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Vaho por José María Gómez Rebollo
La última vez que la vi fue en un atasco en los nuevos túneles de la M-30. Yo iba en mi coche nuevo, por eso no tuve miedo de que me reconociera. Sin embargo yo a ella le reconocí a pesar del estrés, el humo y la lluvia. Recuerdo cómo se fijaba en el distraído caer de una gota de agua en el retrovisor de su coche. Como ésta se paraba para encontrarse con otra gota y caer de nuevo a más velocidad que antes. Ella ocupaba el asiento del acompañante del coche que siempre dijimos que nos compraríamos si teníamos niños, a su lado un hombre que yo no conocía, apoyaba la cabeza sobre su mano, mientras con la otra se atusaba la barba. Mire detrás instintivamente, pero el vaho de los cristales no me dejo ver si llevaba una sillita, o un niño, o una sillita y el niño, o los dos. Y aunque me cueste reconocerlo su mirada no era triste, ni contenta. Sus pupilas ocupaban un odioso centro geográfico entre sus párpados, una simetría que no quería decir nada. No tenía ojeras, ni síntomas de cansancio, esos síntomas de cansancio vital que mostraba los últimos meses conmigo. Tampoco reía. No vi el perfecto hoyuelo que se formaba al final de la pequeña comisura de sus labios. Aquel hoyuelo que yo besaba cuando salía. Aquella imposible curvatura de su boca que formaba los primeros años de nuestra vida. Parecía haber alcanzado el equilibrio que tanto he visto en las madres. Su acompañante no bajó en ningún momento la mano para acariciar su rodilla, como yo siempre hacia, y cualquiera podría decir que simplemente era un compañero de trabajo que la acercaba a casa. Pero no, ella tenía esa postura tranquila, de quien va en su coche, al lado del ser que ama o dice amar. Me quede mirando aquella misma gota de agua, y me sentí de nuevo triste, porque me recordó a mí, cuando ella se fue, resbalando por el sofá hasta tocar el suelo, entre cerveza y sudor. Su coche arranco, el vaho se fue, y vi alejarse una uve delante de una uve doble, difuminado por el rastro negro de los diesel, mientras la gota del retrovisor caía para estrellarse contra el suelo, pero esta vez sin cerveza. Esa noche dormí mal o no dormí, no me acuerdo, simplemente vinieron a mi cabeza aquellos dieciséis meses que vivimos juntos en aquel pequeño apartamento de Chamberí. Todo comenzó un diecialgo de junio, aunque según mi madre todo empieza varios años antes. Pero aquel día cuando estábamos en la montaña recorriendo el camino entre el Puerto de Navacerrada y Cercedilla, recibí la llamada que tanto esperaba. Era de la Delegación de Andalucía, de esa gran constructora que me estaba ofreciendo el puesto de Jefe de Producción en la nueva presa de Córdoba. Yo sin dudarlo dije sí, claro, qué podía hacer. Me estaban dando el puesto que cualquier recién diplomado Ingeniero de Obras Publicas podía soñar. Desde que entré en la escuela, todos, dejamos de soñar con mujeres desnudas, y soñamos con puentes y con presas, de esqueleto de metal y cubiertas de hormigón. A ella no le hacía ninguna gracia, y me prefería en aquella apestosa oficina de proyectos, llamando a los Ayuntamientos y haciendo fotocopias, pero cerca de ella. No me puedo hacer a la idea de cómo fuimos capaces de estar tan cerca y tan lejos al mismo tiempo. A pesar de sus lagrimas fingidas y estudiadas y que ella era capaz de derramar a su voluntad, yo decidí irme. Y lo que no sé es por qué dejó que el azul del lápiz de ojos se difuminara hasta el borde de su boca, como un cuadro de Dalí, si aún cuando no me había ido, ella ya tenía su mente y su alma en otro lugar, lejos de nuestra cama y desde luego, más lejos de Córdoba. Ella me dijo adiós entre más lágrimas en la estación de Atocha, haciéndome prometer que pensaría mucho en ella y que la llamaría todas las noches. Me iba para dos semanas y cada