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EL CUARTO PADRE por Juan Pablo Goñi Capurro Tercer Premio categoría Internacional
Puedo citar con precisión cada detalle de su apariencia: medias negras corridas, falda corta de una tela que parecía un trapo de piso, la cara blanca con los ojos bien resaltados y los labios pintados de negro. Musculosa, negra también, dejando ver un tatuaje de una estrella verde en el hombro y otro, mayor aún, circular, naranja, en el nacimiento de los pechos. Una cadena colgaba de su cuello, plateada, con una cruz gótica, grande. Tenía guantes cortados en su mano, negros como la pintura de sus uñas. Tal fue la primera visión que tuve de la que, según su madre, era mi hija. Fue ella misma, su madre, quien abrió la puerta del cuarto y me la mostró; estaba sentada en el piso, la espalda apoyada contra la cama. Dijo nuestros nombres, agregó que nos dejaba solos y cerró la puerta, huyendo de la situación. La chica me recibió con un gesto que interpreté como un insulto: adelantó una de sus manos como si diera un zarpazo, los dedos curvados como una garra. La observé con cuidado, era flaca, delicada, bonita a pesar de sus esfuerzos por ocultarlo. Cabello castaño oscuro, largo, cara pequeña, nariz angosta y pardos ojos, que fracasaban en su intento de ser penetrantes. Eran ojos vivaces, divertidos, que desbarataban su pose de chica maldita. La madre me había dejado allí sin decirme si ese era su atuendo de todos los días, si planeaba asistir a una fiesta de disfraces o si se había vestido de una manera especial para recibirme, dispuesta a confrontar desde el primer minuto de nuestra relación. Tras el gesto, la joven dejó de prestarme atención y bajó su vista al piso. Me pareció injusto que esa criatura, de cuya existencia acababa de enterarme tras dieciséis años de vida, me ignorara, ¿acaso no había pedido ella conocer a su padre? ¿Podía serlo, en realidad? Hija mía, hasta solemne sonaba. Insisto, era una chica muy bella quitándole su pose y sus accesorios; yo no soy tan agraciado y su madre tampoco lo era casi diecisiete años atrás. Ahí estábamos sin saber qué decirnos. Harto de esa situación, di un paso y me instalé en el centro del dormitorio cubierto de afiches de grupos metálicos y desorden. Ella se irguió un poco y se dignó a posar sus ojos en mí. —Tu madre me dijo que querías conocerme. —Mi madre miente. ¿Para qué quiero conocer a un tipo que jamás se preocupó por mí? —Nunca supe que existieras. ¿Para qué agregar que de haberlo sabido las cosas hubieran sido distintas? Llevaba casi un día haciendo suposiciones inconducentes y no quería repetir ante ella las historias que había desarrollado mi mente desde que la madre me comunicara su existencia; opté por ser breve y mantenerme callado. Fue su turno de observarme y lo hizo con detenimiento. Me sentí incómodo, dudé entre quedarme allí o sentarme sobre la cama, no existía otro asiento en la habitación. —No veo el parecido, ¿seguro que mamá no te engañaba? Lo ha hecho con los tres novios que le conocí. Me hizo dudar, claro. Alicia vivía encerrada con sus estudios cuando nos veíamos; pero cursaba y hacía gimnasia, tenía espacio para un amante. Jamás hubiera sospechado que fuera una chica promiscua. No se le escapó mi reacción ante la mención que había efectuado. —¿No la tenías por infiel? Los hombres siempre son los últimos en enterarse. ¿La lista de hombres engañados incluía a su actual pareja? En el teléfono me había contado que vivía con un compañero de trabajo. Lili era su única hija. Nuestra hija. —Espero de todas formas que esto funcione, sos el cuarto padre que me trae para que conozca. Esta vez me senté, forzándola así a que se volviera. —¿Qué estás diciendo? —Lo que oíste, sos el cuarto hombre que me presenta como mi padre. ¿Cuatro amantes había tenido Alicia al mismo tiempo? Me sentí herido. Sin causa, llevaba quince años o más sin recordarla hasta que me llamó; un amor de invierno, un cobijo contra el frío de las calles solitarias. Por lo visto tenía calor para unos cuantos. ¿Estaba ahí la ignorada causa de la separación? —Sí, lo que pensás, en ese tiempo se acostó con cuatro hombres al mismo tiempo. O más, capaz que cuando fracase con vos me va a traer otro. —¿Qué querés decir con fracasar? —Ninguno quiere una hija, menos una hija maldita como yo. Vos tampoco me vas a querer y ella va a continuar sin lograr su objetivo. —¿Cuál es ese objetivo? —Ella tampoco me quiere, pretende que me vaya a vivir con un padre que se haga cargo de mí. Había esperado bastante, me dije, y ese sólo pensamiento bastó para que me pusiera en guardia contra la chica y no contra mi ex. ¿Quién me garantizaba que fuera cierto lo que decía de su madre? Los adolescentes suelen pelearse con sus progenitores en esa etapa de la vida, llena de rebeldía y de búsqueda del propio yo. Pero no estaba yo para reflexionar sino para hacer algo con esa criatura, cuya filiación me era cada vez más incierta. ¿Por qué había dado por descontado que era cierta la primera afirmación de Alicia, adjudicándomela?, ¿por las ganas de tener un hijo sin aguantarme el período de llantos y noches sin dormir y cambio de pañales? —Vestite que vamos a almorzar. —Ja, ja, ja, todos iguales mis