PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS

PRESENTACIÓN · CONTACTO · NOVENA EDICIÓN



EL CANTO DE LAS SIRENAS

por Avelino Sáez Hernández


Segundo Premio categoría Nacional

9 ª Edición Premio Internacional de Relato Patricia Sánchez Cuevas

Runner

Ilustración de Nacho Díaz Miyar

Al caer la tarde, en otoño, suelo sentarme en el porche de casa a fumar una pipa y contemplar el mar; y de vez en cuando, si me dejo arrullar lo suficiente por el oleaje, la brisa me trae el recuerdo de un marinero que conocí en mi juventud.

Sólo lo vi una vez, en julio de 1862. Yo acababa de terminar mis estudios de ingeniería en la Sorbona y regresaba en barco a la casa paterna, donde me esperaba un puesto en la empresa familiar y una boda, largamente aplazada, con una muchacha de buena familia y amiga de la infancia. Todos esperaban mi regreso, impacientes por trasladarme de la bulliciosa y negligente vida estudiantil a la existencia más ordenada de un ingeniero cabeza de familia.

Lo cierto es que, acostumbrado a una libertad sin cortapisas, este cambio no terminaba de agradarme. Pasé la travesía echando de menos a mis compañeros de calaveradas y con un humor de perros, excepto cuando tenía ocasión de alternar con el primer oficial. Sus historias de marineros me seducían y transportaban de tal forma que de buena gana –sobre todo en las ocasiones en que bebía más de la cuenta— me hubiera despojado de mis ropas de estudiante adinerado para arrojarlas a un barril de petróleo ardiente y me hubiera enrolado con él, con destino a cualquier puerto remoto.

De quien más me hablaba era del capitán Nikos Ioanidis. Ioanidis se había escapado de casa siendo un mozalbete para enrolarse en un mercante que hacía la ruta de las especias. Desde entonces había circundado varias veces el mundo y sobrevivido a todo tipo de desastres y aventuras, incluidos el escorbuto, varios naufragios, un maremoto y el ataque de unos piratas filipinos. Aquel hombre excepcional era, en resumen, lo contrario a mí, y conocer los fascinantes detalles de su vida azarosa me hizo sentir como un petimetre y odiar aún más lo que me esperaba en tierra.

— ¿Te gustaría conocerlo? –me dijo un día el oficial, viendo cómo brillaban mis ojos cuando le oía hablar de su amigo.
— ¡Claro!
—Pues, con un poco de suerte, podremos pescarlo mañana, en nuestra próxima escala.   

Después de cruzar el Golfo de Vizcaya y doblar la costa gallega nos internamos en aguas portuguesas y una mañana de julio entramos en el puerto de Lisboa. El capitán permitió al pasaje y a una parte de la tripulación bajar a tierra a estirar las piernas. Era nuestra ocasión.
Mientras atravesábamos los muelles noté que el oficial se fijaba en los barcos anclados. De repente se detuvo y me señaló con un gesto un carguero, cuyo aspecto delataba haber recorrido ya demasiado mundo.

—Ahí está. Acaba de atracar, como nosotros. Lo esperaremos aquí cerca, ven.

Me condujo entonces entre almacenes y oficinas de contratación. Luego se internó en un laberinto de callejas blancas y después de muchas vueltas y revueltas, cuando ya creí que se había perdido, dimos con una taberna grande, con anchas ventanas pintadas de un azul pálido. En un cartel de madera que había sobre la puerta podía leerse: “FIGUEIRA”. Entramos, ocupamos una mesa, pedimos una botella de oporto con un par de vasos y nos dispusimos a esperar.

Casi habíamos despachado la botella cuando irrumpió en el lugar un grupo de alborotados marineros. Todos se abalanzaron a una sobre la barra, desparramaron sobre ella el dinero y pidieron cerveza a gritos. El tabernero no daba abasto manejando la espita del barril.

