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Relato

 

 

Relato
Página Personal de Antonio Polo

 

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Aquella última comida

 

                                A la memoria de Manuel Bermúdez

 

(En el Parador de Santillana del Mar en donde bien
pudiera trajinar D. José González González)

 

 

Solía   decir  mi  compañero  de  mesa  (hombre con el que compartí similares gustos en lo referente al punto de la carne, así como en lo que concierne a ciertos negocios comunes) que él es persona condescendiente pero que jamás me perdonaría si alguna vez olvidaba la dirección de un buen restaurante. No es este el caso. El restaurante en cuestión  puede  el  viajero encontrarlo sin problemas  —para satisfacción de D. Manuel Bermúdez§— (Gran Maestre de la Orden del Asado) y que a la sazón me introdujo en los impenetrables secretos del excelente chuletón de buey que sirven en un restaurante de Berritz.

 

No tiene pérdida. Para llegar al restaurante el viajero puede optar por el camino más rebuscado, si es que se acerca a Santillana del Mar por la Autovía de Santander o se ha demorado antes en Suances. Si toma éste último itinerario dejará el mar a sus espaldas y tendrá que descender por una carretera desde la que ya divisará a lo lejos las Torres de Merino y de Don Borja. Atrás habrá dejado entonces una encrucijada de caminos desde la que a punto estuvo de caer y acabar siendo devorado por la lamprea o en su defecto por los cangrejos que sestean entre las rocas.  Don Manuel, como hombre paciente que era, siempre prefería esta alternativa,  acaso más rebuscada pero con cuya demora, sin duda, se logra una elaboración más notable  de los  jugos gástricos.

 

—No te confundas amigo —solía decirme— para comer, lo primero que  hace falta es comida, y lo segundo, imaginación.

 

Y así entre curvas, stops y vericuetos la boca se le iba haciendo agua  que es uno de los jugos más precisos que se requieren para iniciarse en el soberbio arte de la gastronomía, y mientras soltaba el pie del embrague de su flamante Seat Toledo contaba con precisión y sumo deleite cómo acabó con todas las provisiones de gambas de un pequeño restaurante de Almería.

 

—Comí tantas gambas —llegó a contarme aquel día— que llegué a perder el sentido de la orientación —añadió.

 

Y créanlo o no, pero cuando preparaba de nuevo su estómago para otra sentada —esta vez con la intención de dar buena cuenta de una docena de sardinas asadas y de un enjambre de frituras cerca de la playa— descubrió que en vez de bajar hacia el mar había llegado a lo más alto del pico Mulhacén. Y así entre ahogos y requiebros de tripas se dijo mi buen amigo: “pues si sigo un poco más lo mismo llego a tiempo para comer un cordero en Aranda”. Dicho y hecho.

 

Y por fin llegamos al restaurante. Yo sobrecogido por lar ortigas que devoraban los lindes del camino y él con la oculta intención de comer dos veces. No nos detuvimos más que el tiempo estrictamente necesario para corresponder también a los comensales que entonces esperaban. Cruzamos, por tanto, la cocina como dos generales que pasan revista a sus tropas. En hileras aguardaban solícitas las doradas a la sal y los róbalos en salsa de ostiones, el bogavante castañeteaba  sus  pinzas  a  nuestro  paso,  y  la  melva  —bañada en aceite— presentaba sus respetos a un bacalao con tomate que tenía los minutos contados mientras un admirable sorropotún hacía guardia bajo la desafiante presencia del cocido montañés.  Y al final, ya en el cuarto de banderas que formaba el distribuidor de la cocina y el salón de primavera, don Manuel saludó al embajador de las Ollas y los Fogones con la habitual fórmula que lo hiciera famoso por aquellos pagos:

 

—¡A ver qué nos dais hoy de comer, pues!.

 

Y nos dieron. ¡Vaya si nos dieron! Excepto las llaves de la despensa nos dieron de todo. Nos dio la bienvenida primero un salteado de anchoas con guarnición  de pimientos de piquillo al que pronto se le unió un plato de jamón ibérico destacado para rendir honores a una botella de Marqués de Vargas del 96, la cuál  se cuadró a su vez ante la llegada de una inefable “cabrita” del Cantábrico de dos kilos y medio. “Hay que ser un imbécil para decir que Dios no existe” —solía afirmar ante espectáculos similares.

 

Y a la “cabrita” le siguieron unos medallones de merluza sobre espárragos verdes para desplazar el vigor que el hinojo había conquistado minutos antes, y por fin don Manuel reconoció que nos habían dado bien de comer. ¡Vaya si nos dieron de comer! Nos dieron también las tres y cuarto de la tarde y aún tuvimos tiempo para cruzar las puertas del Paraíso cuando apareció en la mesa una doncella con dos porciones de leche frita y una quesada pasiega que había bajado del cielo. Y por fin, satisfechos como dos cardenales del Renacimiento, don Manuel corrió tres orificios de su cinturón y me dijo:

 

—Lo malo del pescado es que es tan ligerito, que luego a media tarde tiene uno que volver a picar, y así no hay quien se coma un solomillo de añojo para la cena.

 



§ Manuel Bermúdez  murió  dos  semanas después  de  ésta  comida  (2 enero 2000). Poder estar sentado junto a él en una mesa era un privilegio y un honor que estaba al alcance de cualquiera. Solo bastaba con preguntarle: ¿Hace un marmitaco de langosta don Manuel? Hace  —contestaba— Pero que pongan también unos pimientos de piquillo —añadía inmediatamente.

 

 

© Antonio Polo González
    Madrid 2007

   

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