quince días volvería a casa, y ella podría venir los fines de semana que yo no iba. Solo vino uno, el primero. La obra ya llevaba tres años en funcionamiento, y le deberían quedar según lo programado para no pagar penalización unos trece meses, pero ese era uno de los motivos por los que habían cortado cabezas en la jefatura de obra, por que por lo menos llevaba tres meses de retraso. El jefe de obra era un Caminos que se pasaba veinte horas al día en la caseta. No conocía la obra, pero creo que a él le daba igual que fuera una presa o un rascacielos, había perdido la ilusión de la obra hace tiempo. Era un perro viejo, que lo único que le interesaba era terminar la obra a tiempo y sacándole dinero a una baja que había hecho la empresa del veintitrés por ciento. Estaba en la obra hidráulica más importante actualmente en ejecución en España y me creía que era el tío más grande del mundo, y la echaba de menos. Me presenté en la caseta aún con la maleta a cuestas, me faltó hacer un firmes y reverencias. Él levanto la vista por encima de sus gafas que apuntaban a la certificación y me pregunto con desdén, que qué sabia del hormigón. Después de eso sólo conseguí hablar con él en los comités del lunes, aún, dos años después, no sé si tiene hijos, si ama a alguien o se ama a sí mismo. Me designó responsable de la planta de hormigón, y claro está que no sabía nada de ese barro gris, o casi nada. Sabía que era arena, piedra y cemento, regado con agua, y que según lo que me dijeron en la carrera, el mejor hormigón era el que no lleva aditivo. La verdad, que la ingeniería es como un juego de niños donde no se permite el ensayo y error, pero que no era muy diferente de los castillos sin princesa que hacía de pequeño en la playa. Al final, después de mucho tiempo, echo de menos ese olor a tierra mojada y cartón seco del hormigón cuando paso más de un fin de semana fuera de la obra. Todas las mañanas me levantaba pronto para ver el contraluz del sol contra el cuerpo de la presa, y al fondo la imagen futurista de las luces de la planta en el gris amanecer de Andalucía. Allí sentado, desde la ataguía, disfrutaba todas las mañanas de una de las vistas más maravillosas que nunca he tenido, y aquello, todo aquello era mío. Las obras son las mujeres con más novios de la tierra, y no somos celosos entre nosotros. Desde el encofrador hasta el encargado no pueden evitar, tiempo después cuando pasan por su obra acabada, mirar con nostalgia y decir a sus hijos, esa presa la hice yo. Y desde esa vista increíble, todas las mañanas la llamaba, y le decía que qué bonito era el día y cuánto la echaba de menos. Ella se estiraba, me decía un te quiero y me colgaba. Los tres primeros meses fueron los más increíbles para mí y los más duros para ella. Yo estaba en el mejor trabajo del mundo, y cada quince días, que casi no me acordaba de ella la veía. Cada vez era menos el peso del cuerpo que se apoyaba sobre mi cuello cuando me veía. Cada vez eran menos los besos que me daba. Cada vez eran menos las noches sin dormir. Hasta un día de septiembre, que yo cogí vacaciones, me encontré una casa vacía y una nota desahuciada de palabras, “lo siento”. Solo un lo siento, a 12 años de noviazgo, año y cuarto de dormir bajo el mismo techo, y tres meses de compartirla, yo con una presa, creo que ella con un leones. No sé cuantos días pasaron, solo se, que la nevera se vaciaba de cervezas, las pelusas crecían, y la gata deambulaba por la casa buscando en cada esquina a aquella melena castaña escondida detrás de las puertas. No busques gata, no está jugando al escondite. Por mi casa pasó la procesión de amigos y familia que corresponde a estas circunstancias. Desde aquel que seguro que se la quería tirar antes y me daba ánimos, hasta el otro que pensaba que con alcohol y putas se calman las penas. Mi madre, mi pobre madre, se