—Eh, vosotros –les interpeló el oficial—, sois del Santa Marta, ¿verdad? ¿Y vuestro capitán, Ioanidis?
Uno de los marineros se acercó sin dejar de beber. Su codo se elevó centímetro a centímetro mientras la nuez de su garganta subía y bajaba como si galopase, hasta que la jarra estuvo vacía y el hombre la plantó de un golpe sobre nuestra mesa.
— ¿Ioanidis? No, señor oficial, me temo que no está usted al día al respecto a su amigo.
— ¿Le ha ocurrido algo?
—Si se refiere a si lo ha devorado un calamar gigante después de irse a pique con su barco, o a si los malditos aduaneros americanos lo han encerrado por contrabando, no, señor, no le ha ocurrido nada de eso. Y ojalá hubiera sido así, porque acabar en el vientre de un monstruo marino es cosa que sucede sólo a grandes hombres, según puede usted certificar en la Biblia y otros libros bien documentados; y naufragar es un gaje del oficio, esperable y aceptable por todos los que olemos a algas y medusas; y de una cárcel americana se sale con dinero o por buen comportamiento. Pero hay cárceles de las que no puede uno escapar, señor oficial. Y nuestro antiguo capitán ha ido a dar de cabeza, por desgracia, a la peor de ellas.— ¿Qué quieres decir?
—Hablo de esa sirena menuda como un niño, delgada como una caña y callada como monja en misa; a esa jovencita en la que puso nuestro Ioanidis los ojos en mala hora. Esa pequeña bruja lo arrastró a tierra y aquí lo mantiene, atado a un poste con una cadena irrompible.
— ¿Ioanidis se ha casado?
—Sí, por cierto, se casó con ella. Acudimos todos los que no andábamos columpiándonos entre las olas dentro de una cáscara de nuez. Y más adelante acudimos también al bautizo de su hija, que, o mucho me equivoco, o ha salido a su padre en lo intrépida, y quiera Dios que nadie consiga amarrarla como a él. Porque, señor, tanto imploró a Ioanidis, al gran Ioanidis, su mujercita que a la salida del bautizo le juró con la mano en alto y poniéndonos a todos por testigos que no volvería a embarcarse más. Invirtió sus ahorros y ahora viven los dos de una pequeña renta.
—No puedo creerlo. De Nikos, no.
—Pues no le he dicho más que la fea verdad, oficial. Y si creyera usted, como a mí me lo parece, que el amargo servicio que acabo de prestarle mereciera un trago de cerveza, mi reseco y salado estómago se lo agradecerá.
—Mesonero –intervine yo, animado por el vino—, una jarra para este hombre.
El marinero se enderezó sonriendo, sorprendido de que su petición fuera atendida. Guiñó un ojo a sus compañeros, que lanzaron un ¡hurra! por el generoso caballero desconocido. El marinero se dirigió entonces a mí.  
— ¿Desea obtener alguna otra información, señor? Tenemos algo de tiempo antes de que el contramaestre aparezca para encerrarnos de nuevo en nuestra vieja lata de pescado. Si no tiene inconveniente en gastar unos pocos reales puedo contarle historias terribles. Tan terribles que deberé suavizarlas un poco, porque de lo contrario encanecerá usted de repente, los dientes se le desprenderán de las encías y su cerebro se verá arrebatado por la locura, puede creerme.
—No le haga caso –dijo mi compañero de mesa.
—No se preocupe, oficial, ya me imagino que estos hombres inventarían lo que fuera por un trago. Pero no importa, que beban una ronda por mi cuenta. Y nosotros tomaremos otra botella de oporto.
—Es su dinero, señor.

Las bebidas fueron servidas y los marineros lanzaron esta vez tres hurras a mi salud. Consumí de un solo trago el siguiente vaso y sentí que el alcohol empezaba a embotarme la cabeza. Alguien empezó a cantar acompañado por un acordeón diminuto que un grumete sacó de alguna parte. Pero yo no estaba para canciones, pues no paraba de pensar en mi futuro próximo.

