|
EL CANTO DE LAS SIRENAS
Ilustración de Nacho Díaz Miyar Al caer la tarde, en otoño, suelo sentarme en el porche de casa a fumar una pipa y contemplar el mar; y de vez en cuando, si me dejo arrullar lo suficiente por el oleaje, la brisa me trae el recuerdo de un marinero que conocí en mi juventud. Sólo lo vi una vez, en julio de 1862. Yo acababa de terminar mis estudios de ingeniería en la Sorbona y regresaba en barco a la casa paterna, donde me esperaba un puesto en la empresa familiar y una boda, largamente aplazada, con una muchacha de buena familia y amiga de la infancia. Todos esperaban mi regreso, impacientes por trasladarme de la bulliciosa y negligente vida estudiantil a la existencia más ordenada de un ingeniero cabeza de familia. Lo cierto es que, acostumbrado a una libertad sin cortapisas, este cambio no terminaba de agradarme. Pasé la travesía echando de menos a mis compañeros de calaveradas y con un humor de perros, excepto cuando tenía ocasión de alternar con el primer oficial. Sus historias de marineros me seducían y transportaban de tal forma que de buena gana –sobre todo en las ocasiones en que bebía más de la cuenta— me hubiera despojado de mis ropas de estudiante adinerado para arrojarlas a un barril de petróleo ardiente y me hubiera enrolado con él, con destino a cualquier puerto remoto. De quien más me hablaba era del capitán Nikos Ioanidis. Ioanidis se había escapado de casa siendo un mozalbete para enrolarse en un mercante que hacía la ruta de las especias. Desde entonces había circundado varias veces el mundo y sobrevivido a todo tipo de desastres y aventuras, incluidos el escorbuto, varios naufragios, un maremoto y el ataque de unos piratas filipinos. Aquel hombre excepcional era, en resumen, lo contrario a mí, y conocer los fascinantes detalles de su vida azarosa me hizo sentir como un petimetre y odiar aún más lo que me esperaba en tierra. — ¿Te gustaría conocerlo? –me dijo un día el oficial, viendo cómo brillaban mis ojos cuando le oía hablar de su amigo. Después de cruzar el Golfo de Vizcaya y doblar la costa gallega nos internamos en aguas portuguesas y una mañana de julio entramos en el puerto de Lisboa. El capitán permitió al pasaje y a una parte de la tripulación bajar a tierra a estirar las piernas. Era nuestra ocasión. —Ahí está. Acaba de atracar, como nosotros. Lo esperaremos aquí cerca, ven. Me condujo entonces entre almacenes y oficinas de contratación. Luego se internó en un laberinto de callejas blancas y después de muchas vueltas y revueltas, cuando ya creí que se había perdido, dimos con una taberna grande, con anchas ventanas pintadas de un azul pálido. En un cartel de madera que había sobre la puerta podía leerse: “FIGUEIRA”. Entramos, ocupamos una mesa, pedimos una botella de oporto con un par de vasos y nos dispusimos a esperar. Casi habíamos despachado la botella cuando irrumpió en el lugar un grupo de alborotados marineros. Todos se abalanzaron a una sobre la barra, desparramaron sobre ella el dinero y pidieron cerveza a gritos. El tabernero no daba abasto manejando la espita del barril. —Eh, vosotros –les interpeló el oficial—, sois del Santa Marta, ¿verdad? ¿Y vuestro capitán, Ioanidis? Las bebidas fueron servidas y los marineros lanzaron esta vez tres hurras a mi salud. Consumí de un solo trago el siguiente vaso y sentí que el alcohol empezaba a embotarme la cabeza. Alguien empezó a cantar acompañado por un acordeón diminuto que un grumete sacó de alguna parte. Pero yo no estaba para canciones, pues no paraba de pensar en mi futuro próximo. — Todos los jóvenes –dije— deberíamos recorrer el mundo en un barco antes de sentar la cabeza, ¿no cree usted, oficial? Lo demás son juegos de niños. El oficial se adelantó un paso, amenazante. —Y ustedes tendrían quien les pagase la bebida, ¿no es eso? — Pero el marinero estaba seguro de haber cobrado su presa. En lugar de responderle se dirigió a mí, preguntando con una sonrisa de triunfo: Me levanté tambaleándome de la mesa, pero no llegué muy lejos. El oficial se colocó a mi espalda, sentí un fuerte golpe en la cabeza y me derrumbé. Luego todo se volvió negro a mi alrededor. A la mañana siguiente zarpamos del puerto de Lisboa con buen viento y tras una corta travesía llegamos sin novedad a casa. Mi regreso fue celebrado con una gran fiesta, que también fue mi presentación en la empresa. Unos meses más tarde me casé con mi prometida. Andando el tiempo, en uno de los viajes a los que me obligaba mi trabajo, volví a encontrarme de paso en Lisboa. Recordé entonces al capitán Ioanidis y quise averiguar qué había sido de él. Me dirigí a la taberna de Figueira y allí interrogué al tabernero. El hombre me sirvió una enorme jarra de cerveza y mientras la tomaba me contó cómo el capitán y su joven esposa habían estado viviendo en una casita alquilada, no lejos de los muelles. Pero desde que dejó su oficio el capitán no fue ya el hombre decidido y emprendedor que todos habían conocido y admirado. Pasaba las horas mirando el mar o bogando por aquella costa en una pequeña barquilla, y se consumía poco a poco sin que la muchacha supiera devolverle su anterior energía. Un día, después de beber algo más de la cuenta, se quedó dormido en la barca y ésta se estrelló contra las rocas que bordean la bahía. Ella no quiso enterrarlo. En vez de ello pidió a unos marineros que partían para las Antillas que se llevaran el cuerpo y le dieran sepultura en alta mar, donde la vista no alcanzara a ver tierra. Todos estos recuerdos suelen asaltarme en las tardes de verano, cuando miro encresparse las olas y batir con fuerza sobre la cala. Entonces salgo afuera con mi pipa y una botella de licor y, desoyendo los reproches de mi mujer, fumo un rato al azote de la brisa que llega del mar.
© Avelino Sáez Hernández
|
Patrocina: Realización: ariadna-rc.com |