Domingo, 8
Hoy he salido a correr más tarde. Los días crecen, tengo que esperar para encontrar esa hora imprecisa en que el día se rompe y por sus grietas comienzan a colarse las sombras Esas sombras que van cazando las cosas, depredadores oscuros que se tragan la ciudad, que se posan sobre ella transformando las calles y los seres que las pueblan. Esa hora difícil en que el día ya no es día, es otra cosa. La hora que pesa más que las otras. La hora en que los niños lloran sin razón, los enfermos se quejan más, los recuerdos se hacen más tristes. Todo duele más a esa hora temible. Por eso salgo a correr ahora. No quiero quedarme en casa en ese rato de luz dudosa, cuando el día pierde sentido, y te preguntas si encender ya las lámparas y dar el salto definitivo hacia la noche. Salgo para olvidar que ha pasado, ya, otro día.
Mientras corro, me distraigo mirando las calles. Negocios y bancos cerrados, locales vacíos.
Los edificios, forrados de oscuridad, pierden sus contornos afilados, se hacen menos hostiles; los perfiles de acero y cristal se suavizan, la ciudad enfunda sus armas hasta el día siguiente. De tiendas y oficinas sale gente que se despide: esas eternas despedidas al borde de una acera, a la puerta de un coche. Mido el asfalto con zancadas firmes. Voy contando los pasos para no pensar.
“It is night, and the city is deserted. The lucky ones are at home,
Or more likely, there are none left.” (Wolf Wondratsheck)
Martes, 5
No puedo esperar a que cierre la noche para salir. La incierta luz del crepúsculo abre un pozo de paredes resbaladizas. Así que me libro de mí mismo mientras corro, tratando de alargar la carrera cada día más, adentrándome en la noche. Me he detenido delante de un bar, con aires de diner americano. A través de grandes cristales, veo a cuatro noctámbulos, acodados en la barra. Finjo estirar los músculos para contemplarles. Hopper, Nighthawks, una mujer de rojo da la espalda a la calle, un hombre habla con el barman. Los otros dos, separados varios metros, miran al éter y a sus vasos alternativamente. Parecen peces de colores encerrados en un fanal. Se mueven lentamente, en esa turbia luz de acuario. Me encantaría entrar, necesito una copa. Sonrío pensando en la cara del barman si me acerco a pedir un whisky, enfundado en lycra de color flúor y con un pulsómetro en el brazo. Lo dejo para otro día.
Pero me hubiera gustado saber si son más desgraciados que yo.
Miércoles ,10
Los preparativos para salir me ocupan también durante un rato. Ya en la calle, me concentro en la respiración, cuento los pasos. Ah, la belleza pitagórica de los números, su neutralidad vacía, irrelevante. Las tiendas iluminadas atraen mi atención. Ofrecen un espacio cálido en el que refugiarse de la angustia del día moribundo. Tiendas donde todo es apetecible: sofisticados artilugios de cocina para quitarles el hueso a las cerezas o para freír un huevo con forma de corazón, o para hacer un pastel que nunca saldrá como el de la foto. Otra tienda propone un encantador dormitorio infantil, con muebles claros, y perfecta iluminación, donde cualquiera querría dormir siempre. Otra, ofrece cosméticos suntuosos que prometen solemnemente una belleza eterna.
Me detengo en todos los escaparates de lujo. Como Holly Golightly, empiezo a pensar que solo delante de uno de ellos puedes estar seguro de que te no pasará nada malo.
Sábado, 23
Esta mañana ha llamado Elena. Vendrá mañana por la tarde a recoger algunas de sus cosas. No me he molestado en decirle que las tiré hace diez años.
Tampoco le he dicho que yo no estaré en casa. Se cansará de llamar y de aporrear la puerta y, en conjunto, su vida será un poco más interesante durante un par de horas. No espero que me lo agradezca, aunque debería. Yo estaré a varios kilómetros de aquí. Huyendo de la hora feroz, la que te dice “ya no va más”, y te deja suspendido en un vacío de luz indecisa. La hora que los agonizantes eligen para partir, porque no tienen fuerzas para afrontar la noche, y el día les ha expulsado de su reino. La hora difícil en que hay que pararse a pensar y duele tanto hacerlo. La que te engaña con su cielo aterciopelado, rosa y azul, que esconde la zarpa oscura de la noche. La zarpa de esa fiera sin forma y sin nombre, que en las noches de pesadilla se sienta sobre tu pecho y no te deja respirar, y te susurra al oído secretos que no quieres entender. Estaré corriendo para no ver como se escapa el día, o la hora, o el minuto, o cualquiera de las convencionales divisiones en que hemos decidido medir lo que llamamos tiempo. Correré hasta terminar buceando en la noche, porque solo así habré salvado de un salto esa grieta que va a tragarme cualquier día.