pasó, en ese sofá más horas que nadie, viendo a su hijo adelgazar de hambre, aún cuando comía a diario, obligado, aquellos Tupper de comida casera que todo lo curan. No mamá, mi hambre era de otro tipo. Y la pena y la culpa. En aquellos instantes me acuerdo perfectamente de los estadios, la ira, la venganza, la locura… y la pena y la culpa. Porque lo que te hace grande te hace débil, y lo que te debilita te empequeñece, y yo era pequeño en un piso de veinte metros cuadrados, donde sobraban las ventanas siendo dos, y el suelo era un lugar confortable para dormir. Tardé un mes en volver a dormir en aquella cama, esa máquina de sueños donde crecimos. Por que las sabanas en las que me tapaba de los fantasmas cuando era pequeño, fueron testigos de cómo los dos perdimos la inocencia entre caricias y abrazos. Y después, cada mañana de domingo, esas sabanas se convirtieron en un campo de juegos de risas y cosquillas, donde imaginábamos dónde pondríamos esa cama si nos tocaba la lotería. Me acuerdo perfectamente de aquella noche, mientras acariciaba su espalda, cuando me pregunto que qué haría si me dejaba, yo, en silencio, seguí, una por una, con mis dedos subiendo las escaleras de su espalda, mientras ella insistía. Morirme dije, morirme por que tú eres la pasta que rellena mis imperfecciones. Y podría haber seguido con aquellas frases que tanto le decía y que ya había metabolizado. Pero no, yo era imperfecto e infeliz, cojo y solitario. Y ella era lo único que me completaba y me reinsertaba en el mundo. Echando la cabeza para atrás, aparto a mi mano cerca de la nuca, y tapándose con la sabana por vergüenza, me dijo que no dijera tonterías. Ella ya lo sabía, y le molestaba que recorriera el tramo que iba desde su cadera a su cuello, milímetro a milímetro, con mis dedos, con mi lengua. Porque la dignidad que aún le quedaba, le pesaba tanto que la aplastaba contra el colchón, hundiéndola más abajo de lo que el colchón cedía, cuando eran dos los cuerpos y no el mío, los que aplastaban el somier. Me dí cuenta que había tocado fondo, cuando mi mirada borrosa enfocó el dedo de mi pie sobre la mesilla. Allí estaba la gata lamiéndolo, con el afán de despertar mi atención. Era una tarde aun calurosa para octubre. La cortina de la ventana se movía rítmicamente bajo los caprichos de la corriente que se formaba en la calle. Yo borracho y dormido aún mantenía entre las piernas una botella caliente y a medias de cerveza. Olía a rancio en la casa, y las pelusas recorrían el espacio hasta el baño por el pasillo a merced del mismo aire que bailaba con mi cortina. Aquella tarde todos bailaban con el viento, mientras yo, observaba todo desde el sofá, cuartel de operaciones de mi derrota, aquella bacanal de ponientes de interior y de sirocos enloquecedores. La saliva de la gata sobre mi pie, enfriaba la punta del dedo bajo la corriente, de un cuerpo herido y acabado. Esa fue la última vez que me deslice hasta el suelo como una gota en un retrovisor, en un atasco. Curioso, cuando la vi, en aquella tarde fría y lluviosa de aquel enero de dos inviernos después, yo recordé todo esto, mientras ella miraba con desdén un retrovisor. Si nunca me ha llamado, es porque nunca tuvo el valor de enfrentarse al espejo, bien para mirarse la cara, o para mirar a ese atrás que tiene ella tan pesado y lejano. El espejo, esa arma de sinceridad absoluta, que fue lo primero que rompí, aquella tarde de baile y derrota. Porque aquel espejo era el único que sin miedo me dijo la verdad aquel día. También era donde ella me dejaba mensajes ocultos tras el vaho de la ducha, y donde se formaban los cuadros e impresiones de los besos que en su nuca yo le daba mientras ella se maquilaba, sin dejar de mirarse a los ojos. Creo que nunca cerró sus parpados e inclino la cabeza a un lado para dejarme su cuello libre de mechones y collares. Y