— Todos los jóvenes –dije— deberíamos recorrer el mundo en un barco antes de sentar la cabeza, ¿no cree usted, oficial? Lo demás son juegos de niños.
— No, no lo creo.
— ¡Pues yo sí! He estado perdiendo el tiempo, maldita sea, y ahora es tarde, ¡mi familia me ha atado como al capitán Ioanidis! Sólo que él ha vivido ya mucho y yo…
— A mí me parece que hay gente que está hecha para el mar y gente que no. Usted es un hombre de tierra, sin duda. Su lugar está aquí, y hay en tierra tantas cosas que hacer para un joven inquieto como en el agua. Es el vino el que le hace hablar así.
— ¿El vino? Puede ser. Pero seguro que usted opina que Ioanidis es de los que están hechos para el mar, de los que se sienten incómodos si no notan las tablas de un navío debajo de sus botas. Y ahí lo tiene, atrapado, renunciando a su vida por el amor de una chiquilla.
—Así es el mundo.
— ¡No, no es el mundo! Son las decisiones que tomamos. Y yo creo que he tomado una que no me conviene.
— ¿Volver a su casa? ¿Casarse?
— ¡Sí! Noto que voy a perder mi última ocasión de hacer algo que valga la pena. Y que luego será tarde para arrepentirme. Cada vez lo veo más claro.
—El vino le ha trastornado, se lo repito.
—Señor –dijo el marinero, volviéndose hacia nosotros—, si lo que desea usted es embarcarse y ver unos cuantos puertos, no es difícil. El Santa Mart
—Métase usted en sus asuntos –le espetó el oficial.
—No –repuse yo—, me interesa lo que dice este hombre. Continúe.
—Decía que nuestro barco zarpa mañana rumbo a Durban. Y precisamente el contramaestre pidió contratar algunos hombres por el camino. Si usted me acompañase al barco yo podría…
—¡Cállese! – el oficial se puso en pie—. ¿Qué pretende? ¿No ve que este hombre ha bebido más de lo conveniente?
—No tanto que no sepa lo que me hago, amigo mío –le calmé, algo ofendido—. Le agradezco su buena intención, pero esto es asunto mío, no suyo. —Luego retomé mis tratos con el marinero—: Y dígame, ¿me contrataría su capitán a pesar de mi falta de experiencia?
—Oh, pues verá, todos hemos tenido una primera vez en el mar, señor. Él no será duro con usted. Al menos no al principio. Seguro que le agradará contar con un hombre de su cultura a bordo. Así tendrá alguien con quien jugar al ajedrez o hablar de libros.

El oficial se adelantó un paso, amenazante.

—Y ustedes tendrían quien les pagase la bebida, ¿no es eso? — Pero el marinero estaba seguro de haber cobrado su presa. En lugar de responderle se dirigió a mí, preguntando con una sonrisa de triunfo:
— ¿Entonces…?
—De acuerdo, lléveme a hablar con su capitán. Si él y yo nos entendemos recogeré mis cosas, escribiré un par de cartas y así podré enrolarme con mis asuntos resueltos. Oficial, lo tengo a usted en mucha estima. Por eso le ruego que me haga un favor: avise usted de mi decisión a su superior mientras yo acompaño a este hombre.
— ¡¿Pero habla usted en serio?!
—Ya me ha oído, mi decisión es firme. Cuando quiera, marinero.

Me levanté tambaleándome de la mesa, pero no llegué muy lejos. El oficial se colocó a mi espalda, sentí un fuerte golpe en la cabeza y me derrumbé. Luego todo se volvió negro a mi alrededor.

A la mañana siguiente zarpamos del puerto de Lisboa con buen viento y tras una corta travesía llegamos sin novedad a casa. Mi regreso fue celebrado con una gran fiesta, que también fue mi presentación en la empresa. Unos meses más tarde me casé con mi prometida.

Andando el tiempo, en uno de los viajes a los que me obligaba mi trabajo, volví a encontrarme de paso en Lisboa. Recordé entonces al capitán Ioanidis y quise averiguar qué había sido de él. Me dirigí a la taberna de Figueira y allí interrogué al tabernero. El hombre me sirvió una enorme jarra de cerveza y mientras la tomaba me contó cómo el capitán y su joven esposa habían estado viviendo en una casita alquilada, no lejos de los muelles. Pero desde que dejó su oficio el capitán no fue ya el hombre decidido y emprendedor que todos habían conocido y admirado. Pasaba las horas mirando el mar o bogando por aquella costa en una pequeña barquilla, y se consumía poco a poco sin que la muchacha supiera devolverle su anterior energía. Un día, después de beber algo más de la cuenta, se quedó dormido en la barca y ésta se estrelló contra las rocas que bordean la bahía. Ella no quiso enterrarlo. En vez de ello pidió a unos marineros que partían para las Antillas que se llevaran el cuerpo y le dieran sepultura en alta mar, donde la vista no alcanzara a ver tierra.

Todos estos recuerdos suelen asaltarme en las tardes de verano, cuando miro encresparse las olas y batir con fuerza sobre la cala. Entonces salgo afuera con mi pipa y una botella de licor y, desoyendo los reproches de mi mujer, fumo un rato al azote de la brisa que llega del mar.      

 

 © Avelino Sáez Hernández

 

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