Domingo, 12
No me gusta correr por el parque. La arena húmeda se pega a mis zapatillas, me hace más pesado. La tierra tira de mí hacia su centro, mientras que en los adoquines, en el cemento, hay una fuerza antigravitatoria que me impulsa hacia arriba. Soy un runner asfáltico, me parece. La verdad es que las sombras del parque parecen a punto de tragarme, y en ellas veo a veces gente sospechosa, turbia,…
Seres solitarios y perdidos, y no quiero pensar en ellos, no quiero preguntarme qué hacen allí, ni saber sus problemas, ni sus perversiones, ni sus vidas forzosamente desesperadas, pues nadie feliz se agazapa en las sombras negras de un parque nocturno.
Otra cosa distinta son las parejas, muy pocas, pues ya nadie recurre a los jardines oscuros, a la intimidad de la espesura vegetal y encubridora. Algunas quedan, sin embargo, que veo al pasar, aplastándose contra un árbol, la ropa revuelta, los tacones que se tuercen manchados de barro, hundiéndose en la tierra, las bocas magulladas, en carne viva, cuerpos en posturas barrocas, imposibles.
Miro al frente y me aparto, con la discreción de un mayordomo inglés que solo ve la bandeja entre sus manos y, al fondo, quizá, un tapiz de Aubusson que requiere todo su interés.
Martes, 1
Antes de salir, he terminado de empaquetar unas pocas cosas de Elena. Creí que no quedaba nada, pero rebuscando a fondo, he logrado encontrar un par de jerseys, algunos libros, un reloj que no funciona y alguna cosa más. Lo he dejado en el rellano de la escalera antes de irme, para el caso de que vuelva a presentarse. Se lo he dicho a Viou, mi vecina. Es una buena chica, no hace preguntas.
¿Para qué me he molestado en buscar y empaquetar esas nimiedades? Creo que para lanzarle esa carnaza, para saciar su gana de molestar. Para que no tenga motivos para llamar de nuevo; ¿se dará por satisfecha? Seguramente, no; pero yo me justificaré, y dejaré de pensar que le debo algo, una explicación, una carta, un poco de mi tiempo…nada en suma.
Hoy voy a correr más lejos. Hacia el mercado de abastos, en el que hay a esta hora una mezcla rara de fatiga y vivacidad; es la lucha del día, que se retira derrotado, y la noche, que entra vencedora. La luz que cae rápidamente se extiende a través de las callejuelas y arranca aún a los rojos, los violetas, los azules y anaranjados un último fogonazo de color, una llamarada que le da al ocaso un último latido de fiebre.
En el mercado de pescado, los suelos encharcados comienzan a ser cepillados y una luz lívida acompaña a los últimos peces, los pobres y últimos peces que nadie ha querido, acostados entre el hielo deshecho y las verdes hojas de plástico.
De los camiones, descargan las grandes piezas de carne que reflejan en sus músculos macizos una luz salvaje y sangrienta; un olor a grasa cruda lo envuelve todo sin por ello amortiguar el brillo feroz de las bestias muertas. Salgo corriendo por el extremo opuesto, como si huyera de una masacre.
Jueves, 27
He salido hoy, a pesar de la lluvia. Son otras las calles, con el murmullo del agua sobre las aceras, y los reflejos alargados de las luces en los charcos. Porque aunque no es de noche, el cielo de nubarrones plomizos se ha descosido en agua y el día parece haber cedido un par de horas, por lo menos, a su eterna rival.
El agua corre por mi cara y se me desliza por el cuello. Pienso que podría llorar todo el rato y nadie se daría cuenta. De todas formas, nadie se da cuenta de nada. La gente no te mira a los ojos, se fijan en los colores fluorescentes de la ropa un instante y después desvían la vista. Viou me ha dicho que voy a resfriarme. Es la única que se da cuenta de que vuelvo con los ojos rojos.
Llueve cada vez más fuerte y las calles van vaciándose; solo algunas personas que se apresuran saltando los charcos, un periódico sobre la cabeza, esquivando las salpicaduras de los coches sobre las aceras, demasiado ocupados para fijarse en esta especie de rana con colores chillones que insiste obsesivamente en terminar su ruta de hoy.
