabe— que se había casado porque esperaba un hijo; que no acabó sus estudios de Medicina, sino que pasó a dirigir la constructora de su padre que tanto odiaba pero que tan buenos beneficios daba. Que luego se divorció. Sus padres murieron. Y que le había salido un adolescente rebelde, que se había hecho músico y marchó a recorrer mundo.

—Disculpa, se me hace tarde.
—¿Tarde? ¿para qué?
—Para irme.
—No te entiendo. Creí que estabas sola, que no te esperaba nadie.
—Y así es. Nadie me espera. Pero ha explotado la burbuja.
—¿Qué burbuja?
—La burbuja en la que vivía. Me acabo de dar cuenta de que el pasado no cambia, solo el presente puede ser modificado, intervenido. Aquella vieja ilusión, ha muerto.
Y con un brusco ademán lo aparta. La hora de la verdad por fin había llegado. Tanto tiempo esperando, alimentando aquella esperanza humilde... Pensamos mucho y sentimos poco.
—Tenía miedo. Aquella primera vez tuve mucho miedo ¿sabes?
—Ha llovido mucho desde entonces, Pequeña.
—Veinte años... Pero lo peor vino después, cuando me detectaron la infección, luego la operación, las complicaciones... ¿Por qué me dejaste caer así? Como la moneda lanzada al aire. Que vuelve. Que cae. ¿Por qué no te pusiste un puto condón, joder? Como ahora... Pensé que habrías madurado, pero parece que es cierto aquello de que algunos se endurecen por partes, se pudren en otras, pero jamás maduran. Ahora puedo ver tu verdadero rostro.
 
Huye; casi corre. ¿Cómo vengarse de quien te robó la vida? ¿Dándole a probar su propio veneno? Pues ya estaba hecho. ¿Qué, si no, había ido a buscar? Algo así como el sentido de su vida, quizás solo una caricia en el alma.
Se aleja bajo el burlón mirar de las estrellas que con indiferencia hoy la han visto volver y... ¿y quién es el loco que quiere volver al primer amor? dime, Gardel.

 


© Amparo Baliño

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