Génesis 2.22
por Juan Manuel Navas

Para C.

 

Hoy me ha vuelto a llamar. El maestro siempre hace lo mismo. Al final del día cuando ya estoy agotada y mis manos están tan lejos de mí. Suenan en la puerta unos golpes que se empeña en recordarme, es una seña y sabrás que soy yo quien te reclama. El maestro anda siempre con esos juegos, como si a alguien le importase que una pobre sirvienta fuese a la casa del maestro. Él dice que es por sus enemigos, que quieren quitarle a su modelo más preciada.

Pero no es él quien llama a la puerta, es un niño que cojea, dicen que su padre le rompió la rodilla a bastonazos durante una borrachera. La puerta de atrás da a un patio donde se acumulan los desechos. Estoy cansada, niño, dile al maestro que esta noche no quiero ir. Pero sigue ahí, no me mira directamente a los ojos, se balancea de forma extraña. ¿No me oyes? El niño se queda quieto, levanta la cara y entiendo que no puedo negarme a ir.

Las calles están sucias pero no podemos verlo, está todo a oscuras. Es el olor. Voy de la mano del niño, conoce el camino y anda deprisa, esquivando los restos del día. Al menos no hace frío y puedo sentir mi cuerpo preparado para ver al maestro. Y me acuerdo de la primera vez que posé para él. Había venido a visitar a mi señor. Yo servía la mesa, las frutas, el vino, la carne caliente. Desde el principio noté que me miraba de forma extraña. No con esa intensidad que suelen hacerlo los que vienen a la casa. No había deseo ni preguntas. Solo medía mi cuerpo bajo la ropa. Eso me dijo tiempo después cuando estaba desnuda y él me dibujaba una y otra vez.

Date prisa, no hay tiempo, quítate la ropa, no hay tiempo. El niño se ha sentado en un rincón de la gran habitación en la que trabaja el maestro. ¿Por qué tardas tanto? ¿No ves que no queda tiempo? El niño mordisquea un trozo de pan y sigue sin mirarme. El maestro ha abierto la puerta y me ha asustado. Siempre ha sido amable conmigo, tómate el tiempo que necesites muchacha, no tengas miedo, sólo voy a dibujarte. Al principio sentía algo de vergüenza cuando me pedía que adoptara posturas propias de un animal a punto de ser sacrificado, cuando me corregía con sus manos manchadas de pintura y tomaba mis brazos, mis piernas, así, muchacha, tienes que ponerte como digo. Pero siempre lo hacía con delicadeza como quien corrige la postura de un niño, de un niño al que quiere y terminé por acostumbrarme. Hoy no.

El niño se ha dormido a pesar de los gritos del maestro. Respira despacio y parece que no le duele nada. Eva, todavía me falta Eva. Al principio no entiendo a qué se refiere. Por el suelo, por las paredes, encima de los estantes hay decenas de dibujos, hay animales y frutas y mujeres y hombres. Y en todas me veo, es un espejo de papeles por toda la habitación en el que me acarician y besan y fuerzan y aman y odian. Crezco bajo el agua y estoy sobre caballos que no he visto nunca. Hay pedazos de ciudades. Y todo son pedazos de mi cuerpo. Eva, muchacha, ¿es que no me estás escuchando? El maestro no deja de gritar y darse golpes en los muslos. El niño duerme.

Estoy desnuda como tantas veces en este lugar. No tengo frío. No me siento desnuda. El maestro va de un sitio a otro, camina unos pasos, se para, da media vuelta y vuelve al mismo sitio. A veces tropieza y balbucea, Eva, Eva. Yo espero, no sé cómo quiere que pose, no es como otras veces en las que él sabe exactamente lo que quiere dibujar. Estoy cansada y me atrevo a hablar, maestro, estoy muy cansada, ¿qué quiere que haga? El maestro se queda quieto y la calma le alcanza en ese momento. Despierta niño, despierta, arriba. Se acerca y empieza a zarandearle. Despierta, vamos, tienes que levantarte. El niño se levanta con torpeza. Se frota los ojos y acaricia su rodilla. ¿Le dolerá siempre?

El maestro está desnudando al niño. Despacio. Ponte a su lado. Vamos, solo ponte a su lado. No queda tiempo. Le va guiando con delicadeza hasta mí. Así, ahora siéntate. Al niño le cuesta hacerlo, veo el dolor en sus gestos. Y tú muchacha, mírale, dirige tu cuerpo hacia él. El maestro nos va colocando, con palabras, con las manos. Cuando al fin parece satisfecho con nuestra posición se aleja, coge su carboncillo y sonríe. Niño, levanta la vista. Niño, ¿no me oyes?

Y el niño me mira por primera vez. Tiene los ojos llenos de de mí. No tiene expresión, solo una pregunta que no va a hacer, que no voy a responder. Y de repente estoy desnuda y avergonzada. Miro al suelo. El maestro empieza a dibujar y sé que nunca volveré a ver a ninguno de los dos.


 

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