padres. Hombres, lógico. Con un almuerzo quieren compensar dieciséis años de ausencia. Era mi hija, lo comprendí cuando vi el fondo triste de sus ojos y me conmoví por la desolación que exponía esa frase. Lo sentí, como dicen que se sienten esas cosas. Era su padre y como padre me comporté, abandonando la habitación y dándole diez minutos para que se vistiera y arreglara. Recorrí el pasillo admirando el buen gusto en la decoración; era evidente que el pasar de Alicia era mejor que el mío en lo económico, no me había llamado utilizando a una supuesta hija para extraerme dinero. Bajé dispuesto a confrontarla y me distraje ante el contraste entre el orden de la casa y el cuarto de la chica, con sus sábanas revueltas, su ropa en el piso y sus cables anudados en un bollo sobre la cómoda. Cambié de idea, el contraste era otro signo de rebeldía adolescente, poco favor le haría a mi hija si trasladaba sus dichos a la madre. —Salimos a almorzar. Alicia estaba cocinando, con delantal y gorro, pero no se ofendió ante la noticia. —Muy bien. Lamento todo esto, yo siempre quise mantenerte al margen porque no fue tu elección y tampoco existió nada importante ente nosotros, pero ella insistió tanto que no pude negarme. Asentí y dejé la cocina. ¿Era justo que no me lo hubiera dicho? Tarde también para ese planteo, unos dieciséis años demorado. No habían pasado cinco minutos que Lili descendía con pasos fuertes; el único cambio en su vestuario era la incorporación de unos zapatones que le cubrían los tobillos, estilo borceguí de fábrica. Negros, por supuesto. Se detuvo al pie de las escaleras y me miró, desafiante. No hice comentarios sobre la vestimenta y señalé la puerta. Fui yo quien se despidió por los dos, en voz alta. —¿Adónde me vas a llevar? —¿Qué preferís? ¿Parrilla junto al río, restaurante boutique en el centro, minutas estilo Mc Donals? Quedó callada por unos minutos pero comprendí que le gustó que le dejara elegir. —Centro, de lujo. Quizá no fuera de lujo el restaurante pero era lo más parecido a eso que teníamos en la ciudad. Lili ingresó con pasos exagerados sobre el piso de madera y toda la concurrencia se volvió hacia ella. Tras miradas desaprobadoras, los comensales, unos veinte esparcidos por la esquina, retornaron a sus platos y a su insulso mediodía. Lili escogió una mesa junto a la ventana. —Te gusta ver la calle— dije por decir algo, carente de ideas para comenzar un diálogo con una hija recién conocida, una hija que en vez de berrear en manos de una enfermera se dedicaba a poner una pierna sobre una de las sillas vacías de la mesa escogida. —¿Tenés más hijos? —No, sos la única. Agachó su cabeza, el pelo le cubrió el rostro; simuló estudiar el menú pero supe que se había conmocionado por la respuesta. —¿Querías hermanos? —Primero tendrías que ser mi padre, cosa que no sabemos. Seguí su juego. —Los otros se hicieron análisis, supongo. —No, todos abandonaron antes, no soy para cualquiera. Cada palabra profundizaba la sensación de soledad que emanaba de ella. Escogimos lomo, ambos, y una copa de vino tinto para mí. Era menor, escogió una bebida cola para acompañar la comida, tras una mueca de contrariedad, cuando le marqué el detalle. —¿Tu madre te deja tomar vino? —Está demasiado ocupada con su marido y sus amantes como para saber lo que tomo. Igual, en casa nunca, siempre en las fiestas de los fines de semana. Me fui sintiendo cómodo en su presencia y las dudas desaparecieron. Supe que no existían esos amantes, Alicia no había tenido otros mientras compartimos la cama y ella, Lili, había pedido conocerme. Muy fuerte debió ser ese pedido para vencer la tozudez de Alicia, quizá el recuerdo más firme que poseía de ella hasta que me llamó con la novedad. Padre a los cuarenta y un años, padre de una nena de dieciséis años. —Tengo que ir al baño. Marchó con la misma energía empleada al ingresar. Otra vez las miradas la siguieron. Me molestaron, ¿quiénes eran para censurar a mi hija? En una mesa comía una familia con dos chicas de, más o menos, la misma edad. Las observé; una de ellas llevaba auriculares colocados y la otra tenía la vista todo el tiempo en su celular, cada tanto escribía. Busqué más adolescentes por allí; había otros dos, cada uno con su padre. Uno varón y otra mujer, ambos concentrados en sus aparatos. ¿Lili no era como ellos o había otra cosa? Me emocioné al darme cuenta y cuando la vi volver me puse de pie y le di un fuerte abrazo antes que llegara al asiento. En la confusión y la sorpresa, su cuerpo trémulo abrazado al mío casi con la misma fuerza, amagó el rechazo que se esperaba de ella con la mejor de las expresiones que pudo utilizar: “¡Papá, por favor!”. Me separé, conmovido, y nuestros ojos quedaron a la par. Entonces todo el juego quedó de lado, se lanzó a mis brazos y lloró, como una niña que regresa a casa tras haberlo pasado mal. El abrazo más extenso y emotivo que me ha tocado vivir, tan intenso que pensé que nos caeríamos. Cuando nos pudimos recobrar, nos sentamos y tomamos nuestras manos por encima de la mesa. Los otros comensales volvieron a sus platos. Con excepción de los chicos, que nunca habían salido de sus celulares.
© Juan Pablo Goñi Capurro
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