When you’re going through hell, keep going.
Sábado, 9
Me he pegado ya a la costumbre de tal forma que programo todo el día de manera que nada me impida salir a una hora fija. Debería hacer otras cosas, no es por falta de tareas, pero qué fácil es habituarse, apegarse a la agradable rutina de lo conocido. Ni siquiera contesto el teléfono cuando me estoy preparando, no sea que algo vaya a interrumpir el rito casi litúrgico, ordenado y reconfortante de vestirme, atarme las zapatillas, colocarme el pulsómetro, siempre de la misma manera.
Aún quedan terrazas, a pesar del viento frío que comienza a soplar y que anuncia, aunque queden tardes cálidas, que el gusano está ya en el corazón de la fruta: que el otoño se acerca. En algunas de ellas, los camareros apilan las sillas para desanimar a los últimos clientes que remolonean ante los vasos ya vacíos, con una espuma seca que la cerveza ha ido dejando en círculos sucesivos. Como la edad en el tronco de un árbol, podría calcularse cuantos tragos, amargos y chispeantes, ha tardado cada uno en terminarla.
Me obligo a fijarme en todo lo que veo, con una atención obsesiva que trata de engancharse en las cosas para expulsar todos los pensamientos. Pasado y presente se disputan mi atención como un trozo de carne dos perros de la misma fuerza.
Y mientras, sigo corriendo. Saltando por encima de las sombras, agazapadas en los rincones, acechando en las curvas suaves de un recodo que guarda aún la tibieza de un rayo moribundo.
Domingo, 17
Ayer no he podido salir a correr. Un tobillo inflamado; torcedura, esguince, no sé.
Una visita al hospital, un vendaje, instrucciones farfulladas: reposo, calor, frio, analgésico, alternativamente, movilización, inmovilización, sobresfuerzo. Sobresfuerzo, eso es. Corro demasiado al parecer. Seis kilómetros es ahora demasiado.
Aquí encerrado me va a ser difícil controlar los pensamientos, que se escapan, faltos de anclajes. Se desmandan y vuelven incesantemente a lo mismo, a lo que está royéndome el corazón, y apartándome de todo lo demás.
Porque en definitiva, eso es el dolor: el desarraigo de lo inmediato.
Viou me ha traído medicamentos de la farmacia y ha añadido, de su cosecha, un par de muletas. Ha dicho que fueron de su hijo.
Lunes, 30
Ya vuelvo a correr. A pesar del calor del día, la tarde es benigna, propiciatoria. Corro por calles solitarias de un barrio residencial, casas con jardín y silencio incorporado, seguramente incluido en el plano; algún perro remoto al que hacen callar sus dueños.
Puedo correr por la calzada, reblandecida del calor; circulan pocos coches, y los neumáticos sobre el asfalto caliente hacen un ruido como de esparadrapo que se despega, lenta y dolorosamente. Sara quiere que vaya a la casa. Le he dicho que repartan las cosas como quieran, que me conformaré a todo con tal de no tener que ir allí. O con tal de no tener que salir de aquí. Me he hecho un hueco suave, afelpado, y no quiero dejarlo. Desde que vuelvo a correr, me lleno la cabeza con cosas próximas, concretas. Hoy he corrido dos horas y media.
Martes, 12
“Corre hasta el fin del mundo, paga con un beso al horrible guardián,
cruza el puente podrido que tiembla sobre el abismo.”
(W.H. Auden)
He corrido hoy hasta el rio. Me he detenido en la orilla y me he descalzado. He pensado en los lagos, es quizá lo único que echo de menos: bañarme en sus aguas vesperales azul oscuro, pasando al gris y pronto al negro, en cuanto se apaga la herida monstruosa del ocaso que llamea a lo lejos.
Aquí, es el río un mordisco en el rojo de la tierra, con agua verdosa, corrupta, “piscari in turbido”, sí, seguramente, sería fácil coger aquí algunos de esos horribles peces mutantes, sin escamas, globulosos y rosados, con bracitos atrofiados como ranas. He tenido que descansar un poco antes de volver. Este verano furioso, con gritos de sequía y de tierra calcinada, de árboles quemados y bancos de metal ardientes, me pesa.
Sara insiste en que tengo que ir. Y en que todos me esperan para apoyarme “en esta tragedia”, así ha dicho. He empezado a tomar medicinas. Un médico amable me ha recomendado que las tome. Le he preguntado si se trata de Soma. Creo que no me ha oído.
