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Las botas de Juan por Tatiana Rascovsky
Aprendí muy pronto que la única forma de sobrevivir era olvidando. Me obligué a cubrir los recuerdos con una ruana, tapar los sueños con estrategias y callar las voces con disparos. Me había funcionado bien, hasta el “retén”. Era un “retén” como cualquier otro. Nos instalábamos en alguna carretera principal, usábamos los uniformes y deteníamos autos a ver qué agarrábamos. Desgraciados burgueses como siempre. Esta vez nos tocó una familia con niños. Los odiaba porque no era capaz de mirarlos a los ojos. Agaché la vista, pero me bastó un instante para ver la cara de espanto cuando el chico descubrió que mis botas eran de caucho. Y entonces fue más fuerte que yo; comenzaron a llegar amontonados los recuerdos. El abuelo nos había despertado para ordeñar, Helena y yo obedecimos a regañadientes, odiábamos levantarnos más temprano que el gallo, pero con el abuelo no se podía discutir. Habíamos salido corriendo como todos los días, el último que llegaba al corral tenía que limpiar. Ella siempre ganaba, aunque era un año menor que yo y se veía blanca y flaca como el palo del mamoncillo, sólo por fuera porque por dentro tenía la fuerza de diez toros. Mañana seguro me ganas, me había animado como siempre. Yo sabía que no era cierto, pero igual le sonreí asintiendo, me encantaba esa capacidad que tenía de hacerme sentir mejor. Cuando entramos al corral sentí el olor a heno y las moscas volando sobre mi cabeza, me gustaba ese lugar. Ese día estábamos contentos, faltaba sólo una semana para mi cumpleaños número ocho y el abuelo había prometido enseñarnos a manejar el tractor. Ambos sabíamos lo que eso significaba; entrar al mundo de los grandes, un mundo por explorar juntos mas allá del corral y la cocina. Nos sentamos en las butacas a ordeñar a Pancha mi vaca favorita, el abuelo había comenzado a darle agua a la vaca cuando oí el chirrido del portón y vi la cara del abuelo transformarse en una mueca de angustia. Ándese para la cocina y no salgan hasta que yo les avise, alcanzó a susurrar. La cocina olía a desayuno, mamá sacaba del horno de leña los pandeyucas y la abuela revolvía los huevos con una mano y peleaba con el fuego de la estufa con la otra. Buenos días mis buchones, dijo sonriendo, ¿por qué vienen tan acelerados? ¿no habrán derramado la leche por ahí? El abuelo nos mando a esconder, respondió Helena esperando su reacción. Mamá y la abuela se asomaron por la ventana. Era mi ventana favorita, desde ahí se podía ver toda la finca; los palos de mango alrededor de la casa donde Helena y yo nos subíamos a planear maldades, el corral con sus palos de madera envejecidos, la colina donde pastaban las vacas y Helena y yo jugábamos a rodarnos después de la escuela y el río, mi río. Pero ese día nada existía, sólo la cara de espanto del abuelo y los hombres a su alrededor. ¿Son malos los señores que están hablando con el abuelo? Le pregunté en secreto a Helena Depende, si tienen botas de cuero son buenos y si son de caucho son malos. Me respondió. Había intentado descubrir qué botas tenían, pero el pasto estaba muy alto y no lograba verlas. Solo oía al abuelo: Al diablo con la “vacuna”, gritaba. Mi papá lo miraba con cara de espanto, intentando calmarlo. Eran diez, estaban todos alrededor del abuelo, todos menos el más viejo que observaba desde atrás. De pronto comenzó a acercarse lentamente, hablaba como en susurros, los otros hombres se movieron para dejarlo pasar, miró fijamente a mi abuelo por unos segundos, luego puso las manos en su cuello y comenzó a apretar; creí que el abuelo se iba a desmayar. Entonces ya no tuve que mirar las botas, estaba seguro que eran de caucho. Esa noche la casa parecía tener un encantamiento de silencio. Los adultos se habían encerrado en la cocina. Helena y yo decidimos investigar. Dos cosas teníamos claras; la primera era que habían llegado los malos y la segunda que querían una “vacuna”. El tema de la “vacuna” nos tenía confundidos, las únicas que conocíamos eran las del sarampión que ponían en el pueblo, pero nunca les habíamos visto las botas de caucho a las enfermeras y nos habían parecido bastante amables. Muy tarde descubrí que había otras vacunas mucho más crueles, que en vez de sanar, contagiaban de miedo los campos. La puerta de la cocina seguía cerrada y la luz encendida, muy despacito fuimos a investigar. Sólo se escuchaban voces masculinas. No creas que yo quiero papá, pero es la “vacuna” de la guerra, es eso o nuestras cabezas. No pude escuchar más, Helena había intuido de qué se trataba y me empujó a nuestra habitación. Se sentó en la cama, me agarró la mano y comenzó a cantar el cumpleaños feliz mientras lloraba. Intenté que me explicara, sabía que era algo grave pero la inocencia y la esperanza nublaron mi capacidad de predecir. Las mujeres son mucho mejores en intuir la dimensión de las angustias que se aproximan, en sentirlas cuando aún no han cruzado la puerta, en adivinar los vacíos que van a dejar. Mamá había entrado a la habitación temprano para despertarme y me encontró dormido sobre las piernas de Helena. Ella estaba sentada, tenía mi mano entre las suyas y seguía cantando y llorando. Mamá me vistió despacio, dijo que era un día importante, unos señores iban a venir por mí, tenía que ser fuerte, era por el bien de la familia. Me entregó el rosario y me besó, perdóname Juan, pero no me alcanza la fuerza, decía entre sollozos. Los señores de las botas de caucho volvieron a aparecer. Esta vez por mí. Las mujeres de mi vida ya no estaban. El abuelo miraba desde el solar y gritaba desesperado. Si en algo son expertos en el campamento, es en valerse del odio. Te enseñan que es tu mejor aliado; es capaz de eliminar de tu vida todo lo demás y yo fui un buen alumno. Lo usé desde siempre; odiaba a las familias que deteníamos por que se veían felices, al gobierno porque no se preocupaba por los hijos de sus campos, a mi padre por su cobardía, al abuelo porque no gritó suficiente y a las mujeres, sobre todo a las mujeres, por su ausencia. Fui un buen alumno en todo menos en odiar a Helena. Y sólo ahora soy capaz de confesar que todavía la busco entre los árboles de mango, en los corrales de las fincas que asaltamos y encima de los tractores que nunca aprendimos a manejar. Papá se acercó y me cambió los zapatos de lona por botas de caucho. Intentó abrazarme pero se contuvo. El comandante del frente 23 de la guerrilla me subió al caballo y yo decidí borrar a Juan y convertirme en un camarada más. Desde entonces me obligue al olvido. Me había funcionado bien, hasta el “retén”. © Tatiana Rascovsky
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