rompí el espejo, para no verme y reconocer en esa copia inversa, el ser pequeño y solo en el que yo me había convertido. La obra siguió, y yo con ella, tardé un día en volver a la ataguía y ver amanecer, y cierto es que era dos horas después de cuando lo hacía en verano, porque ya no tenía a nadie que despertar. Necesite una semana para saber dónde me encontraba. Tardé un mes en dormir por la noche. Y después de un año, pidiendo aditivo y vertiendo hormigón semiseco, conseguí borrar su teléfono de mi mente. Del móvil, lo había hecho al segundo día, y creo que si nadie me enseña su foto, no me acuerdo de su cara. Seguí preguntándome durante mucho tiempo el por qué ella, que tanto me quería, que tanto desgastó, dibujando corazones y mensajes, su dedo, sobre el espejo, se fue sin decirme nada. Y también necesite mucho tiempo para comprender que me dolió más su mentira que su engaño. Dos años después, y casi con un año de retraso, la obra término. A mí me designaron para quedarme en la obra y hacer los remates y la puesta en marcha con la propiedad. Gracias a un otoño lluvioso no tardamos en ponerla al noventa por ciento de capacidad. Inundaba casi todo el valle y había dejado a una pequeña pedanía bajo el agua. Éste, no tenía el viejo encanto de los pantanos de los cincuenta, y los escrúpulos habían evitado ver la espadaña de alguna iglesia aun con sus campanas inmóviles asomar a ras de agua. La última vez que vi la presa, era un día de enero que partía para Madrid. El trabajo había terminado, y por más que lo había intentado no tuve la oportunidad de alargar más la estancia en aquel valle. Me esperaba en Huesca un túnel de carretera, con su planta de hormigón. Los túneles no tienen el encanto de las presas. Los túneles son heridas en la tierra. Con la puerta abierta de mi coche nuevo, mire por última vez el cuerpo de la presa. Ya no estaba la planta ni el blondín. Ella, que sabía que era mi último día, me regaló una descarga por el aliviadero de superficie. Y por su labio, como los dedos de un amante que recorre la boca, brotaba el agua para estrellarse contra el cuenco. Nadie que no haya visto una presa descargado puede saber la energía que desprende. El ruido y la niebla, de las pequeñas gotas de agua que estallan contra el resalto. Aguas abajo de la presa miré por última vez, limpiando el vaho del parabrisas, las lágrimas de pena que brotaron de mi amante. Y partí rumbo a Madrid, sin saber, que a mi regreso a casa, en un atasco, el mismo día, sería también el ultimo día que la vería a ella también. Dejé miles de gotas de agua resbalando por la falda del cuerpo de mi amante, para ver, los ojos achinados, verdes aguamarina, distorsionados en el reflejo de una gota, sobre un espejo del retrovisor de un coche un día de lluvia. Entonces recordé el primer día que la vi a ella, hace catorce años, pequeña y frágil, escondida tras un cojín, dejando ver solo las manos, como agua cayendo, como escondida tras el cuerpo de una presa. Vi alejarse el vaho, la gota y el reflejo. Vi como se iba una nota incompleta colgada de una nevera. Vi como se alejaban doce años de recuerdos enterrados. Ese mismo día fue el último día que vi al amor de mi vida y a ella en un coche gris, y me dolieron más las lagrimas de un ser inerte de piedra. Sonreí, al ver la gota de agua estrellarse contra el suelo antes de que yo la machacara entre betún y caucho. No me dolió verla y comprendí que el amor son castillos de arena barridos por el mar. Duran lo que la marea quiere, y siempre habrá arena para hacer más. Me alegré por ella y recé porque tuviera una historia de amor bonita que contar. Yo puse el intermitente y cogí la primera salida que encontré. No llevaba a mi casa y nunca más busqué un coche gris, ni el vaho en su ventana.
© José María Gómez Rebollo
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