Miércoles, 28
Sí, es Soma: todo lo bueno del cristianismo y del alcohol, pero sin los efectos secundarios de ninguno de los dos. Al principio, me producía náuseas; en seguida pasaron. Ahora me muevo en un mundo de sensaciones suaves, afelpadas. Todo es mesurado, ya no tengo ganas de llorar, no miro a las cosas tratando de anclarme a ellas, como si la resaca fuera a llevarme a mar abierto. Se llama equilibrio emocional. Incluso duermo por la noche. Así que era esto, pues que bien.
En mis correrías, disfruto de una mente en blanco: el pensamiento se hace un hilo, tan fino que no me perturba, porque está guardado en un lejano cajón que no es necesario abrir.
En este final de verano, con un cielo de plomo ardiendo, me gustaría correr en la lluvia, una lluvia tropical de ciclones tiernos, truenos lejanos y un sol húmedo de mango y calabaza, que reaparezca tímidamente entre las nubes, bien lavado.
Jueves, 19
He dejado las medicinas. Ya no tengo el equilibrio químico proporcionado por unos milígramos de Trazodona; seguramente se llama así porque traza, traza una línea recta y estable sobre la que caminar, como una rata entrenada para desplazarse, sin titubeos ni ataques de nervios, sin llantos ni cóleras. Hace milenios que nos enseñan a comer, a vestirnos y saludar, a cultivar nuestras habilidades: cantar, pintar, escribir…Nos aplauden cuando lo hacemos bien, nos castigan cruelmente, si no. Y a pesar de esto, creemos que el público somos nosotros; no vemos a los espectadores que sonríen complacidos.
Ahora, también es posible enseñarnos a estar siempre contentos. Estables. Viou dice que tengo mejor cara.
Salgo a correr al anochecer y vuelvo de madrugada.
Sábado, 30
Otra vez se acortan los días. Recorro barrios alejados, y tengo la impresión de entrar en una ciudad prohibida: callejones sin salida, escaleras rotas y desportilladas aparecen de pronto, sin venir a cuento, en este laberinto. Hay balcones cargados de tiestos, de trastos viejos. De las oscuras tiendecillas sale un olor acre a aceites raros, a especias, a comidas grasientas; cajones colocados en el exterior muestran extraños vegetales, con aspecto de raíces mágicas.
Y niños, muchos niños solos, cargados con bolsas que van y vienen de las tiendas a los sórdidos portales. Las radios gritan en docenas de idiomas y acentos, que flotan en la calle como el humo, y apostados en las esquinas, jóvenes de aspecto equívoco charlan y fuman, sin por ello perder de vista nada de lo que sucede al fondo de la callejuela. Sus miradas oblicuas barren intermitentemente el espacio y se detienen un segundo en cosas que solo ellos saben.
Después vuelven a conversar y a reír y, de repente, alguno se despide y desaparece solo en ese túnel redondo y negro que es la noche, que se enrosca sobre sí misma, girando y haciendo un vacío en el medio capaz de tragárselo todo.
Más tarde, todo va quedando en silencio, un silencio peligroso que apunta a oscuros interiores, a la parte invisible de los ojos, la que se esconde en el interior de la cabeza y almacena curiosos datos que no queremos recordar. No siempre, al menos.
Tolkien lo dijo bien claro: no todos los que vagan están perdidos.
Viernes, 5
Es invierno. La nieve flota en ráfagas, como abejas blancas que clavan sus aguijones helados.
El suelo está empapado y hay un olor a tierra mojada y revuelta, a frío y a madera ahumada. Ayer corrí a lo largo de la carretera, y los árboles, en dos hileras, parecían tiritar tanto como yo.
Mientras corría, la nieve, montada en el viento, formaba una especie de círculo mágico a mi alrededor, una barricada en torbellino que me aislaba del resto. Casi no sentía el frío.
Hoy volveré al mismo sitio y será la última vez. Estoy muy cansado. Iré todo lo lejos que pueda por la carretera nevada, entre árboles negros, desmochados, que levantan al cielo sus muñones, como brazos de leprosos implorantes.
Al salir, he pasado por el piso de Viou; estaba allí sentada entre sus papeles, como siempre.
Con un gesto seguro y, creo, un poco provocador, como el de alguien que se complace en infringir una ley, he puesto sobre su mesa las llaves de mi piso. Sus ojos tenían una gris certidumbre de tristeza. Las ha recogido sin decir nada.
Me ha besado en la frente.
© María Cureses De La Vega